Se anuncia la publicación del tercer volumen de cartas de Isaiah Berlin. El libro cubrirá el periodo entre 1960 y 1975, un periodo políticamente intenso y fundamental en la carrera de Berlin, pues es entonces cuando publica sus ensayos sobre la libertad, sus textos sobre el romanticismo y su retrato de Vico. Aunque el libro no está todavía a la venta, The New Republic publica como adelanto (suscripción necesaria), la carta que le escribió a su esposa después de conocer a John F. Kennedy. La carta captura un momento histórico. Berlin se encontró con Kennedy la noche del 16 de octubre de 1962, el mismo día en que fue informado por su consejero de seguridad nacional que la Unión Soviética instalaba misiles nucleares en Cuba. El Presidente no prestó mucha atención al profesor quien, al parecer, se sintió más impresionado por la primera dama, "curiosamente a-holliwoodesca". Del presidente hace este retrato veloz:
Kennedy es un lider, fuerte, extrañamente cauteloso, un tanto ordinario (cómo no lo sería con esos padres), pero sin emociones, terre à terre, duro, rápido, independiente, despiadado, desalmado, dotado, serio, ansioso por pescar todo lo que pueda en donde sea.
Más de Isaiah Berlin en el blog…
¿Obtendrá el permiso Yoani Sánchez para recibir el Premio Ortega y Gasset? Mientras espera el sello de la burocracia, ella escribe en su blog:
Esta incómoda infancia cívica, en la que necesito pedir permiso para casi todo, no acaba de convertirse en mayoría de edad. Antes eran mis padres los que vigilaban que no me tragara un tornillo o que metiera los dedos en el tomacorriente, ahora la supervisión viene por parte del Estado. Bajo la “protección” de este rígido tutor, no hay mucho espacio para jueguitos ni para retozos; mucho menos para salir solo.
Como un bebé en pañales me veo por estos días, mientras espero el permiso para viajar a Madrid para recoger el Premio Ortega y Gasset. La autorización para volar mañana sábado 3 de mayo –día de la libertad de prensa- está “detenida” por una misteriosa Jefatura de Inmigración y Extranjería que no me da explicaciones. Para esa poderosa institución sigo siendo un lactante al que no se le dice que le van a poner una inyección.
¡Qué ganas tengo de crecer… de hacerme adulta y que me dejen salir y entrar de casa sin permiso!
1
Me contaron que estabas enamorada de otro
y entonces me fui a mi cuarto
y escribí ese artículo contra el gobierno
por el que estoy preso.
(Ernesto Cardenal, Epigramas)
2
Me dijiste que amabas a Licinio
y escribí ese epigrama contra Cesar
por el que voy camino del destierro.
(José Emilio Pacheco, Irás y no volverás)
3
Me dijiste que ya no me querías.
Intenté suicidarme gritando ¡muera el PRI!
Y recibí una ráfaga de invitaciones.
(Gabriel Zaid)
Un registro necesario para apreciar la calidad de una ciudad o de un barrio: el índice de caminabilidad.
Hace unos años el Museo Británico seleccionó piezas de su colección para contar la historia del mundo o, más bien, una historia del mundo. El proyecto buscaba describir culturas y civilizaciones a través de cien objetos. Piezas de arte, armas, utensilios, telas, monedas, estatuas, juguetes, muebles. Un relato de recorría dos millones de años en las cosas que ha inventado el hombre para pelearse, para adorar a sus dioses, para ubicarse en el espacio, para comunicarse, para intentar derrotar a la muerte. La colección del Museo Británico mostraba que los objetos condensaban siglos, materializan ideas, le dan forma al temor o la esperanza.
El MODO, el museo del objeto (del objeto), ha tratado precisamente de mostrarnos las historias que encierran las cosas. Ahora presenta una exhibición interesante sobre la propaganda política del siglo XX en México. Aretes para promover la candidatura de Madero, botellas de refresco con la imagen de Ernesto Zedillo, abanicos con el logotipo del PRI, botones de todos los colores, cerillos donde se afirma “Usted decide: comunismo o cristianismo”, costales, paquetes de semillas, gorros, camisetas, plumas y lápices, boletos de camión cortesía del candidato, placas de coche con el nombre de Luis Echeverría.
La colección es un resumen veloz del siglo XX, un vistazo a la política mexicana a través del diseño. Resulta interesante ver la profusión de chácharas en los tiempos de la hegemonía priista. ¿Por qué tal necesidad del recuerdito? ¿Para qué tanto empeño en regalar cosas con el lema del candidato cuando el puesto no estaba realmente en disputa? Los objetos nos recuerdan que las elecciones en el México anterior a la competencia no eran los eventos que decidían quién gobernaría pero eran, sin embargo, momentos políticamente importantes. Rituales de la legitimación que servían al PRI para reiterar sus credenciales históricas y alimentar una idea de futuro. En muchos de los objetos que se muestran en la exposición se percibe una tarea pedagógica. En la campaña no se ofrece un proyecto para contrastarlo con otro en busca del voto. Más que una campaña electoral parecen a veces campañas educativas. La campaña socializa un mensaje político y reitera el cuento de la historia oficial. El candidato priista más que definirse ideológicamente, insiste en presentarse como heredero: la historia continúa de la mano del tapado. En un cartel de la campaña de 1976, significativamente, una campaña sin adversarios para el PRI, el candidato López Portillo muestra a los grandes estadistas de la historia universal. La propaganda política como escuela de civismo; el candidato como profesor de teoría del Estado.
Los objetos de la exposición son curiosos pero su diseño suele ser torpe, carente de creatividad de imaginación. Los logotipos apenas crean una identidad. Supongo que no hay espacio para filosofías complejas en la grafía de una corcholata, una camiseta o un sombrero. Pero en esos objetos útiles, en esas cosas que empleamos a diario y que los políticos nos obsequian (aunque nosotros pagamos) podría haberse reflejado una idea, un estilo, una voluntad de comunicación, un gesto imaginativo. No se encuentra ahí en la imagen gráfica de los partidos y los candidatos, en los lemas acuñados, en el diseño de los objetos. De hecho, la mayor parte de las cosas adquieren naturaleza propagandística por un barniz. La exposición retrata bien que la imaginación, la creatividad han estado ausente de la política mexicana durante demasiado tiempo.
Para que una mujer entre a un museo es necesario que se desnude y que un hombre la pinte. Lo denunciaba hace años el grupo de activistas Guerrilla Girls, con una intensa campaña de carteles en estaciones de metro, autobuses y paredes de Nueva York que denunciaban la misoginia del aparato cultural. El 3% de los artistas del Museo Metropolitano son mujeres, mientras el 83% de los desnudos son femeninos, se podía leer en las pancartas en las que se asomaba un gorila. Las cosas empiezan a cambiar. El Instituto de Arte de Chicago, que, en las últimas tres décadas apenas había organizado la exposición individual de una sola artista, está viviendo “un momento feminista.” Así lo advierte el Chicago Tribune al recorrer las galerías de su ala moderna. En cada uno de los espacios, una artista: fotografías de Sara Daraedt, una instalación de Diana Thater, una serie de autorretratos de Eleanor Antin.
La exposición que, sin lugar a dudas, destaca en este abanico es la de seis diseñadoras en el México del medio siglo: Clara Porset, Lola Álvarez Bravo, Anni Albers, Ruth Asawa, Cynthia Sargent y Sheila Hicks. Mesas, cestos, collages, telas que dialogan con una tradición y la proyectan.
“En una nube, en un muro, en una silla” el título de la exposición que se presenta hasta enero del 2020 en Chicago, proviene de una de las páginas del catálogo de una muestra insólita en la ciudad de México hace más de setenta años. En aquella exposición se aludía a la presencia del diseño en todo lo que existe. Todas las formas, sean olas u ollas incorporan ideas y afinidades para el deleite de los dioses o las personas. La muestra en el Instituto de Artes revive aquella muestra organizada por la artista cubana Clara Porset a mediados de los años cincuenta del siglo pasado en el Palacio de Bellas Artes. “El arte en la vida diaria. Exposición de objetos de buen diseño hechos en México” era el título de esta exposición que contenía toda una filosofía del diseño. Aprendiendo de la alfarería y la cestería tradicional, de los colores, las técnicas y las formas originales, las creaciones de estas artistas adquirían una dimensión contemporánea. En el máximo recinto de la cultura mexicana se mostraban canastos, jarrones, tortilleros tostadores, sillas y petates. Se pretendía formar un gusto y una exigencia por las cosas que nos cobijan y nos sostienen, por los objetos con que cocinamos, los cacharros que usamos para mil cosas. Era un diseño, al mismo tiempo doméstico y público; era familiar, pero estaba cargada de hondas implicaciones políticas.
Aquella muestra, dice la curadora Zoë Ryan, no solamente fue la primera en su tipo en México, sino que seguramente habrá sido la primera en el mundo por su perspectiva panorámica y por su filosofía. Se conciliaban en esos salones todas las artes del diseño. Lo industrial empalmaba con lo artesanal. No había jerarquías: el jarrón de barro se exhibía frente al refrigerador. Al asociarse orgánicamente lo ancestral con lo moderno, lo propio y lo universal se vislumbraba otro lenguaje estético.
En este nacionalismo moderno y creativo, en este rescate de lo propio se deja sentir el poderoso imán cultural que fue México en aquel tiempo. De todos rincones llegaban pintores, escritores, diseñadores para ser testigos y quizá partícipes de lo que Anita Brenner llamó el “Renacimiento mexicano.” Los muralistas seguían a la mitad del siglo con enorme presencia pública, Barragán estaba en la plenitud de su creatividad, la arqueología mexicana hacía descubrimientos extraordinarios, se trazaban grandes proyectos urbanísticos y arquitectónicos. México, un territorio de creatividad efervescente seducía a los grandes artistas. En esta muestra puede verse su impacto en la obra de las seis creadoras. Collages, vasijas de hilo, esculturas de alambre, modernísimas sillas prehispánicas, arte textil. La fotógrafa, las diseñadoras de muebles, de telas, de alambres descubren en las grecas y en las plantas mexicanas, en la cerámica y en los telares de estas tierras los mejores estímulos para el hacer flotar nubes, para colorear los muros, para reinventar las sillas.
En “Cartas credenciales,” el memorable discurso que leyó al ingresar a El Colegio Nacional, Alejandro Rossi celebraba la sopresa y el azar. “Si soy franco, debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias nubes del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y —según me parece— también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y de la precariedad. (…) Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos, una honda conciencia de que cometemos errores y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima.”
Tal vez en sus diarios se capte, mejor que en ningún otro sitio, la visita cotidiana del imprevisto y ese paseos laterales que terminan siendo el camino central. El diario, como el ensayo breve que cultivó brillantemente, le permiten a filósofo jugar con la conjetura y la observación, el retrato y la crítica, el boceto y el aforismo. Este mes Letras libres publica fragmentos del diario de Alejandro Rossi. Laura Emilia Pacheco y Fernando García Ramírez han seleccionado notas de su cuaderno personal. En el apunte introductorio hablan de la mina de sus inscripciones privadas: decenas de libretas escritas a mano que el propio Rossi tuvo a bien descifrar para dictarlas a una grabadora. El resultado es más de un millar de páginas que cubren un poco más de una década: del 10 de septiembre de 1993 hasta el 23 de diciembre de 2003.
La probadita que Pacheco y García Ramírez nos ofrecen es maravillosa. El diario puede ser a la obra de Rossi, lo mismo que el Cuaderno gris a la obra de Josep Pla. Como puede advertirse en esta breve antología, las libretas capturan un vivir leyendo y pensando con inteligencia y gozo. La selección ha tijereteado las notas filosóficas y políticas para entregarnos un plato de apuntes literarios.
La escritura aparece en el diario como una vacuna contra la locura: “Debo escribir porque de lo contrario me vuelvo loco,” escribe el 18 de abril de 1994. El ocio convoca a los demonios, a las obsesiones, a los fantasmas. El vacío es “el teatro de esos monstruos.” Por eso la escritura, terapia cotidiana, altera la peligrosa quietud. Revuelve las aguas para reflexionar sobre la extranjería y la ambición literaria, para recordar a un escritor recientemente muerto, para precisar los méritos de un poeta, para relatar una conversación, un encuentro. Dardos certeros como éste: “Los escritores creen que hablan acerca de la Condición Humana y después resulta que apenas son los cronistas de una época específica, un quinquenio de la Colonia Roma…” Rossi jugaba con la idea de pescarse un seudónimo y dedicarse a la crítica: “dura, sincera, solitaria, de buena fe y divertida.”
En mayo del 2000, Alejandro Rossi escribió: “La ilusión, que no me abandona, de escribir una prosa “verdadera”, sin cortesías, sin dengues, sin censuras y coqueterías estilísticas. A veces oigo esa música.” Podemos oirla también en sus diarios.
Adicto al café fuerte, aficionado al box, irritable e impetuoso, William Hazlitt fue un buen odiador, para seguir su propia fórmula. “Buen odiador.” La expresión aparece en varios ensayos
suyos. La usa para describir algún personaje de Shakespeare o para nombrar las limitaciones de un político. Refiriéndose a un parlamentario, decía que le faltaba calor, esa vehemencia sagrada que es indispensable para conquistar la tribuna. No tiene el nervio, no tiene el ímpetu. “No odia bien,” dice. El buen odiador no era para él solamente el que era bueno para odiar, sino quien odiaba para bien. Un auténtico patriota, agregaba en otra parte, debía ser un buen odiador. El admirador de la Revolución Francesa tenía un buen catálogo de tirrias: la injusticia, el prejuicio, servidumbre, el fanatismo, la pedantería, la superstición.
Al odio dedicó Hazlitt su ensayo más conocido: El placer de odiar. La naturaleza no era para él una sinfonía dulce y armónica, era el martilleo de las enemistades. La columna de la vida se sostenía en sus oposiciones: sin el viento contrario, el esqueleto del hombre se volvería flácido, sin consistencia: una rama tendida al piso. La aversión apasionada, la descarga de los contrastes despabilaba al bulto que podemos ser. El puro placer pronto se vuelve insípido y anhela variedad. El dolor, por el contrario, siendo agridulce nunca empalaga. De ahí su invitación a la polémica: cuando algo deja de ser controvertido, deja de ser interesante. Cuando alguien deja de discutir, se deja morir. Una extraña fraternidad en la discordia se asoma en sus ensayos. El verdadero combatiente es quien mejor conoce a su adversario. No habrá mejor retratista del enemigo que el boxeador que examina a su rival desde la esquina contraria. Los puñetazos, si son certeros, son pinceladas de un retrato justo.
“Lector: ¿has visto una pelea? Si no lo has hecho, hay un placer que te espera.” La prosa del narrador describe la emoción del espectador ante este brutal rito de golpes. El jacobino no rehuía el conflicto. A contracorriente enseñaba él mismo los nudillos de su inteligencia crítica, mientras sus contemporáneos levantaban el meñique al tomar la taza del té. No pretendía en ningún momento contemporizar con la política del día. Peleaba sin ignorar que la hormona del odio era tóxica. El odio se cuela a la fe para atizar el fanatismo y la persecución; transforma el patriotismo en ánimo de exterminio y hace de la virtud sermoneo inquisitorial. De ahí el calificativo que aplica al odiador. Si no hay más remedio que odiar lo abominable, hay que odiar bien.
Hazlitt estaba lejos de ser un misántropo. Disparaba veneno pero no se alimentaba de él. Puede encontrarse, en su malevolencia, una vitalidad contagiosa, una energía que por alguna razón conforta. Tiraba dardos a sus enemigos, mientras aconsejaba a su hijo aprender latín, francés y a bailar. Sobre todo, aprender a bailar. Destrozaba reputaciones sin perder el tiempo cuidando la suya. Un radical condenado por las hipocresías de su tiempo que se atrevía a cantar al amor ilícito. Hazlitt se resistió a admitir que la sabiduría política equivale a la complacencia. Lo notable en esta pasión beligerante es su grandeza. Hazlitt fue un admirador de sus adversarios. Sintió devoción por un hombre que representaba todo lo que políticamente aborrecía. Edmund Burke, el gran crítico del radicalismo revolucionario, defendía, en efecto, la moral de la tradición, la inteligencia del prejuicio, la nobleza de la jerarquía. Hazlitt, convencido de las bondades de la promesa revolucionaria, no dejó nunca de leer y discutir con el conservador. Escribía en su ensayo sobre los libros viejos, que era raro entender a un adversario, pero era más infrecuente admirarlo. El conoció y admiró a Burke, su contrincante intelectual. El autor lo deslumbró pero sus ideas nunca lo “contagiaron.” El buen odiador rebate el argumento principal de Burke sin desconocer que el camino hacia la conclusión está sembrado de cien verdades parciales y que el estilo, la fuerza, la inteligencia de su adversario llevan el sello del genio. Hazlitt sabía que polemizar era, en realidad, una manera de convivir.
D | L | M | X | J | V | S |
---|---|---|---|---|---|---|
« Feb | ||||||
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | |
7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 |
14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 |
21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 |
28 | 29 | 30 | 31 |