En Prospect, Brian Eno publica una nota sobre su idea del carnaval. La traduzco velozmente:
Un carnaval es bueno cuando el número de participantes no es abrumadoramente superado por el número de espectadores y cuando es fácil que los 'espectadores' se vuelvan participantes (bailando y cantando). El carnaval es bueno cuando los participantes muestran un abanico de habilidades que va de lo elemental a lo sorprendente (lo primero es una invitación para no ser intimidado–¡Caray! ¡Yo podría hacer eso!–y lo segundo, una invitación al asombro). El carnaval es bueno cuando personas de todas las edades, razas, formas, tamaños, bellezas e inclinaciones se involucran. El carnaval es bueno cuando hay mucho que ver, todo entremezclado y sólo tú puedes encontrarle sentido. El carnaval es bueno cuando dignifica y premia todo tipo de habilidades–cantar, brincar, carcajearse contagiosamente; escribir la canción de la fiesta; mover el trasero; treparse a una caja para alabar al Señor o a la tlapalería de la esquina; freir pescado en público, inventar arreglos sinfónicos para bandas populares; construir cosas fabulosamente imposibles sólo por un día. El carnaval es bueno cuando las personas tratan de superarse unas a otras y aplauden gustosamente cuando alguien lo logra. El carnaval es bueno cuando nos da una coartada para ser otro. El carnaval es bueno cuando le permite a la gente presentar lo mejor de sí mismo y ser, por un ratito, como les gustaría ser todo el tiempo. El carnaval es bueno cuando le da a la gente la sensación de que es realmente suertuda de estar viva en ese momento. El carnaval es bueno cuando nos deja la sensación de que la vida en todas sus manifestaciones es maravillosa, conmovdera, divertida y que vale la pena.
Ahora sustituye "cultura" por "carnaval." Ahí tienes una visión para el futuro de la cultura.
Adam Gopnik, colaborador regular del Newyorker responde a The Browser cuáles son sus colecciones de ensayo favoritas:
Incluso la vida más pobre y sórdida es un drama de Esquilo si pensamos en la tragedia de las funciones, en los susurros de las secreciones, en los silencios de los órganos, en los esfuerzos de la memoria, en los tanteos de la voz, la sangre que circula, los miasmas mortales, las peleas entre microorganismos, las guerras espermáticas, las erupciones celulares, las calamidades de los nervios, las predestinaciones bioquímicas, el sino que poco a poco se introduce en el morbo final, las plagas, los granos reventados, las serpientes de la locura, y las furiosas perras del Hambre.
Guido Ceronetti, El silencio del cuerpo, Acantilado, 2006.
Decía Heidegger que construir es habitar y que habitar es cuidar. Cuidando la montaña en la que se posa, la casa Monterrey diseñada por Bernardo Gómez Pimienta, no es solamente una habitación para sus dueños, es también un regalo a la ciudad que ahora contempla los árboles y los pedruscos de su sierra bajo el signo de una edificación tutelar. Cada una de las cajas que la integran, parecen haber sido depositadas con suavidad sobre el cerro sin romper ni una rama de árbol. Si construir es cuidar, será también escuchar: por eso la arquitectura es el otro arte del oído. Diálogo de construcción y naturaleza. No es el sometimiento de lo silvestre al dictado de la razón, es el contrapunto del trazo y el azar: la inteligencia del hombre frente a la otra.
La casa ocupa su lugar en la montaña sin allanarla. Una silvestre exuberancia se entiende íntimamente con la exactitud matemática de la imaginación y de la técnica. Los caprichos del bosque son el contrapunto del exquisito esmero arquitectónico. La casa promulga así un claro manifiesto contra la jardinería, ese sometimiento de la vegetación al designio de navajas y equilibrios. Pinos, encinos, cedros, oyameles, zacatonales, yucas, uñas de gato, lechuguillas son—más que vecinos—cohabitantes de la casa. La inteligencia geométrica de Gómez Pimienta, la profunda sabiduría de sus formas se despliega aquí como una ambición comedida: el arquitecto maduro que entiende las fronteras de su arte admitiendo la colaboración del mundo.
La casa que acaba de recibir Medalla de Plata en la categoría de vivienda unifamiliar en la Bienal de Arquitectura Mexicana es una intervención corpulenta y, al mismo tiempo, sutil. Se muestra pero también se esconde. Ostensible a la distancia pero ligera, casi etérea desde el interior. Cada espacio encuentra su vocabulario, su material, su continente: madera, mármol, concreto, fierro. Cada ritual doméstico merece residencia inconfundible; cada cuarto, su envoltura: cada recinto recibe un abrazo único y sin prisa. Los espacios nunca se dan la espalda: se comunican con pasillos de contemplación. Hilos de luz, túneles de transparencia enlazan un cuerpo de células libres. La montaña se convierte de ese modo en la puntuación cotidiana de la casa. No hay conglomeración de aposentos, la arquitectura deja de ser asiento para volverse travesía. Paréntesis en la montaña unidos por la transparencia de una coma. La vitalidad de la casa reside en su régimen respiratorio: todo tránsito cotidiano absorbe al bosque. Desplazarse de la sala al comedor, del cuarto a la cocina es inhalar la montaña y exhalar arquitectura. Llenarse de mundo los pulmones. El paseo no es la excursión de quien sale fuera de la casa para perderse en el cerro: la casa es el paseo.
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Desde el verano de 1922, Martin Heidegger vivió en una cabañita en las montañas de la Selva Negra. Abandonó la ciudad para habitar una soledad envuelta en bosque. Un cuarto de siglo después de aquella mudanza que marcó su filosofía escribió un texto al que tituló “El pensador como poeta”. Su casa, su pensamiento, su vida seducidos por la naturaleza y una arquitectura que la escucha:
Cuando la luz de la aurora crece en silencio sobre las montañas…
Cuando el molinillo de viento que está fuera de ventana de la cabaña zumba en la tormenta que crece…
Cuando a través de un jirón en el cielo con nubes de lluvia se desliza de pronto un rayo de sol sobre la penumbra de las praderas…
Cuando al comenzar el verano se abre una solitaria flor de narciso en la pradera y una rosa de las rocas brilla bajo el arce…
Cuando el viento, al cambiar de repente, murmura en las vigas de la cabaña y el tiempo amenaza con volverse desagradable…
Cuando en un día de verano la mariposa se posa en una flor y, con las alas cerradas, se balancea con ella en la brisa…
Cuando el arroyo de montaña en el silencio de la noche cuenta su caída sobre las piedras…
Cuando en las noches de invierno se desgarran en la cabaña tormentas de nieve y una mañana el paisaje se calla bajo su manto de nieve…
Cuando los cencerros de las vacas tintineas desde las laderas del valle de montaña conde los rebaños vagan lentamente…
Cuando la luz de la tarde, inclinándose en algún lugar del bosque, baña de oro los troncos de los árboles…
El filósofo, ciudadano de su cabaña, registra las confidencias naturales de las que brota la idea, la vida. El texto concluye en poema:
Los bosques se extienden
Los arroyos saltan
Las rocas permanecen
La niebla se difunde
Las praderas esperan
Brota la fuente
Los vientos viven
Bendiciendo a las musas.
La bendición de las montañas silenciosas, los milagros la luz, las amenazas del viento, los bailes de la brisa. Y las rocas que permanecen. Mudanzas del tiempo y la dura persistencia de la roca. La casa Monterrey de Bernardo Gómez Pimienta ha sido tocada por la misma musa. La arquitectura es la conquista física de lo intangible. Otra forma de nombrar lo inefable y, además, habitarlo.
Una de las relaciones artísticas más complejas del siglo XX inglés fue la relación entre Benjamin Britten y W. H. Auden. Las cúspides de la música y la poesía inglesa se admiraron mutuamente, colaboraron por un periodo breve, dejando una marca permanente en la obra del otro. Terminaron peleados. Auden era mayor que Britten, era un hombre arrojado, seguro; una inteligencia intimidante. Britten era músico prodigioso, tímido e inseguro. “Lo que me impactó de Britten, el compositor, dijo Auden, fue su extraordinaria sensibilidad musical, en relación con el idioma inglés… puede ponerle música a los textos sin distorsión alguna.” Auden ciertamente admiraba el oído de Britten pero despreciaba su debilidad, su naturaleza infantil, su fragilidad emocional.
Durante un tiempo, Britten vivió bajo la influencia del poeta pero terminó rompiendo con él. Lo consideraba abusivo y falso. Un hombre enmascarado. Poco antes de la ruptura, el poeta le escribió al compositor: “Sabes, querido Bengy, siempre estás tentado a hacer cosas demasiado fáciles para ti. Te construyes un nido cálido de amor (desde luego, cuando lo encuentras, te parece un poco sofocante) haciéndote el niñito amable y talentoso. Si has de desarrollar tu carácter, creo que tendrás que sufrir y hacer que otros sufran, de una manera en que es totalmente extraña para ti en este momento y que van en contra de todo valor consciente que tienes. Tendrás que decir lo que nunca has tenido el derecho de decir.” Auden era intransigente: el talento musical estaba secuestrado por el comedimiento de un niño bien portado. Veía demasiada disciplina en Britten, demasiada contención, demasiado pudor. La belleza surge del equilibrio perfecto entre el orden y el caos, le escribió. “La bondad y la belleza, le decía en la carta, son el resultado del equilibrio perfecto entre el Orden y el Caos, Bohemia y Convencion Burguesa; el caos bohemio termina en un desquiciado revoltijo de retazos hermosos; la convención burguesa termina en una multitud de cadáveres insensibles.” A Britten le tocaba enlazar las dos puntas del caos y la armonía.
Trabajaron juntos en varios proyectos. El último consistió en la musicalización de un poema que Auden le había regalado a Britten. Nacido el 22 de noviembre de hace cien años, el día de Santa Cecilia, Auden le dedicó Himno a Santa Cecilia. La santa es música pura: mujer que no crece ni proyecta sombra; santa que no yerra, que no pertenece a nadie. A ella, a a la música y a Britten, el poeta les pide descaro en el himno, audacia: vida. Viste tu tribulación como una rosa, concluye el poema.
Su ópera más exitosa, Peter Grimes se estrenaría cinco años después de la ruptura con Auden pero refleja precisamente eso que el poeta le pedía a su música: asumir el desamparo, reconocer el tormento, habitar la sensación del oprimido, romper con las engaños de la convención. El pacifista del Réquiem de la guerra es, en esta ópera, el valiente denunciante de le opresión de clase y la discriminación sexual. Objetor de consciencia, el musico padeció el acoso y el hostigamiento. Entrar a los Estados Unidos era un suplicio porque el FBI lo tenía fichado como sospechoso. Pacifista en tiempos de guerra, homosexual en una sociedad homofóbico, Britten conoció del estigma. Peter Grimes es la encarnación del marginado y el pueblo de pescadores una Fuenteovejuna perversa: es la cohesión del rencor contra el distinto.
Charles Simic acaba de publicar El lunático, la cosecha de los poemas que ha diseminado en las páginas del New Yorker, Slate, Paris Review y otras publicaciones. El poema que da título al libro describe la terquedad de lo imposible: un copo de nieve que cae mil veces en un tarde y vuelve a caer por la noche, nada más para ver qué se siente. Su poesía será eso: constancia de lo absurdo, perseverancia de la ilusión a pesar de los horrores de la experiencia.
Simic sigue escribiendo poesía. Hace tiempo su madre, ya muy vieja, le preguntaba si seguía escribiendo poemas. Ella tenía, desde luego, la esperanza de escuchar que su hijo había madurado y que ya no perdía el tiempo con esas distracciones de juventud. Helen, la madre de Simic, movió la cabeza al escuchar la respuesta, apenada por la incurable manía del hijo. Algunos creen que es absurdo que un hombre de setenta años siga escribieno poemas, escribió él. Como si un viejo saliera con una chica de secundaria y patinara con ella por las noches. Simic entiende su tenacidad como producto de su pasión por el ajedrez. Brevísimas partidas de inteligencia e imaginación, sus poemas dependen, como ha dicho él mismo, de que la palabra justa o la imagen exacta aparezcan en el momento preciso. La secuencia lo es todo. El final es decisivo: ha de tener la inevitabilidad y la sorpresa de un jaque mate.
En su nuevo libro, Simic muestra el arte de su ajedrez. La sorpresa oculta en lo cotidiano se convierte en clave de nuestros extremos. Historia y biografía comprimidas en los objetos de uso diario, en los rituales de la naturaleza, en las monotonías del vecindario. El humor y la tragedia, la crueldad y la ternura, los cuerpos y los fantasmas, el horror y el placer. Las cosas que nos rodean—un plato de sopa, la hoja de un árbol, un espejo, el delantal de un carnicero—adquieren vida en la poesía Simic como densas afirmaciones de nuestra experiencia. Poesía sombría y radiante. El contrapunto radical. ¿Dónde más podríamos ver a Venus bañándose con cucarachas? En la poesia de este serbio de New Hampshire el esplendor de una mañana es tal que haría sonreir a un fusilado frente al pelotón. La plenitud de primavera que nos regala los gozos de un peluquero lavándole el pelo a Cameron Diaz.
Mi tema es el alma, escribe Simic en uno de los últimos poemas de este poemario. Asunto difícil porque el alma es invisible, silenciosa y frecuentemente ausente. Hasta cuando se muestra en los ojos de un niño o en un perro sin casa, me hacen falta las palabras, dice. El diccionario del poeta es siempre incompleto. ¿Qué palabra nombra los juegos de esa luz que corretea la oscuridad en los pasillos?
Simic observa su vejez, compra flores para el funeral de hoy y el que vendrá mañana. Habla por las noches con la muerte. A ser cuidadosos nos llama. El poeta sabe que no hay mucho de qué hablar. Más se podría decir de la mosca muerta en el vidrio o de esa máquina de escribir que hace años nadie toca. Es la deliciosa y angustiante nada de existir. La memoria en la mente del viejo es una provocadora que tienta y nunca cumple. El nombre de una mujer amada aparece y se resbala por el precipicio de la lengua. El espejo le recuerda esos ojos que ya no existen. Ojos que celebraban el presente, ojos que sabían que todo lo que había fuera de ese instante era una mentira. El poeta terco es el rey de los insomnes, el estudiante de techos y puertas cerradas, la mosca que escapa de la cabeza de un loco. Un hombre que, a la mitad de la noche se levanta de la cama como un petardo sobresaltado por el pensamiento de su muerte.
Por tercera ocasión, Michel Franco regresa del Festival de Cannes con trofeos y elogios de la crítica. “Las hijas de Abril”, su película más reciente, ha recibido el premio del jurado en la sección “Una cierta mirada.” Acaba de ser estrenada en México. Es una película notable que confirma, precisamente, la constancia de su ojo. La filmografía de Franco es una persistencia por explorar el universo subcutáneo, por contemplar la complejidad que apenas emerge al gesto y que permanece casi siempre muda.
El silencio puede ser el gran hilo de las relaciones humanas. Más que parlamentos, miramientos. El duelo que agobia a los protagonistas de “Después de Lucía” es un dolor sin palabras, una experiencia común e incomunicable. El genio del director radica precisamente ahí, en la capacidad de mostrar esa intimidad hermética. El enigma de la vida no puede ser resuelto. El arte del asombro no esclarece. Los personajes de Michel Franco son tan incapaces para entender los resortes de su existencia como lo somos nosotros, al verlos en la pantalla. El enfermero que acompaña las últimas horas de los enfermos es un hombre roto. ¿Por qué? No lo sabemos. Él tampoco. ¿A dónde lo lleva su fractura? No lo podemos imaginar.
“Las hijas de Abril” es el retrato de tres mujeres. Una niña a punto de ser madre; su hermana sumergida en una densa depresión y una abuela que se resiste a envejecer. Abril, interpretada magistralmente por Emma Suárez, ha regresado a Puerto Vallarta para acompañar a su hija en el parto. La vida que aparece cimbra ese tenso equilibrio de las distancias y los silencios. No sabemos cuándo se separaron ni por qué. Escuchamos solamente a Valeria preguntarle a su madre: “¿cuánto tiempo te vas a quedar?” Quiero ayudarte, le responde Abril. En ese intercambio se abre un abismo. Es un abismo que apenas se insinúa. El frágil triángulo femenino se manifiesta y no se explica. Es un pozo impenetrable. En esa sutileza de lo que no es declarado está la riqueza del cine de Michel Franco.
La cámara en la nuca de los actores, el micrófono atento a la respiración, la mirada puesta en las rutinas. Los rotros casi siempre inexpresivos, la conversación casi siempre insustancial. Pistas de las ocultaciones que nos forman y nos destruyen, de los hábitos que nos salvan y nos pierden. Si no se escucha música en las películas de Franco es porque no hay trampa en ellas. La manipulación de los cineastas se cuela normalmente por el oído. Se oprime un botón y se provoca la lágrima en el espectador, se apachurra otro y se acelera el ritmo cardiaco de la sala. No hay artilugio en las cintas de Michel ranco. El silencio es la banda sonora de su filmografía porque su cine no pretende dirigirnos. No es un discurso que emita un juicio sobre los personajes, que condene o elogie. El director no nos impone un veredicto porque no lo emite. Hacerlo es imposible cuando se aborda el universo de las emociones. El cine de Franco es un atisbo de lo oculto. Su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria.
Ya muy
vieja, en su asilo, la madre de Charles Simic le preguntaba si todavía escribía
poesía. El hijo, un poco avergonzado por la decepción que le volvería a causar, le contestó que sí: seguía en ésas. ¿Seguir escribiendo poesía a los
setentaytantos? Algunos piensan que, para un hombre de esa edad, escribir
poemas es como salir a patinar por las noches con una muchacha de secundaria.
De la perseverancia de Charles Simic deja constancia su nuevo libro, (New and Selected Poems. 1962-2012, HMH,
2013) una antología de medio siglo de poesía.
Cincuenta
años de constancia: tan maduro el primer poema como el último; tan fresco el poema
del viejo como el de veinteañero. Esa es, quizá, la gran sorpresa de este libro
magnífico, sólido; voluminoso pero compacto. Poemas tallados en la misma madera
oscura y severa, de la que brotan siempre las astillas irónicas, ácidamente
sonrientes. Comenzar el libro desde la primera página es entrar ya en la
pesadilla demencial de su historia. Una carnicería traza nuestro mapa.
Un delantal cuelga del gancho:
Embadurnado por continentes inmensos
Mapas de sangre,
Los grandes ríos y océanos de sangre.
Nuestra
cartografía dibujada a golpe de cuchillo. En el poema gobierna la noche como en
casi todos los poemas de Simic. La carnicería está cerrada pero hay una luz
solitaria “como la del condenado cavando su túnel.” Y ahí, en la hondura de la
noche, el poeta escucha una voz. Toda su poesía proviene de esa luz, de esa voz,
la voz del condenado. Ahí, en este poema-epígrafe, se fija el tono de su
escritura: el reconfortante pesimismo del insomne. Sabiduría de la humildad que
quiere ser piedra, adentrarse en la roca inerte que el niño arroja al río y que
los peces mordisquean… y escuchan. Tal vez las paredes de la piedra no son tan
oscuras como parecen: cuando dos piedras se rascan vuelan las chispas.
Bordando
siempre la catástrofe, ajena a todos los engaños de la esperanza, en alerta
siempre frente a la imbecilidad de la política y la ideología, la poesía de
Simic sonríe. No deja nunca de escuchar la palabra del despreciado. El humor
está presente en la poesía de Simic—como estaba en el Belgrado de su infancia.
Mientras caían las bombas, recuerda en sus memorias, se contaban los mejores
chistes. En un poema recogido en esta antología retrata su cameo en la cinta de
la historia. Tuve un papelito en la épica sangrienta del siglo, escribe. Se me
puede ver en la película: no tengo parlamento pero aparezco ahí apretujado como
pollo, escuchando al Gran Líder. También fui uno de los bombardeados, también
huí de la ciudad en llamas pero, obviamente, eso no lo filmaron. Pero sé que
estuve ahí.
Simic ha
podido ver el monstruo que nos observa todos los días en la mesa. El tenedor es
una criatura horripilante: la pata de un pájaro en el collar de un caníbal.
Odas elementales a la escoba, la cuchara, los zapatos, los ratones, las moscas,
los gusanos. Tengo fe en usted: Don Gusano. En este mundo de incompetentes, sólo
usted es eficiente y confiable en la administración de su negocio.
Al terminar
una entrevista, el periodista le preguntó a Simic si quería agregar algo. En
italiano, dijo: Mangia molto, caca forte, I nia paura de la morte.
Come mucho, caga fuerte y no
temas a la muerte.