Evan R. Goldstein comenta el nuevo libro de Michael Ignatieff y conversa con él en Toronto. La política, le cuenta es deporte de adversarios. Por eso resulta tan atractiva. Tras su fracaso político, el intelectual canadiense reflexiona sobre la jaula del poder. No hay espacio ahí para explicar. Toda explicación es tardía, dice. Nunca te explicas, nunca te quejas. Si te va bien, podrás vengarte. Nada más.
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Más de Ignatieff en el blog…
El artículo de Juan Villoro registra otra de las evidencias de la ruptura de México: hemos olvidado cómo puede uno pasársela bien. "Estamos tan acostumbrados a los sinsabores que ya se nos olvidó la manera de estar contentos."
Roger Scruton ha publicado un librito sobre la belleza
. El extracto que Cityjournal ha publicado da idea de su argumento. Desde los años treinta buena parte del discurso artístico se ha empeñado en darle la espalda a la noción de la belleza. No solamente huye de ella sino se empeña en la transgresión, la violencia, la fealdad, el asco. El empeño de combatir cualquier sacralización aniquila toda búsqueda de belleza. "Tengo un loco e incontenible deseo de asesinar a la belleza", dijo el poeta dadaísta Tristan Tzara.
Y sin embargo, explica Scruton anhelamos la belleza, la necesitamos.
Óscar Hahn
Ese árbol
tiene un violín adentro
No fue tallado aún pero está adentro
Espera el día de la resurrección
árbol adentro
Dijo el señor Stradivarius:
tengo que rescatar a ese violín
tengo que quitarle la corteza
y verlo respirar al aire libre
Tengo que oírlo cantar para mí
Ese violín
tiene un árbol adentro
tiene flores que escuchan la música callada
Tiene pájaros
Jorge Cuesta
Fundido me soñé al placer que aflora,
pero vive sin mí, pues brilla y pasa:
su prisa de quemarse me retrasa
y me substrae a lo que en mí devora.Desprendido de mí quien se enamora
y en su fuego absorbió la vida escasa,
soy el residuo estéril de su brasa
y me gana la muerte desde ahora.Lo que pasa por mí no es igualado
y repuesto después de que aparece;
su ausencia sólo soy, que permanece.Oh muerte, ociosa para lo pasado,
tu sombra es vasta y la ocasión y el nido
del defecto que soy de lo que he sido.
No es ciencia ficción. Cada uno de los cinco capítulos de la serie se vive como una película de terror. Es una historia apocalíptica que se ubica en un pasado que algunos podríamos reconocer como propio. Hace poco más de treinta años, el 26 de abril de 1986, ocurrió el peor desastre nuclear de la historia. HBO ha trasmitido la historia de la catástrofe de Chernóbil que es menos una falla de la ingeniería que una consecuencia del despotismo. La serie no es una condena de la arrogancia científica, de esa transgresión que supone el juego de las partículas. Es, más bien, la denuncia de un régimen basado en el ocultamiento y en la supresión de la crítica. El totalitarismo no es solamente la abolición de la libertad, es también una tecnología del desastre. El uranio puede ser domesticado. Pero cuando el miedo y la mentira se filtran al cerebro de un rector nuclear, se cocina una tragedia.
La serie es desigual. Por una parte, es admirable en su retrato de los horrores que provoca esa bomba desbocada que nadie sabe cómo calmar. Sus imágenes capturan el veneno mortal e imperceptible que esparce la muerte como si fuera una nevada apacible y, al mismo tiempo, nos muestra la ferocidad de esas radiaciones que despellejan. La serie escrita por Craig Mazin y dirigida por Johan Renck es eficaz para trasmitir el pánico ante una hecatombe que perfora la piel. Muerte a dos ritmos: la instantánea calcinación y la paciente degeneración celular.
La conmovedora fotografía y la estrujante cinta musical contrasta con la torpeza de un libreto que rinde homenaje a todos los lugares comunes. Se entiende que una representación necesita tomarse sus licencias, pero en el caso de esta serie, los permisos atentan, no solamente contra con la verosimilitud del relato, sino contra el mensaje mismo que se pretende trasmitir. Chernóbil está repleta de escenas y diálogos que hemos visto mil veces. La heroína que vence el miedo para desafiar al poder. El paladín que vence mil obstáculos para colocarse en el epicentro de la historia. El científico que ama la verdad y lo arriesga todo por defenderla. El jurado que escucha sorprendido la valentía de quien rompe todos los instructivos de la conveniencia. El suicida que trasmite su mensaje después de la muerte. Un evento único en la historia de la humanidad se convierte en un relato trillado.
La mejor lectura que he visto sobre la serie es la de Masha Gessen, en el New Yorker. Gessen reconoce la recreación de la “cultura material” de la Unión Soviética en la producción de HBO. La ropa, los teléfonos, la decoración de hoteles y apartamentos viene directamente de esos tiempos. El problema es que los personajes y sus diálogos no corresponden al régimen en el que actúan. Incapaz de retratar la cultura de la sumisión y de la lealtad, el libretista de ¿Qué pasó ayer? Partes 2 y 3, sigue las pistas de una película de desastre: un puñado de héroes sabios y valientes salvan al mundo de la perversidad de unos cuantos ambiciosos. La película sucumbe ante el lugar común porque no encuentra la imagen ni el estatuto verbal de un régimen que impone culto a la mentira, premia al dócil y extirpa cualquier resorte de individualidad.
En búsqueda de la más plena abstracción, Kazimir Malevich encontró la arquitectura. Veía el futuro del suprematismo, la religión de la geometría que había fundado, en las tres dimensiones. Formas puras levantándose del suelo. Después del cuadro negro que se convertiría en su firma y su epitafio, empezó a jugar con los volúmenes. Quiso darle expresión externa a la emoción pictórica. Del lienzo a la plaza. Prescindiendo del color, exploraría en maquetas blancas las posibilidades del objeto. Los fragmentos flotantes que aparecen en sus dibujos se integran para ganar cuerpo. Edificios sin puertas ni ventanas. Arquitectura utópica, una idea no manchada por su realización.
Ha muerto Zaha Hadid, la gran discípula de Malevich en el ámbito de la arquitectura. Dos radicales de la forma, dos devotos de la abstracción. Como el ruso, la iraquí deja una mina de proyectos suspendidos: dibujos, pinturas, maquetas que fueron descartados como irrealizables. Un enorme cuadro que colgaba en el centro de su estudio dejaba en claro su deuda: era su homenaje a Malevich. La pintura contenía el proyecto con el que se graduó como arquitecta. Un hotel expresado en el vocabulario suprematista. Más que el bosquejo de una hostería, el cuadro parece una estación espacial. Estructuras que gravitan alrededor de un anillo. Para percibir el espacio, decía Malevich hay que desprenderse de la tierra, liberarnos de la dictadura que nos empuja al piso. Con el cuadro como recibidor, Hadid mostraba su verdadero título profesional o, tal vez sería mejor decir, su acta de nacimiento. Haber aprendido la lección del maestro era su credencial artística.
A Hadid le atraen las composiciones de Malevich pero antes la convoca su ambición creativa. El revolucionario rompe con todo lo heredado porque confía en la capacidad transformativa del arte. De la mano de Malevich, Hadid busca inventarle un nuevo plano a la geometría, liberar al mundo de las imposiciones de la gravedad, pensar los segmentos, capturar el instante de la explosión, conquistar la ingravidez.
Un cuadro de 1917 que Malevich tituló “Disolución de un plano” representa para Hadid una profundización de sus estudios espaciales, algo así como una anticipación de la teoría de la relatividad. Un rectángulo rojo pierde forma en su extremo. El color enfático de un lado se diluye en el otro. La forma se disuelve en fuerza, el espacio se transforma sutilmente en energía. El guiño es advertido por la arquitecta muchas décadas después: su trabajo será eso: explotar todas las posibilidades de la forma en movimiento: estallido, fragmentación, ondulación.
Dos lenguajes opuestos que Hadid exploró admirablemente se derivan de esta pista. El primero es geológico o más bien, tectónico: lajas de tierra que se sobreponen, capas de piedra o de hielo que emergen y se entierran. El segundo es orgánico: tejidos que envuelven, hiedra que crece. La arquitectura de Zaha Hadid, esa que está en su pintura y sus construcciones, la que se recorre en sus museos o se calza en sus zapatos, la que aloja al poder o a la flor son el diálogo de esos mundo que riñen y se entrelazan: espadas y olas, flechas y muslos, sinuosidad y filo. El terremoto y la palpitación.
La esperanza de México volcada en la huida y el arraigo de los cariños. Buscar futuro y abrazar recuerdos. Esa es la doble pista de Los que se quedan, la película de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman. Esta no es otra película de migrantes, es el retrato de lo que no registra la prensa ni la estadística: la cuarteadora de las familias, el dolor de las separaciones, el peso de la distancia, la ilusión del reencuentro. La migración será un fenómeno económico, social, demográfico, político. Es, antes que otra cosa, el desgajamiento de un núcleo de querencias. Esa es la exploración de la cinta. Los cuidadores de las etiquetas la catalogarán como documental porque no tiene actores ni hay ficción. Pero no se trata de un alegato filmado, una tesis con cuadros puestos al servicio de una idea. Los que se quedan no forma parte de esa industria. Su traza no teoriza ni pontifica. Sobre todo, no manipula. No sale en busca de ratificaciones que ilustren una convicción.
Resultado de largas conversaciones, es fruto del oído y la empatía. Horas, días de convivencia para encontrar las palabras de la vida y escapar las mil púas del lugar común. El libreto de Los que se quedan se escribió escuchando. No proviene de la imaginación de un guionista, sino de una percepción sensible, atenta. Precisa, fuerte y delicada escritura del oído que fue redactándose a lo largo de horas y horas de filmación. Diálogos que recorren todo el arco de la experiencia: recuerdos y esperanzas; nostalgia y dolor; gravedad y ligereza.
Como en otras cintas de Juan Carlos Rulfo, la plomada de la vida diaria asienta la narrativa. Es la llamada telefónica que marca la semana, la carta que se envía, la comida preparada con recuerdos, la fiesta cargada de anhelos. Los personajes adquieren el color de sus palabras, el ritmo de sus frases, el vestuario de sus silencios. Lo saben los novelistas: nada tan difícil como esculpir un personaje. Ahí está seguramente la grandeza de esta película: un lienzo de personajes entrañables. Quédense los archivistas con su marbete del "documental": Los que se quedan es cine del grande.
La cinta parpadea historias. Viejos que esperan el retorno de los hijos; parejas que preparan la despedida; familias que sueñan con el reencuentro; vidas que se apartan, lazos que no se rompen. Hay otro protagonista de la cinta: la tierra. Las cámaras de Rulfo y Hagerman alternan personas y cosas. Vidas y piedras. Los personajes de esta película no son solamente los hombres y mujeres, los niños y viejos que permanecen mientras otros emprenden la aventura del norte. Los otros personajes de la cinta son las formas circundantes: la atmósfera. Calles despobladas, tiendas con cortinas tapadas, cerros que cercan las casas, viento.
El efecto de la cinta, hay que decirlo, no es uniforme. Las emociones que espabila son complejas y profundas. A algunos resulta una cinta esperanzadora: testimonios de la entereza y el apego. A otros parecerá, por el contrario, desoladora: el retrato de un país que se desmigaja en su incapacidad de ofrecer esperanza. En todo caso, este manojo de separaciones retrata a México. Una patria crecientemente inhóspita donde se refugia la aspereza pero donde brota también la dulzura. Un país detenido, que no ofrece trabajo, educación o calma. Un país, al mismo tiempo, vivo que encara el infortunio con dignidad. La película no pronuncia un discurso sobre la tragedia nacional, ni levanta monumento. Retrata nuestra penuria y nuestro sin embargo.
En su “Oda a Salvador Dalí”, Federico García Lorca dice del pintor de voz aceitunada:
Amas una materia definida y exacta
donde el hongo no pueda poner su campamento.
Un párrafo que no alcanzó la versión que se publicaría por primera vez en Revista de Occidente decía:
Te dan miedo las flores y el agua de los ríos
porque son fugtitivos y pasan como el aire.
Amas una materia definida y exacta
Imposible al misterio y mortal al gusano.
El cuerpo de Dalí, campamento de hongos y de gusanos desde hace casi treinta años, ha vuelto a tener contacto con el aire. Como se sabe, una orden judicial mandó la extracción de muestras genéticas. Una vidente se dice su hija y convenció a un juez de que era necesaria la exhumación. La exhumación se mantuvo lejos de lo mirones y los fotógrafos, pero se ha sabido que la momia mantenía intacto el bigote. El rescate de su ADN nos llama a recordar que una de sus fijaciones era precisamente el ADN. En la alucinante entrevista que le hizo Jacobo Zabludovsky habla insistentemente de la molécula como el mecanismo de la inmortalidad, como el hilo monárquico de la creación. “Nada hay más monárquico que una molécula de ADN,” decía.
Un libro en homenaje al científico asturiano Severo Ochoa tiene, en la portada, un grabado de Salvador Dalí. La dibujó ex profeso para el químico español que en 1959 había recibido el Nobel de Medicina precisamente por sus estudios de la síntesis biológica del ARN y del ADN. Ochoa y Dalí habían sido amigos desde los tiempos en que ambos coincidieron en la Residencia de Estudiantes en Madrid. Pero no era solo el afecto lo que llevaba al surrealista a ilustrar la portada de Reflexiones de bioquímica. Desde joven sintió una gran atracción por la ciencia. En sus fotografías más antiguas puede vérsele sosteniendo un ejemplar de alguna revista científica. Al escuchar a Einstein disertar sobre la relatividad, sus relojes empezaron a derretirse. Ya mayor, cuando se acercó a la física cuántica dijo que, más que los sueños, le importaba ahora el mundo exterior. Mi padre durante mi vida surrealista fue Freud: con él quise crear la iconografía interior. Hoy, me interesa más la física que la psicología. Mi nuevo padre es el Doctor Heisenberg.
El código genético le fascinó a Dalí desde que leyó en un ejemplar de Nature, el histórico artículo de Watson y Crick. El acido desoxirribonucleico le parecía la demostración irrefutable de la existencia de Dios. Paladeaba las sílabas de esa palabra que nombraba un diminuto archivo de mandatos existenciales. Aquella revista de abril del 53 incluía una gráfica de la doble hélice: la “Mona Lisa de la ciencia moderna.” Cuatro años después de la publicación, el rizo apareció en un cuadro de Dalí y no dejaría, desde entonces, de estar presente en su pintura y en sus espectáculos. El mandamiento de Dios, la inmortalidad estaban en esas hélices. En “La escalera de Jacob”, los ángeles ascienden al cielo en peldaños desoxiribonucléicos. La biología molecular es, para Dalí, historia bíbilica.
Cuando muera no moriré del todo, dijo Dalí. Los científicos que rascan sus huesos en busca de su ADN reconocerán que su mensaje persiste.
The movie is directed by Satish Kaushik and constructed by Boney Kapoor.