De un artículo del Wall Street Journal sobre las polémicas caricaturas danesas, una pequeña muestra de cartones ofensivos a lo largo de los siglos.
Copio del blog de Arcadi Espada:
La ironía sirve para llevar al lector al borde del precipicio y hacerle ver cómo serían las cosas si las cosas fueran lo contrario de lo que son. Por ejemplo, la portada de la revista New Yorker (paradigma de la prensa “liberal”, socialdemócrata), que muestra a Obama en la intimidad del salón de su casa. Él lleva vestido islámico, y ella, que recuerda a Ángela Davis, la mítica pantera negra, va tocada con una ametralladora. Ambos cierran el puño y se dan el ok. En la chimenea está quemando una bandera de los Estados Unidos de América. La intención es tan obvia que da pudor enunciarla: mira esta caricatura que los derechistas han hecho de Obama. Pues bien: los primeros en protestar han sido los miembros de la oficina de Obama. La portada da una idea equívoca del candidato, eso es lo que han dicho. Temen que el público vea en Obama, literalmente, a un terrorista. La opinión de Obama ha recibido un cierto apoyo de la ciencia presunta. Leo que una psicóloga de Harvard (repítase: Har-vard), Mahzarin Banaji, plantea la posibilidad de que el cerebro humano asocie los pares Obama/terrorista al margen del contexto (en este caso del New Yorker y su intención clamorosa). ¡Naturalmente que es muy probable que el cerebro haga eso! Es precisamente a partir de esa característica que el fenómeno irónico puede proyectarse. La ironía apura hasta el fondo el delirio de la asociación cerebral para desnudar radicalmente la realidad. Sin esa tosquedad cerebral, la elegancia irónica no tendría ninguna posibilidad. Hay ironía porque hay lenguaje recto.
El problema, cada vez más grave, es que el lenguaje recto lleva camino de convertirse en obligación escatológica. Literalmente en bullshit, que es, literalmente, mierda de toro, o caca de la vaca, como la bautizara Santiago González; y metafóricamente, palabrería. Es decir, un discurso desprovisto de forma, puramente cagado, y que Dios me perdone. A la desaparición de la ironía, incluso de la ironía más naïf, meramente publicitaria, están contribuyendo, en primer lugar los políticos y su timorata necesidad de ponerse delante de la opinión, antes que de encabezarla. También las llamadas minorías. El último ejemplo ha sido el de Nike, obligada por gays a retirar un anuncio de zapatillas, porque la foto reclamo mostraba el salto de un jugador de básquet. Tal era el salto, que le ponía el pelotón en la boca a su adversario. Mientras, irónico, el publicista decía, temiéndoselo: That ain’t right (”No es correcto”). Por si las dificultades fueran pocas se añade la de internet y la lectura basura. La red es el desierto del lenguaje irónico, porque la ironía requiere algo más que surfeo: hay que meter el cuerpo. Cualquiera que escribe corre el riesgo de que sus opiniones irónicas se reboten en miles de ecos rectos, y en consecuencia repulsivos.
No hay mal que por bien no venga: al fin hemos comprendido qué era y que iba a suponer la neolengua orwelliana.
Se publica ahora un nuevo libro sobre el viaje de Alexis de Tocqueville a los Estados Unidos. Se trata de Tocqueville's Discovery of America
, escrito por Leo Darmusch. El autor es profesor de literatura en Harvard, quien se ha concentrado en esta obra en examinar la gestación del clásico. Han aparecido un par de reseñas del nuevo libro. En el New York Times, David Reynolds, registra el impacto de las pequeñas localidades en la reflexión del viajero, mientras que en slate, Francois Furstenberg subraya sus anticipos errados. Ambos reseñistas resaltan las generalizaciones apresuradas de Tocqueville, sin desconocer el genio de muchas de sus observaciones.
Yo, vestido y viejo, carcomido
y ciego, me arriesgo a tus veinte años;
la imprudencia ejerzo del que, a tientas,
ensangrienta espinas, pretendiendo
gozar la flor de la biznaga.
Charles Simic publica una nota en el New York Review of Books sobre la cultura del pillaje en los Estados Unidos. Vivimos la era dorada de los ladrones, dice. Los pillos tienen mucho que agradecer. Sólo los soplones, quienes denuncian y exhiben sus excesos serán castigados.
En nexos se publica al mismo tiempo un ensayo de Rafael Vargas sobre el placer de traducir a Simic: «además de la admiración, otro motivo que desde hace tiempo me lleva a tratar de traducir la poesía de Simic es el placer de comprender un poco de la manera en que su imaginación opera, y de escuchar cómo resuena en nuestro idioma lo que él construyó en inglés.» En el mismo número de la revista, cinco poemas de Simic y una conversación con Alejandro García Abreu. Transcribo «El futuro,» en la versión de Vargas:
Debe tener una razón para ocultarnos
sus múltiples sorpresas
y sin duda esa razón tiene que ver algo
con la compasión o con la malicia.
Sé que la mayoría de nosotros le teme,
y seguramente esa es la explicación
por la que nunca hemos sido presentados de manera apropiada
aunque somos vecinos
que con frecuencia se topan
por accidente y después se quedan parados
mudos y avergonzados,
antes de fingir que nos llama la atención
una paloma posada en la banqueta
o bien un niño que se dirige a la escuela
más allá de la carroza fúnebre llena de flores
estacionada enfrente de una diminuta iglesia gris.
El poeta se asoma por la ventana del avión y encuentra un país de ceniza.
Desde el avión
¿qué observas?
Sólo costras
Pesadas cicatrices
de un desastre
Sólo montañas de aridez
arrugas
de una tierra antiquísima
En aquel poema, José Emilio Pacheco veía México como una isla de aridez, el reino del polvo. Desde lo alto veía una hoguera muerta, sepulcros naturales, cordilleras que nos rompen. Registraba también ese pero tan presente en su agudeza. Cenizas, cicatrices, sepulcros y, sin embargo, “la tierra permanece.” Como si emprendiera la tarea de documentar el paisaje de esa mirilla, Santiago Arau ha recorrido México para verlo como lo contemplan las nubes. El año pasado publicó en una coedición de Sexto Piso y la Fundación Bancomer uno de los libros mexicanos de fotografía más notables de los últimos años.
Acompañado con estupendos ensayos de Diego Rabasa, Luigi Amara, Pablo Soler Frost, Juan José Kochen, Sergio Rodríguez Blanco, Julia Carabias y Vivian Abenshushan, Territorios recoge la bitácora de la extensa travesía de Arau por los aires del país. 32,306 km por las cuatro puntas de México. Cuatro años desde el primer viaje hasta el último. 452 días fuera de casa. Durante años los mirones de tuiter y de instagram hemos podido asomarnos por a las postales de sus viajes. En el libro se recogen todas ellas. Estampas de la prodigalidad mexicana: cerros, desiertos, mercados, volcanes, costas, calles, islas, plazas, ríos, pirámides, bahías vistas casi siempre por encima de las nubes.
La fotografía de Arau, dice Pablo Soler Frost, nos permite ver lo que no vemos: lo extraordinario. Al elevarse del suelo, Arau rompe el cerco de lo inmediato. Nos ofrece así, otra retina para vislumbrar la anchura del mundo y sus dos inmensidades. Ciudades monstruosas y selvas infinitas. Laberintos los ríos y las calles. El ojo del dron captura geometrías y caprichos, reporta exclusiones e hibridaciones, bellezas y horrores. Encuentro en estas fotografías de Arau curiosas correspondencias artísticas: se asoman de pronto los microscopios de Felguérez o el horizonte turquesa de Joy Laville; la transparencia de José María Velasco y aquella vendedora de frutas que retrató Olga Costa.
Lo más sorprendente del trabajo de Arau es que la elevación de su lente no enfría la mirada. Se observa en él la secreta geometría de ciudades y bosques, la exactitud de lo inerte, el capricho de lo vivo. Este no es el reporte de un orógrafo. Los drones de Arau van más allá de la cartografía y escapan ese lugar común en que se ha convertido la fotografía desde los cielos en documentales y en libros de decoración. El clic del pájaro es registro artístico: en simultáneo, creación y crítica. Ejercicios de admiración y de denuncia que hacen íntimo lo inmenso.
Abundan las historias ilustradas. Nuestro recuerdo está tapizado con imágenes. Vemos en la mente lo que recordamos. Los libros de historia suelen acompañarse de retratos de los gobernantes, mapas de las batallas, cromos del arte del pasado. Del siglo XX recordamos la huella en la luna, el bigote de Hitler, el hongo de la bomba y los martillazos que tiraron el Muro de Berlín. Pero parecemos sordos ante las imágenes fijas o en movimiento que habitan la memoria. No tenemos la cinta sonora de esos años. Alex Ross, crítico del New Yorker, ha publicado recientemente un libro extraordinario que llena ese vacío. Hace un año apareció en inglés y ahora lo vierte al español la editorial Seix Barral. El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música es un trabajo monumental. Casi ochocientas páginas repletas de sonido y cargadas de historia. Un libro que restituye el oído al siglo XX.
Ross escucha el siglo. Su libro no se encierra en partituras, grabaciones y estrenos. Escucha la música sin desconocer la atmósfera de la que surge; las gratificaciones y amenazas que la rodean; el caldo de ideas que la incitan. La música se comunica con el poder y con la filosofía, con la industria y con las causas políticas. El ruido eterno para oreja a todos esos ecos. En sus páginas desfilan los grandes creadores del siglo XX pero también sus mecenas y censores; el público y los críticos. Vale la precisión: el libro de Alex Ross no es una historia de la música del siglo xx que quede confinada en su arte, sino una historia del siglo xx a través de la creación musical. La música, en efecto, le cantó al siglo, lo celebró y también lo maldijo. Sus esperanzas y sus horrores se expresaron musicalmente. En el más político de los siglos, la música se sometió servilmente al poder, pero también se burló de él; se volvió mercancía y resurgió como ceremonia; alabó dictadores y rindió homenaje al hombre de la calle; reivindicó como arte al ruido y también al silencio.
Las sinfonías de Shostakovich, las óperas de John Adams, los cuartetos de Bela Bártok, el jazz de Duke Ellington, los oratorios de Arvo Pärt retratan el siglo XX. Puede entenderse mejor el totalitarismo soviético cuando se examina el enigma que hay detrás de las creaciones de Shostakovich. Las lealtades de Bártok ilustran la hondura de la raíz nacional. El vocabulario de la música trasciende la música. No integra, por supuesto, un lenguaje unívoco. Hay de desconfiar siempre de quien presume certidumbre sobre lo que la música dice. Toda pieza musical compleja tiene capas de sentido que sólo se revelan ante el oído atento y bien formado. Alex Ross ofrece claves para escuchar el siglo y entender los argumentos de la música, sus intuiciones y sus testimonios. La recuperación de las identidades, la alegoría moral; el anhelo de quietud y el apetito épico; la ruptura y las nostalgias. Colgados como aretes de la oreja de Alex Ross podemos apreciar, incluso, la ironía musical: subterfugio de la creatividad frente a la censura que dice lo contrario de lo que parece decir.
El crítico se concentra en eso que, con mucha imprecisión, llamamos “música clásica” pero no deja de asomarse a géneros vecinos: el jazz, el rock, la música electrónica. El libro invita literalmente a escuchar el siglo a través de una estupenda página de internet que sirve de compañía indispensable al texto. En therestisnoise.com/audio, pueden escucharse fragmentos de las piezas de las que se habla en el libro. Ahí puede encontrarse la mejor banda sonora del siglo XX.
Recordamos a Rousseau, el adorador de la soberanía popular, como el gran filósofo de la insurrección. Él sintió que había impedido la revolución. Cuenta en sus Confesiones que, cuando hervía la irritación popular por los abusos del rey y se palpaba la emergencia de una sublevación, apareció un escrito suyo que desvió la atención de la sociedad francesa y concentró en su autor la rabia colectiva. De pronto el levantamiento se dirigió en contra de Rousseau y no contra el Luis. No se trataba de un escrito filosófico contra la religión organizada, un panfleto contra la monarquía absoluta o algún discurso sobre las bondades de la república. Era su diatriba contra la música francesa en donde se pronunciaba por la melodía italiana y denunciaba los ladridos de la música francesa. Así lo recuerda el ginebrino: “En 1753 el parlamento había sido exilado por el rey; los disturbios estaban en su cúspide; todos los signos apuntaban a una sublevación. Mi Carta sobre la música francesa apareció y todos las revueltas se olvidaron de inmediato. Nadie pensaba en nada pero en los peligros a la música francesa, y el único levantamiento que tuvo lugar fue en contra mía. La batalla fue tan feroz que la nación nunca se recobró de ella. Si digo que mis escritos evitaron una revolución política en Francia, la gente pensará que soy un loco; pero es una verdad real.”
Rousseau discutía entonces con el gran Rameau, compositor newtoniano que entendía la música como una compleja arquitectura; una matemática de sonidos entrecruzados. Rousseau, por su parte, creía que sólo era música el canto, la espontánea evocación del aire y de la tierra. El barroquismo musical, la maraña de sonidos era, a su juicio, un invento bárbaro que impedía el goce natural de la canción. Rousseau ya veía en la música un lenguaje o, más bien, al revés. Creía que lenguaje es canto; que cada idioma, más que un vocabulario propio, es una entonación.
Aquella disputa sobre la música y nuestra naturaleza parece recobrar vigencia. La música ha sido un misterio para la biología evolutiva. El propio Darwin pensaba que era una de los grandes enigmas de nuestra especie. Recientemente se ha abierto una rica vertiente de investigación científica al abrirse la caja del cráneo y poder registrar sus labores. Las neurociencias empiezan a analizar el sitio de la música en nuestro cerebro y su conexión con el otro lenguaje, el de las palabras. El lenguaje no será mutación del canto como quería Rousseau, pero la música bien puede ser una vía para reparar problemas de conocimiento y de expresión; para entender los vericuetos de la memoria. Aniruddh D. Patel, clarinetista y biólogo, se ha dedicado a estudiar los resortes que la música activa en el cerebro. Acaba de publicarse una entrevista con él en el New York Times. Patel ha publicado un libro sobre la música, el lenguaje y el cerebro
que ha recibido el aplauso de Oliver Sacks. La conclusión del investigador del Instituto de Neurociencias de San Diego (si es que la entiendo bien) es que nuestra disposición musical no representa una adaptación biológica sino una tecnología ancestral que altera la estructura de nuestro cerebro. El invento que se inserta en lo más profundo de nuestra identidad.
El descubrimiento más reciente de Patel es que el enigma de la música no es sólo acertijo de la especie humana. Una cacatúa baila.
Charles Bukowski dedicó su poesía
a darle voz a una bestia. La bestia que fue él. Una bestia alcoholizada de uñas negras, panza blanca y pies peludos; una bestia atrapada en una jaula sucia y pegada a una botella de cerveza; una bestia iracunda y misógina. Mientras otros trabajan o sacan fotos para dejar de pensar, mi bestia me permite pensar en ella, en la muerte, en la demencia y el miedo; en flores secas, en decadencias y en el hedor de la tormenta ruinosa. La bestia habla de la violencia de su padre, del reloj que registra el tedio, del hambre y las cucarachas, del paso de sus amantes. Bukowski escribe siempre borracho, mientras mata moscas, decidido a arrebatarle todo arte a la poesía. Todo es una farsa, escribe en un poema: los grandes actores, los grandes poetas, los grandes estadistas, los grandes pintores, los grandes compositores, los grandes amores. La historia y su recuerdo son también un fraude. Sólo existe uno mismo con el ahora. Entre vagos y prostitutas, Bukowski alardea y se lamenta. Su misantropía es sórdida y vulgar pero, al mismo tiempo, perceptiva.
Narrativa autobiográfica en la que suele aparecer un bar, alguna amante, un coche y música. Una columna de desplantes, declaraciones y anécdotas. Pero también hay poemas como “El genio de la multitud” del que capturo unas líneas, de la versión de Hernán Bravo Varela:
cuidado con los predicadores
cuidado con los conocedores
cuidado con aquellos que siempre están leyendo libros
cuidado con aquellos que
odian la pobreza
o los enorgullece
cuidado con aquellos que elogian de buenas a primera
porque a la vuelta buscan el elogio
cuidado con aquellos que censuran de buenas a primeras
le tienen miedo a lo que desconocen
cuidado con aquellos que están en busca de fieles multitudes porque
solos son nada.
La bestia, muerta en 1994, ha encontrado a su bella en Ute Lemper, quien dedica a su poesía su trabajo más reciente. En The Bukowski Project, la reina del cabaret de Weimar, intérprete de Brecht y Kurt Weill, de Michael Nyman
y Tom Waits, lo lee, lo canta, lo personifica. Podría decirse que la brusquedad de las palabras sin ritmo y sin rima contrasta con el glamour, con la helada elegancia de la cantante, pero, en realidad, hay una conexión natural entre su repertorio y la escritura de este maldito. Ute Lemper se ha concentrado en la tradición sombría del cabaret francés y alemán. No la canción hermosa y armónica, sino esa que está llena de veneno y disonancias. Ese arte que los nazis llamaron degenerado y que se atrevió a mostrar la hipocresía burguesa. Así se acerca teatralmente a Bukowski y a sus demonios. No es para todos leer o escribir poesía, decía él: hace falta mucha desesperación, mucha insatisfacción y mucha desilusión.