La dama dorada, el cuadro más famoso de Gustav Klimt encierra una historia extraordinaria o más bien, varias historias extraordinarias. Los misterios de la relación entre modelo y pintor, la exploracíón artística que conduce a la invención de una nueva femenidad, el despojo del arte que acompaña al holocausto y la hazaña de su recuperación. La cinta que dirigió Simon Curtis con las actuaciones de Helen Mirren y Ryan Reynolds se concentra en el cuento menos interesante y lo envuelve con los lugares comunes del cine de abogados. La trivialización de una historia maravillosa.
La cinta cuenta una historia que hemos visto mil veces en mil programas de televisión: un pobre abogado enfrenta y derrota a los poderes a base de tesón y astucia. Arriesga todo, familia, trabajo, comodidad económica por defender sus convicciones…y finalmente triunfa. Nadie daba un quinto por él y al final de la película logra su cometido. Un lugar común encima de otro. Ni la actuación señorial pero mecánica de Helen Mirren logra salvar una película empedrada con un penoso libreto.
La cinta, sin embargo, es una invitación a contemplar de nuevo ese retrato genial que algunos han llamado la Mona Lisa austriaca. La película de Curtis se basa en el estudio de Anne-Marie O’Connor que cuenta la historia del retrato de Adele Bloch-Bauer y que recientemente ha publicado Vaso Roto. El trabajo de O’Connor, reportera del Los Angeles Times y del Washington Post, captura la trascendencia de ese lienzo dorado. Si, como la obra de Leonardo, el retrato de Adele es representación de lo femenino, se trata de la representación de una femenidad deseante. El deseo, pensaba Klimt era la chispa que movía al universo. Esa es la energía que trasmite esa mujer que flota sobre hojas y ojos de oro: el brote del arte, el brote del amor. El crítico Metzger vio en ese cuadro el retrato de una nueva mujer vienesa: “deliciosamente disoluta, atrayentemente pecaminosa, exquisitamente perversa.” La sensualidad bruñida con el oro del arte religioso.
Enorme riesgo corría una mujer de sociedad al entrar a los dominios de ese artista maldito. El pintor que sería descrito como degenerado retrataba a una mujer que también rompía con la hipocresía de la época. Independiente, socialmente comprometida, era vista también como sospechosa. Pero el cuadro no solamente encierra los misterios de la seducción, los complejos vínculos entre la musa y el artista, también contiene en cápsula las controversias estéticas, las tensiones raciales, las amenazas políticas de la Viena de principios de siglo. El libro de Anne-Marie O’Connor logra captar esta atmósfera de experimentos y amenazas, de liberaciones y rencores que se inflaman.
Frente a esa historia, los millones que puede costar el cuadro en una subasta o los laberintos burocráticos de su recuperación resultan francamente intrascendentes. La dama dorada captura la fugaz aparición del deseo entre las celdas de la castidad y el fanatismo. Una obra espléndida, tan insoportable para la burguesía vienesa como lo fue para la dictadura fascista. “La verdad, dijo Klimt, es fuego y decir la verdad significa iluminar y arder.” La dama de oro, la dama ardiente.
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