Una discusión organizada por el New York Review of Books coordinado por Robert Silver, con la participación de Avishai Margalit, Timothy Garton Ash y Marc Stears.
Una discusión organizada por el New York Review of Books coordinado por Robert Silver, con la participación de Avishai Margalit, Timothy Garton Ash y Marc Stears.
The Economist encuentra la presidencia de Calderón penosamente parecida a la de su antecesor. El presidente que quiso definir su gobierno como el polo opuesto al mandato de Fox parece seguir su suerte. Un buen principio y un larguísimo adiós. Calderón no cumple dos años en su puesto y la revista inglesa ya lo ve despidiéndose.
El Capital en el siglo XXI es el fenómeno editorial del momento. El libro del economista francés Thomas Piketty ha tomado por sorpresa a la editorial de la Universidad de Harvard que ha tenido que poner a trabajar la imprenta para cubrir la demanda del libro más vendido en amazon. No deja de ser notable que un denso trabajo académico de 700 sobre la desigualdad páginas se haya agotado unos cuantos días y sea el centro de la discusión pública en los Estados Unidos. Se trata, tal vez de un fenómeno infrecuente pero no desconocido: un intelectual que súbitamente alcanza fama al detectar, de algún modo, el clima del momento. Las reseñas capturan la polarización que el argumento abre. Paul Krugman, en comentario extenso en el New York Review of Books, habla del libro como el parteaguas en la teoría económica que no se podrá ignorar: ya no podemos hablar como lo hacíamos antes. En el Wall Street Journal Shuchman cree que es una receta estalinana. En el Financial Times Martin Wolf coincide en que se trata de un libro importantísimo que pone en evidencia que la desigualdad es incompatible con la ciudadanía–y la democracia. Clive Crook, por el contrario, cree que Piketty otorga demasiada importancia a la desigualdad: lo importante es la mejora en los niveles de vida.
Aquí puede encontrarse una entrevista del New York Times con Piketty. Aquí, un resumen del argumento en seis láminas. Aquí puede leerse la reseña de James Galbraith publicada por Dissent.
Si podemos reunirnos frente al pavo en Navidad es porque hay mesa, porque hay techo. Porque hay cocina y alacena. Al prepararse para la noche de Acción de gracias, W. H. Auden pensaba en la arquitectura, en los recovecos de su casa, en sus atmósferas, su luz, su calidez. Es posible invitar a alguien a cenar porque hay un lugar reservado al W.C. El arquitecto hace realidad un anhelo esencial: crear un espacio común y al mismo tiempo, delimitar un claustro. Un sitio para todos los días y para las fechas de guardar. Un espacio para ti y un espacio para nosotros. En “Acción de gracias por un hábitat”, un poema que escribió en la primavera de 1962, Auden reflexionaba sobre el gozo de la posada. La historia de la humanidad y los secretos de lo más íntimo se entrecruzan en las habitaciones de su casa. En las escaleras y en mi cocina está Notre Dame; en el cuarto de visitas y en mi recámara aparece la sombra de Stonehedge y el blanco de la Acrópolis. En el planeta hay, por supuesto, otras especies arquitectónicas. Abejas, hormigas, pájaros edifican con tierra, con ramas, con cera. Tejen redes maravillosas, esculpen colmenas de admirable simetría, extienden complejísimos laberintos subterráneos. Pero somos, al parecer, la única especie que imprime trascendencia a sus refugios: levantamos recintos para vivir, pero también para morir. Abrigos contra la lluvia y templos para el culto. Deseosa como es de permanencia, la arquitectura nos recuerda mortales. La arquitectura, dice Auden, no es techo, es recordatorio de que necesitamos vivir como si existiera otra vida. La idea esencial de la arquitectura es esa: si acaso…
Auden describe su estudio: la caverna del significado. Una cueva para la soledad, una cápsula que mantiene el mundo a lo lejos, un lugar que convierte el silencio en el instrumento más precioso. Tal vez pensar no sea salir de la cueva, sino dejarse envolver por una gruta. Contemplar ahí las sombras, descifrarlas. El recorrido sigue. El poeta nombra la bodega, ese albergue de lo necesario, y el ático que colecciona desechos. En un sitio nos resistimos a la degeneración de las cosas y combatimos la podredumbre. En otro acumulamos desperdicios. Somos coleccionistas de basura y alimento, de sustento y decorado. El poeta se detiene en el baño y en su trono: esa butaca que todos visitan y que sirvió de asiento a aquel personaje de Rodin ha sido, seguramente, la fuente de las más admirables hazañas. ¡Cuánto se ha pensado ahí! Y la regadera, un edén del canto. Habla, por supuesto, de la sala que es una invitación a la amistad. La más suntuosa de las habitaciones permanece vacía y callada durante buena parte del año porque se prepara a recibirte. Auden mira su recámara y ve una mano que acaricia nuestra desnudez.
El artículo completo puede leerse en nexos de diciembre.
La ceremonia del Premio Cervantes de este año se canceló por la razón que todos padecemos. El poeta catalán Joan Margarit debía recogerlo en la Universidad de Alcalá de Henares el pasado 23 de abril. No hay fecha aún para la ceremonia. No tenemos que esperar a la fiesta para hablar de él y su escritura. El año pasado, al recibir el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana dijo algo que parece pensado para esta hora: “La poesía y la música son quizá las principales herramientas de consuelo de las que el ser humano dispone en su soledad.” Y enseguida, hermanaba sus dos oficios, arquitectura y poesía, como espacios de socorro: “La seguridad de la casa no está tan lejos de la seguridad del alma.”
El estructurista compara la exactitud de esas labores de lo esencial. Al edificio no puede faltarle un solo ladrillo, una viga. Si la quitáramos, se vendría abajo. Lo mismo puede decirse del poema: si se elimina una sola palabra y no pasa nada, es que no era un poema. El poema existe cuando resulta imposible arrancarle una sola de sus piezas. Pero no es solo la exactitud lo que acerca al poeta con el arquitecto. Es el levantar o nombrar nuestra residencia. Eso resulta su poesía: el espacio que nos guarece o, más bien, que nos consuela.
En su elegía para el arquitecto Roderch de Sentmenat registraba los deberes de la arquitectura: placentera al huésped de paso, nunca estorbosa. “La casa debe ser virtuosa y humilde. Ni independiente ni vana. Ni original ni suntuosa.” Un juego de humildad y osadía. Osadía al escribir, humildad antes y después de hacerlo. Dos artes que han de cuidarse de los antifaces de la belleza. En su poema a Venecia nos previene:
¿Sientes cómo anida, detrás de las fachadas
de los palacios, la vulgaridad?
No seamos, amor, supervivientes.
Que no nos duerma el sueño de los mármoles
y los ladrillos rosa que aparecen
bajo lienzos de estuco desplomado.
Que no vuelva a engañarnos la belleza:
esa raya de moho parece haber salido
del pincel de Bellini al perfilar,
con densos verde oliva, canales estancados
como si fuesen venas de un dios muerto.
Los palacios son máscaras que dicen:
¿Qué son, sin los desastres, la vida y los poemas?
En uno de los terribles retratos de su padre, recuerda que le repetía con desprecio que los poemas no sirven para nada, que sólo el dinero protege del frío de la edad,
Pero en cambio ignoraba
que lo que nos protege es el poema,
que se debe buscar la poesía
por hospitales y juzgados.
Que más tarde
ya acabará también por hablar de la amada.
Poesía solitaria, poesía de pérdidas. El amor que retrata es aquel que ha perdido el mañana. Soy un caracol en concha extraña, dice en algún lugar. La coraza que le resulta ajena es, quizá, el presente. Joan Margarit es por eso un poeta de lo irrecuperable. En su dolorosísimo poemario a la muerte de su hija Joana escribe que lo más parecido a una certeza es que no volverá a verla. “El abismo que nos separa es el abismo del nunca más.” El esfuerzo de la poesía, sostiene en el epílogo de Cálculo de estructuras, es poder vivir con la máxima verdad que podemos soportar: “una línea defensiva contra el terror del mundo.” Es la piel del agua y el rugido de la bestia.
El nuevo disco de Sufjan Stevens lleva como título el nombre de su madre y su padrastro: Carrie & Lowell. Ella, bipolar, esquizofrénica, adicta a las drogas y al alcohol, abandonó a sus hijos cuando el menor tenía un año. Él, su padrasto durante cinco años. Es ese matrimonio el que abrió, brevemente la relación de Sufjan con su madre. Tres veranos en los que, gracias al Lowell madre e hijos pudieron convivir. Después de la separación el contacto fue mínimo, hasta que aparecieron el cáncer y la muerte. Sufjan volvió a ver a su madre tumbada en una cama, atada a tubos y pinchada por agujas. El album es un canto fantasmal a esos recuerdos que enredan amor, dolor, tristeza. Emociones que no pueden ser más que confusión. Un lamento, una despedida, una reconciliación. No hay tambores, ni orquestas. Tras la aparente sencillez, voces espectrales. Apenas el sonido de cuerdas que salen de la garganta, una guitarra, un ukulele o un piano. Algunas pistas se grabaron en el iphone que atrapó su primera versión.
Es la agonía y la muerte de su madre la que da origen a este trabajo que Stevens describe como ajeno al arte. “Esto no es mi proyecto artístico. Es mi vida,” dijo en una entrevista reciente. Para un músico de profunda sensibilidad religiosa, la nostalgia se convierte en una peregrinación: un viaje por la aflicción hasta llegar a la luz. En sus canciones se juega con la autodestrucción, se evoca la ausencia, se coquetea con los excesos, se siente la pérdida, y se contempla el vacío. Musicalmente escueto, puede recordar a Brian Eno, a Bob Dylan, a Leonard Cohen. En una obra comisionada en el 2007 por la Brooklyn Academy of Music que retrata la ciudad pueden escucharse ecos de Steven Reich, de Philip Glass y tal vez de Gershwin.
En este disco, el más personal de todos los suyos, es mezcla de recuerdos y mitología que atraviesan el remordimiento por la carta nunca escrita, la desconexión de relaciones vacías, la seducción de la propia muerte.
Alma de mi silencio: puedo oírte
pero temo estar cerca de ti
y no sé por dónde comenzar…
Sufjan Stevens no sabe por dónde comenzar y por ahí comienza el disco. La travesía por el dolor resulta un murmullo de preguntas: ¿importa si sobrevivo?, ¿cómo sucedió todo esto?, ¿qué sentido tiene cantar si nadie te escucha?, ¿cómo viviré con tu fantasma?, ¿debo arrancarme los ojos? La música termina siendo el espacio del encuentro, la reconciliación, el perdón.
Con la desmesura del entusiasmo, Harold Bloom describió a William Shakespeare como el inventor de lo humano. Nada menos. Antes de Shakespeare había primates que eran idénticos a nosotros. La misma caja del cráneo, tantos dedos como los nuestros, los cromosomas de nuestra especie. Pero no eran en verdad hombres porque les faltaba el espejo de un genio. Solo los dramas y las comedias de Shakespeare le permitieron al hombre adentrarse en los laberintos de su personalidad. Hamlet, un hombre nacido de la imaginación, es nuestro padre. El verdadero Adán. Algo semejante ha hecho Andrea Wulf con Alexander Von Humboldt. La naturaleza es hoy lo que es para nosotros gracias al legendario viajero prusiano. Desde luego, no creó volcanes ni puso en movimiento los oceanos; no alumbró insectos ni reptiles. Pero lo que vieron sus ojos, esos órganos que Emerson describió como “microspopios y telescopios naturales”, define lo que entendemos hoy por naturaleza. Sin Humboldt veríamos otros bosques. De ahí viene el título de su libro más reciente: La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander Von Humboldt, (Taurus, 2016). Gracias a Humboldt, la naturaleza aparece ante nosotros como una infinita red de conexiones que no está puesta a nuestro servicio. Sin apelar a un creador que le imprimiera sentido y dirección al mundo, la naturaleza era una delicada tela de relaciones. El hombre no es el rey de la creación; por el contrario, es un peligro para el delicado equilibrio de la vida.
La biógrafa sucumbe ante al atractivo del personaje. Su enamoramiento es francamente contagioso. El Humboldt que se va esculpiendo en las páginas del libro es, en verdad, un gigante. Un aventurero que quiso conocer y entender todo; un amigo de Jefferson y de Bolívar; una inspiración para biólogos y poetas; un observador apasionado, un auténtico embajador de cada pueblo que conoció; un sabio que convocaba multitudes. Con su nombre se han bautizado plantas, piedras, volcanes y montañas. Se le llegó a llamar “el Napoleón de las ciencias” pero el corso no lo quería. Humboldt estaba convencido de que lo odiaba. Seguramente era envidia. Napoleón, un hombre de auténtica curiosidad científica, llevaba cientos de expertos en sus expediciones militares. El trabajo de todos ellos concluyó en Descripción de Egipto, un libro de veintitantos volúmenes del que se sentía muy orgulloso. Y sin embargo, sabía bien que los libros de Humboldt, enciclopedias escritas a una mano, eran mejores que aquella empresa imperial. Antes de la batalla de Waterloo, Napoleón leyó las descripciones de su viaje al nuevo continente.
La estampa humboldtiana de la naturaleza es tan poética como científica. No había por qué imaginar un pleito de miradas. Contemplar las plantas con amor, describirlas con imaginación y elocuencia era parte del mismo empeño por apreciar los entresijos de su fisiología. Uno de los capítulos más interesantes del libro de Wulf describe la relación de Humboldt con Goethe. Compartían una pasión por la ciencia y, en particular, por la botánica. Humboldt le inyectaba energía a Goethe. Cuando Humboldt lo visitaba podía anotar cosas como estas en su diario: “Por la mañana corregí un poema, luego anatomía de las ranas.” Esa fue la gran lección con la que Goethe agradeció la ráfaga de sus descubrimientos: arte y ciencia son hermanas. La naturaleza, le llegó a escribir el viajero “debe experimentarse a través del sentimiento.” Goethe le había dado nuevos órganos al científico. Con ellos pudo conciliar la medición y la fantasía; el lirismo y la biología.
Los seres que nos visitan desde otro planeta en la película “La llegada” son unos pulpos enormes que logran comunicarse con nosotros a través de sus tentáculos. De sus largas extremidades brotan los mensajes que conducen a la protagonista a la experiencia de otra dimensión. Peter Godfrey-Smith, un filósofo que bucea, no ha tenido que salir del planeta para encontrar una inteligencia radicalmente distinta a la nuestra. En los mares del mundo ha estudiado pulpos, calamares y otros cefalópodos y en ellos ha detectado la conciencia más distante.
La inteligencia del pulpo es sorprendente. Es capaz de emplear herramientas, puede resolver problemas complejos, tiene memoria de lo reciente y de lo antiguo, fabrica su propio refugio, es extraordinariamente curioso. Quienes han convivido con pulpos durante largo tiempo, han podido apreciar una personalidad en cada individuo. Algunos son agresivos, otros juguetones. Hay pulpos tímidos y pulpos peleoneros. Parece claro que son capaces de reconocer las diferencias entre los hombres. En un laboratorio, uno solo de los científicos del grupo era recibido con chisguete de agua, cuando llegaba a trabajar. Podemos reconocernos en su afán exploratorio y en su capacidad de aprender; en sus simpatías y repulsiones personales. Pero, como bien advierte Godfrey-Smith en Otras mentes. El pulpo el mar y los orígenes profundos de la conciencia (Farrar, Strauss and Giroux, 2016), representan la otra evolución de la inteligencia. La criatura inteligente más lejana a nosotros. Nuestro ancestro común habrá sido una lombriz plana que vivió hace unos 600 millones de años. De ella partieron dos ramas que evolucionaron por rutas distintas. Una dio lugar a los vertebrados, la otra a los moluscos. El pulpo es, entre ellos, el que tiene el sistema nervioso más complejo. Tiene el cerebro más grande y la mayor cantidad de neuronas en todo el reino de los invertebrados.
Lo más notable, desde el punto de vista anatómico, es que las neuronas no están recluidas en el cerebro. La mayor parte de ellas están sembradas en todo el cuerpo. Los tentáculos están tapizados de células de pensar. Cada tentáculo percibe el mundo de manera independiente y procesa la información que pesca sin necesidad de recibir instrucciones del cerebro. Los bailes del pulpo, sus peleas y exploraciones no son resultado de una instrucción que desciende desde la torre cerebral. Hay, por supuesto una coordinación que proviene del cerebro pero hay una perceptible independencia de las extremidades pensantes. El pulpo, sugiere Godfrey-Smith, es como una banda de jazz. Hay una melodía común pero cada instrumento tiene el deber de improvisar. Un pulpo es un ser y es varios. En uno solo, hay muchos. La unidad de la conciencia, sugiere el autor, es una simple opción evolutiva.
En el pulpo la vieja idea de la separación de la mente y el cuerpo es simplemente absurda. Todo el cuerpo sirve para conocer el mundo. El estudio de Godfrey-Smith es una lectura fascinante: observando a nuestro lejanísimo pariente, el buzo reflexiona sobre la mente y los orígenes más profundos de la conciencia. “La mente, escribe, evolucionó en el mar.” Por supuesto, es imposible adentrarnos en la experiencia de ser pulpo. Podemos simplemente conjeturar: la imagen que esta criatura puede formarse del mundo, el contacto que puede tener consigo mismo y con lo que lo rodea será incomprensible para nosotros pero habrá, en alguna dimensión, sensaciones que nos hermanen.