A un par de semanas de la elección, McCain y Obama abren un paréntesis para reir. La comedia resulta la última prueba de la campaña. Uno se ríe de sus propias orejas, el otro de sus múltiples casas. Obama bromea de la edad de McCain, y el republicano hace chistes de los Clinton, del mesianismo de su contrincante y de la parcialidad de la prensa. Ambos se atreven al elogio.
La pesadilla de toda potencia es la decadencia. Los imperios se atormentan con la idea de ser desplazado de la cumbre por el rival ideológico o económico. Hace cincuenta años, los norteamericanos veían con temor el ascenso militar y tecnológico de la Unión Soviética. Años después, les preocupó el brío comercial de los japoneses. Hoy los chinos les quitan el sueño: su enormidad demográfica, su fuerza económica, su ambición geopolítica, su éxito deportivo. El presidente Obama habló hace poco del tema declarando que los Estados Unidos enfrentaban un reto extraordinario, una competencia inédita. Nuestra generación vive, un “momento Sputnik,” dijo. Aludía al momento en que los soviéticos tomaron la delantera en la carrera espacial. Esa fue una llamada de atención que puso al país a trabajar en la innovación, en el desarrollo científico, en la educación.
La competencia de hoy no es por la conquista del espacio sino por la enseñanza. Y en eso, los Estados Unidos se han ido rezagando en relación con otros países desarrollados e, incluso frente a economías más atrasadas. Si bien las mejores universidades del mundo y las mejores plataformas de innovación tecnológica siguen estando ahí, sus escuelas primarias se van quedando atrás. El debate en Estados Unidos examina los estímulos en las escuelas y la preparación de los maestros; las pruebas y el papel del sindicalismo en la política educativa. Tiene también un componente cultural: ¿cuál es el sitio de la educación en una sociedad, en una familia? ¿De qué manera se valora el mérito en una comunidad? ¿Con qué rigor se pueden exigir resultados a los niños? Más allá de lo que sucede en el salón de clase y en el patio de la escuela, es crucial entender los mensajes que los niños reciben en casa, de sus padres. Este debate se zarandeado en los últimos días en Estados Unidos tras la publicación de una polémica memoria de crianza. El libro de una madre de origen chino que relata su filosofía pedagógica ha generado una intensa discusión sobre el lugar de la casa en la educación de los niños, el poder de los padres para formar a los hijos y el sentido mismo de la formación educativa.
El libro es un grito de batalla de una madre-tigre. Así podría traducirse el título de esta memoria sobre la educación de dos niñas. Amy Chua, autora del libro, se adelanta a revelar en el primer capítulo su catálogo de prohibiciones: sus hijas nunca tuvieron permiso para: quedarse a dormir con una amiga, aparecer en la obra de teatro de la escuela, ver televisión o jugar videojuegos, escoger sus actividades extraescolares, tener una calificación inferior a 10, tocar un instrumento diferente al piano o el violín. Chua contrasta el rigor de la crianza china con la laxitud occidental. A su juicio, las madres occidentales son sobornadas por la primera queja de sus hijos. En lugar de conducirlos a la excelencia, buscan mimarlos para nutrir su “autoestima." Aunque el libro no se presenta como instructivo, queda clara la convicción de la autora de que el modelo chino “produce” prodigios, mientras el modelo occidental multiplica mediocres.
Chua describe la maternidad como un deporte de confrontación extrema.
Brian Nissen ha hecho de arqueólogo de sí mismo. La casualidad, ese duende de las exhumaciones felices, lo puso de pronto ante unas cajas viejas y arrumbadas que contenían un montón de dibujos. Los había pintado hace más de cuarenta años y se habían borrado de su memoria. Al preparar su retrospectiva en 2012 para Bellas Artes, los dibujos brotaron del polvo. El pintor desempacó hojas, libretas, cuadros que le parecían ya ajenos. Durante décadas permanecieron enterrados bajo cartones y carpetas de su estudio. Cerca del pintor pero ocultos. Todo ese tiempo estuvieron ahí, sumergidos en el tráfico de todos los días, cerca de los pinceles, el café, las telas y el periódico de ayer. Uno siempre convive con el olvido. Empolvados y amarillentos, aquellos papeles lo pusieron en contacto con una civilización remota y familiar: la suya. El arqueólogo descubrió en los papeles el mapa de una ciudad que no es esa ciudad de México a la que llegó a principios de los sesenta, sino la ciudad que juega en su lápiz. Un universo de símbolos y figuras extrañas pero descifrables. Una vasija de espectáculos e intimidades. Un cuento que se despliega como códice: narración condensada en imagen. Cuerpos y bicicletas, perros y lluvia, juguetes, sandías, pistolas. Ceremonias de la vida diaria.
Desde aquellos dibujos que pueden disfrutarse ahora en un magnífico libro se observa la intuición de su mano. Como ha escrito él mismo, el lápiz se pasea por el papel como sale el perro radiante a explorar la calle, descubriéndola, olfateándola y orinando en la esquina para marcar su huella. El dibujo es un instinto primigenio. Será que el hombre es un animal que dibuja. Un mamífero necesitado de registrar en trazo su paso por la tierra y su mirada del mundo. El hombre siente la necesidad, dice Nissen, de “rendir una cuenta visual, un registro de su presencia: una manifestación palpable de su ser”.
Pero la soltura del trazo es mucho más que instinto: es una naturaleza en la que se funden observación, idea e ironía.
El artículo completo puede leerse aquí…
Fernando Pessoa
(Versión de Francisco Cervantes)
No; no quiero nada.
Ya dije que no quiero nada.
¡No me vengan con conclusiones!
La única conclusión es morir.
No me traigan estéticas.
¡No me hablen de moral!
¡No me muestren sistemas completos, ni me enumeren conquistas
de las ciencias (¡De las ciencias, Dios mío, de las ciencias!)
de las ciencias, de las artes, de la civilización moderna!
¿Qué mal les hice yo a todos los dioses?
Soy un técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la técnica.
Aparte de eso estoy loco, con todo el derecho a estarlo.
¿Lo oyeron? ¡Con todo el derecho a estarlo!
¡No me den lata, por el amor de Dios!
¿Me querían casado, fútil, cotidiano y tributante?
¿Me querían lo contrario de esto, lo contrario de cualquier cosa?
Si fuese otra persona, les haría a todos su voluntad.
¡Así como soy, ténganme paciencia!
¡Váyanse al diablo sin mí
o déjenme que me vaya solo al diablo!
¿Para qué habríamos de irnos juntos?
No se me prendan del brazo.
No me gusta que se me prendan del brazo.
Quiero estar solo.
¡Ya dije que estoy solo!
¡Ah, de manera que querían que sirviera de compañía!
¡Oh cielo azul –el mismo de mi infancia-
eterna verdad, vacía y perfecta!
Oh, suave Tajo, ancestral y mudo,
Pequeña verdad donde el cielo se refleja.
Nada me das, nada me quitas, nada eres de lo que yo me sintiera.
(Oh pena, vista de nuevo, Lisboa tan anterior a hoy).
¡Déjenme en paz! No me tardo, que yo nunca me tardo…
¡Y en tanto tardan el Abismo o el Silencio quiero quedarme solo!
Este
viernes se estrena Vuelve a la vida
en salas de la Ciudad de México. La película se anuncia desde el principio como
un accidente feliz. Por alguna casualidad, el director, Carlos Hagerman se
enteró de la cacería de un tiburón inmenso en el Acapulco de los años 70.
Maravillado con el relato, fue en busca de los testimonios necesarios para
cocinar el guión de una película que retratara el encanto del puerto en esa
época y la recontara la hazaña. Al recoger las voces de los testigos y
protagonistas de la historia, se dio cuenta que no era necesaria la cocción.
Así, crudos con el único condimento de la revoltura, sabrían mejor. La ficción
estorbaba. En el borbollón de testimonios, de recuerdos, de anécdotas, estaba
todo lo necesario para la cinta. Ahí estaban todos los ingredientes de Vuelve a la vida: ceviche azaroso y
fresco que no es otra cosa que una leyenda entrañable.
Acapulco en
los años 70; un buzo, una modelo de Vogue y una tintorera asesina. El personaje
central es magnífico, inolvidable. Un buzo bohemio, mujeriego, con facilidad
para la mentira y la parranda; un narrador excepcional que seducía a su oyentes
con cuentos y fantasías. Un hombre libre que contagiaba vida. Acapulqueño con
cuchillo a la cintura entregado al llamado de la aventura. Guía de Tarzán y de
los Kennedy que nadaba en el agua como un pez, casi sin moverse; que se sumergía
a las profundidades para salir con las manos repletas de ostiones. Se le
conoció como “Perro largo” y fue una auténtica leyenda de Acapulco. La película
borda el mito con palabras donde se confunden memoria y fantasía; admiración y
cariño. De su vida y milagros hablan los que fueron tocados por él. La modelo
de Vogue conquistada y transformada
por el buzo apasionado y el hijo güero y pecoso que trajo con ella. Las muchas
voces de un puerto donde había humor, piquetes de burla, pero nunca hostilidad.
La leyenda
del Perro largo no es la del héroe solitario, el ídolo remoto y su corte
reverente. La leyenda que se cuenta en realidad es la de una comunidad que gira
alrededor de esa chispa vital. El coctel de afectos y recuerdos compartidos, de
enseñanzas, de revelaciones. El verdadero protagonista de Vuelve a la vida es un Acapulco fabuloso—no por el revoloteo de las
actrices de Hollywood o los pasatiempos de los turistas famosos, sino por la práctica
de la camaradería natural, por la música de la amistad, por la famila. Hagerman
tiene la elegancia de no recurrir jamás a la engolada voz en off que guía o,
más bien, manipula la emoción del espectador, pero en la película hay mucho de
nostalgia de vieja postal, una nostalgia que no se abandona al sentimentalismo,
sino que evoca, delicadamente, la añoranza.
La hazaña medular
de la película no es la del pescador solitario frente a un pez inmenso, sino la
de una comunidad que se descubre derrotando a un monstruo. Perro largo y otras
25 personas logran arrancar al tiburón gigante del mar—entre carcajadas, tragos
de cerveza y una buena mariscada. La cinta se aleja ahí del testimonio para
abrazar el rito. No se queda en el recuerdo: celebra, revive, como anticipa el título. Reescenificar el pasado para
transformarlo en fiesta, comunión. Cuando la directora francesa Agnés Varda se
propuso filmar, ya octogenaria, una película sobre su vida, caminó hacia atrás
frente a la cámara para desenrollar sus recuerdos. Habló, recordó, trajo
fotografías y cintas viejas pero, sobre todo, se dispuso a reencontrarse ante
la camara, a través de la cámara. La película de Carlos Hagerman sigue ese
camino: no es solamente una evocación: es una ceremonia de gratitud. La
película no es sólo una función para los espectadores. Gracias a la cámara, un
grupo marcado por una lealtad cariñosa, unido al recuerdo de una proeza
festiva, se reencuentra. A volver a la vida, nos invita la película. O a llegar
a ella.
No he dicho
lo importante. Este fin de semana dénse el gusto de ver Vuelve a la vida.
Un reacomodo en el librero que tengo a mis espaldas me sugiere el libro necesario. Es un poema escrito hace 37 años que describe la desolación de nuestro tiempo.
No llegué a tiempo
del último transporte
Me quedé en una ciudad
que ya no es ciudad
Zbigniew Herbert, el gran poeta polaco, habla en ese poema de las soberbias vacaciones extemporáneas que puede disfrutar y de la capacidad que descubre en él mismo para “redactar un tratado sobre la súbita mutación de la vida en arqueología.”
En esa ciudad arrinconada por el enemigo impera un silencio helado: “a la artillería de los suburbios se le atragantó su propio valor.” Informe desde la ciudad sitiada es el testimonio de Herbert del estado de sitio en Polonia. Lo publicó en París en 1983, poco después de que se decretara la ley marcial en su país. En copias mecanografiadas, el poema llegó muy pronto, de contrabando, a Polonia. A fines de la década, José Emilio Pacheco lo tradujo en su Inventario de Proceso. La versión que releo es la de Xaverio Ballester para Lumen.
El poeta toma la pluma del cronista y describe lo que veo en las pantallas y que intuyo en el futuro inminente. “Demasiado viejo para llevar las armas y luchar como los otros–fui designado como un favor para el papel menor de cronista.” Poesía escrita como un testimonio implacable. Sujetando la emoción, muestra el hueso de los hechos. El diario poético de Herbert es registro de un presente que ha durado siglos. Por eso el poeta ignora cuándo comenzó la invasión. Tal vez fue hace doscientos años. Podría haber sido ayer por la mañana porque “todos padecen aquí la pérdida de la noción del tiempo.” ¿Será miércoles hoy? ¿Terminó ya el fin de semana? Si todos los días recibimos las mismas noticias, el tiempo no transcurre. La monotonía, dice, no conmueve a nadie.
El poeta registra el teatro de un juicio público y retrata al fiscal que lleva puesta una máscara de ruindad y de pavor. Mientras tanto, los corresponsales bailan sus danzas de guerra.
Pero el verdadero proceso se desarrollaba en mis células
las cuales sin duda conocieron el veredicto con antelación
tras una efímera sublevación se rindieron y empezaron a morir
una tras otra
Y en medio de esa devastación, el desconocimiento de las magnitudes. Hemos pesado a los planetas, pero en asuntos humanos seguimos a tientas. “Sobrevuela un espectro: el espectro de la indeterminación.” ¿Cómo conocer los nombres de todos quienes han perecido peleando contra un poder inhumano? “Aproximadamente,” infame palabreja. Lo humano, dice Herbert, ha perdido medida.
Sabia desesperanza. A cuidar, no la ciudad sino sus ruinas, llama Herbert.
Hay una escena hermosísima como tantas otras en The revenant, que de alguna manera captura el sentido de la película. No es la del oso, ni la del segundo parto. Tampoco la de la de los flechazos o alguna persecución trepidante. Hugh Glass, el sobreviviente, ha superado alguna prueba terrible y camina sobre un río congelado. La cámara sobrevuela al personaje y muestra la ondulación por debajo del hielo. Una alfombra de agua viva bajo un bloque de hielo transparente. Por momentos parece que el hombre camina sobre al agua. Sobre el líquido que fluye, una dura costra de hielo. La película es eso: un constante equilibrio de elementos, una rítmica sucesión de contrastes.
Un hombre carga su cadáver por el invierno más inclemente. Más que sobrevivir, renace. La película de Alejandro González Iñarritu podría ser una más de muchas películas olvidables. Es otra historia de entereza, una metáfora de la fundación de un país, épica de la venganza, una orgía de violencia, un himno al esplendor y la crueldad de la naturaleza, alegoría de una ruta espiritual, otro western de sangre y muerte, balas y flechas. Es todo eso pero lo es de forma extraordinaria. Lo es, seguramente, porque es el trabajo de un cineasta en pleno dominio de su lenguaje. En condiciones extraordinariamente adversas, el director ejerce el control absoluto de su mundo. No vemos actores actuando frente a una cortina verde. El director fue de un extremo a otro del planeta para cazar la luz del invierno. El bosque se rinde a su libreto o, quizá sea al revés. Una ambición desmedida y un talento que le alcanza el paso.
La ambición del artista radica también en la confianza para reinventarse. Hay, por supuesto, perceptibles líneas de continuidad en la filmografía de González Iñárritu pero difícilmente podría encontrarse mayor contraste que el que existe entre sus últimas dos cintas. Birdman es una ratonera en los sótanos de la urbe, el laberinto de la vanidad. The Revenant es la inmensidad de la naturaleza, el desamparo. Una se regodea en su retórica, la otra es elocuente en la mudez. Un suicida y un sobreviviente. Como en todas las escenas de su cine: extremos vitales.
The Revenant es una película sobre el drama de respirar: “mientras puedas jalar aire, pelea,” le dice el protagonista a su hijo. “Respira… sigue respirando.” La película misma es aire que entra y sale de la nariz. Se escucha desde la primera escena ese ahínco respiratorio. El espectador se instala dentro de los pulmones de los personajes. Con el ir y venir del aire se escribe la puntuación de la película. El mundo brutal de los hombres encuentra respiro en la impasible serenidad, la aterradora indiferencia de la naturaleza. La pantalla se llena de amenazas para descargarse después en escenas de quietud. El genio de Lubezki da vida a esta cinematografía respiratoria. Después de perder el aliento al sentir en carne propia el caos del acoso y la muerte que acecha, el remanso de la naturaleza. Los hombres huyen y se cazan: los árboles se columpian. Los hombres se traicionan, la nieve cae. Los hombres odian, las piedras, los ríos, los animales se prestan de cuna.
Jonathan Swift escribía el relato de los viajes de Lemuel Gulliver mientras enviaba cartas a su amada. Le había inventado nombre y se comunicaba en código con ella. “Un golpe tan _____ _____ _____ ______ significa todo lo que debe decirse.” Ella le entendía. “He gastado mis días en suspiros y mis noches mirando y pensando en _____, _____, _____, _____.” Había una palabra que utilizaba una y otra vez para ocultar (apenas) el secreto de los amantes. “Quisiera caminar contigo cincuenta veces alrededor de tu jardín y luego—beber tu café.” El oscuro brebaje se esparece en esas cartas. “No he bebido café desde que te dejé y no tengo ninguna intención de hacerlo hasta que te encuentre de nuevo. No hay café que merezca la pena, sólo el tuyo.” Le pedía que se cuidara, que durmiera bien, que no se olvidara de comer: “sin salud, perderás hasta el deseo de beber café.” Y él mismo, con el apremio de terminar su novela, le confesaba el desánimo que le provocaba la distancia. “No tengo ánimo de escribir. Necesito un café para poder escribir.” Ella le contestaba: “No sabes cuánto he deseado una taza de café para ti y una naranja en tu posada.”
De esta afición por el secreto, el ocultamiento, el doblez habla Leo Darmrosch en su biografía de Swift. La escritura cifrada no era, desde luego, puro coqueteo. En todos los ámbitos se esmeraba en cultivar su misterio. Se ocultaba incluso en sus publicaciones. Casi nunca firmó sus escritos. Se inventaba vidas, cambiaba constantemente el relato de su pasado, era la contradicción andante: un humorista que apenas reía; un misántropo generoso; un ambicioso dedicado a sabotearse, un escatólogo obsesionado con el aseo personal, un propagandista al servicio del poder con instintos de anarquista. Odiaba a los mentirosos y a los pedantes. Sometía su vida a un régimen estrictísimo: las horas que dedicaba a la lectura y al paseo nunca variaban. Computaba sus pasos cotidianamente. Asistir a una cena con él era someterse a un dictado implacable: la palabra se iba turnado entre los comensales. Estaba estrictamente prohibido interrumpir y hablar durante más de un minuto seguido. Al mismo tiempo, se burló de todas las tradiciones y de todas las reglas. Alguno de sus cercanos lo llamó “mi amigo jeroglífico.”
Tenía un oído extraordinario y no solamente lo utilizaba en las aventuras de su ficción. Lo ponía a prueba en sus conversaciones. No comía fruta ni bebía alcohol pero cuando iba al pub, se divertía encarnando a los personajes de su imaginación. Imaginaba a un visitante que llegaba de lejos, recreaba un acento, fantaseaba con las peripecias de su vida y lo encarnaba durante horas, disfrutando las reacciones que provocaba su histrionismo.
Un amigo suyo lo describió como un “hipócrita invertido.” Suelen los fingidores adornarse con las virtudes que no tienen. El tacaño se hace el generoso; el cobarde se las da de valiente. Swift también simulaba ser quien no era. Pero no engañaba con falsa virtud sino con falsos vicios. Tal era el horror que le provocaba la admiración de sus contemporáneos que simulaba ser, no más virtuoso, guapo, valiente de lo que era, sino precisamente lo contrario. No quería entretener, quería provocar.