Ahora que empiezan las campañas, resulta muy oportuno el podcast del Guardian sobre La sociedad del espectáculo de Guy Debord.
El espectáculo, dice en aquel libro famoso, no es una colección de imágenes, sino una relación social entre personas que es mediada por imágenes.
Aquí puede verse la adaptación fílmica que el propio Debord hizo de su libro:
Se publicó recientemente El Montaigne de Shakespeare, un libro que ubica los ensayos del francés que más influyeron en la dramaturgia de inglés. Se trata de dos escritores y una sola mente, dice Jonathan Bate en una nota sobre el libro:
De modo absurdo, el crítico Harold Bloom propuso alguna vez que Shakespeare había inventado nuestra idea de lo que era ser humano. Mucho más sensato sería argumentar que entre Montaigne y Shakespeare provocaron un cambio telúrico en nuestro entendimiento de la autonomía del individuo, el sentido de uno mismo y la aceptación occidental de la diferencia de culturas y la relatividad de los valores.
Manuel Felguérez estuvo enamorado de la inteligencia de los círculos y los triángulos; de la belleza de los desechos, de la imaginación de las máquinas. Porque sabía que el arte muere cuando el artista se repite, buscó siempre. Se mantuvo en guardia para seguir creando y no convertirse en “artesano de sí mismo.” Pero en esa búsqueda se desplazó siempre en el vasto territorio de la abstracción. Desde que su escultura se liberó de las alusiones al cuerpo humano, siguió experimentando en el arte que cierra los ojos para mirar las formas sin modelo. Huyendo de la retórica nacionalista, encontró refugio en la abstracción. Una de sus últimas obras públicas, el enorme mural que México regaló a Naciones Unidas, resume tal vez su filosofía de la abstracción. El inmenso lienzo es el remate del pasillo de las banderas que conduce al salón plenario de la Asamblea General. Su título es una fecha: 2030. Se trata de una arena de oros, salpicaduras negras y atisbos de blanco. Frente al nacionalismo que apela a las parcialidades enemigas, frente al tatuaje de los agravios ancestrales, el mensaje de un arte sin fábulas. La superación de las identidades. El color y la forma, la densidad y la ligereza; la hondura y la levedad. El cálculo de la razón y la libertad de lo azaroso. Ahí se encuentra el mensaje sin palabras. Al no decir nada concreto, decía Juan García Ponce, la abstracción de Felguérez habla un lenguaje comprensible para cualquiera. No alimenta nuestro prejuicio, lo disuelve. Por eso, a través de sus tintas, formas y texturas, invita al silencio.
Fue un estudioso de escarabajos, de esqueletos y de caracoles. Un admirador, pues, del equilibrio. Esa es, tal vez, la batalla de toda su obra: la conquista del equilibrio. Digo batalla porque en esos términos describió su pasión creativa. El lienzo, la pieza escultórica, el mural son, de algún modo, campos de una batalla íntima que se resuelve en trazos, transparencias, goteos. Será eso lo que les otorga de inmediato la espesura del tiempo. Rastros de una obsesiva refutación. Corregir mil veces el tono, aligerar la oquedad con algún rizo, sujetar con hilos lo que se dispara al aire. En la abstracción de Felguérez hay poco gesto y mucho cálculo: la fricción del hallazgo y del remiendo.
La obra de Felguérez se mueve entre el envase y el desbordamiento. Colores encapsulados y formas escurridizas. La contención y el chapoteo. Apenas en diciembre pasado, para celebrar sus noventa años, el MUAC inauguró su exposición “Trayectorias.” Se muestran ahí tres exploraciones. La primera es industrial, la segunda geométrica y la tercera, orgánica. Estos fueron sus tres dominios. En el primer tiempo el artista auscultó el poder estético de lo mecánico. Los motores de las fábricas, las piezas de los coches, la pedacería de la industria encuentra en sus murales otro sentido: un arte de la máquina. El segundo tiempo es un examen del espacio. El pintor escucha la música de los números, la armonía de los cuerpos esenciales, el diálogo de los colores. Triángulos, círculos rectángulos suspendidos en el tiempo: el arte de la exactitud. El tercer momento de Felguérez es el hallazgo de la vida. Entre el caos de las hendiduras y discontinuidades, aparece una prodigalidad celular. Las frialdades cerebrales de las tuercas y el cuadrado perfecto, son ahora partes de un caos vivo, en sorprendente equilibrio. La máquina, el número y la vida.
A propósito de la exposición de Joaquín Sorolla en el Museo Nacional de San Carlos, vale recoger lo que escribió Carlos Pellicer, al ver los cuadros del valenciano en la Hispanic Society de Nueva York. En alguna carta a José Gorostiza (recogida en la correspondencia editada por Guillermo Sheridan), Pellicer escribe: “Corren las pinceladas del
pintor, como el mar.”
“¿A dónde están Cézanne y Pisarro, Monet y Manet, Zorn y Sargent y el
diablo y su hermano? No sé. Sorolla reina como un déspota, y el impresionismo
es él exclusivamente porque es él el mayor pintor de esa manera de pintar. Este
dueño de los trópicos pinta con fuego; de sus paletas al sol toma la luz, como
si el sol fuera su propia paleta, y descompone los colores como la luz en el
iris con la facilidad milagrosa de los fenómenos naturales. Sorolla pinta momentos, rara vez pinta horas. Se piensa en un prodigio cenital,
que sintetizando una vida en un instante, la define así para siempre. Por esto
el impresionismo parece que fue hecho para Sorolla. Ningún pintor ha sido capaz
de tocar la luz como Sorolla. La luz canta al ser tocada, y las pinceladas corren ancha y largamente sobre la tela,
como olas de color. Como el tiempo no puede detenerse, hay que pintar a tiempo. Así pinta este grande artista. (…)
Sorolla está loco de luz. Y eso es incurable, felizmente.”
Alain de Botton, autor de Religión para ateos, escribe sobre el fracaso de los museos para ser lo que él quisiera que fueran: templos. Su crítica es, en realidad, un cuestionamiento al arte contemporáneo y su rechazo a la instrumentalidad. Ir a un museo es asistir a un espectáculo confuso. Es la "veneración de la ambigüedad," dice. De Botton cree que los curadores deberían aprender de la iconografía cristiana y regresar al arte como pedadogía. Que el arte no sea para el arte, que sea para algo más.
Es muy poco razonable pensar que el ser humano es un animal razonable, escribió Edgar Morin. Homo es también demens: una criatura que muestra una afectividad extrema, convulsiva, un ser apasionado y colérico. Un animal que grita y que cambia de humor de un instante al otro. El hombre, dice Morin, “lleva en sí mismo una fuente permanente de delirio; cree en la bondad de los sacrificios sangrientos; confiere cuerpo, existencia, poder a mitos y dioses de su imaginación. Hay en el ser humano un foco permanente deubris, el exceso de los griegos.” De nuestra locura, dice el sabio francés, provienen la crueldad y la barbarie pero de ahí también la creación, el invento, el amor y la poesía.
Nadie ha logrado entre nosotros retratar los extremos de esa demencia dulce y horrorosa como Alberto Ruy Sánchez. Lo hemos leído, sobre todo, como un prosista del deseo. Un novelista que erotiza el universo a través de lo que él mismo llama prosa de intensidades. Sus novelas son una composición musical que encuentra ritmo, respiración y textura en una sucesión de imágenes implacables. Novelas que podrían ser poemas extensos si sirviera para algo la manía clasificatoria. En Los nombres del aire que Alfaguara ha publicado recientemente dentro del Quinteto de Mogador pueden leerse líneas como ésta: “Sus dedos suben y bajan todas las espirales de su cuerpo coincidiendo a cada momento con los otros dedos que la recorren por dentro. Ambos se reconocen a través de la piel como dos puntas de alfileres encendidos que recorren la superificie de una tela y donde se encuentran queman.” Son esos dedos del aire que producen el otro clima de los días, escribe Ruy Sánchez.
Pero en la obra del exquisito editor puede encontrarse también una exploración de la otra demencia. No el desvarío del amor sino ese impulso del poder que pretende someterlo todo. Decía Octavio Paz que el erotismo era el deseo transfigurado por la imaginación. Era un anhelo convertido en ceremonia. Bien podría decirse que la ideología es, igualmente, transformación imaginativa del ímpetu de mando (o de servidumbre). Ideas que se ofrecen para una ceremonia de comunión a través del fuego; doctrinas que prometen la redención comunitaria a través del sacrificio y la carnicería. A fines de 1991 Alberto Ruy Sánchez publicó un ensayo extraordinario sobre el viaje de André Gide a Rusia. El intelectual que había llegado a la Unión Soviética convencido de que ahí nacía la sociedad fraterna, regresaba desencantado ante el espectáculo de la tiranía. Gide tuvo el valor de abrir los ojos. Al hacerlo descubría la “tristeza de la verdad”, esa que aparece cuando tus amigos de siempre deciden lincharte antes que permitir “que tus dudas dialoguen con sus certezas.”
“Yo escribo la noche”, escribió Alejandra Pizarnik en un poema. “Los ausentes soplan / y la noche es densa.” La novela más reciente de Ruy Sanchez regresa a la noche del siglo XX, esa noche regida por la ilusión política. El novelista teje historias o, más bien, imágenes. No va al punto. Captura escenas, retrata personajes, borda ideas, se sumerge en cuadros, explora arquitecturas, descifra jeroglíficos. Los sueños de la serpiente es una brillante defensa de la digresión: mucho aprendemos en las distracciones del viaje. Esta novela sobre el mal se acerca y se aleja de su meta, se dispersa y, al perderse, encuentra sentido.
Los crímenes de nuestro siglo han adquirido coartada filosófica, decía Camus. Aparece aquí la muerte de quienes obstaculizan la Historia, asesinatos trenzados por el deseo y la ilusión. Criminales poseídos por las dos utopías. De eso y de Oliver Sacks y las piritas; de Sylvia Ageloff y el cráneo abierto Trotsky; de Coyoacán y unas fascinantes hormigas apestosas; del arte verdadero que aparece en los lugares más insospechados; de la secreta hermandad de Henry Ford y Lenin; de los collages de la prisión de Santa Martha y de los crímenes de guerra en Bosnia trata el libro de Ruy Sánchez. Y de aquel juez que escapaba de las atrocidades que examinaba en su tribunal acudiendo a la pintura de Vermeer. “Mis ámbitos, dijo al recibir el Premio Nacional de Artes y Literatura, son o quisieran ser, en la noche de los tiempos, entre las páginas del inevitable memorial de los agravios, islas de luz. (…) Ámbitos de luz compartible, contagiosa, lúcida si se quiere y, si se puede, ámbitos del deseo.”
Robert Hughes ya había visto a la muerte. La vio sentada frente a un escritorio, como si fuera un banquero. Ningún gesto. Sólo la boca abierta, un túnel negro como el que pintaron los antiguos cristianos. El banquero esperaba que me dejara ir, que entrara a su garganta oscura, recuerda en sus memorias. La invitación me pareció abominable, me llenó de odio al no ser. No era miedo. Era, más bien una apasionada repulsión por la nada en que se convertiría. En ese momento me di cuenta de que no hay nada después de la vida: el único sentido de la vida es la vida afirmándose tercamente contra el vacío y la trivialidad. Esta vez el banquero no lo soltó. Robert Hughes es nada.
Fue porque fue crítico. Así lo dijo en el título shakespeareano de uno de sus libros. No pidas halagos, le dice Yago a Desdemona. Que nada soy si no soy crítico. La crítica no fue un oficio, una ocupación, una fuente de ingresos: fue la condición de su existencia, esa que con pasión resiste la nada y su vecino: lo trivial. “Adoro el espectáculo de la habilidad”, decía. Su vida fue el homenaje a la expresión artística y la ruda impugnación de los farsantes. Era, con orgullo, un elitista cultural. La desigualdad en las artes no hace daño a nadie. La democracia no tiene nada que hacer en esos dominios donde debe preferirse lo bueno a lo malo, la elocuencia al cuchicheo, la plenitud de la conciencia a la conciencia adormecida. La torpeza estética era para él una forma de tiranía manufacturada. El siglo XX dio pocos enemigos de ese despotismo tan briosos y elocuentes como Robert Hughes.
Su pasión no podía ser transigente. En sus crónicas publicadas en Time y en muchas otras revistas hay una deliciosa rudeza. Su reseña a las memorias de Julian Schnabel pertenece a las antología universal del veneno. “La vida no examinada, dijo Sócrates, no merece ser vivida. Las memorias de Julian Schnabel, tal y como son, nos recuerdan que lo opuesto también es cierto. Una vida no vivida no merece ser examinada.” Cuando preparó el documental sobre el arte del siglo XX para la BBC, celebraba un genio que se agotaba a golpe de subastas. En los últimos episodios de El impacto de lo nuevo se advierte su pesimismo sobre el futuro del arte y el efecto devastador del dinero. Poco de lo nuevo le interesó. A pesar de estar convencido de que en el arte no hay progreso, describió la decadencia. Al visitar al coleccionista Alberto Mugrabi y contemplar una escultura de Damien Hirst se preguntó: “¿No es un milagro lo que tanto dinero y tan poco talento pueden producir? Simplemente extraordinario. Cuando veo algo como esto me doy cuenta de que buena parte del arte—no todo, gracias a Dios, pero mucho—se ha vuelto simplemente un tipo de juego repulsivo para la autopromoción de los ricos e ignorantes.” Pero su admiración era también prodigiosa. Supo comunicar el embeleso estético, las capas de sentido que contiene una obra maestra, los desafíos que nos lanza el artista, las maravillas de la ciudad, el significado que el arte nunca impone pero que siempre insinúa.
Lo dice con espléndida elocuencia en El impacto de lo nuevo: el arte, el verdadero, busca siempre iluminar la totalidad de la experiencia humana, hacerla comprensible. Comunicarnos la gloria y la miseria de la vida sin acudir al argumento. Romper la brecha entre tú y todo lo que no eres tú. El camino del sentimiento al sentido. El arte de la crítica pertenece al mismo dominio. Como custodio de una ambición humana, su prosa aspiró a esa comunicación.
En un par de notas recientes, el poeta Charles Simic ha lamentado la lenta extinción de las postales y las libretas. Ya nadie manda tarjetas con noticias de sus viajes, muy pocos caminan por la calle con libreta y pluma en la mano. Las sorpresas que llegaban antes en el correo y las ocurrencias que se registraban en un cuaderno van desapareciendo entre mensajes electrónicos y recordatorios en el teléfono celular. Los libros que Julián Meza ha escrito sobre sus viajes al Mediterráneo son, a su modo, una recuperación de esos tesoros de la comunicación entrañable: colección de tarjetas postales y cartas breves, cuaderno de apuntes, libreta de viaje.
Julián Meza ha ido a buscarse al Mediterráneo. Ha encontrado por ahí su cuna imaginaria, es decir, su cuna auténtica. Nadie elige donde nace, ha dicho. Pero bien puede encontrar el lugar de donde es realmente. Y no es que haya ubicado su sitio en una playa o en una isla; en alguna ciudad o en un puerto del Mediterráneo: lo ha inventado ahí en el barrio de una imaginación poblada de historia. El mapa de ese vecindario se ha ido desdoblando por entregas. En una editorial clandestina publicó su ensayo sobre Sicilia (Sicilia. La piedra negra, Grupo Editorial Alcalá. Con una nota previa de Álvaro Mutis, 2008) y en una linda edición de Ediciones sin nombre, su imagen de Constantinopla (Constantinopla. La isla del mediodía. 2011) Se trata, como él lo advierte por ahí, de libros de viaje que no son libros de viaje, de textos de historia que son más bien fábula, de ejercicios de ficción que contienen pocas mentiras, de crónicas que no siguen la pauta de la secuencia. Ensayos, pues, a plenitud. Ejercicios de libertad frente a las tiranías de razón, tiempo y lugar. Su viaje es lo contrario que la excursión del turista: es un viaje, es decir, un reencuentro, incluso con lo que nunca había visto. “Un viaje no es un recorrido sucesivo. No es una forma de partir de alfa para llegar a omega. El viaje se inicia ya iniciado, antes o después del principio, que no es tal.”
¿Qué ha ido a escarbar Julián Meza en ese escondite del Atlántico? Más que otro lugar u otro tiempo: otra civilización. Si el elemento común de los libros que ha publicado (y los que vienen) en esta serie es el carácter insular de sus protagonistas es porque en todos está presente el mar del encuentro, el mar de la fantasía, el mar de la conquista, la brisa de las culturas. Aguas que mecen vasijas ancestrales, conversaciones eternas, libros, aventuras, edificaciones. La suya es una civilización improbable que contrasta con la muy real barbarie de nuestra modernidad. Atila y Gengis Khan fueron menos salvajes que los depredadores del presente. Si en otros libros de Julián Meza se encuentran los discretos cariños del misántropo, aquí destella la vitalidad del melancólico. Añoranza de ese mundo lleno de dioses del que hablaba Seferis en su libro sobre el estilo griego. Añoranza de la conversación y del silencio, de la gracia y la dignidad. Un tiempo anterior a la hecatombe del monoteísmo. Un tiempo de dioses que conviven y pelean, como nosotros. Tiempo de tolerancia pero no de conformismo.
El viaje de Julián Meza es viaje de avión y de lecturas, recorrido por sitios y siglos, observación y espejismo. Si somos polizones en esas sociedades a la deriva de las que hablaba el gran Castoriadis, nuestro verdadero refugio son esas islas que evoca Julián Meza: casas de la fantasía y la amistad.
No he podido despegar el oído del disco de Rosalía que se ha vuelto un fenómeno en España. Digo disco aunque no tenga el acetato ni el cedé porque es, en efecto, un pieza en la que cada una de las once canciones se integra a un relato. Un álbum conceptual como los que ya no se acostumbran en esta época de pedacerías. El disco se basa, según dice la cantaora barcelonesa, en un libro del siglo XIV de autor anónimo. La dramática historia de amor venenoso que bien podría suceder el día de hoy. Una historia de deslumbramiento y negación, de celos, de posesión y abuso. Y finalmente, un canto de liberación.
Cada canción es un capítulo, el fragmento de un dolor que se enreda y se prolonga. El primero es un augurio sombrío. “Ese cristalito roto yo sentí como crujía. /Antes de caerse al suelo / ya sabía que se rompía.” Después vendrá la ceguera de la boda, los celos y el encierro. Sirenas, acelerones, y llantas acompañan la amenaza del amo: “Mucho más a mí me duele / de lo que a ti te está doliendo / conmigo no te equivoques.” Seguirá el sufrimiento solitario y una advertencia: “Y se va a quemar si sigue ahí / las llamas van al cielo a morir.” Y, finalmente, el poder: “A ningún hombre consiento / que dicte mi sentencia. / Sólo Dios puede juzgarme / Sólo a él debo obediencia. / Hasta que fuiste carcelero / yo era tu compañero.”
El mal querer es un disco que fastidia a los tradicionalistas, que incomoda a los ortodoxos. En la recepción del trabajo hay, desde luego, un ángulo político. Rosalía es una cantante barcelonesa que se expresa a través del flamenco, provocando una estela de reacciones. Los tribales de una y otra secta se indignan. Para unos Rosalía será traidora a la nación catalana; para otros será corruptora del flamenco, pero no es eso de lo que vale la pena hablar. De lo que hay que hablar es del prodigio musical. El disco es sencillamente brillante. Fernando Navarro, el crítico musical de El país, calificaba el disco como una obra maestra. Su juicio no es exagerado. Lo es. En efecto, es un disco atrevido, radical, provocador. Tiene el gancho del pop, los lamentos de blues, la llama del R&B, la aspereza del cante. Es un relato estrujante, un canto que hechiza. En su canal de youtube, puede verse al compositor Jaime Altozano desmenuzar pacientemente el genio de este trabajo. Vale la pena prestar atención a los cuarenta minutos de esta clase en donde examina las armonías y las influencias del disco, las fuentes que inspiran ritmos y efectos, las resonancias ancestrales y las novedades técnicas de la producción. El explicador resalta la complejidad compositiva del disco, la naturaleza de sus experimentos, la minucia de los contrapuntos, la riquísima fusión de géneros. Al oído atento puede insinuarse, bajo las palmas del flamenco, la ominosa marcha fúnebre de Chopin. Rosalía, dice Altozano en esta exposición, no ha actualizado el flamenco. Creó un universo que no es solamente musical sino también visual. El par de videos producidos por CANADA que ilustra el disco completan a la perfección la estética de ese universo. Yo seguiré pegado a los once capítulos de El mar querer.