Cartón de Liniers, visto en el Moleskine literario.
El diccionario de Oxford ha tenido una iniciativa fantástica: invitar al mundo a adoptar palabras que han caído en desuso: Cada año se extinguen cientos de palabras. Palabras que ha matado el olvido. El diccionario tiene una idea: adoptar una palabra en peligro de extinción para ponerla de nuevo a circular. En la página de internet que se ha abierto para promover la iniciativa, las palabras suplican al paseante que las adopte.
He adoptado una palabra: cinocracia, gobierno de los cínicos.
Michael Ignatieff publica un artículo en el Financial Times en el que aborda el desafío que la tecnología representa para la salud de las democracias. La sociedad abierta está en peligro si los gobiernos (o las empresas) tienen el poder de espiarlo todo. Mucho podríamos aprender de Bismarck, de Roosevelt, de Gladstone, sugiere el canadiense: ellos abrazaron el cambio tecnológico y se esforzaron porque sus beneficios se distribuyeran equitativamente.
La lección es clara para los demócratas de hoy, dice Ignatieff. No deben resistir las fuerzas del cambio pero deben mitigar los efectos concentradores e inequitativos incorporando a los excluidos y controlando el poder de los patrones encumbrados por las nuevas tecnologías.
Lo que debe controlarse en cada revolución tecnológica es el poder que otorga a quienes se benefician de ellas. Cada innovador disruptivo aspira al monoplio.
*
El nuevo libro de Ignatieff es Fuego y cenizas: éxito y fracaso en la política.
Alberto Manguel regresa a las caricaturas de Mahoma, ahora que se ha atrapado a unos matones que intentaban asesinar a los dibujantes daneses:
Asegurar … que un chiste, un dibujito, un juego de palabras, pueda ofender a Aquel para quien la eternidad es como un día, me parece la mayor de las blasfemias. Los endebles seres humanos podemos molestarnos si alguien se burla de nosotros, pero seguramente no puede ser así para un ser que imaginamos supremo, incorruptible, omnisciente. Borges arguyó que de los gustos literarios de Dios nada sabemos; es difícil pensar que Alguien que todo lo sabe y cuyo generoso sentido estético lo llevó a inventar desde el poético antílope hasta la burda broma del hipopótamo, destierre de su mesa de noche las obras de Diderot, de Salman Rushdie, de Fernando Vallejo y de Mark Twain. Su profeta enseñó los beneficios de la risa: "Que tu corazón sea ligero en todo momento, porque cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega".
En Union Square de la ciudad de Nueva York se exponen los finalistas de un concurso de casas efímeras. Ciudad Sukkah, se llamó el concurso, evocando las posadas de los judíos en su éxodo. Todas las habitaciones debían tener, por lo menos, dos paredes y media y un techo que produjera sombra sin impedir que se vieran las estrellas por la noche. Adentro debería haber espacio para acomodar una mesa.
En el festival de cine de Morelia pude ver una magnífica película rumana en la que tristemente podemos vernos. Bacalaureat es una película del director Cristian Mungiu que se traducirá por seguramente como La graduación. Es una cinta compleja que retrata la devastación moral de la corrupción. Un hombre que quiere lo mejor para su hija parece no tener más alternativa que emplear sus relaciones para ayudarla a escapar de la postración. El trasfondo de la historia es la decepción liberal. Una pareja de rumanos había regresado a su país con la ilusión de que las cosas cambiarán tras la ejecución del tirano. Sueñan con un país abierto y justo. Un país al que puedan ayudar, un país que pueda recompensar su esfuerzo. Un cuarto de siglo después, la pareja sobrevive entre la infidelidad y la depresión. El país no se transformó como ellos soñaban. Sigue siendo un país oscuro, asfixiante. Tras la cruel tiranía totalitaria, el imperio viscoso de la corrupción. Solo brilla en ellos una esperanza: la posibilidad de que la hija escape para estudiar en el extranjero. La desgracia es que la puerta de salida depende de otros.
Los personajes de la cinta están atrapados en el enjambre de los favores y las intimidaciones. Nada sigue el curso de las reglas porque siempre hay un atajo que alguien puede abrir, secretamente. Nadie ocupa un sitio confiable porque en cualquier momento alguien puede arrebatárselo. Nadie puede confiar en su propio esfuerzo porque éste terminará, tarde o temprano, en alguna subasta.
Todas las transacciones, desde las más triviales hasta las trascendentes son producto del favor y de la relaciones personales. Todo está a la venta. Todo, desde una beca hasta una investigación policia, desde un transplante de corazón hasta la cárcel, dependen de un conocido que puede arreglar los problemas o multiplicarlos. Una sociedad de estafadores es un sociedad dedicada al ocultamiento cotidiano, a la simulación. Una sociedad de lo perpetuamente inconfesable. La corrupción no es solo la trampa que otorga ventajas indebidas, es también la excusa que justifica los fracasos. Es, sobre todo, una red que lo envuelve todo y lo envenena todo. Si la corrupción es, en lo más elemental, pudrimiento, es un gusano que carcome no solo lo público sino también lo íntimo. Cuando la trampa se convierte en hábito y regla, no hay espacio para la confianza. La confianza en el otro, hay que decir, pero también la confianza en uno mismo. El sentido del mérito y del esfuerzo se envilecen. La corrupción pudre el valor del mundo. Al tráfico de los favores se subordinan los bosques, la seguridad de los niños, la vida de los viejos, la belleza de las ciudades.
La vida de los otros, la extraordinaria película alemana sobre el espionaje de la Stasi, corría en paralelo en mi cabeza al ver la cinta rumana. Ambas muestran brillantemente los efectos de las perversiones políticas en la vida cotidiana. La confianza, el talento, la creatividad, el amor triturados por las obsesiones y los vicios de la política. Sin embargo, la cinta rumana no tropieza con el optimismo ni la moraleja. La cinta que le mereció a Mungiu el premio de mejor director en Cannes, sugiere que la corrupción tiene una dimensión trágica: es una lucha sin victoria posible. Para escapar de la corrupción hay que volverse su cómplice. No hay salida, parece ser la lección final. Aún quienes buscan una alternativa a su degradación se ven forzados a rendirle tributo.
Bacalaureat o La graduación es una película necesaria en México. Ojalá salga del circuito de los festivales y se muestre en nuestras salas comerciales. No es que ofrezca soluciones a nuestra peste. Es que nos retrata en el distante espejo rumano.
En su ensayo de metapolítica, uno de los últimos libros que publicaría, Sergio González Rodríguez se detenía en la figura del detective, un personaje indispensable para comprender nuestro tiempo. Los Sherlock Holmes, los hombres de la lupa y la pipa, protagonizan la pugna entre la transgresión y la norma. Son legión en la mitología contemporánea. Personajes marcados por el atrevimiento y la errancia, por la penetración analítica y el “azoro ante el misterio.” ¿Quién encarna hoy esa temeridad, ese juicio? El detective es el cazador de nuestra selva. Las dos vidas se concilian en la suya: acción y contemplación. Por una parte, huele y observa. Se esconde escudriñando todos los gestos del sospechoso, examinando los sellos del oficinista o las colillas abandonadas en el cenicero. En silencio analiza huellas y olores. Por la otra, corretea y persigue a su presa, se enfrenta al poderoso, tienta a la muerte. Eso era Sergio, un detective que se atrevió a leer nuestro caos.
Recurría en aquel ensayo a Walter Benjamin para describir al detective como el habitante de la ciudad que persigue lo extraño, lo prohibido, lo peligroso pero se mantiene siempre al margen de lo macabro. “La sagacidad criminalística” escribe el crítico berlinés, se une en el detective con la “amable negligencia del flâneur.” Por ahí se columpiaba la obra de Sergio González Rodríguez. Era un pasear por los bajos fondos, un juntar huesos en el desierto, un recorrer los campos de la guerra. Hacerlo con la poesía como brújula, empleando los diccionarios del arte, amparado en el mapa de los conceptos. Hojear la obra de Sergio González Rodríguez es ir del expediente policiaco al cuadro extraviado de Courbet. Caminar de los reportes del forense al erotismo del cantar de los cantares. Llegar al Cristo muerto de Mantegna tras leer los mensajes que trasmiten los cuerpos decapitados del México bárbaro.
No se perdía en novedades. Nuestra desgracia no era reciente. La ciudad misma era, para él, un “templo de la catástrofe.” Un recipiente de terremotos e inundaciones, de accidentes y crímenes. Nuestra labor era aprender a vivir en las alas de la catástrofe. Descifrar ese vuelo, vivir la vida como una “caligrafía en el aire.”
La escritura como contrapunto de la barbarie. La atrocidad, un contrapunto a las delicadezas de la cultura. Sergio González Rodríguez mostró que puede verse lo demencial sin perder la cabeza, que puede sufrirse la tortura, que uno puede adentrarse en la crueldad sin contraer odio. No es difícil percibir en sus crónicas y reportajes, en sus ensayos y sus reseñas una apuesta. Es una confianza discreta, sin romanticismo ni ostentación. Lo dijo bien cuando escribió estas líneas: “De nada sirve odiar el odio y sus fanáticos. El antídoto o la curación contra el odio se resguarda más bien en la lucidez que piensa desde el cuerpo, y ordena evitar, distinguir, tolerar. Y, sobre todo, inmiscuirse en la comprensión siempre difícil de nuestra imagen tras el espejo. El odio ha estado y estará siempre en el mundo: nosotros también para contrarrestarlo.”
No he podido despegar el oído del disco de Rosalía que se ha vuelto un fenómeno en España. Digo disco aunque no tenga el acetato ni el cedé porque es, en efecto, un pieza en la que cada una de las once canciones se integra a un relato. Un álbum conceptual como los que ya no se acostumbran en esta época de pedacerías. El disco se basa, según dice la cantaora barcelonesa, en un libro del siglo XIV de autor anónimo. La dramática historia de amor venenoso que bien podría suceder el día de hoy. Una historia de deslumbramiento y negación, de celos, de posesión y abuso. Y finalmente, un canto de liberación.
Cada canción es un capítulo, el fragmento de un dolor que se enreda y se prolonga. El primero es un augurio sombrío. “Ese cristalito roto yo sentí como crujía. /Antes de caerse al suelo / ya sabía que se rompía.” Después vendrá la ceguera de la boda, los celos y el encierro. Sirenas, acelerones, y llantas acompañan la amenaza del amo: “Mucho más a mí me duele / de lo que a ti te está doliendo / conmigo no te equivoques.” Seguirá el sufrimiento solitario y una advertencia: “Y se va a quemar si sigue ahí / las llamas van al cielo a morir.” Y, finalmente, el poder: “A ningún hombre consiento / que dicte mi sentencia. / Sólo Dios puede juzgarme / Sólo a él debo obediencia. / Hasta que fuiste carcelero / yo era tu compañero.”
El mal querer es un disco que fastidia a los tradicionalistas, que incomoda a los ortodoxos. En la recepción del trabajo hay, desde luego, un ángulo político. Rosalía es una cantante barcelonesa que se expresa a través del flamenco, provocando una estela de reacciones. Los tribales de una y otra secta se indignan. Para unos Rosalía será traidora a la nación catalana; para otros será corruptora del flamenco, pero no es eso de lo que vale la pena hablar. De lo que hay que hablar es del prodigio musical. El disco es sencillamente brillante. Fernando Navarro, el crítico musical de El país, calificaba el disco como una obra maestra. Su juicio no es exagerado. Lo es. En efecto, es un disco atrevido, radical, provocador. Tiene el gancho del pop, los lamentos de blues, la llama del R&B, la aspereza del cante. Es un relato estrujante, un canto que hechiza. En su canal de youtube, puede verse al compositor Jaime Altozano desmenuzar pacientemente el genio de este trabajo. Vale la pena prestar atención a los cuarenta minutos de esta clase en donde examina las armonías y las influencias del disco, las fuentes que inspiran ritmos y efectos, las resonancias ancestrales y las novedades técnicas de la producción. El explicador resalta la complejidad compositiva del disco, la naturaleza de sus experimentos, la minucia de los contrapuntos, la riquísima fusión de géneros. Al oído atento puede insinuarse, bajo las palmas del flamenco, la ominosa marcha fúnebre de Chopin. Rosalía, dice Altozano en esta exposición, no ha actualizado el flamenco. Creó un universo que no es solamente musical sino también visual. El par de videos producidos por CANADA que ilustra el disco completan a la perfección la estética de ese universo. Yo seguiré pegado a los once capítulos de El mar querer.
Seguramente estás sentado mientras lees esto. No sé si estés en tu casa, en el trabajo o yendo de un lado a otro, pero lo más probable es que estés sentado. A un observador que descubriera de pronto a nuestra especie jamás se le ocurriría decir que somos animales verticales. Somos criaturas sedentes. Nuestro trazo es una hache minúscula. Si alguna vez fuimos homo erectus, nos hemos convertido en homo sedens. Animales que viven sentados en objetos que fabricamos. Comemos sentados, conversamos sentados, nos desplazamos sentados de un lugar a otro, en nuestro trabajo pasamos horas sentados. Ir a la escuela es ir a sentarse, acudir al teatro o al cine es disponerse a pasar un par de horas sentados. Y gobernar, decía Ortega es asunto de asentaderas: para mandar hay que sentarse. Nuestras rutinas son la peregrinación de una silla a un asiento, de una butaca a un banco y de un banco a un sofá. ¿Qué mueble, qué objeto puede ser tan valioso, tan entrañable, tan complejo, tan cargado de símbolos?
La complejidad del diseño proviene tal vez del hecho de que la cultura sedente es hostil a nuestra anatomía. Una agresión a los huesos, a los músculos, al corazón. No resulta fácil por ello permanecer cómodo mucho tiempo sentado. Lograr una silla amigable es una hazaña. No es fácil diseñar una silla, decía Mies Van der Rohe. Casi es más fácil diseñar un rascacielos silla. Witold Rybcynski publicó hace un par de años una historia natural de esa herramienta para sentarse. Sugiere que en la silla hay una casa en miniatura y algo más: la insinuación de una ciudad. Las sillas configuran cómo nos situamos frente a otros, qué actitud tenemos frente a los demás, qué idea de la jerarquía y de la igualdad ponemos en práctica. Con las sillas se esculpe una sociedad tanto como con las plazas, las avenidas, los parques.
Es palpable ese sentido cívico de la silla cuando se visita la exposición de Óscar Hagerman en la galería Kurimanzutto. Sus asientos son un prodigio de la ergonomía, el resultado de años de estudio, observación. Piezas impecables de ingeniería. Expresan también el poder estético de lo primordial. Ese largo viaje que debe emprenderse hasta alcanzar lo elemental. Pero en esa solidez, en esa elegancia hay también una invitación. El arquitecto no busca la originalidad. Bebe de la tradición comunitaria para proponer espacios y objetos que puedan incorporarse a esa misma tradición. La riqueza del diseño “está en crear un universo que le pertenezca a la gente y lograr que ellos mismos lo sientan propio.” La silla Arrullo que diseñó hace medio siglo se inspira en la tradicional silla de palo. Hoy, con alteraciones de artesanos michoacanos, tiene otra forma… y es la misma.
“La arquitectura, ha dicho Hagerman, debe ser un canto a la vida, el canto de los que la habitan, porque lo más hermoso es que el proyecto salga de la gente.” Nada más ajeno a la vanidad del monumento que estas piezas ejemplares de la arquitectura mexicana. Aprendizajes que son lecciones que son aprendizajes. El arquitecto se despoja de la suntuosa autoridad. Es sabio porque nada inventa. La arquitectura se vuelve una celebración de lo que nos envuelve: la naturaleza y la historia. Una fiesta de lo que somos. “Si tu casa no tiene que ver contigo es nada. En la escuela debería haber una materia que nos enseñara cómo relacionarnos, cómo comprender lo que la gente necesita, y para eso hay que aprender a escuchar.” Las sillas expuestas en Kurimanzutto nos invitan a sentarnos, pero sobre todo, a escucharnos.
Un poco más de cultura