La fotógrafa Beth Moon ha publicado recientemente un libro precioso: Árboles ancestrales. Retratos del tiempo. En la galería Verve, se puede uno asomar a sus imágenes.
Compartir en Twitter Compartir en FacebookLa fotógrafa Beth Moon ha publicado recientemente un libro precioso: Árboles ancestrales. Retratos del tiempo. En la galería Verve, se puede uno asomar a sus imágenes.
Compartir en Twitter Compartir en Facebook Ya salió el nuevo kindle
el aparato que aloja miles de páginas en una tableta. Al parecer, es una maravilla. Xavier Velasco, en su blog, se adelanta a advertir sus limitaciones. Nunca podremos aplastar un mosquito ni hacer esculturas con él al apilarlo con otros. Umberto Eco no entierra el libro de papel
"Los soportes modernos parecen atender más a la difusión de la información que a su preservación. El libro ha sido un insigne instrumento de difusión (pensemos en el papel desempeñado por la Biblia impresa para la Reforma protestante), pero también de conservación. Es posible que en unos pocos siglos la única forma de acceder a las noticias sobre el pasado, cuando todos los soportes electrónicos hayan perdido sus propiedades magnéticas, siga siendo un bello incunable. Y entre los modernos libros, sobrevivirán muchos de los que están hechos con buen papel, o los que están siendo ofrecidos por muchos editores en “free acid paper”. "
Hace unas semanas Steven Pinker publicó en el New Republic un ensayo en defensa de la ciencia. «La ciencia no es el enemigo,» era el título. Pinker, autor de Los mejores ángeles de nuestra naturaleza, siente la necesidad de defender la ciencia de quienes sienten que la ciencia invade territorios. El cientificismo: una colonización de las humanidades. La ciencia no tiene por qué asustar a nadie, sostiene Pinker. Se basa en dos principios que cualquiera debería abrazar. El primero es que el mundo esinteligible. El segundo es que el conocimiento es difícil. Leon Wieseltier ha respondidoal texto de Pinker en la misma revista. A su juicio, Pinker no defiende a la ciencia sino que la pretende ubicar como la única forma del conocimiento. El sitio de la ciencia en la sociedad no es una cuestión científica. La ciencia carece de autoridad en temas no científicos. En la literatura, en las artes hay ideas intelectualmente respetables pero no son demostradas: son ilustradas. No se argumentan, se imaginan… y la imaginación, dice Wieseltier, tiene sus propios rigores. «Lo que la imaginación aporta en para la comprensión del mundo también debe ser llamada conocimiento. Los científicos y los ‘cientificistas’ no son los únicos que trabajan hacia la verdad tratando de descifrar las cosas.»
Se ha estrenado en Estados Unidos el documental Esperando a Supermán, de Davis Guggenheim, director del documental de Al Gore sobre el calentamiento global. La película retrata la crisis educativa de los Estados Unidos, las escuelas que producen fracaso y los obstáculos al cambio. El centro del documental son los maestros. Un buen maestro puede remontar las condiciones más adversas; malos maestros pueden arruinar cualquier escuela. El sindicato, también en Estados Unidos, aparece como el gran obstáculo del cambio. Hace falta un documental mexicano como éste que muestre nuestra catástrofe educativa.
El documental ha recibido también críticas. Gracias a Roberto Hernández–que mucho sabe de documentales (ya viene su extraordinario documental Presunto Culpable)– veo esta crítica del Washington Post en donde se enlistan los errores en los que incurre la cinta. Es interesante la cercanía de esta discusiónc on la mexicana. En The root hay otra crítica interesante escrita por R. L'Heureux Lewis.
"Me entero a las dos de la tarde de que ha muerto Gonzalo Rojas. Es una negra noticia la que se me da en este lunes primaveral y húmedo. La muerte no es solo penosa; sucede y a mí se me hace incomprensible que suceda; quizá porque es también incomprensible ese otro accidente que consiste en vivir: ir de la inexistencia a la inexistencia. Un viaje que, finalmente, muestra su escaso sentido: no nos lleva a ninguna parte."
El resto del artículo de Gamoneda, aquí.
En el museo Guggenheim de Nueva York se expone una muestra con título enigmático: “Caos y clasicismo”. Se trata de un recorrido del arte europeo de entreguerras. El itinerario comienza con el duelo por la destrucción y termina con el idealismo que los fascistas habrían de explotar. De los cuerpo mutilados por las bombas a la musculatura de los atletas compitiendo en la Olimpiada de Berlín. El arte en Francia, Italia y Alemania entre 1918 y 1936: de la aflicción al fanatismo. En cuadros, edificios, ropa, cine, esculturas y muebles se observa una búsqueda de orden tras el trauma de la guerra. Un deseo de apartarse del experimento para integrar el pasado clásico al presente. Huir de las imágenes de lo quebradizo para iluminar un mundo armónico y saludable. Regresar al orden, recuperar la artesanía, tocar de nuevo el objeto son los propósitos centrales. La novedad se vuelve sospechosa, al tiempo que la limpieza de las líneas y los volúmenes de antes adquieren respeto.
En esa búsqueda, el cuerpo humano se convierte, de nuevo, en la medida de todas las cosas. De las proporciones humanas emergen los muebles y las casas geométricas; la danza, el circo y los deportes. También surge de ahí la estética del fascismo. La izquierda se exalta con la complexión de la clase obrera; la derecha glorifica la virilidad de la dictadura. En uno de los muslos del museo se muestran tres esculturas de Benito Mussolini. Tres retratos del mazo que fue su cara. La primera es una creación de Ernesto Michahelles: el Duce retratado como un casco ancestral, como una armadura sin rostro hecha de una piedra impenetrable. La segunda es una inmensa escultura de Adolpho Wildt: un busto de hombros enormes y corpulentos y una expresión brutal. La tercera es la más pequeña y cautivante, la pieza más poderosa de la exposición. Se titula “Perfil continuo de Mussolini”. Se trata de una escultura de Renato Bertelli que gustó tanto al Duce que decidió convertirla en su imagen oficial. No es una escultura que capture con claridad las facciones del hombre: es una cara transformada en el símbolo del poder absoluto. A diferencia de Hitler, el italiano no sentía mayor atracción por el arte. Pero esta pieza era la síntesis perfecta de su idea política y tal vez la mejor metáfora del totalitarismo que pueda palparse.
La escultura atrapa un rostro en movimiento. La cara del dictador no avanza hacia adelante, no corre, no vuela: gira. Una perfecta rotación sustraída del tiempo. Velocidad congelada. Del silencio del bronce parece salir un zumbido que se escucha por el aire sacudido por ese tornillo vivo. La velocidad del movimiento deja escapar los detalles de los ojos y las ondas de los labios. En su perfecta simetría no puede distinguirse el plano de los cachetes o sello del mentón. El perfil se reproduce 360 veces hasta reencontrarse. Una oreja persigue a la otra. La silueta de un rostro convertida en surcos y promontorios circulares. A pesar de la abstracción, al observar la pieza, no cabe duda de que es el dictador. Sus marcas son reconocibles: el casco de su frente, la herradura de su quijada, sus labios prensados, la altiva inclinación de su nariz. No sé si Michel Foucault haya visto esta escultura pero creo que es el complemento perfecto del panóptico que ubicó como emblema de la arquitectura penitenciaria. Si la cárcel de Bentham permite a los vigías observar a los presos constantemente, la escultura de Bertelli encarna esa idea, no en espacio sino en cuerpo: en el rostro de un dictador, un hombre máquina que todo lo sabe, que todo lo puede, que todo lo ve. El Gran Hermano no tiene espalda y no necesita cuerpo: es todo ojos. Nadie puede escondérsele.
El sueño ha sido visto como inmersión en lo recóndito, irrupción de lo negado, involuntaria revelación de lo que la razón sofoca. El misterioso acceso al laberinto más profundo de cada quién. Pero el sueño no se encapsula en la celda del individuo: se vierte a la vida común y se enreda en la historia. Así lo muestra el editor Jacobo Siruela en un bellísimo ensayo publicado hace un par de años por Atalanta, su nuevo sello. La pista la encuentra en una nota escrita en uno de los cuadernos de G. C. Lichtenberg: «toda nuestra historia es únicamente la de los hombres despiertos; nadie ha pensado en una historia de los hombres que duermen.» En efecto, nadie ha emprendido la tarea de escribir la historia de los sueños. Eso: la reconstrucción de la historicidad de los sueños.
Siruela se ha puesto a escribir ese libro para insertar el universo onírico en la historia de la cultura. El mundo bajo los párpados no es una historia lineal, una cronología de sueños famosos. Se trata de una historia, como él mismo la llama, «transversal y literaria», donde se encuentran historia y filosofía; mito y ciencia. Los sueños pueden convertirse en «materia de la historia», como ya había notado George Steiner. Con frecuencia escapan de la esfera privada para configurar los códigos sociales, pueden tener el poder de decidir una batalla, abren una ruta para para ensanchar la razón o consagran un ámbito para sus terapias. Cada siglo tiene sus sueños; cada cultura, una fórmula para descifrar sus mensajes, para contemplar a sus dioses con los ojos cerrados. No sueño mi sueño: sueño el nuestro. «El sueño, escribe Siruela, no es únicamente un fenómeno espontáneo y privado de la mente, forma también parte de la experiencia más vasta de la historia cultural humana.» Si fuésemos capaces de hacer el compendio de nuestros sueños, dibujaríamos el mapa más revelador y el más preciso de nuestro tiempo. Como demostró la periodista Charlotte Beradt, al recopilar esa historia del Tercer Reich, ni en sueños Hitler dejaba en paz a los alemanes. La historia merece, pues, una nueva categoría: la onírica.
Pero la trayectoria onírica es doble: la historia se filtra al sueño, pero el sueño también fecunda la historia. Un niño inglés se atrevió una mañana a contarle a su maestra el sueño que acababa de tener. Lo habían nombrado rey de Inglaterra. El sueño le pareció inaceptable a la instructora que procedió a azotarlo. Nalgadas por soñar lo impensable. El niño se llamaba Oliver Cromwell. Los historiadores de lo diurno creerán que sueños de este tipo son anécdotas curiosas. Nada más. Arrogancias de la razón moderna que se niega a aceptar otras casualidades.
Los sueños pueden ser premonición pero también se ofrecen como guía, como orden, como llave que abre la puerta que no se ve durante el día. Todo lo que hacemos está marcado por nuestros sueños, esas «efímeras pompas de vida» donde la imaginación juega con la memoria. Cualquier actividad humana registra la influencia de los mensajes oníricos. El arte, la guerra, la ciencia, la religión serían otra cosa sin esas seducciones de la noche. Tiene razón Siruela: nuestra cultura extrovertida sigue dándole la espalda a las visiones nocturnas.
Sin detenerse en los tópicos vulgares o psicoanalíticos, Siruela se hace preguntas inusuales. ¿Qué sucede con el tiempo cuando soñamos? ¿A dónde vamos cuando soñamos? ¿Cómo entra la historia a los sueños, cómo se insertan en ella? El mundo bajo los párpados, un ensayo tan riguroso como elegante, entiende la imaginación (no sólo la nocturna) como una pieza constitutiva de la historia. No un escape de la realidad, el hallazgo de una más profunda.
El MUAC ofrece en estos días una extraordinaria muestra de los viajes creativos de Jan Hendrix. Desde sus primeros registros de México, a mediados de los años setenta, hasta sus piezas más recientes. Caminos de un observador solitario y trayectos en compañía de poetas, novelistas, editores, científicos. Postales de viaje; boletos de tren; las polaroids de una libreta de apuntes; bitácoras de los encuentros azarosos con hierbas, palos, piedras, plumas; abanicos de paisajes descubiertos, trofeos de coleccionista, mosaicos de hallazgos al paso. Tiene razón Issa M. Benítez cuando encuentra en la obra de este holandés errante, un “enorme diario de viajes,” un “gran mapa fragmentado que acumula sus recorridos geográficos y vitales.”
“Tierra firme”, la exposición que estará abierta hasta el 22 de septiembre, es la mejor aproximación a la enciclopedia cartográfica y taxonómica de Hendrix. Los afanes del viajero registran, en efecto, la aureola de la naturaleza. Ubicación del paradero y contemplación de lo diverso. Como pedía Goethe, el poeta científico, Hendrix, al contemplar el mundo, no pierde de vista la vastedad del conjunto ni del detalle. La hierba y la palma; el cactus gigantesco y el delicado pistilo. La luz de las hojas, el título de un libro de Seamus Heaney que Hendrix acompañó con una serie de serigrafías inspiradas en la vegetación de Yagul, podría comprender también el sentido profundo de su trabajo. En la simetría y el capricho de las hojas se encuentra el fulgor esencial. La botánica concebida como el arte elemental. En las plantas, la sabiduría primera.
En sus paseos aparece de pronto lo litoral, lo lacustre y lo volcánico pero su mirada se fija una y otra vez en lo botánico. Sus mosaicos son altares de legumbres y agaves. En la fragilidad de una hoja se revela la más hermosa e intricada travesía vital. “Todos los enigmas, ha dicho el propio Hendrix, pueden estar en una rama.” Con precisión de miniaturista, Hendrix recorre minuciosamente la hoja de un árbol y nos ofrece, en sus canales, el mapa de una utopía.
Como la tomografía rebana nuestro cerebro en lonchas finísimas para retratar los esteros de la mente, así el ojo de Hendrix toca la esencia en la membrana. Sus esculturas se liberan del volumen. Son láminas de follajes majestuosos. Planchas de pura nervadura, como diría Ida Vitale en un poema:
Porque el otoño seca las hojas
de manera bellísima:
deja en el aire las puras nervaduras,
ésas, casi invisibles
en las que reparábamos apenas
y evapora esa verde sustancia que era,
para nosotros, hoja.
“Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena,” dijo Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos. Otra forma de decir lo mismo sería: si algo necesita explicación no tiene chiste. Esa es la naturaleza del aforismo: síntesis perfecta del ingenio. El aforismo se desprende, en la expresión, del razonamiento. No es que sea ocurrencia, por supuesto. El aforista esconde el razonamiento pero no prescinde de él. Ha meditado largamente en un asunto para llegar finalmente a una línea. Borra todo el trayecto de su pensamiento para quedarse solamente con lo indispensable. El aforismo es la razón pulida, la inteligencia cristalizada en miniatura. Lo mismo podría decirse de cierta tradición gráfica. Con notable economía de trazos, el dibujante puede revelarnos una cara profunda de nuestra naturaleza. Bajo la sonrisa que provoca, se asoma la comprensión de lo que somos. Lo pienso al disfrutar Cual para tal, el nuevo libro de Ros que ha publicado Almadía recientemente en una edición impecable.
Desde hace algún tiempo podemos ver los cartones de Ros en las página del diario El país. Su vecino, El Roto, es otro dibujante extraordinario. No podría haber, sin embargo, trazos y ánimos más distintos. Mientras las líneas de El Roto son gruesas y bruscas, las siluetas de Ros son limpias, elegantes. Mientras El Roto denuncia con un discurso intensamente político la perversidad de los poderosos, Ros escapa de la guerra para mostrar no al bueno frente al malo sino al hombre frente a sí mismo. Sus escenas son metáforas de lo cotidiano: el confinamiento de la isla desierta, la conversación de la pareja, el diván del psicoanálisis, el escritorio del jefe, las nubes del cielo, la cueva de los cavernícolas.
Los escenarios y los personajes nos tocan porque somos cada uno de ellos: somos el náufrago y la mascota, somos el mesero y el burócrata. En cada estampa registramos el absurdo que somos. Si estuviéramos en una isla desierta también perderíamos los lentes. Al mamut también lo regañaría el hombre de las cavernas, por pulgoso. Los cartones de Ros nos dibujan sonrisa. Lo hacen porque nos pintan generosamente en toda nuestra ridiculez. El seductor y el monarca, el ricachón, el caníbal y el turista son siempre tipos fachosos.
La caricatura puede ser un instrumento de crueldad. Encontrar en otro el defecto más llamativo y explotarlo al máximo. Un caricaturista puede destrozar al famoso, puede humillarlo con un par de trazos. La caricatura llega a ser una condena inapelable: ¿cómo responderle al monigote que tiene mi copete o mi nariz o mi calva? No extraña, pues que los fundamentalistas, aquellos que tienen prohibida la risa, hayan querido la muerte de los burlones. Los cartones de Ros pertenecen a otro universo. Son burlas sin asomo de crueldad porque su lápiz no señala al otro. Nos ofrece un espejo. No importa si somos habitantes de la selva o de la ciudad, si somos bufones o gerentes acaudalados. No importa si estamos vivos o flotamos en las nubes. Somos bichos ridículos. Ros nos invita a abrazar con ternura nuestro absurdo.