Desde hace tiempo se habla del efecto Bradley: la propensión de los electores racistas de esconder sus preferencias a los encuestadores. El editorial de Los Angeles Times del día de hoy examina el fenómeno. El racismo, por supuesto, subsiste, pero las dimensiones del tal 'efecto' se han exagerado significatvamente. Quienes rechacen a Obama por su piel encontrarán otras razones para decir que no lo respaldan. El rechazo al demócrata no necesita disfrazarse.
Como bien escribió Adriana Malvido hace un par de semanas, Miguel León Portilla se despidió de la vida con erotismo. La desembocadura de su obra fue la más vital: una exploración de los juegos del deseo en el mundo al que dedicó su vida. Apenas unas semanas antes de su muerte, vio la luz su Erótica náhuatl. Se trata de un libro, que lejos de pretender la enseñanza erudita y profesoral, busca el gozo del lector. Que el libro haya sido incubado en los talleres de Artes de México y de El Colegio Nacional es un indicio de la calidad de esta edición que ganó el premio García Cubas 2019 en la categoría de libro de arte. Los textos se presentan en náhuatl y en español con breves notas introductorias de León Portilla que entablan diálogo con los grabados de Joel Rendón.
Es prácticamente desconocida la dimensión erótica del imaginario mesoamericano. Llegamos a pensar que ese mundo estuvo negado a la exploración voluptuosa. Pero, como bien muestra León Portilla, hay en esa tradición buenas pruebas del ardor y la dulzura erótica, de las batallas y los recreos amorosos. Advierte el filósofo en la presentación del libro que acercar las dos palabras del título parecería, por ese prejuicio, una extravagancia. La imagen que nos domina de los antiguos mexicanos es la de un pueblo dotado para las artes de la guerra, el estudio de los astros o la maestría arquitectónica, pero no particularmente dispuesto a deleitarse en las sutilezas del deseo.
León Portilla logra registrar las múltiples dimensiones de esa erótica. Ardor genital y ternura; perdición y consuelo; subversión de las convenciones; delirio y gozo. Guerra, juego, enfermedad y ofrenda. Picor y caricia. Engaño y desnudez; posesión y mansedumbre.
Desde una voz femenina se escucha un canto que desafía y, al mismo tiempo seduce: si en verdad eres hombre, le dicen a Axayácatl las mujeres de Chalco: aquí tienes donde afanarte. ¿Acaso no seguirás con fuerza?
Hazlo en mi vasito caliente,
consigue luego que mucho de veras se encienda.
Ven a unirte, ven a unirte:
es mi alegría.
Dame ya al pequeñín, déjalo ya colocarse.
Habremos de reír, nos alegraremos,
habrá deleite,
yo tendré gloria.
Y en seguida… la prolongación de un deseo que no quiere consumarse
pero no, todavía no.
Las acciones de la carne no aparecen en estos poemas nahuas solamente como “siembra de gentes.” No es la fricción reproductiva lo que ahí se registra, sino el deleite que consuela de las amarguras de la vida. “Sabrosa es tu semilla. Tú mismo eres sabroso.” El placer dulcifica hasta transformar al guerrero en un niño. La vulva florida, la boca pequeña disuelve al gran señor en una estera de flores para convertirlo en niñito suyo. Entrégate al placer, le dice. Y sólo le pide una cosa para ofrecerse completa: “Revuélveme como masa de maíz.”
David Byrne es un tiburón que no puede quedarse quieto. A la caza permanente de canciones, ritmos, esculturas, intervenciones y hasta presentaciones de powerpoint, canta, bailotea, produce discos, esculpe, hace instalaciones sonoras, publica en blog un diario extraordinario. La exuberancia de su música es apenas muestra de su apetito artístico. En sus discos se asoman sus contagiosas capturas: el funk y el minimalismo clásico, los ritmos africanos, el gospel, la música electrónica y el chachachá. Sus letras son sueños que adquieren sentido en otra gravedad. Eficaz escritura automática cuyo sentido no es siempre claro. Vena abierta de palabras brincadoras. En una charanga de su primer disco tras la separación de los Talking Heads, se cantaba a sí mismo caminando gozosamente como un edificio. ¿Cómo trotarán los rascacielos?
No es raro que un hombre tan renuente al reposo haya escogido la bicicleta para trasladarse. Desde hace treinta años David Byrne se mueve en Nueva York en su bicicleta. Cuando viaja por el mundo para dar un concierto, para grabar un disco, para armar una instalación, empaca una bicicleta portátil. Procura siempre tener tiempo para perderse. Al montarse en su bicicleta, Byrne se sienta pero no está quieto. Se transporta sin dejar de pasear. Un libro reciente recoge sus aventuras sobre pedales (Bicycle Diaries, Viking, 2009). El invento que elogia es una máquina que no nos arrebata nuestra condición de animales, esto es: seres que se mueven por impulso propio. Cuando las piernas pedalean, avanza la cinta del mundo y se activan las palpitaciones. Se puede ver así la película desde un ventanal con ritmo. Piernas y sangre al compás de la ciudad. Más rápido que la caminata, más lento que una moto, la bicicleta resulta el gran mirador de lo urbano. Los coches aplastan las ciudades y las cercenan con viaductos taponados. Sus conductores cierran los ojos a sus habitantes, se encierran en su cápsula y se vuelven sordos a sus rumores. El ciclista, en cambio, es el habitante atento.
Los diarios de bicicleta de David Byrne son postales urbanas llenas de color y música. Notas sueltas sobre barrios, edificios, galerías, bares, calles, banquetas, monumentos, prostíbulos, puentes, casas, parques. Bocetos ágiles de los habitantes de estos rincones. Denver desolado; Berlin escondiendo la sordidez en su fanatismo de orden; suburbios que veneran el mall, arquitecturas desalmadas; manantiales de creatividad. El artista medita sobre la censura, la memoria, los estereotipos, la violencia. Apuntes sobre el arte y la música en de cada vecindario visitado. Las estampas bicicleteras son también un alegato discreto por la ciudad. Sabe bien que el concreto, el vidrio y la piedra (para invocar otra canción suya) nos esculpen. Las calles, los barrios, los árboles en las aceras, las glorietas nos dan forma. Byrne disfruta los muchos sabores de lo urbano: el anonimato que permiten las grandes concentraciones y la intimidad de ciertos barrios. El trazo caminable y cierto desorden excitante, aún el peligro que acelera la sangre. Ciudades vivas, sensibles, en movimiento. Observar una ciudad, involucrarse en ella es uno de los grandes gozos de la vida. Es parte, dice Byrne, de lo que significa ser humano.
En el número más reciente de Letraslibres, esta nota sobre Ayaan Hirsi Ali.
A Annie Leibovitz se le conoce, sobre todo, por sus fotografías de ricos y famosos. Imágenes diseñadas para la portada de las revistas. Más que retratos, superproducciones de una película que tiene sólo un solo cuadro. Los cantantes y las actrices que ha retratado son personajes de un teatro inmóvil; drama y comedia comprimidos en un instante. Parece que la cámara de Leibovitz eludiera a las personas y se embelesara con los personajes. Piel cubierta de mil ungüentos. Gruesa crema blanca sobre la cara de Meryl Streep, costras de lodo cubriendo el cuerpo de Sting, una tina de leche en la que se baña Whoopi Goldberg. Pintura de disfraces. Posar para ella es disfrazarse de la marca de sí mismo, representar el papel que ella ha ideado para acentuar el encanto o burlarse de él. Hay mucho dramatismo y humor en sus retratos de famosos. Lo que no aparece es la intimidad.
Pero no todo en la fotografía de Leibovitz es creatividad puesta al servicio de un culto, de un negocio. Ha visto la guerra; ha retratado la agonía y la muerte. Su trabajo más reciente representa, de algún modo, el redescubrimiento de la fotografía, un reencuentro con la cámara, el hallazgo de otra luz, la recuperación de la mirada. Se trata de una serie de fotografías que ha reunido bajo el título de Peregrinación. Hace unos meses apareció como libro publicado por Random House. Después de tantos y tantos clics para la glorificación de una industria, Annie Leibovitz camina hacia los sitios de su devoción: fotografiar de nuevo por el placer de fotografiar. Mirar por la felicidad de abrir los ojos.
La primera idea del libro surgió de la mano de Susan Sontag, con quien soñó un libro en coautoría: El libro de la belleza. El proyecto no era más que un pretexto para viajar a los lugares a los que querían regresar o ver por primera vez. Quería tomar fotos como cuando me conmovía tomar fotos, recuerda Leibovitz. Viajar sin agenda, sin presión: tomar una fotografía por el simple gusto de ver algo. En 2004 murió Sontag, su compañera, y el proyecto se transformó en una búsqueda íntima de lugares, personas, recuerdos. El recorrido estaba marcado por esa ausencia y también por la angustia. Leibovitz se sentía exprimida por abogados y contadores, en riesgo de perder los derechos sobre el trabajo de toda una vida. En la bancarrota inició su peregrinación. El testimonio de esa búsqueda es el mejor trabajo de su carrera. Huyendo de la utilería, armada por primera vez de una cámara digital, Leibovitz logra captar el alma de las cosas. Sí: mesas con más vida que los bíceps de Schwarzenegger.
Aquí no hay puesta en escena, vitrinas para el lucimiento de una estrella a punto de protagonizar la película de la temporada. Leibovitz no impone su narración: se abre al cuento que las cosas cuentan. Más que un recorrido de lugares, la fotógrafa fue al encuentro de hombres y mujeres cuyas vidas la han marcado. Hombres y mujeres, todos muertos, que han dejado una estela sobre el agua. Podemos ver el único vestido de Emily Dickinson que sobrevive. Una tela que fue blanca, botones y encajes. Los árboles que veía Virginia Woolf al escribir; el río donde se ahogó. El jardín de Jefferson; su estudio. Las sábanas que cubrían la cama de Georgia O’Keefe y el sol que sigue acostándose ahí, todos los días. El marco de la cama de Thoureau. Los valles que retrató Ansel Adams. Leibovitz pinta con su cámara a todos estos personajes, aunque no los veamos en ninguna fotografía. Los retrata al mirar su ropa, sus muebles, sus libros, sus colecciones, sus ventantas. Los retrata, sobre todo, porque ve lo que vieron.
¡No se puede leer!
Pero felicidades a Calderón.