El New York Times inicia una serie de entrevistas con filósofos contemporáneos. La inaugura Raymond Geuss, brillante profesor de filosofía política en Cambridge quien habla en el cementerio donde está enterrado Wittgenstein.
Edge, ese club que se reúne virtualmente cada año alrededor de una pregunta, discute ahora qué idea científica merece ser jubilada. Científicos y escritores de todo el mundo responden cuál debe ser la idea que debemos retirar de la circulación.
Azra Raza, profesora de medicina de Columbia, cree que debemos dejar de creer que los ratones sirven para probar medicinas para humanos. Helen Fisher, antropóloga de Rutgers, combatiría la noción de que todas las adicciones son nocivas. Irene Pepperberg, investigadora de Harvard, rechazaría la idea de que el ser humano es una especie de culminación del proceso evolutivo del planeta. Para Richard Dawkins hay que superar el «esencialismo», el enemigo del gradualismo de la evolución. A.C. Grayling cree que debemos dejar la idea de que la explicación más simple debe prevalecer frente a la compleja. La psicóloga Alison Gopnik cree que debemos dejar de hablar de actitudes innatas. Ian McEwan rechaza la propuesta misma: no hay ideas desechables: nunca sabes cuando una idea vieja volverá a resultar valiosa. Jared Diamond coincide: la ciencia no se construye sobre un panteón de ideas superadas.
En años anteriores Edge ha discutido
… y aquí Gabriel Zaid habla del secreto de la fama.
Se publica en inglés una nueva antología poética de Wislawa Szymborska. Richard Lourie la comenta en el New York Times. Su escepticismo, su irreverencia, su sed de esa sorpresa de la fresca percepción la convierten en enemiga de cualquier certidumbre tiránica. Es lo mejor de la mente occidental, dice el reseñista: libre, inquieta, cuestionadora: lo opuesto al terrorista que amenaza nuestra civilización. Y aún así, esa poeta interesada en todo lo existe en el planeta se esfuerza por entrar hasta en la mente del terrorista. Aquí su poema sobre la espera del criminal:
La bomba explotará en el bar a las trece veinte.
Ahora apenas son las trece y dieciséis.
Algunos todavía tendrán tiempo de salir.
Otros de entrar.El terrorista ya se ha situado al otro lado de la calle.
Esa distancia lo protege de cualquier mal
y se ve como en el cine:Una mujer con una cazadora amarilla: ella entra.
Un hombre con unas gafas oscuras: él sale.
Unos chicos con vaqueros: ellos está hablando.
Trece diecisiete y cuatro segundos.
Ese más abajo tiene suerte y sube a una moto,
y ese más alto entra.Trece diecisiete y cuarenta segundos.
Una niña: ella va andando con una cinta verde en el pelo.
Sólo que de repente ese autobús la tapa.Trece dieciocho.
Ya no está la niña.
Habrá sido tan tonta como para entrar, o no,
eso ya se verá cuando vayan sacando.Trece diecinueve.
Y ahora como que no entra nadie.
En vez de entrar aún hay un gordo calvo que sale.
Pero parece que busca algo en sus bolsillos y
a las trece veinte menos diez segundos
vuelve a buscar sus miserables guantes.Son las trece veinte.
Qué lento pasa el tiempo.
Parece que ya.
Todavía no.
Sí, ahora.
Una bomba: la bomba explota.(Traducción de A. Murcia Solano)
David Byrne es un tiburón que no puede quedarse quieto. A la caza permanente de canciones, ritmos, esculturas, intervenciones y hasta presentaciones de powerpoint, canta, bailotea, produce discos, esculpe, hace instalaciones sonoras, publica en blog un diario extraordinario. La exuberancia de su música es apenas muestra de su apetito artístico. En sus discos se asoman sus contagiosas capturas: el funk y el minimalismo clásico, los ritmos africanos, el gospel, la música electrónica y el chachachá. Sus letras son sueños que adquieren sentido en otra gravedad. Eficaz escritura automática cuyo sentido no es siempre claro. Vena abierta de palabras brincadoras. En una charanga de su primer disco tras la separación de los Talking Heads, se cantaba a sí mismo caminando gozosamente como un edificio. ¿Cómo trotarán los rascacielos?
No es raro que un hombre tan renuente al reposo haya escogido la bicicleta para trasladarse. Desde hace treinta años David Byrne se mueve en Nueva York en su bicicleta. Cuando viaja por el mundo para dar un concierto, para grabar un disco, para armar una instalación, empaca una bicicleta portátil. Procura siempre tener tiempo para perderse. Al montarse en su bicicleta, Byrne se sienta pero no está quieto. Se transporta sin dejar de pasear. Un libro reciente recoge sus aventuras sobre pedales (Bicycle Diaries, Viking, 2009). El invento que elogia es una máquina que no nos arrebata nuestra condición de animales, esto es: seres que se mueven por impulso propio. Cuando las piernas pedalean, avanza la cinta del mundo y se activan las palpitaciones. Se puede ver así la película desde un ventanal con ritmo. Piernas y sangre al compás de la ciudad. Más rápido que la caminata, más lento que una moto, la bicicleta resulta el gran mirador de lo urbano. Los coches aplastan las ciudades y las cercenan con viaductos taponados. Sus conductores cierran los ojos a sus habitantes, se encierran en su cápsula y se vuelven sordos a sus rumores. El ciclista, en cambio, es el habitante atento.
Los diarios de bicicleta de David Byrne son postales urbanas llenas de color y música. Notas sueltas sobre barrios, edificios, galerías, bares, calles, banquetas, monumentos, prostíbulos, puentes, casas, parques. Bocetos ágiles de los habitantes de estos rincones. Denver desolado; Berlin escondiendo la sordidez en su fanatismo de orden; suburbios que veneran el mall, arquitecturas desalmadas; manantiales de creatividad. El artista medita sobre la censura, la memoria, los estereotipos, la violencia. Apuntes sobre el arte y la música en de cada vecindario visitado. Las estampas bicicleteras son también un alegato discreto por la ciudad. Sabe bien que el concreto, el vidrio y la piedra (para invocar otra canción suya) nos esculpen. Las calles, los barrios, los árboles en las aceras, las glorietas nos dan forma. Byrne disfruta los muchos sabores de lo urbano: el anonimato que permiten las grandes concentraciones y la intimidad de ciertos barrios. El trazo caminable y cierto desorden excitante, aún el peligro que acelera la sangre. Ciudades vivas, sensibles, en movimiento. Observar una ciudad, involucrarse en ella es uno de los grandes gozos de la vida. Es parte, dice Byrne, de lo que significa ser humano.
El 12 de mayo de 2008, a las 2:28 de la tarde, un terremoto golpeó la provincia china de Sichuan. Fue un terremoto de 8 grados que mató a más de 80,000 personas. El movimiento de la tierra sacudió también la carrera de Ai Weiwei. El artista que publicaba constantemente sus apuntes sobre la sociedad, la cultura y la política china en un blog, dejó de postear. Había perdido las palabras que pudieran describir la catástrofe. Ante la magnitud de la tragedia, el gobierno chino reaccionó con el reflejo de todos los regímenes autocráticos: censurar y mentir. Era imposible conocer la dimensión de la tragedia. El poder se empeñaba en ocultar y en silenciar. Un hecho, sin embargo, afloró muy pronto. Los niños y los estudiantes habían muerto en proporciones extraordinarias. Estudiaban en cientos de escuelas mal construidas. Centros de educación levantados sin el mínimo cuidado que se vinieron abajo con el sismo. Los estudiantes muertos no fueron víctimas de una naturaleza desalmada. Murieron por la corrupción gubernamental.
Fue entonces que Ai Weiwei reanudó su blog, transformándolo en un centro de investigación ciudadana. Convocó desde ahí a llenar los vacíos de la información. Lo importante era contrarrestar el silencio y las mentiras del poder. ¿Quiénes eran los estudiantes? ¿Cómo se llamaban? ¿cuándo era su cumpleaños? ¿Qué estudiaban? ¿Dónde vivían? ¿Quiénes formaban su familia? Se formó entonces un equipo que se desplazó a la zona del desastre para entrevistar a las familias de las víctimas y recoger, en sus libretas, los datos. Muchos ayudantes de Ai Weiwei fueron arrestados, muchos archivos destruidos. Sin embargo, esa intervención alumbró verdad, dio nombre y rostro a las víctimas. En una exposición en Munich que hizo poco después, colocó 90,000 mochilas sobre la fachada del museo. En chino podía leerse la frase de una madre que perdió a su hija: “Lo único que quiero es pedirle al mundo que recuerde que ella vivió feliz por siete años.”
No es extraño que la tragedia de México toque tan profundamente al artista chino. Aquí ha encontrado otra expresión de la barbarie de este siglo. La más cruel de las violencias, la más extendida corrupción. Miles de seres humanos que desaparecen. Cadáveres sin nombre. Tumbas clandestinas. Y el olvido como amenaza. El Museo Universitario Arte Contemporáneo aloja en estos días una exposición que nos habla a la cara. “Restablecer memorias” no es un depósito temporal de obras que circulan por el mundo, sino una pieza que toca la herida mexicana. Como lo hizo en su país, Ai Weiwei fue al encuentro de las víctimas para registrar el dolor y la impotencia. Si su intervención no logra alimentar una esperanza, cultiva, por lo menos, el empeño de la memoria. En su conversación con Ai Weiwei, Cuauhtémoc Medina recuerda lo que el artista advirtió a los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. “Necesitan mantenerse unidos y fuertes, porque estamos hechos de carne, nos cansamos, pero luchamos contra una máquina y las máquinas no se cansan.” El estado es una máquina infatigable. Su apuesta es la desmemoria de aquellos a quienes oprime.
Emily Dickinson describió la silenciosa complicidad entre quien escribe y quien lee:
¡No soy nadie!
¿Quién eres tú?
¿Tampoco eres nadie?
Ya somos dos –¡Pero no lo digas!
A explorar esa secreta intimidad dedicó Louis Glück su conferencia del Nobel. Desde muy niña sentí que Dickinson me había elegido a mí, que me reconocía de alguna manera. Ella y yo formábamos una especie de cofradía: compañeras en la invisibilidad. “En el mundo éramos nadie.” Ese parece el único plural que admite la poesía: la pareja de invisibles que se reconoce en la tinta de una página. Para la poesía, dice Glück, el juicio de lo colectivo es peligroso. ¡Qué distinto sería si aquel poema hablara en plural! No somos nadie. ¿Quién eres tú?
La voz que me llama, dijo Glück en una ceremonia que no pudo celebrarse en Estocolmo, es la voz de la soledad, esa que encuentra forma en el lamento o la añoranza. “Poetas en cuya obra desempeñaba yo, como oyente elegido, un papel crucial. Íntimo, seductor, muchas veces furtivo o clandestino. No poetas de estadio. No poetas hablando consigo mismos.”
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En el festival de este año del New Yorker Emmanuel Ax y Yo-Yo Ma tocaron una pieza para cello y piano de Beethoven. La elección no fue casual, ni un simple tributo de aniversario. En conversación con Alex Ross, quien acababa de publicar su trabajo monumental sobre el wagnerismo, los intérpretes reflexionaron sobre el valor y la pertinencia de la pieza para estos tiempos oscuros. La sonata número 3 está llena de optimismo y belleza, dice el pianista. Es una obra abierta, jovial, esperanzada. Pero Ax advierte que, en el manuscrito de la partitura, el compositor anotó cuatro palabras como dedicatoria al mecenas que había comisionado la pieza. “Entre lágrimas y dolor.” Esa pieza rebosante de alegría deja entreoír la tristeza de la que surge.
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En El reino de lo no lineal, de Elisa Díaz Castelo, Premio Bellas Artes de poesía Aguascalientes, 2020, la escritora roza la muerte, toca la desolación y regresa a este mundo con una sonrisa. Sus poemas entretejen múltiples voces, relatos, refranes, mitos, hallazgos científicos para abordar los límites de la existencia. La extinción de la vida y de la razón encuentran contrapunto en el caldo de lo orgánico: venimos de una lluvia roja, somos el impacto de un meteorito. Tal vez eso, dice: una cicatriz:
“Vida: el reino de lo no lineal: Prigogine: de la autonomía del tiempo: también: la banqueta rota por las raíces de una acacia: la sintáxis inútil del desorden: el agua a contraluz: canto para sobrellevar la espera: Dickinson: teoría de los principios simples: enzimas: esporas: ribozomas: el amor desmedido de Dios por los escarabajos.”
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A cultivar la herencia se ha dedicado Adolfo Castañón, merecedor del Premio de Artes de este año. No escribir libros: leerlos. Escribirlos, si acaso, para pulir lecturas. En su “Epitafio del lector” se advierte aquella intimidad de la que hablaba en Glück en su conferencia Nobel: “Leo un texto que alguien ha escrito para mí. No es diferente de los demás. Todos, en cierto modo, han sido escritos para mí. Esa voz tiene un libro entre manos; ese libro soy yo. En esta página veo reflejado mi rostro como un espejo. Estas líneas, ¿no son mi fisonomía? ¿quién me observa si lo son? ¿Acaso las letras pueden mirar? La voz se hace letra y me habla, mira.”
Seguramente estás sentado mientras lees esto. No sé si estés en tu casa, en el trabajo o yendo de un lado a otro, pero lo más probable es que estés sentado. A un observador que descubriera de pronto a nuestra especie jamás se le ocurriría decir que somos animales verticales. Somos criaturas sedentes. Nuestro trazo es una hache minúscula. Si alguna vez fuimos homo erectus, nos hemos convertido en homo sedens. Animales que viven sentados en objetos que fabricamos. Comemos sentados, conversamos sentados, nos desplazamos sentados de un lugar a otro, en nuestro trabajo pasamos horas sentados. Ir a la escuela es ir a sentarse, acudir al teatro o al cine es disponerse a pasar un par de horas sentados. Y gobernar, decía Ortega es asunto de asentaderas: para mandar hay que sentarse. Nuestras rutinas son la peregrinación de una silla a un asiento, de una butaca a un banco y de un banco a un sofá. ¿Qué mueble, qué objeto puede ser tan valioso, tan entrañable, tan complejo, tan cargado de símbolos?
La complejidad del diseño proviene tal vez del hecho de que la cultura sedente es hostil a nuestra anatomía. Una agresión a los huesos, a los músculos, al corazón. No resulta fácil por ello permanecer cómodo mucho tiempo sentado. Lograr una silla amigable es una hazaña. No es fácil diseñar una silla, decía Mies Van der Rohe. Casi es más fácil diseñar un rascacielos silla. Witold Rybcynski publicó hace un par de años una historia natural de esa herramienta para sentarse. Sugiere que en la silla hay una casa en miniatura y algo más: la insinuación de una ciudad. Las sillas configuran cómo nos situamos frente a otros, qué actitud tenemos frente a los demás, qué idea de la jerarquía y de la igualdad ponemos en práctica. Con las sillas se esculpe una sociedad tanto como con las plazas, las avenidas, los parques.
Es palpable ese sentido cívico de la silla cuando se visita la exposición de Óscar Hagerman en la galería Kurimanzutto. Sus asientos son un prodigio de la ergonomía, el resultado de años de estudio, observación. Piezas impecables de ingeniería. Expresan también el poder estético de lo primordial. Ese largo viaje que debe emprenderse hasta alcanzar lo elemental. Pero en esa solidez, en esa elegancia hay también una invitación. El arquitecto no busca la originalidad. Bebe de la tradición comunitaria para proponer espacios y objetos que puedan incorporarse a esa misma tradición. La riqueza del diseño “está en crear un universo que le pertenezca a la gente y lograr que ellos mismos lo sientan propio.” La silla Arrullo que diseñó hace medio siglo se inspira en la tradicional silla de palo. Hoy, con alteraciones de artesanos michoacanos, tiene otra forma… y es la misma.
“La arquitectura, ha dicho Hagerman, debe ser un canto a la vida, el canto de los que la habitan, porque lo más hermoso es que el proyecto salga de la gente.” Nada más ajeno a la vanidad del monumento que estas piezas ejemplares de la arquitectura mexicana. Aprendizajes que son lecciones que son aprendizajes. El arquitecto se despoja de la suntuosa autoridad. Es sabio porque nada inventa. La arquitectura se vuelve una celebración de lo que nos envuelve: la naturaleza y la historia. Una fiesta de lo que somos. “Si tu casa no tiene que ver contigo es nada. En la escuela debería haber una materia que nos enseñara cómo relacionarnos, cómo comprender lo que la gente necesita, y para eso hay que aprender a escuchar.” Las sillas expuestas en Kurimanzutto nos invitan a sentarnos, pero sobre todo, a escucharnos.
Mucho mejor esta caricatura que el artículo de Jesús. Los partidos y su sistema se dedican a eso, a mordernos.
Lo dicho: A anular el voto para denunciar la partidocracia.
Por cierto, métanse a:
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