El pensamiento es imposible sin imagen. Lo sostiene Aristóteles en su tratado sobre la memoria. Si un filósofo de la política entendió a cabalidad esta divisa fue su más radical enemigo: Thomas Hobbes. El pensador que quiso hacer del Estado una consecuencia del razonamiento geométrico sabía que el entendimiento y, sobre todo, la persuasión requerían de “estrategias visuales”. La cruda razón era inerte. Demostrar la verdad no bastaba. Era necesario cautivar a los ojos para hacerse oír. Hacer visible la razón.
Su primer biógrafo lo recuerda maravillado como estudiante en Oxford contemplando los grabados y mapas que coleccionaban los encuadernadores. En todos sus libros resalta la importancia del diseño del que fue, por lo menos, coautor. Su traducción de La guerra del Peloponeso, su primer libro, expone ya la miga del relato en la portada. Insatisfecho por los mapas disponibles, traza él mismo el dibujo de Grecia y lo firma para la edición. Hay correspondencia que advierte la importancia que daba a la presentación visual del texto y la intensidad con la que discutía sobre asuntos tipográficos: el tamaño y la fuente empleada le parecían cruciales en el trabajo de edición.
El artículo completo puede leerse en nexos de este mes.
En The stone, el espacio que el New York Times ha abierto a la reflexión filosófica, Andy Martin aborda la fealdad. Que Sartre haya sido feo, cuenta, no es irrelevante en su vida ni en su pensamiento. A fin de cuentas, Sócrates, sabía que no sabía nada pero también sabía que era feo. Sugiere Martin que la consciencia de fealdad se infiltró en las propuestas iniciales de la filosofía occidental: el pensamiento como redención frente a la fealdad. "Tal vez la misión de Sócrates es hacer que el mundo sea seguro para los feos."
Excélsior rescata el primer inventario de José Emilio Pacheco, publicado en su suplemento Diorama, el 5 de agosto de 1973. Aquí lo copio, íntegro:
inventario
Las mariposas son libros
En pocos días la industria literaria ha sufrido la muerte de Henri Charriere y la autojubilación de Corín Tellado. Creador y creatura se fundieron en Cherriere que hizo al mismo tiempo un lbro: Papillón, su bestseller de 1969, y una figura pública: su propio personaje, el fugitivo diez veces escapado de Cayena y otros infiernos de la Guayana francesa.
En teoría, Papillón realizó el ideal clásico: escribir sólo después de haber vivido, narrar a edad avanzada las peripecias de una existencia fuera de lo común. El antintelectualismo de nuestra época mitificó al hombre que había elegido el frágil apodo de “Mariposa”. Su libro se empleó como medio de producir millones de dólares y como ariete contra la literatura. Pero ningún autor que venda un millón de ejemplares puede salvarse de las demoliciones: Charriere fue desenmascarado; sus impugnadores probaron, al parecer irrebatiblemente, que Papillón era más bien un trabajo de ficción industrial que el relato en vivo y en directo de una experiencia irrepetible; que las dotes narrativas correspondían no tanto al antiguo hampón, presunto delator, indudable forzado en las colonias penitenciarias francesas, dueño de un centro nocturno en Caracas, como a los varios escritores anónimos que, por órdenes de una casa editora con buen ojo mercantil, rehicieron y aderezaron el manuscrito elemental de Charriere.
Boquitas selladas
“El escritor español más leído de todos los tiempos”, doña Corín Tellado, afirmó con castiza brusquedad: “Llevo veinticinco años pariendo una novela cada cuatro días… y he decidido colgar los trastos”. Así pues, no se trataba de un sindicato de escribientes amparados bajo un seudónimo común, un nombre genérico, una manera industrial sino una persona capaz de sobrepasar (en cantidad) la obra de varias generaciones literarias. Como los grandes folletinistas del siglo XIX Corín se queja de explotación por parte de los editores. A ellos corresponde la gran tajada de una obra que en libritos, revistas, fotonovelas inunda hasta hoy todos los confines del mundo hispánico.
Corín Tellado dio a España casi tantas divisas como la Costa Brava o la Semana Santa en Sevilla. Emperatriz de la novela rosa, genial manipuladra de nuestra entrañable cursilería, “pornógrafa inocente”, en mil historias que son la misma historia —de “Ella y su jefe” a “Me casé con él”, desde “Se busca esposa” hasta “Lo encontré así”— Corín Tellado entregó a su público lo que buscaba, lo que se dejaba imponer: evasión, enajenación, entretenimiento, esperanza, conformismo: drogas en letra impresa, pócimas verbales para anestesiar el sentimiento de la injusticia social, la soledad, la decepción, el abandono, el horror cotidiano de nuestras sociedades hechas para aplastar a todas sus mujeres.
Rechacemos su coartada de pleito editorial: sobre la abdicación de Corín Tellado pueden proponerse varias hipótesis, algunos ejercicios de sociología instantánea: a) derrota del sentimentalismo de ultramar a manos de la melcocha autóctona (Yolanda Vargas Dulché, Celia Alcántara); b) triunfo de la televisión infraconsumible sobre un medio que a pesar de todo exige un mínimo esfuerzo intelectual por parte del lector; c) crecimiento de la conciencia en un vasto núcleo femenino que ya se hartó, que ya no se deja engañar con variantes innumerables del cuento de hadas sobre la empleadita / huérfana / campesina a quien el amor convierte en millonaria; del chofer / mandadero / labrador que se casa con la hija del patrón y hereda industrias, flotas mercantes, latifundios. O tal vez (d) la evanescencia de Corín Tellado se debe a que nuestro mundo se ha vuelto tan horrible que ya nadie cree que nada, ni siquiera una novelita del subgénero ínfimo, pueda tener final feliz.
Poesía y verdad
“Uno exige dos cosas de un poema”, escribe W. H. Auden, que sabe bien de lo que habla. “Primera: debe ser un objeto verbal bien hecho que honre el idioma en que está escrito. Segunda: debe decir algo significativo acerca de una realidad común a toso nosotros, pero vista desde una perspectiva única. Lo que dice el poeta nunca antes se dijo, si bien una vez dicho sus lectores reconocerán la validez que tiene para ellos mismos”.
Juego
de cartas
El desarrollo electrónico está a punto de exterminar dos artes, dos formas esenciales de intercambio humano: la conversación y la correspondencia –que es la continuación de la primera por otros medios más afinados, más espontáneos, menos inhibidores de la sinceridad, libres de la urgencia por usar la palabra en el intersticio que conceden las pausas de los otros. De allí el consejo de Stendhal a su interlocutor: “Cuéntamelo como si me estuvieras escribiendo”. Y el de Balzac a los jóvenes aspirantes: “El estilo de un escritor se va haciendo en sus cartas”.
Igualmente ciertas son las admoniciones contrarias: “No hay carta privada”, “No escribas nunca una carta que te abochornaría ver impresa”. Unas y otras verdades se ponen de manifiesto en obras que, ante el ocaso del género epistolar, reviven los tiempos de su esplendor:
El primer tomo de la celebra Correspondance de Gustave Flaubert en la definición definitiva que ha hecho Jean Bruneau para la Bibliothéque de la Pléiade incluye cartas escritas de los nueve a los treinta años de edad (1830-1851): hablan de la familia, la escuela, los amigos, los amores con Louise Colet, la huida a Egipto y al Asia Menor, el comienzo de Madame Bovary. André Fermingier, en Le Nouvel Observateur, considera estas cartas “una obra maestra, el más hermoso relato de viaje que nos dejó el siglo XIX”. Póstumamente, la obra de Flaubert lo defiende de Sartre, quien ha dedicado sus esfuerzos finales de escritor, su sabiduría, su poderosa inteligencia, a intentar demolerlo en ilegibros de abrumadora densidad.
-Dos selecciones norteamericanas de The Letters of Anton Chekhov: 500 traducidas por Avraham Yarmolinski y 185 que seleccionó Simon Karlinsky entre las 4, 200 de la edición oficial soviética (1948-1954). Las cartas de Chejov constituyen una incomparable aunque fragmentaria autobiografía, un testimonio sagaz acerca de la Rusia en que ya se levantaba el viento de la revolución, un marco para entender mejor las ideas, sensaciones, anhelos que subyacen en sus cuentos y obras teatrales. Sobre el “affaire Dreyfus” escribe Chejov:
“Zolá tiene razón, porque la tarea del escritor no es acusar ni perseguir, sino defender, incluso a los culpables, cuando ya han sido condenados y sufren el castigo…”.
Años antes, en 1886, propone seis reglas para el arte de contar un cuento:
1) Ausencia de verborrea
política-social-económica.
2) Total objetividad.
3) Descripciones veraces de personas y objetos.
4) Brevedad externa.
5) Audacia y originalidad: evitar los estereotipos.
6) Compasión.
La maledicencia, consuelo momentáneo de nuestras imperfecciones y fracasos, es una de las ruedas que mueven la vida cotidiana en los pueblos hispánicos. Compensatoriamente, su historiografía literaria era pudibunda, raras veces sacaba a la luz los papeles privados de un escritor. La revolución sexual ha llegado a las biografías: en “Vida y obra” de Emilia Pardo Bazán, que publica en Madrid Carmen Bravo Villasante, se transcribe la correspondencia erótica que la gran precursora de las liberacionistas e introductora del naturalismo en nuestro idioma sostuvo con su amado Benito Pérez Galdós. La documentación se da como “rigurosamente inédita hasta hoy”. Lo cierto es que algunas de estas cartas se dieron a conocer hace dos años en Excélsior.
El libro de Carmen Bravo en torno de la admirable condesa Pardo Bazán (1851-1921) tiene muchos datos nunca antes revelados. Por ejemplo, nos informa que un muchacho lleno de talento y voluntad impugnadora entró en el gran mundo de las letras, pasando por la alcoba de doña Emilia. El joven era oriundo de Valencia. Se llamaba Vicente Blanco Ibáñez.
Maketing IT
A 11 años de su muerte, se diría imposible escribir algo nuevo sobre Marylin Monroe. Norman Mailer lo ha logrado en un volumen que contiene espléndidas fotos y lleva por título el sólo nombre de “Marylin”. Cuesta 20 dólares, pesa lo que aquellos tomos que se regalan para ser exhibidos, no leídos. Contra lo que nuestro malinchismo supondría, su texto no es mejor que los célebres de Cardenal (en verso), y Monsiváis (en prosa), pero Mailer consuma de algún modo sus nupcias de ultratumba con quien es acaso la única superestrella que ha producido Norteamérica. En una temporada que dominan las obras en torno de Watergate y la ITT, su delirante ensayo es una inmersión sadomasoquista en la nostalgia por los Estados Unidos de un ayer inmediato que ya parece remotísimo, un homenaje aberrante, un abusivo desagravio, una recordación apocalíptica de que al morir Marylin se llevó consigo el esplendor de Hollywood e inicio el fin del sueño norteamericano.
Fernando Pessoa fue un nómada de sí mismo. Miró con ojos ajenos, sintió con piel extraña, caminó con otros músculos, los de sus heterónimos. En su autobiografía sin hechos apuntó memorablemente que vivir era ser otro. Para existir había que deshacerse diariamente del muerto que arrastramos de la jornada previa. “Sentir no es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir—es recordar hoy lo que ayer se sintió, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue vida perdida.” Despertar para borrar el día precedente y sentir la emoción fresca de la primera madrugada. Sediento de vivir completo, Pessoa se zambulló en sus ecos y en sus abismos para escapar de su perímetro.
Pessoa rompe el encierro del yo en sus heterónimos: Álvaro de Campos el ingeniero moderno y desencantado, Ricardo Reis el latinista conservador y monárquico, Alberto Caeiro, el poeta filósofo. El poeta se desdobla, se multiplica. Afirma y niega, divaga y preconiza. Si dios no tiene unidad, ¿por qué la tendría yo?, pregunta. Acatar el cerco de la epidermis es sucumbir. Ni atarse ni pertenecer: “Credo, ideal, mujer o profesión—todo significa la celda y las esposas. Ser es estar libre.” Libre de los otros, pero sobre todo, libre de sí. Libre de recuerdos, de prejuicios, de opiniones. Quien tiene opiniones se ha vendido. Pero no es sólo la envoltura de su yo la que lo oprime y la que pretende disolver. Lo ofenden el símbolo, el juicio, la definición: todas las cercas de cosas o almas. La verdad es para él sensación sin conceptos. Las ideas traicionan siempre la naturaleza:
No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego para ver los árboles y las flores.
También es necesario no tener ninguna filosofía.
Con filosofía no hay árboles: sólo ideas.
Las cosas no significan: existen. Tratar de imponerles sentido es dejar de olerlas, tocarlas. Si el espejo no miente es porque no teoriza, ve y punto. Su exactitud es la precisión del analfabeta; la justicia del ojo mudo. Lo dice su maestro Caeiro: quien piensa está enfermo de los ojos. Mira con doctos tapaojos. Deserta así a un mundo que no está hecho para ser pensado sino para ser visto. Por eso sabe que la realidad no se palpa con las manos, no se descubre con neuronas y nunca se pesca con teorías. Para sentir hay que estar distraído, olvidarse de todos y dejarse cazar por la sensación. No es el cerebro confinado en el cráneo sino la espalda abierta y desnuda la que encuentra la verdad del mundo. Tenderse en la hierba, cerrar los ojos y sentir la realidad. El pensamiento será una traición de la mirada, una deserción del sueño.
¡Pasa, ave, pasa y enséñame a pasar!
Una biblioteca es un refugio. En su ensayo sobre la bibliomanía, Jacques Bonnet la describió como un espacio que nos protege de la hostilidad del mundo, un calefactor emocional, un espejismo de omnipotencia. Puede concentrar en sus estantes todos los lugares y todos los momentos. Hay muchas novelas que tienen bibliotecas como escenario, pero hay una (según me entero por libro de Bonnet) en que casi todos los personajes son bibliómanos. Se trata de La casa de papel, una novela escrita por Carlos María Domínguez. Una biblioteca, dice ahí: nunca es una suma de libros sueltos: “la biblioteca que se arma es una vida.” Pero tal vez la vida de una biblioteca sea la de un enorme parásito, la de una plaga terca que se come todo lo que encuentra a su paso. Una plaga que es, seguramente, el mejor retrato de su dueño.
Podría decirse que la mejor obra de José Luis Martínez fue su biblioteca. Junto a sus reflexiones literarias y sus trabajos históricos, dio forma a una colección extraordinaria de libros, folletos, revistas. Gabriel Zaid lo vio con tino como el gran “curador de las letras mexicanas”. Para gran fortuna de México, su biblioteca fue comprada por el gobierno federal y ha encontrado casa en la Biblioteca de México en la Ciudadela. Ahí está naciendo el gran vecindario del libro en México. Una biblioteca es un organismo vivo. Como los ratones o los hongos que crecen ahí, está amenazada de muerte. Puede ser consumida por el fuego o las termitas o desintegrada por el paso de los años. El organismo puede ser destazado poco a poco hasta desaparecer. Celebro que el gobierno federal haya puesto el ojo en ese patrimonio de nuestra cultura que forman las bibliotecas privadas. En ellas no están solamente millares de libros recogidos a lo largo de vidas de estudio, sino, sobre todo, la mejor muestra del fervor por los libros.
No se trata de una mera preservación de toneladas de papel impreso. Se trata de abrir un gran espacio público para le lectura. El proyecto del Consejo para la Cultura y las Artes es formidable: salvar las grandes bibliotecas privadas de México, alojarlas en una casa acogedora y fundar un espacio público—al mismo tiempo plaza y templo—para el libro. El reto es transformar un patrimonio personal en bien público, convertir una guarida personal en espacio común. No se trata de una intervención estatal para alimento de profesores o investigadores solamente, sino para el disfrute de todo mundo. La lección de Medellín no puede ignorarse: curar una sociedad herida de violencia, restaurar una comunidad desgarrada por el miedo exige ganar espacios para lo público y aconseja una vindicación de la cultura.
De acuerdo al proyecto, las bibliotecas compartirán techo, conservando su identidad. Los fondos se preservarán íntegros pero se comunicarán con facilidad. La arquitectura, desde luego, jugará un papel fundamental para abrigar al libro y su lector. El visitante podrá recorrer la colección de José Luis Martínez para visitar después la biblioteca de Antonio Castro Leal, hojear los libros de Alí Chumacero y curiosear luego los volúmenes de Jaime García Terrés. Será, desde luego, un espacio de este tiempo, abierto a los distintos portadores de texto. Los libros de las distintas colecciones están siendo digitalizados para encontrar un espejo en la red y estar a disposición de todo mundo. Un vecindario para el libro. Un puente de lo privado a lo público y del pasado al futuro.
Sí: tengo un problema con Natalie Portman. Cada vez que la veo en una película tengo que correr a ponerme un suéter. Por supuesto: reconozco que es preciosa, que es la elegancia, que tiene una piel esplendorosa. No puedo negar su precisión actoral, el esmero con el que representa a una reina, a una nudista, a la compañera de un matón. Pero nada me dice, muy poco me comunica. Me parece tan atractiva como una perfecta escultura de hielo.
Una pieza sin defecto. En Closer, esa potentísima película de Mike Nichols sobre los demonios de la intimidad, Natalie Portman sostiene, sin duda, la tensión de su personaje. Alice, la nudista atrapada en una red de emociones, es representada correctamente. El problema es que no alcanza a despojarse en ningún momento de su ángel y sumergirse en bestia como lo hace el resto de los personajes a golpe de traiciones y verdades. Cuando el desamor llega, no la opaca. El resentimiento sale de sus palabras pero no surge de su intestino. La actriz grita pero no ruge; golpea pero no araña, llora sin desmoronarse. Natalie Portman siempre flota, intocada por la tierra, las sábanas, los cuerpos. Un colibrí. En los personajes que ha representado, ha cambiado mil veces de peinado pero apenas ha transformado la naturaleza de su personaje único: una belleza adolescente, vulnerable y frágil. Calva en Vendetta, pelirroja o con peluca rosada en Closer o con el chongo de la princesa Amidala, es siempre hermosísima y siempre helada. Eras perfecta, le dice Dan (Jude Law) en una de las últimas escenas de Llevados por el deseo. Lo sigo siendo, le responde Alice. Y en efecto, sigue siendo perfecta: herméticamente impecable.
El Cisne Negro, la película que le dará todos los honores de la actuación, parece una película sobre ella: una cinta sobre la frustrante perfección. La perfección como conquista muda e inexpresiva, como una tortura que busca una recompensa imposible. Una bailarina adicta a la exactitud es acosada por alucinaciones, autoflagelación, acosos y delirios. Una historia de horror que se pasea por las fronteras de lo chusco: la madre es una bruja, la comida es veneno, el cuerpo es poseído por alguna maldición, la noche es una pesadilla. Este trabajo de Aronofsky parece una continuación de Réquiem por un sueño, pero ahora se muestra que la obsesión, mucho antes que la cocaína, es el peor de los narcóticos. Ninguna dependencia tan monstruosa como la propia ambición. Nada tan destructivo como nuestra intolerancia al error propio. Nadie discutirá los méritos de Natalie Portman, cuando en el ritual conocido, dé las gracias a la Academia por su Óscar como la mejor actriz del año. Modificó su cuerpo para darle vida a una bailarina, su rostro aparece en primer plano durante toda la película; ella se desdobla en personajes torturados y le da vida a una guapa que sufre mucho.
“Solamente quiero ser perfecta,” dice Nina, la bailarina de la cinta. En El cisne negro, Natalie Portman vuelve a ser perfecta: Yo sigo con mi problema: la perfección me da frío.
David Byrne es un tiburón que no puede quedarse quieto. A la caza permanente de canciones, ritmos, esculturas, intervenciones y hasta presentaciones de powerpoint, canta, bailotea, produce discos, esculpe, hace instalaciones sonoras, publica en blog un diario extraordinario. La exuberancia de su música es apenas muestra de su apetito artístico. En sus discos se asoman sus contagiosas capturas: el funk y el minimalismo clásico, los ritmos africanos, el gospel, la música electrónica y el chachachá. Sus letras son sueños que adquieren sentido en otra gravedad. Eficaz escritura automática cuyo sentido no es siempre claro. Vena abierta de palabras brincadoras. En una charanga de su primer disco tras la separación de los Talking Heads, se cantaba a sí mismo caminando gozosamente como un edificio. ¿Cómo trotarán los rascacielos?
No es raro que un hombre tan renuente al reposo haya escogido la bicicleta para trasladarse. Desde hace treinta años David Byrne se mueve en Nueva York en su bicicleta. Cuando viaja por el mundo para dar un concierto, para grabar un disco, para armar una instalación, empaca una bicicleta portátil. Procura siempre tener tiempo para perderse. Al montarse en su bicicleta, Byrne se sienta pero no está quieto. Se transporta sin dejar de pasear. Un libro reciente recoge sus aventuras sobre pedales (Bicycle Diaries, Viking, 2009). El invento que elogia es una máquina que no nos arrebata nuestra condición de animales, esto es: seres que se mueven por impulso propio. Cuando las piernas pedalean, avanza la cinta del mundo y se activan las palpitaciones. Se puede ver así la película desde un ventanal con ritmo. Piernas y sangre al compás de la ciudad. Más rápido que la caminata, más lento que una moto, la bicicleta resulta el gran mirador de lo urbano. Los coches aplastan las ciudades y las cercenan con viaductos taponados. Sus conductores cierran los ojos a sus habitantes, se encierran en su cápsula y se vuelven sordos a sus rumores. El ciclista, en cambio, es el habitante atento.
Los diarios de bicicleta de David Byrne son postales urbanas llenas de color y música. Notas sueltas sobre barrios, edificios, galerías, bares, calles, banquetas, monumentos, prostíbulos, puentes, casas, parques. Bocetos ágiles de los habitantes de estos rincones. Denver desolado; Berlin escondiendo la sordidez en su fanatismo de orden; suburbios que veneran el mall, arquitecturas desalmadas; manantiales de creatividad. El artista medita sobre la censura, la memoria, los estereotipos, la violencia. Apuntes sobre el arte y la música en de cada vecindario visitado. Las estampas bicicleteras son también un alegato discreto por la ciudad. Sabe bien que el concreto, el vidrio y la piedra (para invocar otra canción suya) nos esculpen. Las calles, los barrios, los árboles en las aceras, las glorietas nos dan forma. Byrne disfruta los muchos sabores de lo urbano: el anonimato que permiten las grandes concentraciones y la intimidad de ciertos barrios. El trazo caminable y cierto desorden excitante, aún el peligro que acelera la sangre. Ciudades vivas, sensibles, en movimiento. Observar una ciudad, involucrarse en ella es uno de los grandes gozos de la vida. Es parte, dice Byrne, de lo que significa ser humano.
x fin hubo link!
Gracias por compartir este video Jesús! 😉