Por segundo año consecutivo, Freedom House define a México como un país sin prensa libre. Durante varios años, la organización había registrado una mejora sistemática en el clima del debate, la crítica y el periodismo en México. Todos somos testigos de una paulatina apertura en la prensa nacional, de la desaparición de los viejos tabúes, del crecimiento de medios independientes. Pero ese progreso se detuvo en el 2010. A partir de entonces, las condiciones para ejercer el periodismo han empeorado gravemente. El crimen intimida y las instituciones que deben proteger no lo hacen. Así lo muestra el estudio de Freedom House que nos coloca en compañía de Venezuela y Cuba en materia de libertad de prensa. Ser periodista en muchas partes de México es una profesión de altísimo riesgo. Estos últimos días hemos visto agresiones mortales a periodistas que no podrían ser ignoradas. De acuerdo a Reporteros sin Fronteras, no hay país en el continente más peligroso que el nuestro para dedicarse a las tareas de la libreta, la cámara y la grabadora. El panorama es trágico: México es uno de los cinco países más hostiles al periodismo en todo el mundo.
“Silencio forzado,” un revelador informe de la organización Artículo 19, describe con detalle las agresiones que los periodistas mexicanos han sufrido en los últimos meses. Artículo 19 coincide en describir un fenómeno alarmante: la violencia contra los periodistas ha aumentado escandalosamente ante la mirada inepta o cómplice del poder público. La violencia criminal ha silenciado a la prensa pero también la ha ocupado. La seguridad de los periodistas está en riesgo pero también la integridad de las redacciones donde se libra un combate por los mensajes que los criminales quieren enviar al gobierno, a sus enemigos, a la sociedad. La respuesta de las instituciones públicas ha sido declarativa y burocrática: solidarizarse verbalmente con las víctimas de las agresiones y crear oficinas.
Que el periodismo se haya convertido en una actividad de alto riesgo es una de las pruebas del grave retroceso político de México. Nuestro empeño por regresar a la barbarie se retrata en las estampas de la muerte que cotidianamente la prensa despliega de manera grotesca pero se refleja, principalmente, en todo aquello que no conocemos, todo aquello que logra ocultarse, todo aquello que ha sido efectivamente silenciado. Si hay territorios que el crimen organizado ha hecho suyos es porque ha logrado imponer su imperio sobre el Estado y porque ha conseguido esconderse a la prensa. El Estado mexicano falla al no castigar pero también al no proteger. Es claro que muchos periódicos locales han decidido no informar sobre la violencia de su entorno. Ante las amenazas, ante la intimidación, han decidido callar. Se entiende: nadie les pide que hagan de su vida una ofrenda. En el desamparo, la autocensura es una medida de sobrevivencia. Ninguna sociedad puede pedir heroísmo a sus miembros.
Lo visible, lo que discutimos abiertamente, lo que celebramos o nos indigna todos los días se acompaña de una sombra extensa e imprecisa. Es la mancha de lo oculto. Todos los crímenes que permanecen escondidos porque los periodistas no se atreverían a tomar nota de ellos; todos los delitos que la prensa no podría relatar; todos los atracos inmencionables. A la primera impunidad, la que todos conocemos, le sigue una segunda que la refuerza. Falta el castigo pero también falta el relato. Falta ley y perdemos pistas de la verdad. Que el crimen le haya declarado la guerra a la prensa es una de las ramificaciones más siniestras de estos años. No lo digo porque crea en víctimas privilegiadas: lo digo por la función pública del periodismo, por su importancia en tiempos de miedo y confusión. Una sociedad sin prensa libre (de la censura política, de la intimidación criminal o de los intereses comerciales) es una sociedad ciega y sorda.
El crimen impone su violencia, corrompe y somete a las fuerzas de seguridad, intimida negocios, extorsiona familias. Y encima de ello impone silencio a la prensa. El círculo del crimen parece perfecto: un Estado incapaz de aplicar la ley, una sociedad amedrentada y una prensa desamparada. No hay mayor victoria del crimen que la oscuridad que ha ganado a punta de amenazas, ataques y muerte.
Alfonso Reyes
Juega la Medicina sus pares y sus nones,
su águila o sol–su cara o cruz–y su ‘qué sé yo’;
y entre tantos atisbos y rectificaciones,
seguimos en las mismas del buen Rey que rabió.
Jeringas y lancetas, potajes e infusiones,
radiogramas, análisis, baños de H2O
Se hartan de proezas Sangredos y Purgones.
Las técnicas mejoran; pero el paciente, no.
Amenguan los reflejos, los nervios no responden,
las vísceras no cumplen lo que les incumbía.
Los efectos se aprecian y las causas se esconden.
Y es que no basta toda la ciencia de hoy en día
para esas inefables auras que corresponden
al paso de un fantasma por una biología
1940
Robert Hughes, el gran crítico de arte, murió el lunes pasado. El New York Times resalta su elocuencia polémica. Jonathan Jones lo llama el mayor crítico de arte de nuestro tiempo. Adam Gopnik recuerda al escritor, al crítico que merece ser leído solamente por su estilo. Por su prosa musculosa, Blake Gopnik lo llama el Arnold Schwarzenegger de la crítica de arte. Peter Carey lo llama el Dante de Australia: nos enseñó quiénes somos, de qué oscuridades venimos, lo que debemos confrontar si queremos ser adultos. Para Richard Lacayo, Hughes fue insuperable al describir la gran paradoja del arte: una pieza muda que le habla al mundo. De su prosa, Lacayo dice: tan rica como la de Shakespeare, tan despiadada como la de Swift. Desagradable, equivocado, incomparable. Así lo califica Mark Hudson.
Time ofrece ligas a todos los artículos que publicó para el semanario. El New York Times muestra al escritor citable.
Charles Bukowski dedicó su poesía
a darle voz a una bestia. La bestia que fue él. Una bestia alcoholizada de uñas negras, panza blanca y pies peludos; una bestia atrapada en una jaula sucia y pegada a una botella de cerveza; una bestia iracunda y misógina. Mientras otros trabajan o sacan fotos para dejar de pensar, mi bestia me permite pensar en ella, en la muerte, en la demencia y el miedo; en flores secas, en decadencias y en el hedor de la tormenta ruinosa. La bestia habla de la violencia de su padre, del reloj que registra el tedio, del hambre y las cucarachas, del paso de sus amantes. Bukowski escribe siempre borracho, mientras mata moscas, decidido a arrebatarle todo arte a la poesía. Todo es una farsa, escribe en un poema: los grandes actores, los grandes poetas, los grandes estadistas, los grandes pintores, los grandes compositores, los grandes amores. La historia y su recuerdo son también un fraude. Sólo existe uno mismo con el ahora. Entre vagos y prostitutas, Bukowski alardea y se lamenta. Su misantropía es sórdida y vulgar pero, al mismo tiempo, perceptiva.
Narrativa autobiográfica en la que suele aparecer un bar, alguna amante, un coche y música. Una columna de desplantes, declaraciones y anécdotas. Pero también hay poemas como “El genio de la multitud” del que capturo unas líneas, de la versión de Hernán Bravo Varela:
cuidado con los predicadores
cuidado con los conocedores
cuidado con aquellos que siempre están leyendo libros
cuidado con aquellos que
odian la pobreza
o los enorgullece
cuidado con aquellos que elogian de buenas a primera
porque a la vuelta buscan el elogio
cuidado con aquellos que censuran de buenas a primeras
le tienen miedo a lo que desconocen
cuidado con aquellos que están en busca de fieles multitudes porque
solos son nada.
La bestia, muerta en 1994, ha encontrado a su bella en Ute Lemper, quien dedica a su poesía su trabajo más reciente. En The Bukowski Project, la reina del cabaret de Weimar, intérprete de Brecht y Kurt Weill, de Michael Nyman
y Tom Waits, lo lee, lo canta, lo personifica. Podría decirse que la brusquedad de las palabras sin ritmo y sin rima contrasta con el glamour, con la helada elegancia de la cantante, pero, en realidad, hay una conexión natural entre su repertorio y la escritura de este maldito. Ute Lemper se ha concentrado en la tradición sombría del cabaret francés y alemán. No la canción hermosa y armónica, sino esa que está llena de veneno y disonancias. Ese arte que los nazis llamaron degenerado y que se atrevió a mostrar la hipocresía burguesa. Así se acerca teatralmente a Bukowski y a sus demonios. No es para todos leer o escribir poesía, decía él: hace falta mucha desesperación, mucha insatisfacción y mucha desilusión.
Llegué a los diarios del conde Harry Kessler (Journey into the Abyss. The Diaries of Count Harry Kessler 1880-1918, Alfred A. Knopf, 2011) por la recomendación entusiasta de Alex Ross en el New Yorker. Se trata del voluminoso registro de un “diplomático imposiblemente refinado que vivió de 1868 a 1937 sin que transcurriera para él un solo día inelegante.” Una mañana cae en el estudio de Monet, cena alguna noche con Degas, le presta dinero a Rilke, discute sobre diseño aeronáutico con el conde Zeppelin, le da a Hugo von Hofmannsthal y a Richard Strauss la idea de “El caballero de la rosa”, acude al estreno de “La consagración de la primavera” y se regresa en el taxi con Cocteau y con Nijinsky, viaja en barco con Rodin. Amigo de la hermana de Nietzsche, la visitó cuando cuidaba al hermano demente. En la mirada del filósofo perdido veía una lealtad conmovedora y un inútil anhelo intelectual: un enorme y noble perro. Cuando Nietzsche murió, Kessler ayudó en los funerales. Después de las ceremonias, apartó la sábana que lo cubría en su ataúd. “Los ojos profundamente hundidos se habían abierto de nuevo.”
Ese personaje que W. H. Auden consideró “uno de los hombres más cosmopolitas que jamás haya vivido” en el planeta visitó México en un par de ocasiones. En sus diarios se recogen sus impresiones sobre las ciudades, la naturaleza, la vida, el arte, la política en el México de finales del siglo XIX. Ahí da cuenta del día en que vio al general Porfirio Díaz, elegante e imponente en una ceremonia en Puebla. Su espanto por la suciedad de Veracruz, su admiración por el Popocatépetl y la luz del valle de México, la poca atracción que sentía por las mexicanas. Pero el visitante no podía desprenderse de su retina estética. No era un sociólogo que retratara costumbres, ni un naturista que clasificara plantas y bichos: era un esteta que sólo podía entender la vida en clave artística. Nabokov llegó a decir que Kessler trataba a las obras de arte como si fueran sus hermanas: seres vivos pertenecientes a su especie. En las páginas que dedica a sus días mexicanos, el país le parece un fascinante laboratorio de cultura.
Al comentar la sorprendente cantidad de iglesias que encontraba en cada pueblo mexicano, no se espantaba con las muestras de fanatismo, tampoco le conmovía la devoción: advertía en los creyentes mexicanos una chispa estética peculiar: el impulso expresivo del católico. Al ver el rostro de los hombres y las mujeres que llenaban los templos, Kessler encontraba la expresión de Rembrandt. “El católico se gasta todo su entusiasmo ético en un instante en la iglesia”. En cambio, el protestante distribuyen su fe a lo largo del día. Mientras el protestante hace de la religión la base moral de su existencia, para el católico es un impulso artístico. Más que consuelo espiritual, los católicos mexicanos le parecen almas en busca de consuelo estético.
La ciudad de México es vista por el melómano como una "sinfonía de color y polvo." No es ciego a la pobreza, pero lo que registra no es la penuria económica, sino la belleza que la resiste. La pobreza mexicana no es sobrevivencia biológica. Aún en la miseria, en el hambre aparece un apetito por lo antiutilitario, un afán de lujo: joyas y telas exquisitas en las chozas más pobres de México. Alivios estéticos a la pobreza. Hasta los utensilios ordinarios tienen en México formas encantadoras. La vida de los indios podrá parecer económicamente miserable pero es estéticamente fecunda. El mestizaje es para Kessler una fusión de empeños culturales: el de los pueblos originales y el de los españoles. De haberse hundido Europa, Mesoamérica habría dado los artistas, los filósofos, los místicos que justifican la existencia del género humano. Los españoles, por su parte, establecieron una colonia artística en la que nunca pensaron los ingleses. Dos apetitos de expresión forman a México.
Al terminar su doctorado quiso escribir una
historia de Europa. El director de la Biblioteca Nacional de Francia le pidió
paciencia. “Espérate a cumplir ochenta años.” Jacques Barzun le agregó doce
años a la edad sugerida para publicar a los 92, su historia de Occidente. Un
lienzo en el que se despliegan quinientos años de una civilización que anuncia
su desintegración: Del amanecer a la
decadencia. 500 años de la vida cultural de Occidente. Como el título
advierte, el imponente monumento de Barzun no es un volumen para acreditar una
materia escolar sino expresión de una devoción y una tristeza.
Barzun, el decano de los críticos culturales
de los Estados Unidos, nació cerca de París en 1907. Murió la semana pasada en
San Antonio, Texas. Hijo de un poeta y diplomático francés, vivió en una casa impregnada
de arte. Apollinaire le enseñó a leer la hora, escuchó desde niño las mentiras
de Cocteau. Por la sala de su casa desfilaron Léger, Kandinsky, Duchamp, Zweig,
Pound. El niño estaba convencido de que todo mundo era artista. Creció bajo la
idea de que todos eran creadores y que el mundo era esa conversación, ese
juego, esos descubrimientos. Quizá la decadencia que lamenta en su obra capital
es contemplar la imposibilidad de revivir aquellas reuniones de su infancia.
Fue un académico que, como Arthur Krystal
apuntó en un retrato para el Newyorker, combinó
lo aparentemente contradictorio: el rigor y el entusiasmo. Escribió de música,
de literatura, del verso francés y el romanticismo británico, del arte de la
enseñanza y de novelas de detectives. Pero no fue el generalista que los
especialistas suelen despreciar como si fueran coleccionistas de lugares
comunes. Por el contrario, era el hombre a quien los especialistas consultaban
en su propio campo. Se cuenta que Toscanini lo buscó en 1951 para que lo
ayudara a entender un pasaje de Berlioz. Al final del día, el erudito temió que
toda su obra terminara en el recuerdo de una frase que aparece en el Salón de
la fama del béisbol: “Quien quiera conocer el corazón y la mente de los Estados
Unidos debe aprender béisbol.”
En la Universidad de Columbia dirigió con
Lionel Trilling el seminario sobre los “Libros importantes”, del que se
desprendió el proyecto de los Grandes libros, bajo la convicción de que
Occidente descansaba en paquete compacto de obras inmortales. La universidad
era para él el espacio para conversar con esas obras, con esos autores. Los
clásicos eran la única esperanza de comunidad: necesitamos esas ideas, esas
imágenes, esas fábulas y mitos para tener un vocabulario que permita
entendernos. Ese lenguaje común era para él el cimiento de la buena voluntad y
de la confianza. La universidad era por ello un bien público imprescindible. La
universidad habría de educarnos en los clásicos para cultivar nuestra
imaginación pero ha sido secuestrada por entrenadores empeñados en usar los
salones de clase para instruir oficios y técnicas. La “gangrena de la
especialización” que padece la universidad contemporánea busca solamente el
vulgar adiestramiento de los profesionales.
Pero la decadencia occidental de la que habla
en la obra de su vida no es espeluznante. Barzun habla de decadencia, es decir,
de disgregación, de desintegración: no de apocalipsis. La decadencia es anuncio
de una ineluctable renovación. En alguna ocasión dijo: “Siempre he sido—creo
que todo estudioso de la historia es, necesariamente, un alegre pesimista.”
La palabra democracia se sella en prensa todo el tiempo pero su sentido sigue durmiendo. Nadie ha despertado aún la palabra tendida en tantos papeles. Una gran palabra y sin historia. La vida de sus sílabas está todavía por delante. Walt Whitman escribía esto en 1871 en sus Perspectivas democráticas. El tono de este ensayo exuberante es ácido, pesimista. La democracia proclamada no ha alumbrado aún al demócrata. El progreso material que el poeta advertía en el paisaje norteamericano contrastaba con una sociedad desalmada y vulgar. Una sociedad artísticamente estéril, espiritualmente desolada.
Las rejillas de la democracia institucional resultan ruindades para Whitman. Si recomienda la participación en la política pide al mismo tiempo distancia de los partidos. Serán útiles, quizá necesarios pero son brutales instrumentos del cinismo. Los traficantes de votos, esos salvajes partidos de lobos, lo escandalizaban. Los clubes políticos, crecientemente pendencieros e intolerantes, no obedecen otra ley que su interés. Pero ahí, en el mercado de los votos no estaba la democracia de Whitman. “¿Soponías, mi amigo, que la democracia era solamente para elecciones, para la política y para el nombre de un partido? La democracia tendría valor solamente en la medida en que pudiera ser escuela del genio. La tarea del gobierno no era legislar o castigar. El propósito del poder en “tierras civilizadas” era entrenar individuos para que pudieran gobernarse a sí mismos. Pero era mucho más que eso y no se limitaba en modo alguno a las funciones cívicas. La democracia para Whitman era el desenlace de una aventura cósmica: el largo trayecto de la humanidad hasta… Walt Whitman.
La emoción democrática de Whitman se encuentra por ello en su poema vital, antes que en su tentativa sociológica. En las palabras introductorias a Hojas de hierba ubica la majestad de Estados Unidos en el hombre común. Nuestra grandeza no está en los presidentes, las legislaturas ni en los embajadores, sino en el hombre sencillo de la calle o la granja. Ahí, en el hombre normal duerme el Gran Poeta. Por eso invoca a la democracia como cuna del verdadero genio. El poeta se vuelve de este modo, la llave del mundo. Sin su palabra, las cosas serían grotescas, ridículas, desquiciadas. Ese poeta del cuerpo y del alma es el gran árbitro, quien imprime proporción al mundo, quien pone las cosas en su sitio: un juez que no sentencia como un juez, sino como el sol cayendo sobre una piedra. El poeta norteamericano acoge continentes, alberga todas las razas, encarna la geografía, la vida natural, los ríos y los lagos. Sólo la camaradería de la sociedad democrática permite el alumbramiento del prodigio poético.
El régimen democrático, atmósfera más espiritual que política, no es para Whitman producto del ingenio sino conciliación con la naturaleza. El mundo natural despliega por todas partes lecciones de variedad y libertad que la política debe aprender. Sólo de la diversidad y de la autonomía puede brotar el artista. La democracia se vuelve una maceta para la irrupción mística del héroe: el creador que se contradice porque contiene multitudes. No es Walt Whitman, el redactor del Canto a mí mismo, sino su personaje, el hermano de Dios, quien culmina la aventura cósmica. Tras la era meteorológica, el tiempo vegetal y, luego, la era de las bestias. Finalmente, el tiempo del hombre y, en su cumbre espiritual, el hombre democrático. El universo recogerá al final de sus peripecias milenarias una recompensa definitiva: el poeta, su amante perfecto. Lo dice Whitman en el prefacio de Hojas de hierba:
Esto es lo que debes hacer: ama a la Tierra y al Sol y a los animales, desprecia las riquezas, da limosna a quién te la pida, defiende al tonto y al loco, dedica tu dinero y tu trabajo a los demás, odia a los tiranos, discute sin preocuparte de Dios, sé paciente y tolerante con la gente, no te quites el sombrero ante nada conocido o desconocido ni ante ningún hombre o grupo de hombres. (…) Cuestiona lo que te han dicho en la iglesia, en la escuela o cualquier libro, desecha lo que sea un insulto para tu alma y tu misma carne será un gran poema.