(Según Steve Brodner)
Se está publicando un nuevo trabajo sobre Hannah Arendt. En esta ocasión Jon Nixon aborda su idea y su experiencia de la amistad: Hannah Arendt y la política de la amistad. No amo a ningún pueblo, dijo en alguna ocasión. A los únicos a los que me es posible amar es a mis amigos. Saul Austerlitz reseña el volumen para el New Republic, destacando una enseñanza crucial: la amistad es la experiencia que nos enseña a convivir. Es un puente entre lo público y lo privado que nos permite un refugio, y al mismo tiempo, nos compromete con el mundo.
El poeta Robert Pinsky rescata la reseña que John Wilson Croker hizo de Endymion, de Keats, posiblemente, la más venenosa crítica literaria de la historia o, por lo menos, la más famosa. Lo hace para detectar las tres reglas de oro de la reseña literaria.
Un reseñista tímido cumple las primeras dos reglas; uno presuntuoso se brinca a la tercera sin tomarse la molestia de cumplir las otras.
Se ha publicado recientemente un importante libro sobre la crisis del periodismo. Se trata de Out of Print: Newspapers, Journalism and the Business of News in the Digital Age escrito por el periodista inglés George Brock. No hay industria en el mundo que esté atravesando una crisis semejante a la de los periódicos. El empleo ha descendido ahí 44% en 10 años, La circulación de periódicos baja 10% cada año en Europa. En una década el pago de publicidad se ha encogido a un tercio de lo que era. Brock advierte que el periodismo actúa en el cruce del propósito democrático y el mercado. La crisis económica de los periódicos no es, por lo tanto simplemente una preocupación para el gremio sino para todo mundo. Nicholas Lemann celebra el equilibrio de Brock, al distanciarse de los apocalípticos y de los ilusos de la tecnología. Emily Bell, por su parte, lo encuentra limitado.
Se nos dice una y otra vez que los días del libro están contados. Que las bibliotecas serán, tarde o temprano, depósitos de cosas inservibles, que sólo leeremos ya en pantallas. Que la letra ya no descansará en papeles sino que brincará en foquitos diminutos para formar letras y palabras. Sólo la nostalgia, nos dicen, explica el apego a la tinta y el papel, el gusto por el movimiento de las hojas y el lomo de los libros. No desconozco las maravillas de los dispositivos electrónicos. Cargar veinte volúmenes en una tablita es fantástico, más aún si la lámina nos sirve también para ver una película o enviar un correo. Pero el libro es cuerpo o no es. El libro no es sólo el depósito de un texto, es un habitante del mundo con personalidad propia. Una nueva edición de un clásico le inyecta otro sentido: la portada, su diseño, el gramaje de las hojas, la composición de las páginas, la tipografía. Todo eso imprime significado al texto. Para el kindle un libro es sólo un arroyo de letras que transcurren. No hay arreglo gráfico, no hay una disposición pensada de grafías y espacios. Mucho se pierde en esa árida neutralidad. La adhesión afectiva, emocional a un libro no es mera cercanía con ese fluir de palabras y signos que dan forma a una idea, sino apego a un objeto que se ve y se carga; que huele y que acumula físicamente emociones. Las marcas del tiempo en su cubierta, el boleto de un concierto atrapado en sus páginas, el café que lo manchó esa tarde, la visible huella de las lecturas en su filo. Pistas de los lectores que hemos sido.
Pienso en esto a partir de la nueva novela de Jonathan Safran Foer. Se trata de un libro escrito a la sombra de otro. El “escritor” encontró su novela dentro de otra. Se armó de un cuchillo y fue cortando palabras, oraciones y párrafos enteros, preservando voces sueltas, frases y algunos signos de puntuación para dar forma a su relato. Así lo publica: como un libro de hojas perforadas. Las páginas contienen unas cuantas palabras circundadas por ventanales de vacío. Detrás de cada boquete se asoman las letras de otra hoja. Jonathan Safran Foer, un novelista de gran éxito a quien conozco más por su vegetarianismo que por su literatura, partió de su novela más querida para dar con su cuento. El libro de origen es La calle de los cocodrilos, del polaco Bruno Schulz. Safran Foer escribió el prólogo a esa novela para Penguin, pero no le bastaba explicarlo, quería hacer algo con esa novela. De ahí nació la idea de formar con las palabras de Shulz (sólo unas cuantas de ellas), una novela nueva, un relato original incubado en aquel cuerpo. Tree of Codes, se titula esta desescritura y es publicada por Visual Editions, una pequeña editorial inglesa. La novela parece, en realidad, un homenaje escultórico a la materialidad del libro. Cada hoja abierta con la precisión de un bisturí afirma la existencia material del libro, la vida física de las hojas.
El lector de un libro no espera pasearse entre hojas perforadas. Pero esas delicadas amputaciones a la novela de Shulz sirven bien para subrayar corporeidad. El libro no es el imparcial continente de un texto: es cosa. Recuerdo con esto a Ulises Carrión y sus reflexiones sobre el libro, la literatura y los signos. Decía el artista veracruzano que un escritor no escribía libros: escribía textos. “Un libro es una secuencia de espacios” “Un libro, insistía, no es una caja de palabras, ni una bolsa de palabras, ni un portador de palabras.” El futuro, sugería Carrión implicaría que el artista, más que escribir textos, compondría libros. El escritor, y ya no solamente el editor, deberían ser conscientes del cuerpo del libro. El autor habrá de responsabilizarse de su libro y no solamente de su texto.
La coexistencia de medios para la difusión y conservación de textos convoca al aprovechamiento de las posibilidades de cada vehículo. La pantalla no matará a la hoja. La tinta en el papel no desmerece frente a las bondades de las pizarras electrónicas. Hay mucho que exprimirle a la gramática de los pixeles pero nadie nos arrancará los deleites de la página impresa.
Guillermo Sheridan recupera cartas de Josefina Lozano de Paz a su hijo, escritas cuando Octavio Paz viaja a Yucatán y a España.
“Te vuelvo a escribir para que cepas recibi tu telegrama donde me mandabas el dinero y me felicitabas por mi santo, y te diré hijito adorado que aunque todos venían a comer yo tenía una pena y tristeza grande pues sin tu compañía.”
“Me habló por teléfono Elena y me dijo que te había mandado unos folletos y que hibas a dar una conferencia sobre el comunismo ten mucho cuidado en meterte en política pues eso trae enemigos asi hijito que tu mejor a tu trabajito, yo Tavito no hago mas que pensar en el dia para mí feliz que tu te recibas y eso no lo debes olvidar por nada pues ya estas como quien dice en la puerta y es una gran tonteria que no lo hicieras pero yo creo que si verdad hijito dame ese gusto de que yo te vea con tu titulo de abogado aunque despues no ejersas en la carrera.”
“Figurate Tavo que hoy amanecio muerto el guajolote grandote lo menos que valia eran 7 o 8 pesos asi que ya ves.”
“Referente a lo de España pues tambien tengo gusto en primer lugar porque vas a una cosa hermosa para ti, luego por que con ese viaje conoces mucho cosas buenas y te ilustras mas cada dia asi hijito que si de Dios esta que se te logre yo me quedo muy contenta.”
“A Dios mil gracias ban bien y se estan portando muy bien esa es mi mas grande tranquilidad, pues asi debe ser siempre ya; tu hijito del alma para Elena y Elena para ti, pues de otro modo Vds tienen mala vida y a mi pronto me matan de pensar que son tan desgraciados: yo todos los dias desde que Vds salieron me voy a misa de 7 y le pido a Dios con toda mi alma que los ilumine en su nueva vida que a ti Tavo te de talento para llevar a la compañera de tu vida y a Elena que tambien la ilumine para sobrellevar con paciencia la carga del matrimonio y que sea tu estrella que ilumine tu vida sufriendo con paciencia todo lo que el destino les tenga reservado.”
“Por aqui todo igual la misma monotonia de vida y esta casa hecha un cementerio sin ti.”
“Por tu carta veo que has ido a Madrid y Barcelona tu no me habias dicho eso Tavo, si no que unicamente a Valencia y despues a Paris, yo estoy sumamente intranquila pues aqui los periodicos dicen que hay grandes bombardeos en Madrid Barcelona y Valencia, y tu metido en todo esos cañoneos yo no quiero que tu alargues mas tu viaje pues algunas veses me dan ganas de tirarme al pozo de aqui pues tener un hijo y tan lejos y en tantos peligros es cosa muy dura para una pobre madre asi que si tu no quieres acabar con la poca vida que me queda vente enseguida…”
Las esculturas de Richard Serra son trazos del hierro en el espacio. Toneladas de metal que no son más que el juego de un lápiz que invade el aire. Una mano bastaría al artista para surcar por completo la idea de la pieza: una ola, un cono, cintas que serpentean, estelas inmensas. Ahora pueden verse sus dibujos en el Museo Metropolitano de Nueva York. Se trata de la primera exposición de Serra dedicada a este arte sin volumen. Los dibujos no son bocetos de sus esculturas. Serra no empieza sus esculturas en el papel para pasar luego al metal. Serra ensaya sus esculturas directamente en maquetas de plomo. Los dibujos tampoco son ilustraciones de sus piezas. Una escultura que no se recorre con el cuerpo está muerta. Dibujo para escapar de la anécdota de la ilustración, le dijo hace poco a Charlie Rose.
Sin embargo, el vocabulario del artista es el mismo en los dos medios: geometría de la opacidad que trastoca el espacio. Ángulos rectos y sinuosidades inscritas con sombras. Evocación de las formas elementales que no hablan más que de su propia estructura. La abstracción en Serra es tan pura como en Malevich. Algunas piezas de la exposición homenajes al, o tal vez citas del suprematista. Como el ruso, Serra parece decirnos que todo ha desaparecido, menos la masa desde la cual brota la nueva forma.
Es cierto que el papel sustrae una dimensión a la escultura, pero aún constreñida a esas dos dimensiones, conserva intacta su aspiración arquitectónica. Su búsqueda es, ante todo, la reconfiguración del espacio. Dibujo y escultura, tinta y hierro: recursos de la misma exploración. Así sea en toneladas de hierro o en una inscripción en papel, la obra de Serra es una alteración de la polaridad de la Tierra. También sus dibujos parecen imantados. El carbón de sus cuadros y el óxido de sus esculturas nos succionan. Una enorme ventana negra se convierte en el pozo más profundo. El horizonte se levanta y la verticalidad se reclina. ¿Son dibujos o son, en realidad, instalaciones? ¿Los vemos o entramos a ellos? El dibujo nos contiene y nos perturba como lo hace el inmenso poder de su escultura. En una pieza preparada justamente para el museo, Serra cubre de negro dos paredes paralelas alterando el equilibrio de los muros blancos. El espacio resulta una dimensión cromática. Los habitantes del mundo: súbditos de la luz y del color.
Los dibujos de Serra no son tributos al lápiz bien afilado. No aparecen en la exposición líneas suaves y delicadas que bordan el papel. El escultor embiste la superficie con un ladrillo de gis de cera grueso, grasoso y negro: una brocha de asfalto. Aún sin volumen, los dibujos de Serra conservan el atributo central de su obra: el peso. El negro es el único color que se asoma y aparece con tal densidad que adquiere tonelaje. Dibujar, dice Serra, es tan sólo otra manera de pensar.
El nuevo trabajo de Alejandro González Iñárritu entra por los pies. La experiencia que nos envuelve comienza en el frío que se filtra a nuestro cuerpo desde el cemento y la arena. Para empezar el viaje hay que descalzarse: fuera zapatos y calcetines. Sentir el frío para exponerse a la vulnerabilidad de la piel. “Carne y arena”, el espectáculo que todavía se presenta en el Centro Cultural Tlatelolco, es la expresión de un arte todavía sin nombre. González Iñárritu, quien ya ha recibido un Óscar por esta obra, emplea los recursos de la realidad virtual para romper la frontera entre la representación y el espectador. Cine, teatro, instalación, videojuego, polifonía. La invitación del cineasta no es ver sino sentir: sentir el frío, el viento, la soledad, el cansancio, el miedo. No vemos el éxodo, somos parte de él. No contemplamos a lo lejos la cacería de los migrantes, somos cazados como ellos.
Fotografiar es enmarcar, dijo Susan Sontag. Y enmarcar es confinar. Salvo en alguna película de Woody Allen, los actores no tienen permiso de escapar a la pantalla e ingresar a la sala. Nosotros tampoco podemos penetrar la tela de la proyección. El marco del cine no solamente encuadra la imagen, también guarece al espectador de sus peligros. La guerra, la invasión de los marcianos, suceden allá, a lo lejos, en ese universo bidimensional. Mientras las bombas caen, nosotros podemos comer palomitas y ver, de reojo, el teléfono. “Carne y arena” rompe los barrotes del cine para sumergirnos en una experiencia y entregarnos a una posesión. Eso es: una cesión total de ojos y oídos. El desierto nos envuelve y nos maravilla. Los personajes nos abordan, nos rodean, nos interpelan. Tal vez no estamos preparados para una cesión tan profunda de nuestras cautelas. De pronto, los perros de la policía nos ladran furiosos, la mujer que está a nuestro lado ya no puede caminar más, un niño pequeñito ha perdido su zapato. La luz del helicóptero y la tormenta de sus aspas se detienen ante nosotros, un policía grita y no te entiende, todos están exhaustos.
La inmersión de “Carne y arena” se vive en tres tiempos, en tres atmósferas. La primera es una congeladora. Un vestidor que es realidad una cárcel helada donde pueden verse mochilas abandonadas, zapatos sin pareja, botellas de agua. El segundo es un cubo de arena que habrá de convertirse en un desierto retratado por el lente genial de Emmanuel Lubezki. Es ahí donde sucede la acción, breve e intensa. El tercero, un pasillo de vidas: historias de los migrantes que conocimos en el desierto. Más testimonio que ficción, “Carne y arena” nos llama a penetrar la vida de los otros en un microrrelato que es, en realidad, muchas historias que suceden simultáneamente. El relato, siendo brevísimo e intenso, permite también la contemplación y se abre por segundos al sueño.
El espectador se percata en algún momento que no ha cedido solamente sus zapatos. También le ha entregado al artista sus ojos y sus oídos. Por breves minutos no hay otra imagen ni otro sonido que no provengan de la imaginación ajena. También se percata de una infranqueable soledad. El recorrido al que invita González Iñárritu es un viaje de soledad. Cada experiencia será única y solitaria.
El callejón que despide al espectador cierra magistralmente la experiencia porque permite aquilatar lo que se ha visto. Los protagonistas del relato cuentan su experiencia en el desierto. Si allá los veíamos borrosos, ahora los vemos a los ojos, con plena nitidez. No es el sueño americano lo que los lleva a arriesgar su vida, son los infiernos del sur lo que los expulsa de su casa.
No son tiempos para ponerse a contar la historia de la humanidad. En este mundo de especialistas, pocos se atreverían a hilar la historia entera de la humanidad; la historia de la humanidad en todo el planeta. Encontrarle sitio y tiempo a cada ser humano que ha puesto oxígeno en sus pulmones. Ese fue el propósito de Yuval Harari con su Sapiens, una historia en la que cabría todo lo humano. Los genes, el comercio, la guerra, las bacterias, la agricultura, las fábulas, la guerra, las ciudades y el internet. La exitosísima obra de Harari es un cuento de tres episodios que marcan la vida de ese mamífero joven: el cambio en las neuronas de un simio que empezó a contar cuentos y fábulas; la domesticación de las plantas que fijó la residencia de sus tribus; el experimento que puso a prueba la razón para fundar la ciencia. Como buena telenovela, su historia de la humanidad termina en suspenso. El historiador suelta el relato picando al lector con la curiosidad por el capítulo que sigue. Se aproxima una mutación tan importante como las tres anteriores. La ingeniería genética, la inteligencia artificial nos acerca a una nueva “singularidad”. Todas las ideas que nos permitieron, durante siglos, encontrarle sentido al mundo pronto se volverán irrelevantes. Habrá que empezar a despedirnos de nuestra idea del yo, del tú, del nosotros. Aceptar que nuestro concepto de hombre, de mujer, de familia, de amor y miedo cambiará radicalmente. Todo está a punto de ser otra cosa.
Ese historiador que se piensa cada vez más como filósofo y que ha conectado los mitos del neolítico y los algoritmos de facebook se ha puesto a pensar en las lecciones de la pandemia. Desde el satélite por el que se asoma al presente, encuentra razones para estar optimista. Hace unos días publicó un artículo extenso en el Financial Times donde reflexiona sobre las lecciones de la pandemia. (“Lecciones de un año de Covid”, 25 de febrero de 2021).
Las epidemias ya no son desgracias incontrolables de la naturaleza. La ciencia las ha convertido en desafíos manejables. El virus nos puede provocar la sensación de vulnerabilidad, pero, a diferencia del medioevo, hoy sabemos cuál es la causa de las muertes. Ante la peste negra la humanidad estaba totalmente a oscuras ciegas. No tenía la menor idea de qué provocaba la desaparición de pueblos enteros. Hoy la ciencia nos da herramientas de comprensión y también instrumentos de cuidado. En diciembre del 2019 empezaron a activarse las primeras señales de alarma. En enero del 20 se había secuenciado ya el genoma del virus y se había publicado la información. Un consenso se alcanzó muy pronto sobre las medidas que debían tomarse y antes de un año empezaba la producción en serie de la vacuna. No fue un milagro: fue una hazaña de la ciencia.
La pandemia no solamente mostró el poder de la ciencia, sino la existencia de una ciudad que no se conecta por las calles sino en zoom. Si pudimos confinarnos es porque las actividades productivas requieren cada vez menos humanos, muchos pudieron trabajar o estudiar en casa. Si el turismo se desplomó en el 2020, el comercio marítimo apenas y tuvo un descenso, dice. El virus circula en el mundo físico. El virus no viaja en el mundo virtual.
La tragedia de estos días viene de la política, de su demagogia, de su incoherencia, de su ceguera. El menosprecio de la amenaza sanitaria, la sordera ante la voz de los expertos, la comunicación incoherente y contradictoria de los gobiernos, la negligencia de las administraciones ha costado, en todo el mundo, cientos de miles de vidas. Si ha habido tanta muerte es por malas decisiones politicas. El verdadero peligro no ha sido el virus: lo que nos amenaza son nuestras rivalidades, nuestros odios, nuestra ignorancia.
Podía aparecer un segundo en la pantalla y hacer que ese instante fuera el memorable. Philip Seymour Hoffman fue un genio del papel pequeño, el papel formalmente secundario que él convertía en imborrable. Apenas tuvo unos cuantos papeles que lo ponían en el centro del cartel. Un escritor que rehizo el periodismo, el lider de una secta. El resto de sus personajes aparecía tarde en la lista de créditos. Y no es simplemente que sus papeles fueran breves: es que sus personajes emblemáticos fueron siempre marginales. Hombres aplastados por la cruel religión del éxito.
Si se ha dicho en estos días que fue el actor más talentoso de su generación fue porque se tomó en serio el oficio de dar vida a otras vidas. Actuar no era juego como el idioma inglés sugiere que es el acto teatral. El alumbramiento le resultaba siempre doloroso, una labor exigente, punzante, agotadora. Es mucho trabajo, decía. Primero, el esfuerzo por comprender la vida: ¿quién es este hombre?, ¿de dónde viene?, ¿por qué dice esas palabras?, ¿por qué se viste así?, ¿cómo siente el mundo?, ¿cómo se vincula con la gente? Después, el cuidado de esculpir una personalidad: hallar el gesto, inventar el tic, dar con la voz y el tono preciso. El libreto muestra la silueta de una persona: al actor corresponde unir los puntos y darle cuerpo. La tarea de un actor es defender a quien representa, dijo Hoffman en alguna entrevista. Defender a quien sea. Al criminal y al santo; al diestro y al torpe. El actor es el último abogado defensor de su personaje. Si debe mostrar la maldad, la ha de hacer comprensible. Si encarna la blandura, debe proyectarla apreciable. Philip Seymour Hoffman lograba defender admirablemente a sus personajes porque no solamente imprimía verosimilitud a la ficción, porque las vidas imaginadas divierten, entretienen, atrapan. Su genio fue lograr que sus personajes interpelaran hondamente al espectador.
Nadie aprovechó tanto su talento como el director y guionista Paul Thomas Anderson. En Boogie Nights, en Magnolia, en The Master Hoffman nada en su agua. Fecundísima mancuerna de actor y director. Es que ambos acarician la misma fibra existencial. Uno escribiendo y el otro actuando tocan la vulnerabilidad detrás de la fachada. Ahí está, quizá, la marca del oficio de Philip Seymour Hoffman: mostrar la cáscara y la entraña. A Scotty, en Boogie Nights lo carcome el deseo que reprime envuelto en fiestas y carcajadas. Cuando finalmente brota el arrojo, se deshace en dolor. El enfermero profesional y distante de Magnolia es repentinamente asaltado por la compasión. El hermético empaque del charlatán de secta de The Master, perforado de pronto hasta vaciar su aire de orgullo. Ésa es la revelación del actor: capturar nuestra fisura. Sus personajes entrañables son el retrato de envases que estallan, paredes que se desploman, hielos que se derriten.
La hazaña actoral no es hacer creíble la ficción: es lograr que vivamos esa ficción. Un profesional nos convence, un artista nos conmueve. Lo decía el propio Philip Seymour Hoffman en una conversación con el filósofo Simon Critchley: el buen teatro, el buen cine nos habla directamente a nosotros. Nadie más que yo entiende esto, comprende esto, siente esto que la obra me comunica. Shakespeare me conoce mejor que nadie. Me escribe; me describe. El buen actor logra hacernos creer que su personaje existe o que podría existir. El gran actor nos hace sentir que conocemos a su personaje, que somos él, que podríamos ser él.
mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha
mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha
mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha
mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha
mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha mancha
Por favor, que mancha no manche.