Hace treinta años, Kevin Kallaugher, conocido simplemente como KAL, publicó su primera caricatura en el Economist. La revista lo celebra con una página dedicada a sus mejores caricaturas y con un video donde el caricaturista rememora su carrera:
Hace treinta años, Kevin Kallaugher, conocido simplemente como KAL, publicó su primera caricatura en el Economist. La revista lo celebra con una página dedicada a sus mejores caricaturas y con un video donde el caricaturista rememora su carrera:
Stephen Marche publica un artículo en el New York Times sobre Shakespeare como guía al escándalo de Murdoch. Marche, autor de un libro sobre cómo Shakespeare lo cambió todo, apunta que, al igual que el escándalo del día, las tragedias de el Bardo funden tragedias de Estado con laberintos psicológicos y enredos familiares. No sabemos cómo terminará la historia de Murdoch: puede terminar como Ricardo II, incapaz de percatarse de la decadencia de su imperio o como Ricardo III tan enfermo de poder que es presa de sus propias maquinaciones. Como sea, la falla básica es la más ordinaria, la más humana: simple ambición.
La revista dominical del New York Times publica un artículo interesante sobre el alto porcenaje de ingenieros dentro de las células terroristas. Mientras en sus países, menos de 4% de la población total son ingenieros, los grupos terroristas llegan a tener un 20% de ingenieros o estudiantes de ingeniería. Casi la mitad de quienes tienen estudios universitarios son ingenieros. Esto no es una casualidad. Por lo menos así lo argumentan Diego Gambetta
y Steffen Hertog en un estudio reciente. El estudio encuentra una conexión entre cierto conservadurismo emocional y hábitos intelectuales indispuestos a la duda. En el ingeniero se combinan precisión mental aceptación leal de la autoridad.
Richard Serra finalmente descubre la línea vertical en su exposición del Grand Palais.
La intervención es comentada por El país y el New York Times.
Como en la música, en la arquitectura nos bañamos enteros, dice Paul Valéry en su precioso diálogo sobre Eupalino. Los sonidos y las edificaciones nos envuelven, apropiándose en cierto modo de nosotros. Una pintura, dice el Sócrates imaginado por el poeta, apenas cubre una pared, una escultura adorna un paraje de nuestra vista. La grandeza del templo y de la sinfonía es que rehacen el espacio que vivimos. Habitamos espacios ennoblecido por músicos y arquitectos. La arquitectura, insistía Valéry, es el arte más completo del hombre porque sirve a su cuerpo, sirve a su alma y sirve a su mundo. Es útil y durable siendo bello. El arte del arquitecto no es genialidad espontánea. El diseñador separa la idea de la creación. Tres tiempos, dice Valéry: proyecto, acto y resultado. Boceto, albañilería, casa. El principio es el dibujo. Después vendrá la construcción y gracias a ella, el templo.
Durante siglos, el papel fue la superficie para la gestación creativa. Hojas, cuadernos o servilletas que reciben el impulso del garabato o el cuidado del trazo. El papel blanco como imparcial receptor del genio. Planos marcados pacientemente para captar la idea y la instrucción. La docilidad del papel acoge la imagen. Parece que la computadora lo ha cambiado todo. No es que simplemente haya abaratado el experimento o haya facilitado la reproducción de los planos. Ha expandido la imaginación. Se edifica lo que fue inconcebible. Uno de los efectos insospechados del software es, quizá, el nuevo papel del papel. En alguna arquitecta contemporánea puede verse la presencia del papel, pero ya no porque en muros o columnas se asome el lápiz, sino porque el edificio mismo imita sus volúmenes. La hoja de papel ya no es superficie plana que acoge la idea, sino un laboratorio de volúmenes.
Dos formas de experimentación aparecen. La primera surge del capricho del puño que arruga el papel. Se toma la hoja y se cierra la mano. El arquitecto encuentra ahí una puerta. Le da la vuelta y descubre el techo. La gira y vislumbra el muro que estaba buscando. Se toma unas tijeras, se corta el papel y aparece una ventana para recibir la luz. Ese juego parece capturar el proceso creativo de Frank Gehry. De los caprichos de un cartón arrugado puede brotar un edificio que baila o un barco de titanio. Quizá el documental de Sidney Pollack
sobre el autor del Guggenheim de Bilbao caricaturiza el proceso creativo, pero su búsqueda de formas es real. El arquitecto aparece como un cazador de papeles arrugados, un joyero que se sumerge en el cesto de basura en busca de curvaturas preciosas.
La segunda insinuación del papel proviene de los cerebrales dobleces del origami. Los pliegues del arte japonés forman volúmenes estrictos y cancelan la curvatura. El papel se dobla y se vuelve a doblar: aparece un pájaro, un elefante, una flor. O un museo. Los edificios de Daniel Libeskind aparecen en el espacio como esbeltas hojas de papel punzante. El diseñador del museo del holocausto de Berlín y del museo de arte moderno de Denver ha dicho que su inspiración son las formas y la luminosidad de los cristales. Brillantes tallados que capturan y reflejan luz. Visto de otra manera, la arquitectura de Libeskind es un monumental origami de titanio que lanza flechas al exterior. Más que diseños dibujados en papel, bocetos en papel doblado.
En ambos casos, la arquitectura tiende a sobrevaluar su dimensión escultórica. Su fuerza suele corresponder a su debilidad. Poderosísimos imanes de la vista que no alcanzan a ser plenamente hospitalarios. Un imperio del exterior. Será por eso que suelen ser más amables con el lente de una cámara que con los zapatos del paseante. Edificios que nos maravillan pero que no consiguen abrazarnos. Arquitectura que no nos baña, nos salpica.
Hace un par de semanas se estrenó una nueva producción de Oleanna en el teatro El granero de la Ciudad de México. La traducción es de Daniel Pastor; la dirige Enrique Singer y actúan Juan Manuel Bernal e Irene Azuela. La obra de David Mamet se presentó por primera vez en Boston, hace casi veinte años. Aparecía justo en el momento en que estallaba el primer gran escándalo de acoso sexual en la política de los Estados Unidos. En las audiencias del Senado para confirmar a un ministro de la Suprema Corte se escuchaban a una antigua colaboradora del candidato relatando con detalle las insinuaciones ofensivas de Clarence Thomas. La obra de Mamet aborda el tema del acoso sexual. Algunos vieron en ella un alegato antifeminista: una burla a las válidas denuncias de la cultura machista. El tema del acoso está presente en la obra pero su núcleo es otro: el poder.
He visto la obra en su versión cinematográfica y ahora en esta producción. En ambas ocasiones he pensado que el gran libreto de Mamet no ha encontrado la escenificación que merece. La obra sigue el empedrado diálogo entre un maestro arrogante y una estudiante retraída. La escenografía de la puesta en la producción mexicana es igualmente sencilla: una mesa y dos sillas. Las piezas del mobiliario giran entre actos. Los vuelcos dramáticos de la obra son subrayados así con el gesto casi imperceptible de la rotación. El movimiento permite a todos los espectadores del teatro ver de frente a los actores sucesivamente. Pero más allá de eso, sugiere la vuelta de un tornillo: el opresivo tornillo del poder. Oleanna evoca la perversidad del mando, la perversión de su lenguaje y la ignominia de su traslación. Tan abusivo el poder en su ejercicio, como en su escarmiento. Contrastan en la obra dos formas de sometimiento. La primera se envuelve en formas paternales pero es fatua, petulante y autoglorificadora. Tras la verborrea de un discurso alternativo, bajo la fraseología de la rebelión académica, mediocres ambiciones. La segunda se enfunda en la reivindicación del grupo pero no es más que el reflejo del resentimiento. Los antagonistas que se enfrentan durante la obra disfrutan de su mezquino imperio. El catedrático esculpiendo el monumento a sí mismo; la estudiante saboreando la represalia. Cada uno juega con el muñeco que fabrica en su imaginación. El profesor se solaza en la ignorancia de su alumna; ella se enorgullece al aniquilar al despotismo en efigie.
Sellada por la subordinación, la comunicación entre ellos es imposible. Ni siquiera el inocente intercambio sobre el clima cruza el abismo del poder. Cuando las palabras quedan imantadas por la enemistad, ni el trivial saludo alcanza la otra orilla. El buenos días puede ser escuchado, en efecto, como un insulto. ¿Buenos días? La densidad verbal de la obra de Mamet está estupendamente bien servida por la traducción de Daniel Pastor. Todo conspira contra la comunicación: la vanidad alimenta la inseguridad; la soberbia bloquea la comprensión; el resentimiento cierra los oídos y endurece los prejuicios. En un espacio diminuto dos personas son incapaces de estar juntos y escucharse. Uno atiende el teléfono; la otra se ha detenido en su pasado.
La escena de Oleanna se sacude en un par de ocasiones: la aparente tersura del primer acto estalla en el desenlace. Los papeles se invierten pero el artefacto del abuso queda intacto. En el pequeño universo del teatro se representa así la órbita maldita de la política. El movimiento rotatorio del poder—eso que, en homenaje al sendero de los planetas, llamamos revoluciones—no limpia nada.
Las esculturas de Richard Serra son trazos del hierro en el espacio. Toneladas de metal que no son más que el juego de un lápiz que invade el aire. Una mano bastaría al artista para surcar por completo la idea de la pieza: una ola, un cono, cintas que serpentean, estelas inmensas. Ahora pueden verse sus dibujos en el Museo Metropolitano de Nueva York. Se trata de la primera exposición de Serra dedicada a este arte sin volumen. Los dibujos no son bocetos de sus esculturas. Serra no empieza sus esculturas en el papel para pasar luego al metal. Serra ensaya sus esculturas directamente en maquetas de plomo. Los dibujos tampoco son ilustraciones de sus piezas. Una escultura que no se recorre con el cuerpo está muerta. Dibujo para escapar de la anécdota de la ilustración, le dijo hace poco a Charlie Rose.
Sin embargo, el vocabulario del artista es el mismo en los dos medios: geometría de la opacidad que trastoca el espacio. Ángulos rectos y sinuosidades inscritas con sombras. Evocación de las formas elementales que no hablan más que de su propia estructura. La abstracción en Serra es tan pura como en Malevich. Algunas piezas de la exposición homenajes al, o tal vez citas del suprematista. Como el ruso, Serra parece decirnos que todo ha desaparecido, menos la masa desde la cual brota la nueva forma.
Es cierto que el papel sustrae una dimensión a la escultura, pero aún constreñida a esas dos dimensiones, conserva intacta su aspiración arquitectónica. Su búsqueda es, ante todo, la reconfiguración del espacio. Dibujo y escultura, tinta y hierro: recursos de la misma exploración. Así sea en toneladas de hierro o en una inscripción en papel, la obra de Serra es una alteración de la polaridad de la Tierra. También sus dibujos parecen imantados. El carbón de sus cuadros y el óxido de sus esculturas nos succionan. Una enorme ventana negra se convierte en el pozo más profundo. El horizonte se levanta y la verticalidad se reclina. ¿Son dibujos o son, en realidad, instalaciones? ¿Los vemos o entramos a ellos? El dibujo nos contiene y nos perturba como lo hace el inmenso poder de su escultura. En una pieza preparada justamente para el museo, Serra cubre de negro dos paredes paralelas alterando el equilibrio de los muros blancos. El espacio resulta una dimensión cromática. Los habitantes del mundo: súbditos de la luz y del color.
Los dibujos de Serra no son tributos al lápiz bien afilado. No aparecen en la exposición líneas suaves y delicadas que bordan el papel. El escultor embiste la superficie con un ladrillo de gis de cera grueso, grasoso y negro: una brocha de asfalto. Aún sin volumen, los dibujos de Serra conservan el atributo central de su obra: el peso. El negro es el único color que se asoma y aparece con tal densidad que adquiere tonelaje. Dibujar, dice Serra, es tan sólo otra manera de pensar.
Ramón Xirau se apropió de una línea del Cántico de Jorge Guillén:
Soy, más: estoy, respiro.
Cuatro palabras, cada una de ellas hilada a la otra con un signo. Xirau las sentía suyas: la nuez de su pensamiento. Por eso regresaba una y otra vez a ellas. Nuestro idioma nos ofrece un privilegio que no tienen todas las lenguas para apreciar la condición humana. Ser no es estar. Más que ser en el mundo, estamos en él. Serán las piedras, nosotros solo estamos. “El soy, dice Xirau, es una asfixia; el estoy es respiración.”
Xirau escribiría poesía en catalán y la filosofía en español pero tenía bien claro que las dos hermanas iban en busca de lo mismo. Poesía y filosofía eran dos formas de habitar el mundo, dos caminos hacia el asombro de lo sagrado. Su manual de historia de filosofía, más que una historia, es una invitación a filosofar. La filosofía, “encuentro con la verdad” era, para él, “una cuestión de vida.” Más que eso: “una cuestión de supervivencia más allá de la vida.” Dice bien Julio Hubard que Xirau no exponía el pensamiento de los filósofos sino que pensaba con ellos, desde ellos, quizá. “Cuando se dilata con Hegel, es un hegeliano; cuando con Platón, platónico.” El maestro no trasmite pensamiento, lo hospeda. La poesía, la más intuitiva de las hermanas, la que brota sin aviso era para Xirau la hermana mayor. La poesía iba siempre un brinco adelante porque la captación poética entreveía sin reflexión el sentido profundo de la existencia. Después vendría el reposo de la reflexión. La poesía palpa el sentido del tiempo, es decir, de la muerte. Vivir es ir muriendo, decía de la mano de Pere March, un poeta valenciano medieval:
En cuanto se nace se empieza a morir
y muriendo, se crece y creciendo, se muere de continuo,
que ni un momento se deja de hacer vía
ni para comer, ni yacer, ni dormir.
A este crecer muriendo dedicó ensayos luminosos. Nuestro tiempo no es el presente sino la presencia. Durante su estancia en el mundo, el hombre contempla, comprende, siente. Estar presente es entrar en contacto con las maravillas del mundo: nombrarlas. Fugaz es la caricia del mundo. “Tiempo continuadamente nuestro, en nuestra estancia en el mundo, la presencia es constantemente un ahora, atento al mundo, atento a los demás, atento al Otro, a los dioses, a la divinidad.” Sus poemas están llenos de música, de aire, de naranjas y de ríos, es decir, de pájaros.
Xirau es puente, dijo Octavio Paz. Una tabla para cruzar la brecha de las generaciones, de los continentes, de las lenguas, de los saberes. Poesía y filosofía eran rutas para el encuentro con el mundo, lo humano y lo sagrado. Ciudades y ríos, árboles y viajes, cuadros y música aparecen constantemente en su poesía. “Conocer es, al mismo tiempo, percibir, sentir, nacer con el mundo, con los otros, con el otro. ¿No decía Claudel—preguntaba Xirau—que el conocimiento es co-naissance?” Conocer es conacer.
Me pasa el río que pasa
y yo soy este río
si la ventana abierta
hace contagio de ojos y de aguas.
En los años sesenta, Václav Havel escribió un poema visual que tituló ‘Filosofía.’ No tenía una sola palabra, ni una sola letra. El poema era el cuadro de un regimiento de signos de admiración golpeados con el martillo de una máquina de escribir. Una parfecta formación de líneas marciales que no se atreven a doblarse. En una hilera inferior, escondida entre columnas enfáticas, se arquea un signo de interrogación. La vida, sugería el disidente checo, está en esa curva que interroga, en el arco inconforme que se abre paso frente a las órdenes. En esa sabiduría del escéptico se ha cultivado Alberto Manguel. En la literatura ha visto la ventana que le permite escapar del dogma y la certeza. Su nuevo libro, titulado Curiosidad. Una historia natural, que Almadía ha puesto en español, explora esta disposición soberbia y humilde y a la vez de entender la vida.
Como en todos sus libros, la escritura de Manguel es homenaje a sus lecturas. Entiende que leer no es recibir sino crear: la más imaginativa de las actividades humanas. Hablar de la vida y del mundo es, para él, hablar de libros. Si Borges imaginó el paraíso como una biblioteca, Manguel, su lazarillo, vive la vida como lectura. En uno de los últimos capítulos, por ejemplo, anticipa la muerte y se consuela sabiendo que no hay novela interminable. No quisiera vivir por siempre porque todos los libros tienen un punto final. El relato de mi vida tendrá que cerrar para no convertirse en balbuceo incoherente. Un sacerdote vasco, dedicado apicultor le contó que las abejas reconocían la generosidad de sus cuidadores que dejan algo de miel en la colmena. También le dijo que, cuando un apicultor muere, alguien debe avisarle a las abejas que su protecor se ha ido para siempre. “Desde entonces, escribe Manguel, siempre he deseado que, cuando yo muera, alguien haga lo mismo y le diga a mis libros que ya no volveré.” Preciosa imagen del lector como un apicultor generoso que bebe la miel de su biblioteca sin secar nunca la colmena.
Su historia natural se estructura con preguntas: ¿Qué es la curiosidad?, ¿Quién soy?, ¿Dónde está nuestro lugar?, ¿Qué es verdadero?, ¿Qué viene después? Cada pregunta abre con párrafos autobiográficos: recuerdos de su infancia en Tel Aviv; de su relación con los animales y las armas; de Borges; de sus viajes, sus colegios, su familia. La escritura de Manguel, ha de decirse, es a ratos luminosa pero en tramos es densa, extenuante. Sus divagaciones eruditas pierden en ocasiones el foco de la pregunta que explora. El aventurero cargla la biblioteca en su mochila y en ocasiones, temo decirlo, lo aplasta. Dante es su guía. El lector poco inclinado a los superlativos encuentra en la Comedia la obra más grandiosa jamás escrita en la historia de la humanidad. El libro pesca ideas en Homero y en el Talmud, en los clásicos persas, en Brodksy y en los teólogos más recónditos pero regresa una y otra vez a Dante.
Manguel se recuerda en uno de los capítulos como un niño de 9 años que se pierde en el camino a casa. Al salir de la escuela se distrae por algún motivo, toma un camino distinto al habitual y empieza a descubrir parques, calles, tiendas que nunca había visto. El extravío lo maravilla: ese espacio desconocido es el terreno de la aventura, de la curiosidad. Al reencontrar la ruta conocida, llega a su casa. Una decepción. A perdernos nos invita Manguel en este libro. Frente a la escuela contemporánea que pretende trasmitir respuestas, Manguel quiere un vivero para los curiosos.