Uno de los primeros recuerdos que evoca Héctor Abad Faciolince en el admirable libro sobre su padre es la advertencia de una monja. Tu papá no irá al cielo. Se va a ir al infierno. ¿Y por qué terminará en el infierno?, preguntaba el niño. Es que no va misa, le respondían. El niño decidió entonces que no volvería a rezar. Sería la manera de acompañar a su padre. El olvido que seremos es una carta a ese padre que la barbarie mandó a la muerte queriéndolo encerrar en el infierno. Carta dulce y dolorosa a una sombra.
La cantata de Héctor Abad se escucha en dos tiempos. El primero tierno, apacible, feliz. Una infancia cobijada por el amor físico, risueño y vivaz de su padre, un médico negado a la utilidad, profesor universitario, un humanista empeñado en salir del consultorio y el aula para llevar salud a la gente de Medellín. Una infancia arropada por abrazos y cariños, conversaciones, viajes, música y libros. La niñez como un amoroso cultivo de confianza. El niño garabateaba un papel y el padre encontraba dibujos prodigiosos. Tecleaba letras sin sentido en la máquina de escribir y el padre abrazaba a un poeta en ciernes. En esos alientos nació el propósito de escribir. No en la seguridad de la expresión, sino en la confianza de que a su padre le gustarían sus párrafos. Ahí se anuncia la suave tristeza de esta escritura: redactar para un lector que no existe, pero al que se adora por sobre todas las cosas.
El segundo movimiento de esta carta es insoportablemente doloroso. La agonía y la muerte de la hermana Marta son descritas en páginas verdaderamente lancinantes. La vida de una familia se parte tras la desaparición de una hija, de una hermana que empieza la vida. La conversación sería para siempre incompleta, la risa tendría siempre una mancha, la felicidad no podría volver a ser plena. Tras la agonía y la muerte de Marta, el compromiso político del padre se vuelve más intenso, más decidido, más temerario. Con un nuevo brío para promover la salud pública, para defender los derechos humanos y denunciar los abusos del poder, aparecen también la intolerancia, la superstición, la mezquindad y la violencia. En la barbarie del fanatismo político, el doctor Abad Gómez resultaba enemigo para todos los extremistas: la ultraderecha lo veía como un comunista amenazante; la ultraizquierda lo abominaba por defender los rigores del estudio y rechazar el exterminio de los capitalistas. Lo matarían un par de sicarios de cabeza rapada el 25 de agosto de 1987. En el bolsillo del saco llevaba una hoja en la que había transcrito un poema atribuido a Borges. Se titula “Epitafio” y dice:
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán, y que es ahora,
todos los hombres, y que no veremos
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los triunfos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.Bajo el indiferente azul del Cielo
esta meditación es un consuelo.
Días después de la ejecución, Héctor Abad Faciolince, recogió las ropas de su padre en la morgue. Al abrir el paquete una bala cayó al piso. ¡Tal era el interés del Estado por esclarecer el crimen! Quemó de inmediato la vestimenta ensangrentada y maloliente, pero conservó la camisa del último día de su padre. Tenía agujeros y manchas rojas, pero, puesta al sol y al aire, perdió el olor. El hijo guardó esa camisa como recordatorio del libro que tenía que escribir. Tendrían que pasar veinte años para que el dolor y la rabia no se interpusieran en la escritura. Al terminar El olvido que seremos, pudo quemar la camisa. El libro que escribió no es una venganza, es un beso.
Ryszard Kapuscinski, a quien se cuelga la medalla de haber sido el mayor periodista del siglo XX, fue, en realidad, un novelista. Más que testigo o cronista de hechos comprobados, un talentoso autor de ficción. Eso es lo que sugiere una nueva biografía del polaco escrita por Artur Domoslawski, quien se considera su discípulo. La tentación literaria lo vencía con frecuencia. Una imagen era más importante que un hecho.
Mi abuelo cometió un terrible error al venir a Estados Unidos. Siempre he vivido en el país equivocado, decía H. L. Mencken. Para Borges el periodista norteamericano era tan admirable como irrepetible. Imposible exportar la figura de un crítico dedicado al arte de vituperar al país propio. Cuando le preguntaron por qué vivía ahí, en un país del que tanto se burlaba, respondió con otra pregunta: ¿por qué la gente va a los zoológicos? Estados Unidos era, en efecto, el paraíso del burlón. Solía hablar de las raíces alemanas de su familia pero fue un personaje esencialmente americano. “Por sus virtudes y por sus no en pocas ocasiones colosales defectos, Mencken —dice Christopher Domínguez— es uno de los ejemplos más característicos del genio de los Estados Unidos: audaz, pragmático, inventivo, ingenuo, filisteo, oportuno y oportunista”.
No es extraño encontrar en nuestra prensa alguna frase suya como condimento, pero es poco leído. Reportero infatigable, tenía la precisión del aforista. “Un cínico es el hombre que, al ver una rosa, busca el ataúd”. Si fue el crítico más poderoso de su tiempo fue porque no aspiró a la popularidad, porque despreció la influencia. Era despiadado, temible, implacable. El “Sacro Terror de Baltimore”, lo llamó Walter Lipmann. Mencken sabía que su obituario estaba listo en los archivos de la redacción del Sun, como buitre en espera de su muerte. A quien lo había redactado le hizo solamente una sugerencia: agrégale que, a medida en que fui envejeciendo, me fui haciendo más malo. Escribió que una carcajada puede más que mil silogismos. Era la risotada de quien ha perdido toda ilusión.
El artículo completo puede leerse en nexos de febrero.
Adonis
Os dije
que he escuchado a los mares
leerme sus poemas,
que he escuchado a la campana
que dormita en las conchas.
Os dije
que he cantado en la boda del diablo,
en el banquete de la fantasía.
Os dije
que he visto en la lluvia de la historia,
en la distancia encendida,
un hada y una casa.
Como navego dentro de mis ojos,
os dije que lo había visto todo
desde el primer paso
por la distancia.
Versión de Pedro Martínez Montávez.
Robert Hughes ya había visto a la muerte. La vio sentada frente a un escritorio, como si fuera un banquero. Ningún gesto. Sólo la boca abierta, un túnel negro como el que pintaron los antiguos cristianos. El banquero esperaba que me dejara ir, que entrara a su garganta oscura, recuerda en sus memorias. La invitación me pareció abominable, me llenó de odio al no ser. No era miedo. Era, más bien una apasionada repulsión por la nada en que se convertiría. En ese momento me di cuenta de que no hay nada después de la vida: el único sentido de la vida es la vida afirmándose tercamente contra el vacío y la trivialidad. Esta vez el banquero no lo soltó. Robert Hughes es nada.
Fue porque fue crítico. Así lo dijo en el título shakespeareano de uno de sus libros. No pidas halagos, le dice Yago a Desdemona. Que nada soy si no soy crítico. La crítica no fue un oficio, una ocupación, una fuente de ingresos: fue la condición de su existencia, esa que con pasión resiste la nada y su vecino: lo trivial. “Adoro el espectáculo de la habilidad”, decía. Su vida fue el homenaje a la expresión artística y la ruda impugnación de los farsantes. Era, con orgullo, un elitista cultural. La desigualdad en las artes no hace daño a nadie. La democracia no tiene nada que hacer en esos dominios donde debe preferirse lo bueno a lo malo, la elocuencia al cuchicheo, la plenitud de la conciencia a la conciencia adormecida. La torpeza estética era para él una forma de tiranía manufacturada. El siglo XX dio pocos enemigos de ese despotismo tan briosos y elocuentes como Robert Hughes.
Su pasión no podía ser transigente. En sus crónicas publicadas en Time y en muchas otras revistas hay una deliciosa rudeza. Su reseña a las memorias de Julian Schnabel pertenece a las antología universal del veneno. “La vida no examinada, dijo Sócrates, no merece ser vivida. Las memorias de Julian Schnabel, tal y como son, nos recuerdan que lo opuesto también es cierto. Una vida no vivida no merece ser examinada.” Cuando preparó el documental sobre el arte del siglo XX para la BBC, celebraba un genio que se agotaba a golpe de subastas. En los últimos episodios de El impacto de lo nuevo se advierte su pesimismo sobre el futuro del arte y el efecto devastador del dinero. Poco de lo nuevo le interesó. A pesar de estar convencido de que en el arte no hay progreso, describió la decadencia. Al visitar al coleccionista Alberto Mugrabi y contemplar una escultura de Damien Hirst se preguntó: “¿No es un milagro lo que tanto dinero y tan poco talento pueden producir? Simplemente extraordinario. Cuando veo algo como esto me doy cuenta de que buena parte del arte—no todo, gracias a Dios, pero mucho—se ha vuelto simplemente un tipo de juego repulsivo para la autopromoción de los ricos e ignorantes.” Pero su admiración era también prodigiosa. Supo comunicar el embeleso estético, las capas de sentido que contiene una obra maestra, los desafíos que nos lanza el artista, las maravillas de la ciudad, el significado que el arte nunca impone pero que siempre insinúa.
Lo dice con espléndida elocuencia en El impacto de lo nuevo: el arte, el verdadero, busca siempre iluminar la totalidad de la experiencia humana, hacerla comprensible. Comunicarnos la gloria y la miseria de la vida sin acudir al argumento. Romper la brecha entre tú y todo lo que no eres tú. El camino del sentimiento al sentido. El arte de la crítica pertenece al mismo dominio. Como custodio de una ambición humana, su prosa aspiró a esa comunicación.
Este
viernes se estrena Vuelve a la vida
en salas de la Ciudad de México. La película se anuncia desde el principio como
un accidente feliz. Por alguna casualidad, el director, Carlos Hagerman se
enteró de la cacería de un tiburón inmenso en el Acapulco de los años 70.
Maravillado con el relato, fue en busca de los testimonios necesarios para
cocinar el guión de una película que retratara el encanto del puerto en esa
época y la recontara la hazaña. Al recoger las voces de los testigos y
protagonistas de la historia, se dio cuenta que no era necesaria la cocción.
Así, crudos con el único condimento de la revoltura, sabrían mejor. La ficción
estorbaba. En el borbollón de testimonios, de recuerdos, de anécdotas, estaba
todo lo necesario para la cinta. Ahí estaban todos los ingredientes de Vuelve a la vida: ceviche azaroso y
fresco que no es otra cosa que una leyenda entrañable.
Acapulco en
los años 70; un buzo, una modelo de Vogue y una tintorera asesina. El personaje
central es magnífico, inolvidable. Un buzo bohemio, mujeriego, con facilidad
para la mentira y la parranda; un narrador excepcional que seducía a su oyentes
con cuentos y fantasías. Un hombre libre que contagiaba vida. Acapulqueño con
cuchillo a la cintura entregado al llamado de la aventura. Guía de Tarzán y de
los Kennedy que nadaba en el agua como un pez, casi sin moverse; que se sumergía
a las profundidades para salir con las manos repletas de ostiones. Se le
conoció como “Perro largo” y fue una auténtica leyenda de Acapulco. La película
borda el mito con palabras donde se confunden memoria y fantasía; admiración y
cariño. De su vida y milagros hablan los que fueron tocados por él. La modelo
de Vogue conquistada y transformada
por el buzo apasionado y el hijo güero y pecoso que trajo con ella. Las muchas
voces de un puerto donde había humor, piquetes de burla, pero nunca hostilidad.
La leyenda
del Perro largo no es la del héroe solitario, el ídolo remoto y su corte
reverente. La leyenda que se cuenta en realidad es la de una comunidad que gira
alrededor de esa chispa vital. El coctel de afectos y recuerdos compartidos, de
enseñanzas, de revelaciones. El verdadero protagonista de Vuelve a la vida es un Acapulco fabuloso—no por el revoloteo de las
actrices de Hollywood o los pasatiempos de los turistas famosos, sino por la práctica
de la camaradería natural, por la música de la amistad, por la famila. Hagerman
tiene la elegancia de no recurrir jamás a la engolada voz en off que guía o,
más bien, manipula la emoción del espectador, pero en la película hay mucho de
nostalgia de vieja postal, una nostalgia que no se abandona al sentimentalismo,
sino que evoca, delicadamente, la añoranza.
La hazaña medular
de la película no es la del pescador solitario frente a un pez inmenso, sino la
de una comunidad que se descubre derrotando a un monstruo. Perro largo y otras
25 personas logran arrancar al tiburón gigante del mar—entre carcajadas, tragos
de cerveza y una buena mariscada. La cinta se aleja ahí del testimonio para
abrazar el rito. No se queda en el recuerdo: celebra, revive, como anticipa el título. Reescenificar el pasado para
transformarlo en fiesta, comunión. Cuando la directora francesa Agnés Varda se
propuso filmar, ya octogenaria, una película sobre su vida, caminó hacia atrás
frente a la cámara para desenrollar sus recuerdos. Habló, recordó, trajo
fotografías y cintas viejas pero, sobre todo, se dispuso a reencontrarse ante
la camara, a través de la cámara. La película de Carlos Hagerman sigue ese
camino: no es solamente una evocación: es una ceremonia de gratitud. La
película no es sólo una función para los espectadores. Gracias a la cámara, un
grupo marcado por una lealtad cariñosa, unido al recuerdo de una proeza
festiva, se reencuentra. A volver a la vida, nos invita la película. O a llegar
a ella.
No he dicho
lo importante. Este fin de semana dénse el gusto de ver Vuelve a la vida.
Una biblioteca es un refugio. En su ensayo sobre la bibliomanía, Jacques Bonnet la describió como un espacio que nos protege de la hostilidad del mundo, un calefactor emocional, un espejismo de omnipotencia. Puede concentrar en sus estantes todos los lugares y todos los momentos. Hay muchas novelas que tienen bibliotecas como escenario, pero hay una (según me entero por libro de Bonnet) en que casi todos los personajes son bibliómanos. Se trata de La casa de papel, una novela escrita por Carlos María Domínguez. Una biblioteca, dice ahí: nunca es una suma de libros sueltos: “la biblioteca que se arma es una vida.” Pero tal vez la vida de una biblioteca sea la de un enorme parásito, la de una plaga terca que se come todo lo que encuentra a su paso. Una plaga que es, seguramente, el mejor retrato de su dueño.
Podría decirse que la mejor obra de José Luis Martínez fue su biblioteca. Junto a sus reflexiones literarias y sus trabajos históricos, dio forma a una colección extraordinaria de libros, folletos, revistas. Gabriel Zaid lo vio con tino como el gran “curador de las letras mexicanas”. Para gran fortuna de México, su biblioteca fue comprada por el gobierno federal y ha encontrado casa en la Biblioteca de México en la Ciudadela. Ahí está naciendo el gran vecindario del libro en México. Una biblioteca es un organismo vivo. Como los ratones o los hongos que crecen ahí, está amenazada de muerte. Puede ser consumida por el fuego o las termitas o desintegrada por el paso de los años. El organismo puede ser destazado poco a poco hasta desaparecer. Celebro que el gobierno federal haya puesto el ojo en ese patrimonio de nuestra cultura que forman las bibliotecas privadas. En ellas no están solamente millares de libros recogidos a lo largo de vidas de estudio, sino, sobre todo, la mejor muestra del fervor por los libros.
No se trata de una mera preservación de toneladas de papel impreso. Se trata de abrir un gran espacio público para le lectura. El proyecto del Consejo para la Cultura y las Artes es formidable: salvar las grandes bibliotecas privadas de México, alojarlas en una casa acogedora y fundar un espacio público—al mismo tiempo plaza y templo—para el libro. El reto es transformar un patrimonio personal en bien público, convertir una guarida personal en espacio común. No se trata de una intervención estatal para alimento de profesores o investigadores solamente, sino para el disfrute de todo mundo. La lección de Medellín no puede ignorarse: curar una sociedad herida de violencia, restaurar una comunidad desgarrada por el miedo exige ganar espacios para lo público y aconseja una vindicación de la cultura.
De acuerdo al proyecto, las bibliotecas compartirán techo, conservando su identidad. Los fondos se preservarán íntegros pero se comunicarán con facilidad. La arquitectura, desde luego, jugará un papel fundamental para abrigar al libro y su lector. El visitante podrá recorrer la colección de José Luis Martínez para visitar después la biblioteca de Antonio Castro Leal, hojear los libros de Alí Chumacero y curiosear luego los volúmenes de Jaime García Terrés. Será, desde luego, un espacio de este tiempo, abierto a los distintos portadores de texto. Los libros de las distintas colecciones están siendo digitalizados para encontrar un espejo en la red y estar a disposición de todo mundo. Un vecindario para el libro. Un puente de lo privado a lo público y del pasado al futuro.
Emil Cioran daba un consejo. "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas… Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Fernando Savater, buen amigo suyo ha visitado su tumba para reencontrarse con su sabiduría. Recuerda sus conversaciones con él, plagadas de risa y buenas razones para no creer en nada. Recuerda que, a pesar de su pesimismo, llegó a celebrar la caída de la tiranía rumana: se asomaba un hombre que se atrevía a desengañarse del desengaño (parcialmente, por supuesto)
Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.