Más que la calle, la clave de las manifestaciones en El Cairo es la mezquita, escribe Ayaan Hirsi Ali en el Financial Times. Como podía esperarse, Hirsi Ali no es muy optimista del desenlace de la rebelión egipcia. No esperemos un 89, advierte. Una cultura basada en la sumisión, oscila entre la apatía y estallidos de rebelión. Dirigentes vitalicios o en el exilio. Vendrá el caos, el autoritarismo y, finalmente, el imperio del fanatismo religioso.
Christopher Hitchens llama la atención de la Resolución 62/154 de Naciones Unidas contra lo que llaman "Difamación de las Religiones." La ONU entiende que no son solamente las personas las que necesitan protección sino también las ideas, especialmente esas que no buscan prueba: las creencias. La resolución identifica raza y religión, de tal manera que la crítica de la fe resulta equivalente a racismo. Hitchens hace bien en levantar la voz contra esa embestida de la sensibilidad que pretende censurar toda crítica a las religiones.
“Las palabras son nómadas; la mala poesía las vuelve sedentarias.” Ida Vitale expone así su idea de la poesía en Léxico de afinidades, su caprichoso diccionario personal. No es tarea de la poesía ponerle casa el lenguaje. Su afán es soltar las palabras, dejarlas correr. Las palabras son un “halo sin centro.” Buscamos siempre algo y es la palabra, no la uña, quien escarba: “Abrir palabra por palabra el páramo, abrirnos y mirar la significante abertura.”·
Vitale, quien ha ganado en estos meses recientes el premio Alfonso Reyes y el Reina Sofía, ha mostrado la volátil precisión de la poesía:
Expectantes palabras,
fabulosas en sí,
promesas de sentidos posibles,
airosas,
aéreas,
airadas,
ariadnas.
Un breve error
las vuelve ornamentales.
Su indescriptible exactitud
nos borra.
Memoria, cuaderno de aforismos, poemario salpicado de prosa, el vocabulario que por primera vez publicara Vuelta en 1994 y que ahora puede leerse con el sello del Fondo de Cultura Económica, se rinde ante el dios del azar. Nada más arbitrario que enlazar ideas por la letra que las abre. Brincar del ajedrez al ajo. Merodeo, modelo, monólogo. Piedras, poesía, progreso. Afinidades misteriosas. No es casual, dice ella en un poema, lo que ocurre por azar. Es el trazo de la geometría celeste. Llamamos fortuna al fracaso de nuestra imaginación.
Ambulando entre animales y plantas, fantasmas y plazas, amistades y lecturas, el abecedario sugiere eso: la secreta afinidad de todas las criaturas. La preclara inocencia del alfabeto. Se trata, a fin de cuentas, de un testimonio del revoltivo que nos circunda. Los reinos se mezclan para fastidio de los catalogadores. El azar es un dios extraviado y no se esconde solamente en la catástrofe. A veces, escribe en su poema “Trampas”, se asoma en la alegría. Las líneas de Lucrecio que Vitale escoge como epígrafe de su diccionario son perfectas.
… como una barredura de cosas
esparcidas al azar
el bellísimo cosmos…
Afortunadamente, escribe Vitale, el mundo es difícilmente clasificable. La poesía aparece como el esfuerzo de un orden, así sea el más frágil. En “Reunión”, uno de sus poemas emblemáticos, la poesía aparece como un susurro, una leve disonancia:
Érase un bosque de palabras,
una emboscada lluvia de palabras,
una vociferante o tácita
convención de palabras,
un musgo delicioso susurrante,
un estrépito tenue, un oral arcoíris
de posibles oh leves leves disonancias leves,
érase el pro y el contra,
el sí y el no,
multiplicados árboles
con una voz en cada una de sus hojas.
Ya nunca más díríase,
el silencio.
Lo peor de un periódico es esto: la opinión. Quejas, ocurrencias, piezas de publicidad que en poco orientan y nada informan. El periodismo flaquea cuando se hace plataforma de creencias. Lo sabía bien Gabriel García Márquez. Algo anda muy mal en el periodismo contemporáneo cuando la habitación más grande de la casa la ocupa el opinador, cuando es el columnista el de la fama y el prestigio. El príncipe del periódico es el reportero, no el editorialista. La rendición del periodismo se muestra en un torcido tégimen de reconocimientos: el cronista de talento obtiene premio cuando puede dejar la calle y jubilar su libreta de notas para dedicarse a escribir una columna de diatribas semanales. García Márquez entendía que para recuperar la salud, el periodismo debía devolver el cetro al reportero y arrebatárselo al infiltrado que pontifica.
El “reportero raso”—así lo llamaba García Márquez—es el artista que escucha, que ve, que mide; el curioso que pregunta; el valiente que se atreve incomodar y se atreve, (asunto a veces peligrosísimo) a entender; el perseverante que insiste, el diestro para narrar. El periodismo que ejerció García Márquez al principio de su carrera y el que alentó al final de su vida es una pasión insaciable pero, sobre todo, exigente. No es un reino de imaginación desbocada sino un quehacer moral y riguroso. Para el novelista, el periodismo no era simplemente una escuela de contar, en entrenamiento, el bosquejo de lo meritorio. El periodismo era un género literario por derecho propio, una de las bellas artes. El compromiso del reportero con los hechos no restringía la creatividad: la enmarcaba de la misma manera que la resistencia de los materiales acota la imaginación del arquitecto. La licencia que un periodista se diera frente a los hechos sería tan catastrófica como el desdén de un constructor por las normas de la física. El mago de la ficción no aconsejaba el arrebato de la imaginación a los periodistas. Por el contrario, llamaba al rigor, a la honestidad y la buena pluma.
Hermético compromiso del reportero con los hechos. La diferencia con la novela se abría ahí con claridad. Un solo hecho falso destroza un reportaje, mientras que simple hecho verdadero legitima una ficción, decía. El único deber del novelista es resultar creíble. Su fantasía tomó prestada las minucias que registraba como reportero: el culto al detalle que el buen periodista necesariamente profesa prestó verosimilitud a lo irreal.
El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince ha ilustrado la bifurcación de estos relatos al hablar del compromiso de un reportero con un náufrago y las libertades del novelista frente a un ahogado. “Con un cadáver encallado en la playa como una ballena suicida se puede escribir un cuento: por ejemplo la historia de un ahogado muy hermoso que “tiene cara de llamarse Esteban” Las mujeres que lo recogen, lo limpian y lo arreglan, irán desvistiéndolo de todos sus secretos, y vistiéndolo también, en la fantasía, con todos los episodios imaginarios de una vida. Con un náufrago, en cambio, hay que hacer periodismo, pues el sobreviviente puede contar el cuento todavía. En el primer caso, el gran escritor de ficciones logrará que lo inventado parezca verdad, y en el segundo caso el gran periodista relatará la verdad de tal manera que parezca mentira.”
El periodismo es arte desechable. Después de la noticia no queda nada. Hay que volver a empezar. Hay que seguir contando.
Ver The Act of Killing ha sido la exprienca cinematográfica más perturbadora de mi vida. No recuerdo ninguna película tan violenta a los ojos, al estómago. Que sea un documental le imprime una carga casi insoportable a la vivencia. Siempre es un alivio saber que los de la pantalla son actores; que sus vidas no son las de sus personajes; que la historia, así esté basada en un hecho real, se toma sus licencias. Al envolverla en el caramelo de la mentira, podemos tragarnos una píldora de verdad. Pero cuando la pastilla se nos entrega sin el jarabe de la ficción, puede resultar intragable. Por eso The Act of Killing es una película que no puede recomendarse.
The Act of Killing cuenta la historia de una política de exterminio. En los años sesenta medio millón de indonesios fueron asesinados por pandillas al servicio del gobierno. Grupos paramilitares empeñados en perseguir y matar a los enemigos del régimen militar. Se trataba de exterminar a los comunistas—pero cualquiera podía ser acusado de ser comunista. Joshua Oppenheimer, el director, empezó trabajando con sobrevivientes de esa campaña criminal. El primer proyecto de la cinta documentaría el miedo de vivir rodeado por las pandillas que asesinaron a sus padres o abuelos; el pánico de vivir bajo una política que se enorgullece de la aniquilación de los suyos. El director enfrentó obstáculos de inmediato. Los militares hostigaron a los productores y a la gente que se mostraba dispuesta a participar en el documental. Fue entonces que la idea cambió: en lugar de filmar a los sobrevivientes, habría que filmar a los asesinos. Oppenheimer no solamente se libró del acoso de los militares sino que, para su sorpresa, encontró que los pandilleron desfilaban orgullosos para compartir los pormenores de sus crímenes. Después de todo, las pandillas seguían siendo sustento político del régimen y los asesinos recibían trato de héroes. Ese es el golpe que la película nos da: el genocidio orgulloso, el crimen reiterado y satisfecho, la ostentación del verdugo.
El pararelo para Oppenheimer era evidente. Conversar en Indonesia con los pandilleros que hace décadas mataron a cientos de miles era para él una experiencia similar a conversar con los nazis, cuarenta años después del Holocausto…si los nazis hubieran ganado la guerra. Los pandilleros no solamente estuvieron dispuestos a contar la atrocidad sino a actuarla. De ahí el título de la película: actuar el asesinato. Tan lejana es la culpa que se ofrecen a escenificar sus crímenes. Los pandilleros se imaginan como salvadores de la patria, actúan en grotescos musicales, fantasean con la idea de que los muertos les agradecen el crimen. El documental nos confronta violentamente con los trucos de la conciencia. Arropado por un sistema que los elogia, los criminales caminan tranquilos y duermen en paz. Uno de ellos muestra al director el sitio donde murieron cientos. Recuerda el olor de la sangre, le enseña la manera en que podía matar a sus víctimas y, de inmediato, se pone a bailar. Una inverosímil trivialización del asesinato.
El documental producido por Werner Herzog y Errol Morris es, en algún sentido, una reinvención del género. No intenta capturar neutralmente la realidad: interviene para ofrecer una plataforma a las ficciones que los criminales se inventan para tolerarse. La maldad se alimenta de la fantasía. Pero en la película se insinúa un pero. Si la imaginación puede ser tan poderosa como para asfixiar la conciencia, puede también implantar empatía.
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Gracias por el documental, es un excelente aporte, pero no es largo, sería mejor si fuera un poco largo.