Joseph Ratzinger volverá a ser Joseph Ratzinger. Por unos
años perdió su nombre para utilizar el alias de Benedicto XVI. Dentro de unas
semanas cerrará el paréntesis y recuperará su nombre. El expapa podrá disfrutar
de nuevo de su piano para tocar la música que adora. El teólogo no solamente es
un intérprete talentoso; es también musicólogo, un teólogo de las melodías. La
importancia de la música en el ámbito de la religión bíblica, escribió hace
tiempo, se deduce directamente de un dato: la palabra cantar es una de las más
utilizadas en la Biblia. Para entrar en contacto con lo divino, dice, las
palabras son insuficientes y llaman a ese ámbito de la existencia que se
convierte espontáneamente en canto. La música es el lenguaje de la belleza, escribe
o, más que eso, un anhelo de infinito. No es entretenimiento, una simple distracción
sonora. En la música de Mozart, ese masón a quien tanto admira, ha visto
retratada toda la tragedia de la existencia humana. Al escuchar su Réquiem, Joseph Razinger esperará con
serenidad la muerte.
Regresará a su música y a su filosofía. El teólogo retomará
sus reflexiones. Leerá más, Escribirá. Podrá, por ejemplo, retomar su
meditación sobre el infierno, esa cavilación que no exige fe para ser
aquilatada. “El infierno son los otros,” dijo Jean Paul Sartre en una obra de
teatro. Nada de eso, respondió el teólogo a fines de los años sesenta: el
infierno es el abismo de la soledad. Estar solo es el infierno. El infierno es
“una soledad en la cual no puede penetrar la palabra del amor y que significa
la verdadera suspensión de la existencia. (…) Los poetas y los filósofos de
nuestro tiempo están convencidos de que todos los encuentros entre los hombres
permanecen, sustancialmente, en la superficie; nadie tendría acceso a la
verdadera profundidad del otro. Todo encuentro, aunque pueda parecer bello, a
fin de cuentas no haría otra cosa que narcotizar la incurable herida de la
soledad. En lo más íntimo y profundo de cada uno de nosotros habitaría el infierno,
la desesperación, la soledad, que es tan indefinible como terrible.” El infierno
es el desamparo, el desamor: la soledad absoluta, eterna.
El Museo de Historia Natural de Londres acaba de restituir la estatua de Darwin que había sido sustituida por la efigie de uno de sus más feroces enemigos. Durante 90 años en el centro del museo aparecía la estatua de Richard Owen, a quien se le ocurrió dar nombre a los dinosaurios y fuera un rudo crítico de la teoría de la evolución. A los 200 años de su nacimiento, Darwin regresa a presidir ese "templo de la naturaleza."
Vicente Huidobro
Que el verso sea como una llave
que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
cuanto miren los ojos creado sea,
y el alma del oyente quede temblando.
Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
el adjetivo, cuando no da vida, mata.
Estamos en el ciclo de los nervios.
El músculo cuelga,
como recuerdo, en los museos;
mas no por eso tenemos menos fuerza:
el vigor verdadero
reside en la cabeza.
Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!
hacedla florecer en el poema.
Sólo para nosotros
viven todas las cosas bajo el sol.
El poeta es un pequeño Dios.
La ópera de John Adams recientemente representada en Londres. El libreto de Peter Sellars incorpora textos de Rosario Castellanos y de Hildegaard von Bingen, entre otras escritoras. Aquí habla Adams de su obra y aquí una conversación con Dudamel sobre el mismo proyecto.
En soundcloud se pueden escuchar fragmentos de la ópera:
Hay un rocío confesional en la escritura de Alejandro Rossi. Después de algún viaje, se miraba los zapatos. El meditador no puede rehuirse como tema y de pronto se descubre absurdo. “Soy hablador, lo admito, pero cuando estoy nervioso, no abro la boca, me quedo quieto, siento unos ridículos deseos de rascarme y pienso invariablemente en la sirena de un barco.” El cuidado jardín de sus párrafos está salpicado de gotas irónicas. Le fastidiaba el teléfono, abominaba cualquier pedantería. Se veía con una antipática asimetría, con la nariz chueca y una ontología destartalada. Los astros, bromeaba, no lo habían tratado bien.
No se describía como filósofo sino como “una persona que piensa.” Decía que le hubiera gustado pensar un poco menos o pensar diferente: a lo bestia, revolviéndolo todo, brincoteando de un tema a otro. Sin consagrar toda su inteligencia y su imaginación al propósito de descifrar y luego, compartir. Pero no le era posible soltar un tema, por trivial que pareciera, sin examinar la maraña de factores que lo envolvían. Hay disciplina de gimnasta en esta persecución de minucias, pero, ante todo, placer. El inmenso placer de pensar. En buen momento Octavio Paz lo llamó a redactar un artículo mensual para Plural. No invitaba al profesor de filosofía que había publicado Lenguaje y significado, sino al conversador prodigioso que debía llevar a la página lo que se quedaba en la taza de café y en el vaso de whisky. Juan Villoro encuentra debajo de su prosa la ética del conversador auténtico: paciencia, esmero narrativo, arrojo de seductor, oído. Cada letra redactada esconde mil palabras conversadas. Sus escritos, como los de Mairena, no tienen nada que ver con los púlpitos, las plataformas y los pedestales. Son relatos, reflexiones, divagaciones amistosas. Sus clases en la universidad, sus seminarios, las revistas académicas que editó eran salas adicionales de su conversación.
En su pensamiento hay una inteligencia que persigue el detalle sin anhelar el fondo. Como si quisiera abordarlo todo, menos el tuétano. La suya era una inteligencia extraordinariamente meticulosa y, al mismo tiempo, vacilante. Elogiando a Jaime García Terrés redacta la descripción perfecta del talante liberal: “la convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral.” Nunca he querido acercarme demasiado a la verdad, decía. Por eso prefirió “los terrenos laterales, los callejones sin salida, las ideas sin ningún futuro.” Propuso una fórmula para concretar su racionalismo escéptico: “arriesgar y rectificar.”
Si en los ensayos de Rossi se percibe ese placer de pensar no es solamente por la marcha de la razón, por el alumbramiento de verdades sino también por la sensualidad de las ideas, por las seducciones de la fábula. Ahí están los encantos gemelos de Alejandro Rossi: la idea y el relato. La historia de su gestación está contada en “Cartas credenciales” su discurso a la llegada al Colegio Nacional. Ahí se describe el niño que, en Caracas, escucha a una negra venezolana leyendo Las mil y una noches, al joven interrogado por un confesor obsesivo. Los rasgos amistosos de su prosa no esconden el severo rigor del filósofo. Su alegato contra la lectura bárbara, el popular analfabetismo de la lectura utilitaria y precipitada resulta cada vez más pertinente. Debajo de sus amistosas interrogaciones, hay un lector reverente. Por eso le incomodaba la presunción de intimidad que se ha vuelto moda en el mundo cultural. El tuteo que hace del gran artista un amigo de cartas. Se difunde así una “visión de alcoba” que relata infidencias y presume conocer de la vida privada de los grandes artistas. El apellido se pierde para recurrir al nombre de pila: Pablo, Octavio, Juan. “Presiento—escribe Rossi—que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y las altanerías prefiero mis reverencias.”
En 2016 Anne Carson publicó un libro extraño. ¿Era un libro? En una caja transparente se ofrecían 22 folletines. Poemas, libretos, traducciones, monólogos, listas, juegos verbales y dibujos. Piezas en las que aparecen su tío Harry, Proust y un coro de Gertrude Stein. Composiciones para teatro de cámara, ensayos, memorias, voces de todos los siglos que pueden leerse o contemplarse en cualquier orden. En una entrevista publicada tras la publicación de esa cesta de textos, la crítica Kate Kellaway le comentó a la autora que su trabajo expandía nuestra noción de lo poético. Le pidió entonces una definición personal: “Si la prosa es una casa, respondió Carson, la poesía es un hombre corriendo en llamas a través de ella.”
La belleza del marido, el poema con el que ganó el premio TS Eliot, tiene ya dos versiones en español. Curiosamente, es la misma editorial la que las ha puesto en circulación. Hace quince años, Lumen publicó la versión de Ana Bercciu y ahora presenta la traducción de Andreu Jaume. El subtítulo del poema anuncia que el poema es, al mismo tiempo, un relato, una confesión y una meditación sobre la belleza y el desamor: “un ensayo narrativo en 29 tangos.” Un lamento que es también una lectura del poeta que entendió a la belleza como sinónimo de verdad: John Keats.
Cada tango es precedido por una clave de Keats que pone en duda la equivalencia. La belleza a la que canta Carson es la belleza del ausente, la belleza del alevoso. La belleza de un defraudador. El primer tango del poemario es, precisamente una dedicatoria a Keats, por su completa entrega a la belleza. Más que “dedicación,” como traduce Jaume, Carson se sobrecoge con esa renuncia que supone la devoción plena.
Leal a nada
mi marido. ¿Entonces por qué le amé desde la temprana adolescencia hasta entrada la madurez
y la sentencia de divorcio llegó por correo?
La belleza. No tiene mucho secreto. No me da vergüenza decir que le amé por su belleza.
Como volvería a hacerlo
si se acercara. La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo.
La belleza hace al sexo sexo.
En su ensayo sobre la antropología del agua Carson escribe dice que el líquido es algo que no puede ser sujetado. Como los hombres. Lo intentó con todos: padre, hermano, amante, amigo, fantasmas hambrientos y Dios. Cada uno de ellos se le escurrió de las manos. Tal vez así debe ser. Como en su ensayo clásico sobre el eros, Carson aborda en La belleza del marido el columpio del deseo: de la anticipación a la nostalgia; del ardor a la agonía. Ser el jugo que el amante bebe y llegar hasta la niebla de la guerra. La bestia dulce y amarga. El poema, escrito con la luz de la herida, es también una defensa de la osadía de vivir. “La vida implica riesgos. El amor es uno de ellos. Terribles riesgos.” Y un exhorto para empeñarse en lo imposible: “Este es mi consejo: retén. Retén la belleza.”
Salvador Pániker no logró ver su último diario publicado. Había escogido la fotografía que llevaría la portada: un atardecer en el Ampurdán: un ciprés solitario, una parvada y un camino de tierra. Murió un par de días después de que los ejemplares salían de la imprenta. Adiós a casi todo (Random House, 2018) es el quinto dietario del pensador hindocatalán. Nació en 1927 y se dedicó durante toda su vida a reconciliar civilizaciones y sensibilidades. Buscó darle sentido a un misticismo ateo, una perspectiva de vida abierta a la razón y al misterio. Fue un elocuente defensor de la muerte elegida. La última libertad, la que desdramatiza la muerte
En sus dietarios debe estar lo mejor de su obra. Más que en sus ensayos filosóficos, el registro cotidiano de sus días contiene su sabiduría. La serie está formada por el Cuaderno amarillo, Variaciones 95, Diario de otoño y Diario del anciano averiado. Cada uno es el capítulo admirable de una vida. Un registro del arte de vivir y, en las últimas entregas, del arte de ir muriendo. La escritura se entrevera con la vida, el pensamiento se inserta en la experiencia, las lecturas se enroscan con las vivencias. Escribir es como respirar, dice Pániker. ¿Escribir para respirar? Si no escribo, insiste, se resiente mi metabolismo. Si no verbalizo mis achaques resultan más siniestros. “La escritura le da ventilación a la jaula de mi vivir disminuido.”
Acercándose a los noventa años, intuía que ese diario podía ser el último. En una nota preliminar advierte a sus lectores: “Ignoro si éste va a ser el último diario que publico. En el momento de entregar estas líneas a la imprenta mi edad es muy avanzada. Así que ya veremos. O no veremos.” Adiós es eso: una despedida. Un desprendimiento de placeres, de vigores, de afectos. Murió de repente. Murió en su casa. Murió sin sufrir. Murió dando un grito terrible. Murió sin miedo. Murió tras el ataque. Dejó de respirar. Murió mi amigo. El registro de los días como un largo y doloroso obituario. Compañeros, parientes, amigos, amantes, colegas que van desapareciendo. Entre flemas, catarros, insomnios y convalecencias, la muerte del entorno como anticipo de la muerte propia.
En esta libreta se consigna la muerte de su hermano Raimon, sacerdote católico que también buscó (aunque por caminos muy distintos) el encuentro de tradiciones religiosas, pero con quien tuvo una relación difícil, en muchos momentos tirante. Discreparon hasta en el modo de escribir su apellido. Salvador Pániker, Raimon Panikkar. En todas sus libretas Salvador se muestra atento a lo que escribe su hermano, a lo que responde en entrevistas, a lo que dicen de él. Una observación me parece especialmente lúcida. Advierte en su hermano el pecado del intelectual: identificarse con sus ideas. Creer que en lo pensado está su propia identidad. Por eso, dice en la libreta previa, mi hermano no dialoga: polemiza. Esa es una de las enseñanzas de sus diarios. Es necesario reventar el hermetismo de las certezas para aventurarse al diálogo. Tomarse menos en serio lo que se piensa. ¨
ME PARECE QUE ES UNO DE LOS GRANDES FILOSOSFOS DEL MÉXICO CONTEMPORÁNEO. (Jesús Silva) Y CLARO, CON UN PADRE TAN IMPORTANTE EN EL MÉXICO QUE DIO FORMA AL PRESENTÉ