Reclamaba Fernando Savater a sus musas el no haberle concedido el don aforístico. Disfrutaba enormemente de las breverías pero reconocía su torpeza en el manejo de esos dardos. Para escribir aforismos, decía, hace falta fervor por la concisión, un “saber empaquetar con elegancia la lucidez”. Pero era necesario algo más: el poder contentarse con una sola perspectiva. Ahí es donde naufragaba el afán aforístico de Savater: el filósofo podría abreviar pero no sabría cómo sacrificar el argumento; el profesor lograba la miniatura pero no la simplificación que oculta el ángulo opuesto. En la captura de la esencia, no en la brevedad, está la esencia del aforismo.
El aforismo no es un simple logro de la síntesis. Es una decantación de esencias. Bien decía Nicolás Gómez Dávila que hay dos maneras de escribir. Una es pausada y meticulosa, otra breve y elíptica. El sabio colombiano sabía de lo que hablaba. Sus Escolios son seguramente la mejor muestra de la inteligencia aforística en nuestro idioma. “Escribir de la primera manera es hundirse con delicia en el tema, penetrar en él deliberadamente, abandonarse sin resistencia a sus meandros y renunciar a adueñarse para que el tema bien nos posea. Aquí convienen la lentitud y la calma; aquí conviene morar en cada idea, durar en la contemplación de cada principio, instalarse perezosamente en cada consecuencia. Las transiciones son, aquí, de una soberana importancia, pues es este ante todo un arte del contexto de la idea, de sus orígenes, sus penumbras, sus nexos y sus silenciosos remansos. Así escriben Peguy o Proust, así sería posible una gran meditación metafísica.
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El artículo completo puede leerse en nexos de agosto.
George Steiner acaba de publicar Poesía del pensamiento. En una fascinante entrevista con Juliette Cerf dice que el fascismo fue una esperanza; que la cultura se ha vuelto provinciana; que la verdad está siempre en el exilio; que la calidad de nuestro silencio está orgánicamente vinculada a la calidad de nuestro lenguaje; que la noche se ha extinguido en la ciudad; que le aterra el día en que la bioquímica descifre el misterio de Mozart.
En enero de 1934, al negarse a jurar lealtad al régimen fascista, Leone Ginzburg perdió su cátedra en la Universidad de Turín. Declarado persona non grata, es forzado a recoger sus pertenencias del despacho. Al empacar sus libros y sus cosas, recibió a un sacerdote que lo increpó crípticamente: “Nosotros jamás se lo perdonaremos.” Ginzburg no entendía la afrenta. ¿Quiénes somos ‘nosotros’ y qué es lo que no pueden perdonarme?-Nosotros, contesta el cura, somos “gente que comprendemos que la máxima sabiduría de la vida radica en adaptarse, y lo que no le perdonamos es que usted se niegue a aceptar esa verdad.” La indocilidad del escritor permanece hasta los últimos días. Su última señal de vida, una carta a su esposa y a sus hijos es una invitación a la terquedad, a la audacia, a la valentía. “Sé valiente,” escribe como un último aliento. Esa valentía socrática es el arrojo de buscar sabiduría en un mundo que premia la ignorancia, de distinguir el bien del mal en tiempos que se empeñan en negar la moral y de buscar la verdad, aunque las mentiras sean más cómodas. A eso llama Rob Riemen nobleza de espíritu.
La expresión la adopta de Thomas Mann, su héroe intelectual. Y mucho de valentía se requiere ahora para juntar en el título de un libro dos palabras como nobleza y espíritu. Al acercarse al libro parecería que encontramos un elogio a la caballería del alma o una loa al gentilhombre del corazón. No es tal cosa: es una defensa urgente de la cultura en un tiempo en que imperan el lucro, la farsa y el fanatismo.
El centro del ensayo es Mann, su convicción de que sólo la razón y la tolerancia pueden proteger al hombre de la barbarie acechante. La política no puede salvarnos. Dejada a su suerte, terminaría aniquilándonos. La democracia bárbara ahogaría el discernimiento, desdeñaría la dignidad humana, olvidaría la virtud y la responsabilidad. Sólo la cultura, el arte, la religión puede cuidarnos de las idolatrías. También invita Riemen a ser cuidadosos con las ilusiones: “El arte, la belleza y los relatos sólo contribuyen a liberar al alma humana de la angustia y el odio, acompañando al hombre en su trayectoria vital. El arte no es poder, sino consuelo; no es que nos haga creer que la vida es buena, lo cual sería una mentira, sino que comparte nuestras dudas y nuestros sentimientos.”
El ensayo de Riemen sorprende por su teatralidad. Un notable talento narrativo permite al autor viajar por siglos y ciudades para hilvanar, más que argumentos, conversaciones. Diálogos personales y universales; documentados e imaginarios que ilustran intemporales dilemas filosóficos. No hay mejor manera de defender la civilización que el rescate de los hombres que piensan, de las circunstancias que constriñen, de los valores que se contraponen en un momento específico. El punto de partida del libro, adecuadamente llamado “Preludio,” es un recuerdo personal que tiene la fuerza de una alegoría. Los personajes son, además del propio Riemen, Elisabeth Mann Borgese, hija de Thomas Mann y Joseph Goodman, un pianista solitario, brillante y difuso. Apenas un par de encuentros que revelan la profundidad de una relación entre Mann y Goodman. Décadas de intensa y honda afinidad. La cena en el River Café de Manhattan no puede escapar el humo de las torres derribadas que todavía se siente sobre la ciudad. Ante el fanatismo de los suicidas, despunta una controversia sobre el mal. Los tres conversadores coinciden en un punto: el mal existe. ¿Qué hacer? El viejo y frágil pianista ofrece una solución. “Tengo la respuesta,” dice enfático. Al pronunciar estas palabras, despejó la mesa, sacó una carpeta y mostró una partitura. Era una cantata sinfónica para solo, coro y orquesta. Se titulaba justamente “Nobleza de espíritu” y ponía música a palabras de Walt Whitman. Para el desconocido compositor, las hojas de hierba eran la realización de la libertad: la vida es lo que el poema anuncia: búsqueda de verdad, amor, belleza, bondad y libertad. Esa es la nobleza del espíritu. Lo único que puede salvarnos de la barbarie.
Dos meses después de la cena, Joseph Goodman murió. Poco antes de sufrir un infarto cerebral destruyó los borradores de la cantata.
Tim Parks celebra en el New York Review of Books que el Premio Nobel de Literatura se lo hayan dado este año a un sueco. Será de los pocos premios en los que saben realmente qué homenajean con la medalla. Todos los miembros de la Academia son profesores suecos condenados a fungir de por vida en el tribunal de las letras. ¿Cómo podrían saber de la literatura de todo el planeta? Contratando expertos y tomando atajos. El premio es absurdo y nosotros unos tontos por tomárnoslo tan en serio.
John Gray lee el nuevo libro de Eric Hobsbawm sobre Marx y sus ideas. Gray discrepa del marxista: nunca habían sido más marginales las ideas políticas de Marx. Para Gray, el historiador riguroso y profundo que es Hobsbawm dice muy poco sobre la historia del comunismo en el "corto" siglo XX. Mientras Hobsbawm sigue reivindicando los poderes proféticos de Marx, Gray duda de ellos. El autor de El capital nunca imaginó la resistencia del nacionalismo ni el resurgimiento de la política religiosa. Lo que sí vio Marx, dice Gray, es el carácter revolucionario del capitalismo: una fuerza transformadora que terminaría por consumir a la civilización burguesa.
El New Statesman también publica una entrevista con Hobsbawm.
Por tercera ocasión, Michel Franco regresa del Festival de Cannes con trofeos y elogios de la crítica. “Las hijas de Abril”, su película más reciente, ha recibido el premio del jurado en la sección “Una cierta mirada.” Acaba de ser estrenada en México. Es una película notable que confirma, precisamente, la constancia de su ojo. La filmografía de Franco es una persistencia por explorar el universo subcutáneo, por contemplar la complejidad que apenas emerge al gesto y que permanece casi siempre muda.
El silencio puede ser el gran hilo de las relaciones humanas. Más que parlamentos, miramientos. El duelo que agobia a los protagonistas de “Después de Lucía” es un dolor sin palabras, una experiencia común e incomunicable. El genio del director radica precisamente ahí, en la capacidad de mostrar esa intimidad hermética. El enigma de la vida no puede ser resuelto. El arte del asombro no esclarece. Los personajes de Michel Franco son tan incapaces para entender los resortes de su existencia como lo somos nosotros, al verlos en la pantalla. El enfermero que acompaña las últimas horas de los enfermos es un hombre roto. ¿Por qué? No lo sabemos. Él tampoco. ¿A dónde lo lleva su fractura? No lo podemos imaginar.
“Las hijas de Abril” es el retrato de tres mujeres. Una niña a punto de ser madre; su hermana sumergida en una densa depresión y una abuela que se resiste a envejecer. Abril, interpretada magistralmente por Emma Suárez, ha regresado a Puerto Vallarta para acompañar a su hija en el parto. La vida que aparece cimbra ese tenso equilibrio de las distancias y los silencios. No sabemos cuándo se separaron ni por qué. Escuchamos solamente a Valeria preguntarle a su madre: “¿cuánto tiempo te vas a quedar?” Quiero ayudarte, le responde Abril. En ese intercambio se abre un abismo. Es un abismo que apenas se insinúa. El frágil triángulo femenino se manifiesta y no se explica. Es un pozo impenetrable. En esa sutileza de lo que no es declarado está la riqueza del cine de Michel Franco.
La cámara en la nuca de los actores, el micrófono atento a la respiración, la mirada puesta en las rutinas. Los rotros casi siempre inexpresivos, la conversación casi siempre insustancial. Pistas de las ocultaciones que nos forman y nos destruyen, de los hábitos que nos salvan y nos pierden. Si no se escucha música en las películas de Franco es porque no hay trampa en ellas. La manipulación de los cineastas se cuela normalmente por el oído. Se oprime un botón y se provoca la lágrima en el espectador, se apachurra otro y se acelera el ritmo cardiaco de la sala. No hay artilugio en las cintas de Michel ranco. El silencio es la banda sonora de su filmografía porque su cine no pretende dirigirnos. No es un discurso que emita un juicio sobre los personajes, que condene o elogie. El director no nos impone un veredicto porque no lo emite. Hacerlo es imposible cuando se aborda el universo de las emociones. El cine de Franco es un atisbo de lo oculto. Su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria.
Quinientos números ha publicado la revista nexos. Este mes puede encontrarse en todas partes la edición que despliega la imponente cifra en su portada. Se trata, sin duda, de un acontecimiento que merece celebración. Acostumbrado nuestro medio a esas publicaciones religiosas que salen si dios quiere y que subsisten de milagro, la longevidad de un espacio cultural como nexos es una verdadera hazaña. Más de cuarenta años de estimular la comprensión y la crítica de la realidad.
El primer número apareció en enero de 1978. Era una revista sin tapa que rechazaba, desde su nacimiento, la mayúscula en su nombre. Habían pasado diez años de la represión estudiantil, dos años del golpe a Excélsior y apenas unos meses de la reforma política del 77. Como recuerda Enrique Florescano, su primer director, al país le urgían canales respiratorios. Nexos quiso abrir esas vías de oxigenación a través de una crítica rigurosa y de la ventilación de distintos saberes y sensibilidades. De ahí el nombre. Si bien podríamos decir que la revista no ha podido liberarse de la idolatría política que sojuzga a nuestra era, también debemos apuntar que ha hecho mucho para poner en contacto lo inconexo. Como toda revista, nexos ha sido fiel a sus preocupaciones esenciales. La política de hoy y la de ayer, el cambio democrático, la precariedad del orden legal han sido obsesiones de la revista. Pero haríamos mal en ubicarla como una revista meramente política. Lo que se propuso el grupo fundador desde su inicio y lo que han conseguido en buena medida sus continuadores es alentar el encuentro de esas culturas que apenas se hablan. Sus primeros colaboradores daban cuenta de su aspiración dialogante. Autores que hablaban de historia y de geofísica, que compartían hallazgos médicos o antropológicos, que hacían crónica y crítica de arte. Lo decía el anuncio de aquel primer número: “Nexos quiere ser lo que su nombre anuncia: lugar de cruces y vinculaciones, punto de enlace para experiencias y disciplinas que la especialización tiende a separar, a oponer incluso.”
La revista emergía de la academia en busca de lectores. Salía del cubículo para llegar al puesto de periódicos. De la jerga profesoral al lenguaje común. Hace un par de años, Luciano Concheiro, Ana Sofía Rodríguez y Álvaro Ruiz Rodilla formaron una antología de las décadas de nexos. Se celebraban entonces los cuarenta años de la revista. En los dos tomos que entonces publicó el Fondo de Cultura Económica en su colección de Revistas mexicanas puede constatarse que nexos ha hecho mucho más por la cultura mexicana que tomarle el pulso al poder. Quien recorra ese fresco encontrará a José Emilio Pacheco pensando en la naturaleza de los clásicos. Leerá el retrato que Luis Cardoza y Aragón hizo de Breton y Aragon, “hermanos enemigos” y la crónica berlinesa de José María Pérez Gay. Podrá reencontrar la crítica que hacía Cuauhtémoc Cárdenas al proyecto del TLC en los noventa y también el reportaje de Alma Guillermoprieto sobre la violencia en Medellín. Se confrontará el lector con el mejor registro de esa década sangrienta que se prolonga hasta nuestros días en vecindad con textos de Magris, Nélida Piñón y García Márquez. De página a página de nexos, puede el lector brincar de un mundo a otro, ha dicho Héctor Aguilar Camín, el editor a quien los lectores de la revista tanto debemos
El camino a la capilla de Rothko es una preparación para el encuentro. Hay que dejar atrás las carreteras y despojarse del coche; abandonar esa ciudad sin cuidad que es Houston y llegar al apacible barrio de Montrose donde aparecen el pasto y los árboles. Un estanque presidido por el obelisco roto de Barnett Newman acoge al visitante y lo prepara para el ingreso. El edificio originalmente pensado por Philip Johnson anticipa el templo con gravedad románica. Se ha bordado así el recogimiento para acceder al refugio meditativo.
En 1964 Rothko recibió el encargo de John y Dominique de Menil para pintar los cuadros que se instalarían en una capilla de Houston. Rothko celebró la invitación: tendría finalmente un espacio plenamente suyo para alojar sus enormes lienzos. Sus cuadros no serían ornato en un restorán ni alhaja de coleccionista. Su pintura sería la protagonista de un templo—no: su pintura sería el templo. Total control para el obsesivo artista. Dominio sobre el edificio que alojaría las pinturas (por lo cual terminaría peleado con Johnson); mando sobre las luces y la colocación de los cuadros, sobre la materia de las paredes y la textura del piso. El encargo le ofrecía algo más importante para él. En la capilla alcanzaría su deseo: abrazar al espectador, absorberlo, atraparlo. El pintor que devora al espectador. Quince años antes de emprender el proyecto de la capilla, Rothko había dicho que “un cuadro vive de la compañía, expandiéndose y estimulándose en los ojos del observador sensible. Muere de igual modo (…) Cuán a menudo debe verse perjudicado por la mirada del insensible y por la crueldad del impotente.”
Rothko vio en la capilla la culminación de su obra. Un espacio octogonal ocupado por enormes cuadros negros. Negro sobre negro, púrpuras ennegrecidos, grises quemados, negrísimos negros. Variaciones sobre la monocromía. Dispuestos en solitario o en trípticos, los lienzos son iluminados por luz tenue y silencio. El peregrinaje artístico de Rothko concluye en una tragedia. La capilla se anuncia como un templo para cualquier culto. Yo la sentí como el oratorio de un mundo sin Dios. El espacio hechiza porque esculpe el sufrimiento, la soledad o, más bien, el abandono. Si hay un santo al que se consagra esta capilla es al místico que los ateos veneramos: Blas Pascal. Una casa para el silencio, la oscuridad, las tinieblas. Éste no es el domicilio de la esperanza. La angustia por “el eterno silencio de los espacios infinitos” se vuelve carga física ante el pasmo. La tristeza que la capilla comunica es la de Pascal: el hombre es una paja perdida en el universo mientras el creador de esta miseria se esconde y calla. Absorto por la eternidad de los negros, el espectador se palpa insignificante y se abisma, como apunta el filósofo en algún párrafo, “en la infinita inmensidad de espacios que ignora y que lo ignoran.”
A diferencia del resto de sus pinturas, los cuadros de la capilla no esbozan horizonte. Las abstracciones que hicieron tan famoso a Rothko no dejaban de hacerle guiños al mundo: un ventanal, una columna, el cielo. Sí: creía que las formas acentuaban la banalización y estorbaban la expresión de nuestra tragedia. Pero en sus colores soplaba el viento, se insinuaba la vida. Aquí, en los negros de su capilla, el neoyorkino cancela cualquier evocación de fraternidades. Aquí no hay tiempo: es el helado abrazo de la nada.
Rothko no asistió a la inauguración de la capilla. Un año antes de que las obras concluyeran, se hinchó de pastillas y se cortó las venas en su departamento de Nueva York.
Estimado Sensei, si bien a veces te la bañas, las mas creo que aciertas en tus juicios.
Me gustaría que se juntaran todos los «lideres de opinión» los opinocratas y ya, de una ves, nos digan como se arregla la pequeña descompostura del país. Por que muy sácale punta con tira tira, pero no dicen como; solo pedazos, Si la casa blanca, pero hay asuntos de mas fondo como bien apuntas.
Que hay de la ciudadanía cómplice, corrupta, no respetamos nada…..ni a las viejitas en el cruce de las cebras.
En el régimen hay mas sociedad que políticos. ?quien empieza entonces¿
saludos