Desde hace años, Michael Sandel, autor de Liberalism and the Limits of Justice
, una de las tempranas réplicas comunitarias a John Rawls, ha dictado un popularísimo curso sobre la justicia desde hace años en Harvard. Recientemente le ha dado forma de libro: Justice: What's the Right Thing to Do?
El texto explora las distintas aproximaciones a la justicia a partir de ejemplos concretos y razonamientos prácticos. En el New York Times Jonathan Rauch resalta sus virtudes pedagógicas. No abre caminos pero es capaz de arrancarle la hierba de la confusión. El Economist celebra también que el filósofo sea en este libro más maestro que militante. El curso tiene también una versión televisiva que puede verse en internet.
En la introducción al volumen que preparó sobre la teoría política francesa contemporánea, Mark Lilla denunciaba el provincianismo intelectual de los estadounidenses. El mundo anglófono había insertado un abismo para separarse del “continente”. El profesor sospechaba que la razón de este nacionalismo filosófico era una especie de encierro liberal. En aquel prólogo que Letras Libres publicó en noviembre del 2000, Lilla se abría, por una parte, a la diversidad de las tradiciones liberales y pedía, por la otra, confrontar las razones del antiliberalismo. Quería terminar con lo que describió como una guerra fría en la filosofía política. En los ensayos que ha escrito desde entonces se ha dedicado precisamente a eso. Siguiendo la ruta trazada por Isaiah Berlin, ha pensado en las seducciones del antiliberalismo usando con frecuencia el retrato biográfico para ilustrarlas. En Pensadores temerarios abordó el magnetismo que el poder absoluto ha ejercido sobre los intelectuales. En El Dios que no nació defiende la provechosa oscuridad de la política moderna: esa decisión de Occidente de mantener su política a salvo de la revelación. Si el experimento funciona tendrá que basarse solamente en nuestra lucidez. En La mente naufragada examina los atractivos del radicalismo reaccionario. Cápsulas biográficas que permiten a Lilla polemizar con Foucault y con Schmitt; con Leo Strauss y con Derrida. Estampas que restituyen el sentido y el poder de las ideas. Vidas con ideas; ideas vivas.
En su ensayo más reciente puede leerse al mismo polemista liberal dispuesto a encarar al adversario. En el libro que podría traducirse como El liberalismo que fue y el que será: después de la política de la identidad, publicado este año por Harper se percibe, sin embargo, un tono distinto. Lilla no habla ya de la historia de las ideas políticas y su remoto influjo, sino del discurso público de hoy, de la estrategia intelectual de los partidos, de las tácticas de comunicación de los políticos. Desde luego, en todas sus contribuciones se advierte la persuasión de que las ideas cuentan, de que la imagen que nos formamos de la historia y del conflicto, de la ley y de la justicia importa para configurar la experiencia política. Pero en este alegato hay un sentido de urgencia que no aparece en sus bosquejos biográficos. También, habría que decirlo, cierta torpeza en abordar las complejidades de lo inmediato.
El artículo completo puede leerse en Letras libres de noviembre.
No hay nada sagrado para aquellos que piensan.
Es insolente llamar a las cosas por su nombre,
los viciosos análisis, las síntesis lascivas,
la persecución salvaje y perversa de un hecho desnudo,
el manoseo obsceno de delicados temas,
los roces al expresar opiniones; música celestial en sus oídos.
A plena luz del día o al amparo de la noche
unen en parejas, triángulos y círculos.
Aquí cualquiera puede ser el sexo y la edad de los que juegan.
Les brillan los ojos, les arden las mejillas.
El amigo corrompe al amigo.
Degeneradas hijas pervierten a su padre.
Un hermano chulea a su hermana menor.
Otros son los frutos que desean
del prohibido árbol del conocimiento,
y no las rosadas nalgas de las revistas ilustradas,
la pornografía esa tan ingenua en el fondo.
Les divierten libros que no están ilustrados.
Sólo son más amenos por frases especiales
marcadas con la uña o con un lápiz.
Robert Pinsky
La espalda, el canesú, la tela. Costuras ocultas,
las puntadas casi invisibles a lo largo del cuello
dadas en un taller clandestino por coreanos o malayos
chismeando mientras toman el té y los tallarines en su descanso
o hablando de dinero o de política mientras uno de ellos ajustaba
esta sisa con su borde planchado a la banda
del puño que me abotono en la muñeca. El planchador, el cortador,
el escurridor, el rodillo. La aguja, el sindicato,
el pedal, la bobina. El protocolo. El fuego infame
en la Fábrica Triangle en mil novecientos once.
Ciento cuarenta y seis murieron entre las llamas
en la novena planta, sin extintores, sin salidas de incendio–
El testigo del edificio de enfrente
que viera cómo un hombre joven ayudó a salir a una muchacha
al alféizar de la ventana, luego la levantó
por encima de la pared de mampostería y la dejó caer.
Y luego a otra. Como si las estuviera ayudando
a subir a un tranvía, y no a la eternidad.
Una tercera antes de que él la soltara le puso los brazos
alrededor del cuello y lo besó. Entonces él la sostuvo
en el espacio y la dejó caer. Casi al mismo tiempo
salió él mismo al alféizar, su chaqueta flameó
y ondeó sobre la camisa mientras bajaba,
se llenaron de aire las perneras de sus pantalones grises–
Como la “camisa chillona que se hincha” del lunático de Hart Crane.
Maravilloso cómo el estampado combina perfectamente
a lo ancho de la solapa y sobre los remates gemelos de las
esquinas de los dos bolsillos, como una rima estricta
o un acorde mayor. Estampados, telas escocesas, cuadros,
pata de gallo, cuadros Tattersall, cuadros de Madrás. Los tartanes de los clanes
inventados por los propietarios de los molinos inspirados por el engaño de Ossian,
para controlar a sus salvajes trabajadores escoceses, amansados
por la heráldica inventada: MacGregor,
Bailey, MacMartin. La falda escocesa, concebida para que los trabajadores
la llevaran entre el polvoriento traqueteo de los telares.
Tejedores, cardadores, hilanderos. El cargador,
el estibador, el peón. El sembrador, el recolector, la clasificadora
sudando en su máquina sobre un lecho de algodón
como esclavos con turbantes de percal sudados en los campos:
George Herbert, tu descendiente es una Dama
Negra de Carolina del Sur, su nombre es Irma
y ella inspeccionó mi camisa. Su color y forma
y tacto y su olor limpio nos convencieron
a ella y a mí. Consideramos su precio y su calidad
hasta los botones de hueso falso,
los ojales, la talla, la entretela, las letras
impresas en negro en la tirilla y los faldones. La hechura,
la etiqueta, el trabajo, el color, el tono. La camisa.
Traducción de Inmaculada Pérez Parra,
publicada en Letras libres, agosto de 2013
Aquí puede encontrarse una «visualización» del poema producida por el Nantucket Poetry Project:
Nos han dicho que el libro es solamente el recipiente de la escritura. Tan libro la edición antigua e ilustrada del Quijote como la pantalla en la que fluyen cada una de sus letras. Leer en kindle es una experiencia idéntica a leer en papel, nos dicen los entusiastas de la novedad. Los signos comunican el mismo mensaje así estén inscritos en piedra, en papel o en tijera. Absurda nostalgia, la del lector que se aferra a su fetiche estorboso, pesado, grueso y polvoso. Las ventajas son innegables. Se puede cargar una biblioteca en la bolsa sin cansarse el brazo. (…)
Resulta que la experiencia no es la misma. Que el medio no es transporte inocuo de las letras. Quienes nos aferramos al papel no lo hacemos solamente por añoranza del peso y los olores, sin por advertir un tipo de vivencia, por honrar un vínculo con el texto, por practicar una gimnasia dactilar que termina por acercarnos de un modo peculiar a los símbolos. Cualquier lector sabe que su edición es un puente único a la lectura. Entiende bien que la tipografía y la disposición de los espacios, que el grueso del papel y la imagen de la portada marcan el cortejo de su lectura. El “dispositivo” en el que leemos marca la experiencia lectora. No es lo mismo leer en la pantalla que en el papel.
Maria Konnikova publicó hace un año un artículo en el New Yorker que vale rescatar. El cerebro reacciona de modo distinto a la palabra “casa” cuando está escrita en papel que a la misma palabra escrita en una pantalla. Podría decirse que, en pantalla, la palabra es la fachada y en papel es la fachada y la cocina, la alacena, la recámara y sus cuadros. La fisiología de la lectura importa. No puede pensarse que los elementos tecnológicos del libro sean irrelevantes. Un libro tradicional tiene una entidad física que llama a cierta postura, a ciertos ejercicios manuales. El texto avanza gracias a nuestros ojos y nuestras manos. No se escurre angustiosamente por una ventana, permanece con tranquilidad en su sitio. (…)
El argumento de Konnikova es que, a través de la pantalla, apenas rozamos la lectura. Nos quedamos en la superficie porque tendemos a brincotear. El papel, por el contrario, nos exige una concentración mayor. Nos invita a profundizar, a penetrar los significados que se encierran entre las tapas de un libro. Eso: el libro es un paréntesis del mundo. Estudios que la escritora cita lo demuestran. Un experimento dio a dos grupos del mismo nivel escolar y de calificaciones equivalentes el mismo libro en dos formatos. Un grupo leyó en papel y el otro en e-book. Quienes leyeron en papel comprendieron mejor lo que el libro decía, los lectores electrónicos se quedaron en la superficie del texto.
El mosquito que ronda la oreja de nuestra era es la distracción electrónica. La información de todo, accesible todo el tiempo, la comunicación perpetua, con todo mundo. El papel, silencioso y quieto, es un espacio de resistencia.
El artículo completo puede leerse aquí.
La previa gira de Madonna a México recibió la bendición del escándalo. La iglesia se ofendía por sus imágenes y algún político pedía censura: la juventud mexicana podía ser pervertida por esa exhibición de licencias. Era la Madonna que Camille Paglia celebraba como ejemplo de un nuevo feminismo: un llamado a las mujeres a ejercer el poder de su sexualidad. En 1990 la policía amenazaba con apresarla durante sus conciertos si se atrevía a profanar los símbolos de la fe. Steven Meisel la había retratado poco después en Sex, un libro que combinaba pornografía y moda para la mesita del café. Ahora llega a México como representante de una industria musculosa, profesional, vibrante e inofensiva. La presencia sacrílega de antes se ha vuelto signo de autoridad, con todo y trono. La insolente jovialidad transformada en perseverancia por la tenacidad del gimnasio y las efectivas enmiendas del quirófano.
Antes los poderes se sentían intimidados por la iconoclasta que mancillaba signos, que rompía roles, que subvertía el pudoroso orden de las vestimentas. Ahora, el auditorio que la recibía en México parecía una reunión de la república. ¿Llegó Monseñor Rivera al concierto? Un evento social del establishment. Sus conciertos fueron alguna vez pinchazos de brasieres expuestos; cáusticas profanaciones envueltas en tonadas fáciles. Su concierto reciente advertía desde el título que sería pegajoso y dulce. El espectáculo que se presentó hace unos días en el Foro sol fue, como ya han dicho otros, más aeróbico que erótico. El nuevo concierto de Madonna, decían en el New York Times, es una especie de entrenamiento con música de fondo y pantallas en movimiento. La artista convertida en atleta. El concierto glorifica la resistencia de una mujer que ha cruzado el medio siglo. La fuerza de Madonna parece intacta. Madonna despliega sus músculos, brinca la cuerda, baila, corre, sube y baja mil veces. No se cansa, no tropieza, no jadea. A veces desentona, pero no importa mucho. Nadie fue al Foro Sol a ver a una cantante. Fue a vivir la experiencia de un concierto de Madonna. A decir: yo fui a un concierto de Madonna. En efecto, el espectáculo es memorable no solamente por la fama y la leyenda de la protagonista sino porque funciona en lo básico: logra engullir al auditorio y fundar un tiempo en sus ritmos. Un espectáculo de factura impecable que revela una disciplina de látigo, una obsesión por lo perfecto.
La dispersión de evocaciones es desconcertante: un fallido misticismo, personajes de Keith Harring, un tubo de table-dance, rayos laser, flamenco, ritmos gitanos, algo de tango y mucho hip hop. El homenaje a la juventud que resiste las décadas, la celebración del profesionalismo no encuentran en el concierto aquel poderoso complemento de la herejía. No puede dejar de sentirse cierta nostalgia por aquella sacrílega, por aquel pop tan eficazmente provocador de las buenas conciencias. Los intentos están ahí pero no muerden. Madonna quiere seguir pellizcando convenciones pero simplemente produce un gran espectáculo en donde la tecnología visual es, quizá, lo que más embruja: pantallas cilíndricas que proyectan agua, enormes estelas en movimiento para danzarines virtuales. El concierto se politiza toscamente al desplegar inmensas imágenes de buenos que salvarán al mundo: Oprah y Bono, Mahatma Gandhi y Barack Obama. Hace unos meses, en sus conciertos preelectorales, su punzada fue tan sutil que contrastaba este equipo de héroes con la banda de los malos: Hitler y John McCain. La uña ya no raspa piel viva.
Ramón Xirau se apropió de una línea del Cántico de Jorge Guillén:
Soy, más: estoy, respiro.
Cuatro palabras, cada una de ellas hilada a la otra con un signo. Xirau las sentía suyas: la nuez de su pensamiento. Por eso regresaba una y otra vez a ellas. Nuestro idioma nos ofrece un privilegio que no tienen todas las lenguas para apreciar la condición humana. Ser no es estar. Más que ser en el mundo, estamos en él. Serán las piedras, nosotros solo estamos. “El soy, dice Xirau, es una asfixia; el estoy es respiración.”
Xirau escribiría poesía en catalán y la filosofía en español pero tenía bien claro que las dos hermanas iban en busca de lo mismo. Poesía y filosofía eran dos formas de habitar el mundo, dos caminos hacia el asombro de lo sagrado. Su manual de historia de filosofía, más que una historia, es una invitación a filosofar. La filosofía, “encuentro con la verdad” era, para él, “una cuestión de vida.” Más que eso: “una cuestión de supervivencia más allá de la vida.” Dice bien Julio Hubard que Xirau no exponía el pensamiento de los filósofos sino que pensaba con ellos, desde ellos, quizá. “Cuando se dilata con Hegel, es un hegeliano; cuando con Platón, platónico.” El maestro no trasmite pensamiento, lo hospeda. La poesía, la más intuitiva de las hermanas, la que brota sin aviso era para Xirau la hermana mayor. La poesía iba siempre un brinco adelante porque la captación poética entreveía sin reflexión el sentido profundo de la existencia. Después vendría el reposo de la reflexión. La poesía palpa el sentido del tiempo, es decir, de la muerte. Vivir es ir muriendo, decía de la mano de Pere March, un poeta valenciano medieval:
En cuanto se nace se empieza a morir
y muriendo, se crece y creciendo, se muere de continuo,
que ni un momento se deja de hacer vía
ni para comer, ni yacer, ni dormir.
A este crecer muriendo dedicó ensayos luminosos. Nuestro tiempo no es el presente sino la presencia. Durante su estancia en el mundo, el hombre contempla, comprende, siente. Estar presente es entrar en contacto con las maravillas del mundo: nombrarlas. Fugaz es la caricia del mundo. “Tiempo continuadamente nuestro, en nuestra estancia en el mundo, la presencia es constantemente un ahora, atento al mundo, atento a los demás, atento al Otro, a los dioses, a la divinidad.” Sus poemas están llenos de música, de aire, de naranjas y de ríos, es decir, de pájaros.
Xirau es puente, dijo Octavio Paz. Una tabla para cruzar la brecha de las generaciones, de los continentes, de las lenguas, de los saberes. Poesía y filosofía eran rutas para el encuentro con el mundo, lo humano y lo sagrado. Ciudades y ríos, árboles y viajes, cuadros y música aparecen constantemente en su poesía. “Conocer es, al mismo tiempo, percibir, sentir, nacer con el mundo, con los otros, con el otro. ¿No decía Claudel—preguntaba Xirau—que el conocimiento es co-naissance?” Conocer es conacer.
Me pasa el río que pasa
y yo soy este río
si la ventana abierta
hace contagio de ojos y de aguas.
La dama dorada, el cuadro más famoso de Gustav Klimt encierra una historia extraordinaria o más bien, varias historias extraordinarias. Los misterios de la relación entre modelo y pintor, la exploracíón artística que conduce a la invención de una nueva femenidad, el despojo del arte que acompaña al holocausto y la hazaña de su recuperación. La cinta que dirigió Simon Curtis con las actuaciones de Helen Mirren y Ryan Reynolds se concentra en el cuento menos interesante y lo envuelve con los lugares comunes del cine de abogados. La trivialización de una historia maravillosa.
La cinta cuenta una historia que hemos visto mil veces en mil programas de televisión: un pobre abogado enfrenta y derrota a los poderes a base de tesón y astucia. Arriesga todo, familia, trabajo, comodidad económica por defender sus convicciones…y finalmente triunfa. Nadie daba un quinto por él y al final de la película logra su cometido. Un lugar común encima de otro. Ni la actuación señorial pero mecánica de Helen Mirren logra salvar una película empedrada con un penoso libreto.
La cinta, sin embargo, es una invitación a contemplar de nuevo ese retrato genial que algunos han llamado la Mona Lisa austriaca. La película de Curtis se basa en el estudio de Anne-Marie O’Connor que cuenta la historia del retrato de Adele Bloch-Bauer y que recientemente ha publicado Vaso Roto. El trabajo de O’Connor, reportera del Los Angeles Times y del Washington Post, captura la trascendencia de ese lienzo dorado. Si, como la obra de Leonardo, el retrato de Adele es representación de lo femenino, se trata de la representación de una femenidad deseante. El deseo, pensaba Klimt era la chispa que movía al universo. Esa es la energía que trasmite esa mujer que flota sobre hojas y ojos de oro: el brote del arte, el brote del amor. El crítico Metzger vio en ese cuadro el retrato de una nueva mujer vienesa: “deliciosamente disoluta, atrayentemente pecaminosa, exquisitamente perversa.” La sensualidad bruñida con el oro del arte religioso.
Enorme riesgo corría una mujer de sociedad al entrar a los dominios de ese artista maldito. El pintor que sería descrito como degenerado retrataba a una mujer que también rompía con la hipocresía de la época. Independiente, socialmente comprometida, era vista también como sospechosa. Pero el cuadro no solamente encierra los misterios de la seducción, los complejos vínculos entre la musa y el artista, también contiene en cápsula las controversias estéticas, las tensiones raciales, las amenazas políticas de la Viena de principios de siglo. El libro de Anne-Marie O’Connor logra captar esta atmósfera de experimentos y amenazas, de liberaciones y rencores que se inflaman.
Frente a esa historia, los millones que puede costar el cuadro en una subasta o los laberintos burocráticos de su recuperación resultan francamente intrascendentes. La dama dorada captura la fugaz aparición del deseo entre las celdas de la castidad y el fanatismo. Una obra espléndida, tan insoportable para la burguesía vienesa como lo fue para la dictadura fascista. “La verdad, dijo Klimt, es fuego y decir la verdad significa iluminar y arder.” La dama de oro, la dama ardiente.
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