Visto acá.
El Economist de esta semana lee los libros de Barenboim y Said sobre el poder de la música. En el ensayo de Barenboim
se desarrolla la analogía musical de la sociedad: distintas voces, voluntades variadas que se cruzan y compiten para ser escuchadas; algunas están continuamente presentes, otras aparecen de pronto. Si aprendemos una lección de la música, dice el director, es que todo está conectado; no hay particulas independientes. El libro de Said
recoge sus colaboraciones en The Nation en donde se alejaba de la política del Medio Oriente y sus divagaciones sobre el orie ntalismo para concentraba en el conservadurismo en la escena muscial neoyorquina o las intelectualizadas interpretaciones de Glenn Gould.
Decía Heidegger que construir es habitar y que habitar es cuidar. Cuidando la montaña en la que se posa, la casa Monterrey diseñada por Bernardo Gómez Pimienta, no es solamente una habitación para sus dueños, es también un regalo a la ciudad que ahora contempla los árboles y los pedruscos de su sierra bajo el signo de una edificación tutelar. Cada una de las cajas que la integran, parecen haber sido depositadas con suavidad sobre el cerro sin romper ni una rama de árbol. Si construir es cuidar, será también escuchar: por eso la arquitectura es el otro arte del oído. Diálogo de construcción y naturaleza. No es el sometimiento de lo silvestre al dictado de la razón, es el contrapunto del trazo y el azar: la inteligencia del hombre frente a la otra.
La casa ocupa su lugar en la montaña sin allanarla. Una silvestre exuberancia se entiende íntimamente con la exactitud matemática de la imaginación y de la técnica. Los caprichos del bosque son el contrapunto del exquisito esmero arquitectónico. La casa promulga así un claro manifiesto contra la jardinería, ese sometimiento de la vegetación al designio de navajas y equilibrios. Pinos, encinos, cedros, oyameles, zacatonales, yucas, uñas de gato, lechuguillas son—más que vecinos—cohabitantes de la casa. La inteligencia geométrica de Gómez Pimienta, la profunda sabiduría de sus formas se despliega aquí como una ambición comedida: el arquitecto maduro que entiende las fronteras de su arte admitiendo la colaboración del mundo.
La casa que acaba de recibir Medalla de Plata en la categoría de vivienda unifamiliar en la Bienal de Arquitectura Mexicana es una intervención corpulenta y, al mismo tiempo, sutil. Se muestra pero también se esconde. Ostensible a la distancia pero ligera, casi etérea desde el interior. Cada espacio encuentra su vocabulario, su material, su continente: madera, mármol, concreto, fierro. Cada ritual doméstico merece residencia inconfundible; cada cuarto, su envoltura: cada recinto recibe un abrazo único y sin prisa. Los espacios nunca se dan la espalda: se comunican con pasillos de contemplación. Hilos de luz, túneles de transparencia enlazan un cuerpo de células libres. La montaña se convierte de ese modo en la puntuación cotidiana de la casa. No hay conglomeración de aposentos, la arquitectura deja de ser asiento para volverse travesía. Paréntesis en la montaña unidos por la transparencia de una coma. La vitalidad de la casa reside en su régimen respiratorio: todo tránsito cotidiano absorbe al bosque. Desplazarse de la sala al comedor, del cuarto a la cocina es inhalar la montaña y exhalar arquitectura. Llenarse de mundo los pulmones. El paseo no es la excursión de quien sale fuera de la casa para perderse en el cerro: la casa es el paseo.
*
Desde el verano de 1922, Martin Heidegger vivió en una cabañita en las montañas de la Selva Negra. Abandonó la ciudad para habitar una soledad envuelta en bosque. Un cuarto de siglo después de aquella mudanza que marcó su filosofía escribió un texto al que tituló “El pensador como poeta”. Su casa, su pensamiento, su vida seducidos por la naturaleza y una arquitectura que la escucha:
Cuando la luz de la aurora crece en silencio sobre las montañas…
Cuando el molinillo de viento que está fuera de ventana de la cabaña zumba en la tormenta que crece…
Cuando a través de un jirón en el cielo con nubes de lluvia se desliza de pronto un rayo de sol sobre la penumbra de las praderas…
Cuando al comenzar el verano se abre una solitaria flor de narciso en la pradera y una rosa de las rocas brilla bajo el arce…
Cuando el viento, al cambiar de repente, murmura en las vigas de la cabaña y el tiempo amenaza con volverse desagradable…
Cuando en un día de verano la mariposa se posa en una flor y, con las alas cerradas, se balancea con ella en la brisa…
Cuando el arroyo de montaña en el silencio de la noche cuenta su caída sobre las piedras…
Cuando en las noches de invierno se desgarran en la cabaña tormentas de nieve y una mañana el paisaje se calla bajo su manto de nieve…
Cuando los cencerros de las vacas tintineas desde las laderas del valle de montaña conde los rebaños vagan lentamente…
Cuando la luz de la tarde, inclinándose en algún lugar del bosque, baña de oro los troncos de los árboles…
El filósofo, ciudadano de su cabaña, registra las confidencias naturales de las que brota la idea, la vida. El texto concluye en poema:
Los bosques se extienden
Los arroyos saltan
Las rocas permanecen
La niebla se difunde
Las praderas esperan
Brota la fuente
Los vientos viven
Bendiciendo a las musas.
La bendición de las montañas silenciosas, los milagros la luz, las amenazas del viento, los bailes de la brisa. Y las rocas que permanecen. Mudanzas del tiempo y la dura persistencia de la roca. La casa Monterrey de Bernardo Gómez Pimienta ha sido tocada por la misma musa. La arquitectura es la conquista física de lo intangible. Otra forma de nombrar lo inefable y, además, habitarlo.
Robert Hughes ya había visto a la muerte. La vio sentada frente a un escritorio, como si fuera un banquero. Ningún gesto. Sólo la boca abierta, un túnel negro como el que pintaron los antiguos cristianos. El banquero esperaba que me dejara ir, que entrara a su garganta oscura, recuerda en sus memorias. La invitación me pareció abominable, me llenó de odio al no ser. No era miedo. Era, más bien una apasionada repulsión por la nada en que se convertiría. En ese momento me di cuenta de que no hay nada después de la vida: el único sentido de la vida es la vida afirmándose tercamente contra el vacío y la trivialidad. Esta vez el banquero no lo soltó. Robert Hughes es nada.
Fue porque fue crítico. Así lo dijo en el título shakespeareano de uno de sus libros. No pidas halagos, le dice Yago a Desdemona. Que nada soy si no soy crítico. La crítica no fue un oficio, una ocupación, una fuente de ingresos: fue la condición de su existencia, esa que con pasión resiste la nada y su vecino: lo trivial. “Adoro el espectáculo de la habilidad”, decía. Su vida fue el homenaje a la expresión artística y la ruda impugnación de los farsantes. Era, con orgullo, un elitista cultural. La desigualdad en las artes no hace daño a nadie. La democracia no tiene nada que hacer en esos dominios donde debe preferirse lo bueno a lo malo, la elocuencia al cuchicheo, la plenitud de la conciencia a la conciencia adormecida. La torpeza estética era para él una forma de tiranía manufacturada. El siglo XX dio pocos enemigos de ese despotismo tan briosos y elocuentes como Robert Hughes.
Su pasión no podía ser transigente. En sus crónicas publicadas en Time y en muchas otras revistas hay una deliciosa rudeza. Su reseña a las memorias de Julian Schnabel pertenece a las antología universal del veneno. “La vida no examinada, dijo Sócrates, no merece ser vivida. Las memorias de Julian Schnabel, tal y como son, nos recuerdan que lo opuesto también es cierto. Una vida no vivida no merece ser examinada.” Cuando preparó el documental sobre el arte del siglo XX para la BBC, celebraba un genio que se agotaba a golpe de subastas. En los últimos episodios de El impacto de lo nuevo se advierte su pesimismo sobre el futuro del arte y el efecto devastador del dinero. Poco de lo nuevo le interesó. A pesar de estar convencido de que en el arte no hay progreso, describió la decadencia. Al visitar al coleccionista Alberto Mugrabi y contemplar una escultura de Damien Hirst se preguntó: “¿No es un milagro lo que tanto dinero y tan poco talento pueden producir? Simplemente extraordinario. Cuando veo algo como esto me doy cuenta de que buena parte del arte—no todo, gracias a Dios, pero mucho—se ha vuelto simplemente un tipo de juego repulsivo para la autopromoción de los ricos e ignorantes.” Pero su admiración era también prodigiosa. Supo comunicar el embeleso estético, las capas de sentido que contiene una obra maestra, los desafíos que nos lanza el artista, las maravillas de la ciudad, el significado que el arte nunca impone pero que siempre insinúa.
Lo dice con espléndida elocuencia en El impacto de lo nuevo: el arte, el verdadero, busca siempre iluminar la totalidad de la experiencia humana, hacerla comprensible. Comunicarnos la gloria y la miseria de la vida sin acudir al argumento. Romper la brecha entre tú y todo lo que no eres tú. El camino del sentimiento al sentido. El arte de la crítica pertenece al mismo dominio. Como custodio de una ambición humana, su prosa aspiró a esa comunicación.
En el número más reciente de Letraslibres, esta nota sobre Ayaan Hirsi Ali.
En su nueva colección Opúsculos, El Colegio Nacional ha rescatado un viejo discurso de Ignacio Chávez ante el Congreso Mundial de Cardiología. Hace casi sesenta años, el médico reflexionaba sobre las promesas y los peligros de la especialización médica. Su mensaje es uno de los mejores argumentos por la conciliación de las culturas. El educador buscaba el acercamiento de esos dominios que nuestro tiempo se ha empeñado en enemistar: la ciencia y la filosofía, la técnica y la poesía, la medicina y las humanidades.
Chávez, por supuesto, reconocía los beneficios de la especialización. Sabía que adentrarse en los vericuetos de un órgano aceleraba la ciencia y daba más herramientas para la atención del enfermo. También advertía los costos. Hay en la especialización una “enorme fuerza expansiva de progreso”. Gracias a ella contemplamos el avance espectacular de nuestra disciplina. Al mismo tiempo la especialización era “fragmentación, visión parcial, limitación de nuestro horizonte. Lo que se gana en hondura se pierde en extensión. Para dominar un campo del conocimiento, se tiene que abandonar el resto; el hombre se confina así en un punto y sacrifica la visión integral de su ciencia y la visión universal de su mundo. Sufre con ello su cultura general, que se ve obligado a soltar, como se suelta un lastre; sufre después su formación científica, porque deja de mirar la ciencia como un todo, para quedarse con una pobre pequeña rama entre las manos; sufre, por último, su mundo moral, porque el sacrificio de la cultura constituye un sacrificio de los valores que debieran fijar las normas de su vida. Y en este drama del hombre de ciencia se perfila un riesgo inminente: la deshumanización de la medicina y la deshumanización del médico.”
Como Alfonso Reyes, pedía el latín para las izquierdas, toda la literatura del mundo para México, su cardiólogo invitaba a sus colegas pasear por los jardines atenienses. El argumento de Reyes era que esa cultura no nos era ajena, que no podríamos pensar que sólo lo endógeno nos era propio. Nuestro es todo el caudal de la cultura de Occidente. En ese mismo sentido, sugería Chávez que no había mayor mutilación parea el médico que la amputación de la cultura humanística. Lo decía porque sabía bien que el humanismo no era un lujo: “Humanismo quiere decir cultura, comprensión del hombre en sus aspiraciones y miserias; valoración de lo que es bueno, lo que es bello y lo que es justo en la vida; fijación de las normas que rigen nuestro mundo interior; afán de superación que nos lleva, como en la frase del filósofo, a ‘igualar con la vida el pensamiento’. Ésa es la acción del humanismo, al hacernos cultos. La ciencia es otra cosa, nos hace fuertes, pero no mejores. Por eso el médico, mientras más sabio debe ser más culto.”
Cuidaba Chávez, ni más ni menos, que la autoridad de su disciplina. Cuidaba el ascendiente del médico que no es simple superioridad de información técnica. En cada diagnóstico hay algo más que comprensión: simpatía. “El médico no es un mecánico que deba arreglar un organismo enfermo como se arregla una máquina descompuesta. Es un hombre que se asoma sobre otro hombre, en un afán de ayuda, ofreciendo lo que tiene, un poco de ciencia y un mucho de comprensión y simpatía. ¿Por qué hemos de dejar perder ese aspecto fundamental, humano, que no viene de nuestra ciencia sino de raíces más hondas, de nuestra cultura que nos fija un deber y de nuestra sensibilidad que traduce, parafraseando a Peguy, un impulso del alma hacia el bien.” Al decir esto, al pasearse por los jardines de la Academia, Chávez imaginaba la sonrisa escéptica de sus colegas: ¿para qué me sirven esas cosas, si con mi técnica y mi ciencia, con mis herramientas y mis pócimas puedo dominar la ciencia de la cardiología.
Hacía entonces otro intento por persuadir a los miembros de la Sociedad Internacional de Cardiólogos: ciencia y cultura son hermanas. No pelean: se complementan armoniosamente. En la filosofía y en la literatura, en la historia y en la poesía habría de alimentarse la humildad. No cabe la medicina entera en el matraz de la ciencia. Imposible de medir el sufrimiento irrepetible, el reflejo ante el dolor, la angustia. El humanismo, dice Chávez, le permitirá al médico “inclinarse con humildad ante la inmensidad de lo que ignora.”
“La tarea del ojo derecho es mirar al telescopio, mientras que el ojo izquierdo mira en el microscopio.” Leonora Carrington ubicaba en ese estrabismo el genio de su imaginación. Lo diminuto y lo remoto se transfiguran en esa hechicería donde la luna es el ombligo de nuestras rotaciones y el cielo el imán que seduce a todos los cuerpos. De ahí también su fantástica zoología. La extraordinaria exposición que celebraba los cien años de la artista que ahora puede verse en Monterrey, capturaba todas las expresiones de su creatividad. Los lienzos, las máscaras, los títeres, los murales, los bocetos, los relatos, las cartas. A Tere Arcq y Stefan van Raay debemos la curaduría de este acontecimiento. En uno de los muros de la exposición podía leerse una doble revelación de sus ensueños: “Si hay dioses, no los creo de forma humana, prefiero pensar los dioses en forma de cebras, gatos, pájaros. Un prejuicio mío. Pero si se mueve alguna divinidad adentro del animal humano, es el amor.”
*
De Ida Vitale:
No respiran los pájaros:
por su canto respira el mundo.
*
Las ilustraciones de Paul Sahre para el artículo publicado por el semanario del New York Times eran perfectas. Una botella con una etiqueta que anunciaba su vacío: Este frasco no contiene nada. Aplíquese diariamente hasta que los síntomas desaparezcan. Otro retrataba una medicina imaginaria: Placeborol. Refrigérese (o no). Las estampas acompañaban un artículo de Gary Greenberg sobre los placebos. ¿Y si el efecto placebo no es una farsa? El texto invita a tomar los chochos con seriedad. Sí: una pastilla de azúcar puede curar. O, por lo menos, ayudar a curar. Los descubrimientos recientes son una cachetada a los prejuicios de la modernidad: si un paciente se toma un vaso de agua con tres gotas de agua por prescripción de un médico al que respeta, tenderá a mejorar. Importa poco la sustancia. Cuenta la autoridad y la atención. Y si a una medicina se le cuelga un nombre rimbombante, tendrá un impacto mayor que si recibe un nombre ordinario.
Tal vez, sugiere, Greenberg, las tabletas inocuas activan una respuesta biológica al cuidado del otro; el celebro se enciende con la preocupación y el esmero de quien prescribe una pócima, desatando con ello una estela de reacciones fisiológicas. Si la mente es persuadida, el cuerpo sigue su pista. La mismísima escuela de medicina de Harvard ha creado un programa de estudios sobre los placebos. Su director sostiene que la curación de las enfermedades humanas no puede seguir siendo entendida como el uso mecánico de ciertas herramientas o el ciego suministro de sustancias. La relación entre el paciente y el médico (o el curandero, o el brujo) es determinante. Lo entendió bien Paul Valéry, un poeta, hace tiempo: los médicos usarán la ciencia pero no son científicos.
*
Lo mejor que vi en pantalla en el 18 (además de Roma, por supuesto, que se cuece aparte) fueron series documentales destinadas a la televisión más que a las grandeas salas. La primera, Wild, Wild Country, registra la aventura del gurú Bhagwan Shree Rajneesh (a quien se le conoció después como OSHO) en un diminuto pueblo de Oregon para fundar una comunidad utópica. La historia no solamente confronta a los seguidores del gurú con los pobladores originarios. También muestra las fricciones interiores, los delirios de los fieles, la ilusión sincera y los terribles permisos que toda secta se concede. Pocos personajes tan fascinantes, tan magnéticos como los que aparecen en esta serie de los hermanos Maclain y Chapman Way producida por Netflix. También ahí puede verse la serie monumental de Ken Burns sobre la guerra de Vietnam. Un lamento en diez episodios y dieciocho horas que recoge testimonios de los dos extremos del conflicto: delirios del poder y lágrimas. Locura, autoengaño, mentira y duelo.
*
A cincuenta años del año que cambiara la vida de Octavio Paz, aparece un sitio en internet que aspira a recoger todas las cosas pacianas. En zonaoctaviopaz.com pueden encontrarse cartas, fotos, poemas, ensayos, conversaciones, entrevistas. Lecturas del poeta: lo que él leyó y lo que en él se ha leído. Ahí podrá encontrarse una nota, por ejemplo, de Jorge Cuesta hablando de un joven de veinte años. Y su presagio: “Octavio Paz tiene un porvenir.”
¿NUEVOS LOMBROSOS?