Se publicó recientemente un libro de Peter Ghosh sobre Weber y la ética protestante. A partir de la publicación, Duncan Kelly reflexiona sobre la relevancia del sociólogo alemán. Weber fue un extraordinario observador de la política. Su advertencia central, como bien dice Kelly, es que ese mundo, el de la política, se encuentra en una irreversible decadencia. Su ensayo sobre la vocación política puede leerse así, como un ejercicio, a fin de cuentas, nostálgico.
En un Upanishad que sólo conocemos por referencias se narra la siguiente historia: Un joven pregunta a su maestro por la naturaleza de Brahma, el maestro calla. El discípulo insiste; idéntica respuesta. Por tercera vez, ruega: “¡Señor, por gracia, enseñadme! ”Entonces el maestro contesta: “Te estoy enseñando pero tú no entiendes: Brahma es silencio”.El callarse significa aquí algo más que esta palabra “silencio”, es capaz de designar lo absolutamente otro, el puro y simple portento. Mas en qué consista esto no lo dice el silencio; sólo muestra “algo” como pura presencia, incapaz de ser representada por la palabra.
El ensayo completo puede leerse aquí.
El insulto es un arte en decadencia. Jorge Ibargüengoitia recordaba a un director de escuela que gritaba furioso: «patán,» «vulgarón.» La sequía de nuestra creatividad se demuestra en las manidas ofensas sexuales o ideológicas. Nada más aburrido, decía Ibargüengoitia, que el espectáculo de dos mexicanos que se insultan:
– ¿Qué?
– ¿Pos qué, qué?
– Lo que quieras güey.
Ese parece ser el ping-pong de la deliberación nacional.
El Times de Londres recoge diez insultos memorables de la historia política inglesa. Ojalá los plagiarios mexicanos refresquen sus fuentes aquí. El genio político parece medirse por ese talento. Por eso es devastador el veredicto de Ben Macintyre sobre la era de Tony Blair: «en diez años, Tony Blair no ha proferido un solo insulto memorable.» De la selección, destaco el ataque de Lord St. John de Fawsley a Margaret Thatcher: «Cuando habla sin pensar, dice lo que piensa.»
Un insuperable catálogo de insultos puede encontrarse por aquí.
Octavio Paz
Al alba, un escalofrío recorre a los objetos. Durante la noche, fundidos a la sombra, perdieron su identidad; ahora, no sin vacilaciones, la luz los recrea. Adivino ya que esa barca varada, sobre cuyo mástil cabecea un papagayo carbonizado, es el sofá y la lámpara; ese buey degollado entre sacos de arena negra, es el escritorio; dentro de unos instantes la mesa volverá a llamarse mesa… Por las rendijas de la ventana del fondo entre el sol. Viene de lejos y tiene frío. Adelanta un brazo de vidrio, roto en pedazos diminutos al tocar el muro. Afuera, el viento dispersa nubes. Las persianas metálicas chillan como pájaros de hierro. El sol da tres pasos más. Es una araña centelleante, plantada en el centro del cuarto. Descorro la cortina. El sol no tiene cuerpo y está en todas partes. Atravesó montañas y mares, caminó toda la noche, se perdió por los barrios. Ha entrado al fin y, como si su propia luz lo cegase, recorre a tientas la habitación. Busca algo. Palpa las paredes, se abre paso entre las manchas rojas y verdes del cuadro, trepa la escalinata de los libros. Los estantes se han vuelto una pajarera y cada color grita su nota. El sol sigue buscando. En el tercer estante, entre el Diccionario etimológico de la lengua castellana y La Garduña de Sevilla y anzuelo de bolsas, reclinada contra la pared recién encalada, el color ocre atabacado, los ojos felinos, los párpados levemente hinchados por el sueño feliz, tocada por un gorro que acentúa la deformación de la frente y sobe el cual una línea dibuja una espiral que remata en un vírgula (ahí el viento escribió su verdadero nombre), en cada mejilla un hoyuelo y dos incisiones rituales, la cabecita ríe. El sol se detiene y la mira. Ella ríe y sostiene la mirada sin pestañear.
¿De quién o por qué se ríe la cabecita del tercer estante? Ríe con el sol. Hay una complicidad, cuya naturaleza no acierto a desentrañar, entre su risa y la luz. Con los ojos entrecerrados y la boca entreabierta, mostrando apenas la lengua, juega con el sol como la bañista con el agua. El calor solar es su elemento. ¿Ríe de los hombres? Ríe para sí y porque sí. Ignora nuestra existencia; está viva y ríe con todo lo que está vivo. Ríe para germinar y para que germine la mañana. Reír es una manera de nacer (la otra, la nuestra, es llorar). Si yo pudiese reír como ella, sin saber por qué…Hoy, un día como los otros, bajo el mismo sol de todos los días, estoy vivo y río. Mi risa resuena en el cuarto con un sonido de guijarros cayendo en un pozo. ¿La risa humana es una caída, tenemos los hombres un agujero en el alma?. Me callo, avergonzado. Después, me río de mí mismo. Otra vez el sonido grotesco y convulsivo. La risa de la cabecita es distinta. El sol lo sabe y calla. Está en el secreto y no lo dice; o lo dice con palabras que no entiendo. He olvidado, si alguna vez lo supe, el lenguaje del sol.
La cabecita es un fragmento de un muñeco de barro, encontrado en un entierro secundario, con otros ídolos y cacharros rotos, en un lugar del centro de Veracruz. Tengo sobre mi mesa una colección de fotografías de esas figurillas. La mía fue como una de ellas: la cara levemente levantada hacia el sol, con expresión de gozo indecible; los brazos en gesto de danza, la mano izquierda abierta y la derecha empuñando una sonaja en forma de calabaza; al cuello y sobre el pecho, un collar de piedras gruesas; y por toda vestidura, una estrecha faja sobre los senos y un faldellín de la cintura a la rodilla, ambos adornados por una greca escalonada. La mía, quizá, tuvo otro adorno: líneas sinuosas, vírgulas y, en el centro de la falda, un mono de los llamados «araña», la cola graciosamente enroscada y el pecho abierto por el cuchillo sacerdotal.
La cabecita del tercer estante es contemporánea de otras criaturas turbadoras: deidades narigudas, con un tocado en forma de ave que desciende; esculturas de Xipe-Tlazoltéotl, dios doble, vestido de mujer, cubierta la parte inferior del rostro con un antifaz de piel humana; figuras de mujeres muertas en el parto (cihuateteos), armadas de escudo y macana; «palmas» y hachas rituales, en jade y otras piedras duras, que representan un collar de manos cortadas, un rostro con máscara de perro o una cabeza de guerrero muerto, los ojos cerrados y en la boca la piedra verde de inmortalidad; Xochiquetzal, diosa del matrimonio, con un niño; Ehécatl-Quetzalcóatl, señor del viento, antes de su metamorfosis en el Altiplano, dos con pico de pato… Estas obras, unas aterradoras y otras fascinantes, casi todas admirables, pertenecen a la cultura totonaca –si es que fue realmente totonaca el pueblo que, entre el siglo I y el IX de nuestra era, levantó los templos de El Tajín, fabricó por miles las figuritas rientes y esculpió «yugos», hachas y «palmas», objetos misteriosos sobre cuya función o utilidad poco se sabe pero que, por su perfección, nos iluminan con la belleza instantánea de lo evidente.
Como sus vecinos los huastecas, nación de ilusionistas y magos que, dice Sahagún, «no tenía la lujuria por pecado», los totonacas revelan una vitalidad menos tensa y más dichosa que la de los otros pueblos mesoamericanos. Quizá por eso crearon un arte equidistante de la severidad teotihuacana y de la opulencia maya. El Tajín no es, como Teotihuacán, movimiento petrificado, tiempo detenido: es geometría danzante, ondulación y ritmo. Los totonacas no son siempre sublimes pero pocas veces nos marean, como los mayas, o nos aplastan como los del Altiplano. Ricos y sobrios a un tiempo, heredaron de los «olmecas» la solidez y la economía, ya que no la fuerza. Aunque la línea de la escultura totonaca no tiene la concisa energía de los artistas de La Venta y Tres Zapotes, su genio es más libre e imaginativo. Mientras el escultor «olmeca» extrae sus obras, por decirlo así, de la piedra (o como escribe Westheim: «No crea cabezas, crea cabezas de piedra»), el totonaca transforma la materia en algo distinto, sensual o fantástico, y siempre sorprendente. Dos familias de artistas: unos se sirven de la materia, otros son sus servidores. Sensualidad y ferocidad, sentido del volumen y de la línea, gravedad y sonrisa, el arte totonaca rehúsa lo monumental porque sabe que la verdadera grandeza es equilibrio. Pero es un equilibrio en movimiento, una forma recorrida por un soplo vital, como se ve en la sucesión de líneas y ondulaciones que dan a la pirámide de El Tajín una animación que no está reñida con la solemnidad. Esas piedras están vivas y danzan.
¿El arte totonaca es una rama, la más próxima y vivaz, del tronco «olmeca»? No sé cómo podría contestarse a esta pregunta. ¿Quiénes fueron los «olmecas», cómo se llamaban realmente, qué idioma hablaban, de dónde venían y a dónde se fueron? Algunos arqueólogos han señalado presencias teotihuacanas en El Tajín. Por su parte, Medellín Zenil piensa, y sus razones son buenas, que también hubo influencias totonacas en Teotihuacán. ¿Y quiénes fueron, cómo se llamaban, de dónde venían, etc., los constructores de Teotihuacán?. Jiménez Moreno aventura que tal vez fue obra de grupos nahua-totonacas… «Olmecas», totonacas, popoloca-mazatecos, toltecas: nombres. Los nombres van y vienen, aparecen y desaparecen. Quedan las obras. Entre los escombros de los templos demolidos por el chichimeca o por el español, sobre el montón de libros y de hipótesis, la cabecita ría. Su risa es contagiosa. Ríen los cristales de la ventana, la cortina, el Diccionario etimológico, el clásico olvidado y la revista de vanguardia; todos los objetos se ríen del hombre inclinado sobre el papel, buscando el secreto de la risa en unas fichas. El secreto está afuera. En Veracruz, en la noche rojiza y verde de El Tajín, en el sol que sube cada mañana la escalera del templo. Regresa a esa tierra y aprende a reír. Mira otra vez los siete chorros de sangre, las siete serpientes que brotan del tronco del decapitado. Siete- el número de la sangre en el relieve del Juego de Pelota en Chichen-Itzá; siete: el número de semillas en la sonaja de fertilidad; siete: el secreto de la risa.
La actitud y la expresión de las figurillas evoca la imagen de un rito. Los ornamentos del tocado, subraya Medellín Zenil, corroboran esta primera impresión: las vírgulas son estilizaciones del mono, doble o nahual de Xochipilli; los dibujos geométricos son variaciones del signo nahui ollín, sol del movimiento; la Serpiente Emplumada, es casi innecesario decirlo, designa a Quetzalocóatl; la greca escalonada alude a la serpiente, símbolo de fertilidad…Criaturas danzantes que parecen celebrar al sol y a la vegetación naciente, embriagadas por una dicha que se expresa en todas las gamas del júbilo, ¿cómo no asociarlas con la divinidad que más tarde, en el Altiplano, se llamó Xochipilli (I Flor) y Macuilxóchitl (5 Flor)? No creo, sin embargo, que se trate de representaciones del dios. Probablemente son figuras de su séquito o personajes que, de una manera u otra, participan en su culto. Tampoco me parece que sean retratos, como se ha insinuado, aunque podría inclinarnos a aceptar esta hipótesis la individualidad de los rasgos faciales y la rica variedad de las expresiones risueñas, a mi juicio sin paralelo en la historia entera de las artes plásticas. Pero el retrato es un género profano, que aparece tarde en la historia de las civilizaciones. Los muñecos totonacas, como los santos, demonios, ángeles y otras representaciones de lo que llamamos, con inexactitud, «arte popular», son figuras asociadas con alguna festividad. Su función en el culto solar, al cual indudablemente pertenecen, oscila tal vez entre la religión propiamente dicha y la magia. Procuraré justificar mi suposición más adelante. Por lo pronto diré que su risa, contra el fondo de los ritos de Xochipilli, posee una resonancia ambivalente.
El oficio que desempeña entre nosotros la causalidad, lo ejercía entre los mesoamericanos la analogía. La causalidad es abierta, nsucesiva y prácticamente infinita: una causa produce un efecto que a su vez engendra otro… La analogía o correspondencia es cerrada y cíclica: los fenómenos giran y se repiten como en un juego de espejos. Cada imagen cambia, se funde a su contraria, se desprende, forma otra imagen, se une de nuevo a otra y, al fin, vuelve al punto de partida. El ritmo es el agente del cambio. Las expresiones privilegiadas del cambio son, como en la poesía, la metamorfosis; como en el rito, la máscara. Los dioses son metáforas del ritmo cósmico; a cada fecha, a cada compás de la danza temporal, corresponde una máscara. Nombres: fechas: fechas: máscaras: imágenes. Xochipilli (su nombre en el calendario es I Flor), numen del canto y de la danza que empuña un bastón con un corazón atravesado, sentado sobre una manta decorada por los cuatro puntos cardinales, sol, niño, es también, sin dejar de ser él mismo, Cintéotl, la deidad del maíz naciente. Como si se tratase de la rima de un poema, esta imagen convoca a la de Xipetótec, dios del maíz pero asimismo del oro, dios solar y genésico («nuestro señor el desollado» y «el que tiene el miembro viril»). Divinidad que encarna el principio masculino, Xipe se funde con Tlazoltéotol, señora de las cosechas y del parto, de la confesión y de los baños de vapor, abuela de dioses, madre de Cintéotl. Entre este último y Xilomen, diosa joven del maíz, hay una estrecha relación. Ambos están aliados a Xochiquetzal, arrebatada por Tezcatlipoca al mancebo Piltzintecutli – que no es otro que Xochipilli. El círculo se cierra. Es muy posible que el panteón del pueblo de El Tajín, en la gran época, haya sido menos complicado que lo que dej
a entrever esta apresurada enumeración. No importa: el principio que regia a las transformaciones divinas era el mismo.
Nada menos arbitrario que esta alucinante sucesión de divinidades. Las metamorfosis de Xochipilli son las del sol. También son las del agua, o las de la plata del maíz en las distintas fases de su crecimiento y, en suma, las de todos los elementos, que se entrelazan y separan en una suerte de danza circular, universo de gemelos antagonistas, gobernado por una lógica rigurosa, precisa y coherente como la alternancia de versos y estrofas en el poema. Sólo que aquí los ritmos y las rimas son la naturaleza y la sociedad, la agricultura y la guerra, el sustento cósmico y la alimentación de los hombres. Y el único tema de este inmenso poema es la muerte y la resurrección del tiempo cósmico. La historia de los hombres se resuelve en la del mito y el signo que orienta sus vidas es el mismo que dirige a la totalidad; nahui ollín, el movimiento. Poesía en acción, su metáfora final es el sacrificio real de los hombres.
La risa de las figurillas empieza a revelarnos toda su insensata sabiduría (uso con reflexión estas dos palabras) apenas se recuerdan algunas de las ceremonias en que interviene Xochipilli. En primer término, la decapitación. Sin duda se trata de un rito solar. Aparece desde la época «olmeca», en una estela de Tres Zapotes. Por lo demás, la imagen del sol como una cabeza separada del cuerpo se presenta espontáneamente a todos los espíritus. (¿Sabía Apollinaire que repetía una vieja metáfora al terminar un célebre poema con la frase Soleil cou cupé?) Algunos ejemplos: el Códice Nutall muestra a Xochiqutzal degollada en el Juego de Pelota; y en la fiesta consagrada a Xilonen se decapitaba a una mujer, encarnación de la diosa, precisamente en el altar de Cintéotl. La decapitación no es el único rito. Diosa lunar, arquera y cazadora como Diana, aunque menos casta, Tlazoltéotl es la patrona del sacrificio por flechamiento. Sabemos que este rito es originario de la costa, precisamente de la región huasteca y totonaca. Parece inútil, por último, detenerse en los sacrificios asociados a Xipe el desollado; vele la pena, en cambio, señalar que esta clase de sacrificios formaba parte también del culto a Xochipilli: el Códice Magliabecchi representa al dios de la danza y la alegría revestido de un pellejo de mono. Así, pues, no es descabellado suponer que las figurillas ríen y agitan sus sonajas mágicas en el momento del sacrificio. Su alegría sobrehumana celebra la unión de las dos vertientes de la existencia, como el chorro de sangre del decapitado se convierte en siete serpientes.
El Juego de Pelota era escenario de un rito en el que el victorioso ganaba la muerte por decapitación. Pero se corre el riesgo de no comprender su sentido si se olvida que este rito era efectivamente un juego. En todo rito hay un elemento lúdico. Inclusive podría decirse que el juego es la raíz del rito. La razón está a la vista: la creación es un juego; quiero decir: lo contrario del trabajo. Los dioses son, por esencia, jugadores. Al jugar, crean. Lo que distingue a los dioses de los hombres es que ellos juegan y nosotros trabajamos. El mundo es un juego cruel de los dioses y nosotros somos sus juguetes. En todas las mitologías el mundo es una creación: un acto gratuito. Los hombres no son necesarios; no se sostienen por sí mismos sino por una voluntad ajena: son una creación, un juego. El rito, destinado a preservar la continuidad del mundo y de los hombres, es una imitación del juego divino, una representación del acto creador original. La frontera entre lo profano y lo sagrado coincide con la línea que separa al rito del trabajador, a la risa de la seriedad, a la creación de la tarea productiva. En su origen todos los juegos fueron ritos y hoy mismo obedecen a un ceremonial; el trabajo rompe todos los rituales: durante la faena no hay tiempo ni espacio para el juego. En el rito reina la paradoja del juego: de la nada, la vida se gana con la muerte; en la esfera del trabajo no hay paradojas: ganarás el pan con el sudor de tu frente, cada hombre es hijo de sus obras. Hay una relación inexorable entre el esfuerzo y su fruto: el trabajo, para ser costeable, debe ser productivo; la utilidad del rito consiste en ser un inmenso desperdicio de vida y tiempo para asegurar la continuidad cósmica. El rito asume todos los riesgos del juego y sus ganancias, como sus pérdidas, son incalculables. El sacrificio se inserta con naturalidad en la lógica del juego; por eso es el centro y la consumación de la ceremonia: no hay juego sin pérdida ni rito sin ofrenda o víctima. Los dioses se sacrifican al crear el mundo porque toda creación es un juego.
La relación entre la risa y el sacrificio es tan antigua como el rito mismo. La violencia sangrante de las bacanales y saturnales se acompañaba casi siempre de gritos y grandes risotadas. La risa sacude al universo, lo pone fuera de sí, revela sus entrañas. La risa terrible es una manifestación divina. Como el sacrificio, la risa niega al trabajo. Y no sólo porque es una interrupción de la tarea sino porque pone en tela de juicio su seriedad. La risa es una suspensión y, en ocasiones, una pérdida del juicio. Así retira toda significación al trabajo y, en consecuencia, al mundo. En efecto, el trabajo es lo que da sentido a la naturaleza- transforma su indiferencia o su hostilidad en fruto, la vuelve productiva. El trabajo humaniza al mundo y esta humanización es lo que le confiere sentido. La risa devuelve al universo a su indiferencia y extrañeza originales- si alguna significación tiene, es divina y no humana. Por la risa el mundo vuelve a ser un lugar de juego, un recinto sagrado, y no de trabajo. El nihilismo de la risa sirve a los dioses. Su función no es distinta a la del sacrificio: restablecer la divinidad de la naturaleza, su inhumanidad radical. El mundo no está hecho para el hombre; el mundo y el hombre están hechos para los dioses. El trabajo es serio; la muerte y la risa le arrebatan su máscara de gravedad. Por la muerte y la risa, el mundo y los hombres vuelven a ser juguetes.
Entre hombres y dioses hay una distancia infinita. Una y otra vez, por los medios del rito y el sacrificio, el hombre accede a la esfera divina- pero sólo para caer, al cabo de un instante, en su contingencia original. Los hombres pueden parecerse a los dioses; ellos nunca se parecen a nosotros. Ajeno y extraño, el dios es la «otredad». Aparece entre los hombres como un misterio tremendo, para emplear la conocida expresión de Otto. Encarnaciones de un más allá inaccesible, las representaciones de los dioses son terribles. En otra parte, sin embargo, he tratado de distinguir entre el carácter aterrador del numen y la experiencia, acaso más profunda, del horror sagrado. Lo tremendo y terrible son atributos del poder divino, de su autoridad y soberbia. Pero el núcleo de la divinidad es su misterio, su «otredad» radical. Ahora bien, la «otredad» propiamente dicha no produce temor sino fascinación. Es una experiencia repulsiva o, más exactamente, revulsiva: consiste en un abrir las entrañas del cosmos, mostrar que los órganos de la gestación son también los de la destrucción y que, desde cierto punto de vista (el de la divinidad), vida y muerte son lo mismo. El horror es una experiencia que equivale, en el reino de los sentimientos, a la paradoja y a la antinomia en el del espíritu: el dios es una presencia total que es una ausencia sin fondo. En la presencia divina se manifiestan todas las presencias y por ella todo está presente; al tiempo, como si se tratase de un juego, todo está vacío. La aparición muestra el anverso y el reverso del ser. Coatlicue es lo demasiado lleno y colmado de todos los atributos de la existencia, presencia en la que se concentra la totalidad del universo; y esta plétora de símbolos, significaciones y signos es también un abismo, la gran boca maternal del vacío. Despojar a los dioses mexicanos de su car
ácter terrible y horrible, como lo intenta a veces nuestra crítica de arte, equivale a amputarlos doblemente: como creaciones del genio religioso y como obras de arte. Toda divinidad es tremenda, todo dios es fuente de horror. Y los dioses de los antiguos mexicanos poseen una carga de energía sagrada que no merece otro calificativo que el de fulminante. Por eso nos fascinan.
Presencia tremenda, el dios es inaccesible; misterio fascinante, es incognoscible. Ambos atributos se funden en la impasibilidad. (La pasión pertenece a los dioses que se humanizan, como Cristo). Los dioses están más allá de la seriedad del trabajo y por eso su actividad es el juego; pero es un juego impasible. Cierto, los dioses griegos del período arcaico sonríen; esa sonrisa es la expresión de su indiferencia. Están en el secreto, saben que el mundo, los hombres y ellos mismos nada son, excepto figuras del Hado; para los dioses griegos bien y mal, muerte y vida, son palabras. La sonrisa es el signo de su impasibilidad, la señal de su infinita distancia de los hombres. Sonríen: nada los altera. No sabemos si los dioses de México ríen o sonríen: están cubiertos por una máscara. La función de la máscara es doble; como un abanico, esconde y revela a la divinidad. Mejor dicho: oculta su esencia y manifiesta sus atributos terribles. De ambas maneras interpone entre los hombres y la deidad una distancia infranqueable. En el juego de las divinidades impasibles, ¿qué lugar tiene la risa?
Las figurillas totonacas ríen a plena luz y con la cara descubierta. No encontramos en ellas ninguno de los atributos divinos. No son un misterio tremendo ni una voluntad todopoderosa las anima; tampoco poseen la ambigua fascinación del horror sobrenatural. Viven en la atmósfera divina pero no son dioses. No se parecen a las deidades que sirven, aunque una misma mano las haya modelado. Asisten a sus sacrificios y participan en sus ceremonias como supervivientesde otra edad. Pero si no se parecen a os dioses, tienen un evidente aire de familia con las estatuillas femeninas del período «preclásico» del centro de México y de otros lugares. No quiero decir que sean sus descendientes sino, apenas, que viven en el mismo ámbito psíquico, como las innumerables representaciones de la fecundidad en el área mediterránea y, asimismo, como tantos objetos del «arte popular». Esa mezcla de realismo y mito, de humor y sensualidad inocente, explica también la variedad de las expresiones y de los rasgos faciales. Aunque no son retratos, denotan una observación muy viva y aguda de la movilidad del rostro, una familiaridad ausente casi siempre en el arte religioso. ¿No encontramos el mismo espíritu en muchas de las creaciones de nuestros artesanos contemporáneos? Las figurillas pertenecen, espiritualmente, a una época anterior a las grandes religiones rituales –antes de la sonrisa indiferente y de la máscara aterradora, antes de la separación de dioses y hombres. Vienen del mundo de la magia, regido por la creencia en la comunicación y transformación de los seres y las cosas.
Talismanes, amuletos de la metamorfosis, las terracotas rientes nos dicen que todo está animado y que todos son todo. Una sola energía anima la creación. Mientras la magia afirma la fraternidad de todas las cosas y criaturas, las religiones separan al mundo en dos porciones: los creadores y su creación. En el mundo mágico la comunicación y, en consecuencia, la metamorfosis, se logra por procedimientos como la imitación y el contagio. No es difícil descubrir en las figurillas totonacas un eco de estas recetas mágicas. Su risa es comunicativa y contagiosa; es una invitación a la animación general, un llamado tendiente a restablecer la circulación del soplo vital. La sonaja encierra semillas que, al chocar unas contra otras, imitan los ruidos de la lluvia y la tormenta. La analogía con los «tlaloques» y sus vasijas salta a los ojos: no sería improbable que existiese una relación más precisa entre las estatuillas y Tlaloc, una de las divinidades más antiguas de Mesoamérica. Y hay más: «El número siete», dice Alfonso Caso, «significa semillas». Era un número fasto. Aquí me parece que evoca la idea de fertilidad y abundancia. Entre la seriedad contraída del trabajo y la impasibilidad divina, las figuritas nos revelan un reino más antiguo: la risa mágica.
La risa es anterior a los dioses. A veces los dioses ríen. Para tentar a la diosa-sol, escondida en una cueva, la diosa Uzumé «descubriò sus pechos, se alzó las faldas y danzó. Los dioses empezaron a reír y su risa hizo temblar los pilares del cielo» La danza de la diosa japonesa obliga al sol a salir. En el principio fue la risa; el mundo comienza con un baile indecente y una carcajada. La risa cósmica es una risa pueril. Ho sólo los niños ríen con una risa que recuerda a la de las figuritas totonacas. Risa del primer día, risa salvaje y cerca todavía del primer llanto: acuerdo con el mundo, diálogo sin palabras, placer. Basta alargar la mano para coger el fruto, basta reír para que el universo ría. Restauración de la unidad entre el mundo y el hombre, la risa pueril anuncia también su definitiva separación. Los niños juegan a mirarse frente a frente: aquel que ría primero, pierde el juego. La risa se paga. Ha dejado de ser contagiosa. El mundo se ha vuelto sordo y de ahora en adelante sólo se conquista con el esfuerzo o con el sacrificio, con el trabajo o con el rito. A medida que se amplía la esfera del trabajo, se reduce la de la risa. Hacerse hombre es aprender a trabajar, volverse serio y formal. Pero el trabajo, al humanizar a la naturaleza, deshumaniza al hombre. El trabajo literalmente desaloja al hombre de su humanidad. Y no sólo porque convierte al trabajador en asalariado sino porque confunde su vida con su oficio. Lo vuelve inseparable de su herramienta, lo marca con el hierro de su utensilio. Y todas las herramientas son serias. El trabajo devora al ser del hombre; inmoviliza su rostro, le impide llorar o reír. Cierto, el hombre es hombre gracias al trabajo; hay que añadir que sólo logra serlo plenamente cuando se libera de la faena o la trasmuta en el juego creador. Hasta la época moderna, que ha hecho del trabajo una suerte de religión sin ritos pero con sacrificios, la vida superior era la contemplativa; y hoy mismo la rebelión del arte (tal vez ilusoria y , en todo caso, aleatoria) consiste en su gratuidad, eco del juego ritual. El trabajo consuma la victoria del hombre sobre la naturaleza y los dioses; al mismo tiempo, lo desarraiga de su suelo nativo, seca la fuente de su humanidad. La palabra placer no figura en el vocabulario del trabajo. Y el placer es una de las claves del hombre: nostalgia de la unidad original y anuncio de reconciliación con el mundo y con nosotros mismos.
Si el trabajo exige la abolición de la risa, el rito la congela en rictus. Los dioses juegan y crean el mundo; al repetir ese juego, los hombres danzan y lloran, ríen y derraman sangre. El rito es un juego que reclama víctimas. No es extraño que la palabra danza, entre los aztecas, signifique también penitencia. Regocijo que es penitencia, fiesta que es pena, la ambivalencia del rito culmina en el sacrificio. Una alegría sobrehumana ilumina el rostro de la víctima. La expresión arrobada de los mártires de todas las religiones no cesa de sorprenderme. En vano los psicólogos nos ofrecen sus ingeniosas explicaciones, valederas hasta que surge una nueva hipótesis: algo queda por decir. Algo indecible. Esa alegría extática es insondable como el gesto del placer erótico. Al contrario de la risa contagiosa de las figurillas totonacas, la víctima provoca nuestro horror y nuestra fascinación. Es un espectáculo intolerable y del que, no obstante, no podemos apartar los ojos. Nos atrae y repele y de ambas maneras crea entre ella y nosotros una distancia infranqueable. Y sin embargo, ese rostro que se contrae y distiende hasta inmovilizarse en un gesto que es simultáneamente penite
ncia y regocijo, ¿no es el jeroglífico de la unidad original, en la que todo era uno y lo mismo? Ese gesto no es la negación sino el reverso de la risa.
«La alegría es una», dice Baudelaire; en cambio, «la risa es doble o contradictoria; por eso es convulsiva». Y en otro pasaje del mismo ensayo: «En el paraíso terrenal (pasado o por venir, recuerdo o profecía, según lo imaginemos como teólogos o como socialista),,, la alegría no está en la risa». Si la alegría es una, ¿cómo podría estar excluida la risa del paraíso? La respuesta la encuentro en estas líneas: la risa es satánica, y «está asociada al accidente de la antigua caída…La risa y el dolor se expresan por los órganos donde residen el gobierno y la ciencia del bien y del mal: los ojos y la boca». Entonces, ¿en el paraíso nadie ríe porque nadie sufre? ¿Será la alegría un estado neutro, beatitud hecha de indiferencia, y no ese grado supremo de felicidad que sólo alcanzan los bienaventurados y los inocentes? No Baudelaire dice, más bien, que la alegría paradisíaca no es humana y que trasciende las categorías de nuestro entendimiento. A diferencia de esta alegría, la risa no es divina ni santa: es un atributo humano y por eso reside en los órganos que, desde el principio, han sido considerados como el asiento del libre albedrío: los ojos, espejos de la visión y origen del conocimiento, y la boca, servidora de la palabra y del juicio. La risa es una de las manifestaciones de la libertad humana, a igual distancia de la impasibilidad divina y de la irremediable gravedad de los animales. Y es satánica porque es una de las marcas de la ruptura del pacto entre Dios y la criatura.
La risa de Baudelaire es inseparable de la tristeza. No es la risa pueril sino lo que él mismo llama «lo cómico». Es la risa moderna, la risa humana por excelencia. Es la que oímos todos los días como desafío o resignación, engreída o desesperada. Esta risa es también la que ha dado al arte occidental, desde hace varios siglos, algunas de sus obras más temerarias e impresionantes. Es la caricatura y, asimismo, es Goya y Daumier, Brueghel y Jerónimo Bosch, Picabia y Picasso, Marcel Duchamp y Max Ernst…Entre nosotros es José Guadalupe Posada y, a veces, el mejor Orozco y el Tamayo más directo y feroz. La antigua risa, revelación de la unidad cósmica, es un secreto perdido para nosotros. Entrevemos lo que pudo haber sido al contemplar nuestras figurillas, la risa fálica de ciertas esculturas negras y de Oceanía y tantos otros objetos insólitos, arcaicos o remotos, que apenas empezaban a penetrar en la conciencia occidental cuando Baudelaire escribía sus reflexiones. Por esas obras adivinamos que la alegría efectivamente era una y que abrazaba muchas cosas que después parecieron grotescas, brutales o diabólicas: la danza obscena de Uzumé («baile de mono», dicen los japoneses), el alarido de la ménade, el canto fúnebre del pigmeo, el Príapo alado del romano… Alegría es unidad que no excluye ningún elemento. La conciencia cristiana expulsa a la risa del paraíso y la transforma en atributo satánico. Desde entonces es signo del mundo subterráneo y de sus poderes. Hace apenas unos cuantos siglos ocupó un lugar cardinal en los procesos de hechicería, como síntoma de posesión demoníaca; confiscada hoy por la ciencia, es histeria, desarreglo psíquico, anomalía. Y sin embargo, enfermedad o marca del diablo, la antigua risa no pierde su poder. Su contagio es irresistible y por eso hay que aislar a los «enfermos de risa loca».
La risa une; lo «cómico» acentúa nuestra separación. Nos reímos de los otros o de nosotros mismos y en ambos casos, señala Baudelaire, afirmamos que somos diferentes de aquello que nos provoca nuestra risa. Expresión de nuestra distancia del mundo y de los hombres, la risa moderna es sobre todo la cifra de nuestra dualidad; si nos reímos de nosotros mismos es porque somos dos. Nuestra risa es negativa. No podía ser de otro modo, puesto que es una manifestación de la conciencia moderna, la conciencia escindida. Si afirma esto, niega aquello; no asiente (eres como yo), disiente (eres diferente). En sus formas más directas, sátira, burla o caricatura, es polémica: acusa, pone el dedo en la llaga, alimento de la poesía más alta, es risa roída por la reflexión: ironía romántica, humor negro, blasfemia, epopeya grotesca (de Cervantes a Joyce); pensamiento, es la única filosofía crítica porque es la única que de verdad disuelve los valores. El saber de la conciencia moderna es un saber de separación. El método del pensamiento crítico es negativo: tiende a distinguir una cosa de la otra; para lograrlo, debe mostrar que esto no es aquello. A medida que la meditación se hace más amplia, crece la negación: el pensamiento pone en tela de juicio a la realidad, al conocimiento, la verdad. Vuelto sobre sí mismo, se interroga y pone a la conciencia en entredicho. Hay un instante en que la reflexión, al reflejarse en la pureza de la conciencia se niega. Nacida de una negación de lo absoluto, termina en una negación absoluta. La risa acompaña a la conciencia en todas sus aventuras: si el pensamiento se piensa, ella se ríe de la risa; si piensa lo impensable ella se muere de risa. Refutación del universo por la risa.
La risa es el más allá de la filosofía. El mundo empezó con una carcajada y termina con otra. Pero la risa de los dioses japoneses, en el seno de la creación, no es la misma del solitario Nietzsche, libre hay de la naturaleza, «espíritu que juega inocentemente, es decir, sin intención, por exceso de fuerza y fecundidad, con todo lo que hasta ahora se ha llamado lo santo, lo bueno, lo intangible y lo divino…» (Ecce homo). La inocencia no consiste en la ignorancia de los valores y de los fines sino en saber que los valores no existen y que el universo se mueve sin intención ni propósito. La inocencia que busca Nietzsche es la conciencia del nihilismo. Ante la vertiginosa visión del vacío, espectáculo realmente único, la risa es también la única respuesta. Al llegar a este punto extremo (más allá sólo hay: nada), el pensamiento occidental se examina a sí miso, antes de disolverse en su propia transparencia. No se juzga ni condena: ríe. La risa es una proposición de esa ateología de la totalidad que desvelaba a Georges Bataille. Proposición que, por su naturaleza misma, no es fundamental sino irrisoria: no funda nada porque es insondable y todo cae en ella sin tocar nunca el fono. «¿Quién reirá hasta morir?» se pregunta Bataille. Todos y ninguno. La antigua receta, racional y estoica, era reírse de la muerte. Pero si, al reír, morimos: ¿somos nosotros o es la muerte la que se ríe?
El sol no se va. Sigue en la pieza, terco. ¿Qué hora es? Una cifra más, o una menos, adelanta o retrasa mi hora, la de mi pérdida definitiva. Porque estoy perdido en el tiempo infinito, que no tuvo comienzo ni tendrá fin. El sol vive en otro tiempo, es otro tiempo, finito e inmortal (finito: se acaba, se gasta; inmortal: nace, renace con la risa pueril y el chorro de sangre) Sol degollado, sol desollado, sol en carne viva, sol niño y viejo, sol que está en el secreto de la verdadera risa, la de la cabecita del tercer estante. Para reír así, después de mil años, hay que estar absolutamente vivo o absolutamente muerto. ¿Sólo las calaveras ríen perpetuamente? No: la cabecita está viva y ríe. Solo los vivo ríen así. La miro de nuevo: sobre su tocado una línea dibuja una espiral que remata en una vírgula. Ahí el viento escribió su verdadero nombre: me llamo liana enroscada en los árboles, mono que cuelga sobre el abismo verdinegro; me llamo hacha para hendir el pecho del cielo, columna de humo que abre el corazón de la nube; me llamo caracol marino y laberinto del viento, torbellino y cruce de caminos; me llamo nudo de serpientes, haz de siglos, reunión y dispersión de los cuatro colores y de las cuatro edades; me llamo noc
he e ilumino como el pedernal; me llamo día y arranco los ojos como el águila; me llamo jaguar y me llamo mazorca. Cada máscara, un nombre; cada nombre una fecha. Me llamo tiempo y agito una sonaja de barro con siete semillas adentro.
En Obras completas. Volumen VII, Los privilegios de la vista II. Arte de México.
W. H. Auden
para Oliver Sacks
La primaver en Austria tuvo un comienzo amable
diáfano el cielo, el aire manso y el medio equilibrado
para quienes nos alimentan, bestias o plantas:
los sempiternos minerales parecían contentos con su régimen,
donde lo que no está prohibido es obligatorio.
Hay sombras, desde luego: anuncios pornográficos, párracos ‘enrollados’,
y a uno de los vecinos, el marido perfecto, le ha dado por beber,
pero Tú no has perdido tu aplomo, extraña cosa rústica,
el mismo ante quien Yo, hecho a Imagen de Dios pero en torcido,
impúdico devoto voluntarioso, he de inclinarme.
Mi vivienda mortal, el carnal territorio
debo custodiar, y mi niño adoptado,
de cuya subsistencia me hago cargo, y también mi tutor,
sin cuyas instrucciones neuronales jamás podría
distinguir lo que es o imaginar lo que no es.
Pasivo por instinto, supongo, pues no tienes
ni garras ni colmillos ni cascos ni veneno y eres
propenso, por tanto, a dejar que el sol se ponga en Tu espanto;
más que torpe oledor, censor de olores,
y con un paladar omnívoro que admite la comida caliente.
De forma impredecible, emergiste hace décadas
entre el flujo incesante de seres vomitados
por las fauces de la naturaleza. Un suceso aleatorio, dice la Ciencia.
¡Y un huevo! Un genuino milagro, en mi opinión,
pues ¿quién no está seguro de haber sido llamado?
A la vez que crecías y tu perfil tomaba forma,
yo observaba Tu aspecto con recelo. Su arquitectura
tendría que haber sido más vistosa: ¡Me han engañado!
No obstante, a estas alturas, me he hecho a Tus proporciones,
y bien pensado, habría podido ser mucho peor.
Pocas veces has sido una molestia. Durante muchos años
fuiste, lo reconozco, mártir del cuernolismo,
(era inútil decirte: ¡Si no estoy enamorado!):
con qué resolución, no obstante, repeliste invasiones de gérmenes
sin castigar jamás con un achaque mis rabietas.
Eres Tú quien salió perjudicado, pues, si tienes miopía,
soy el ratón de biblioteca que pudo con Tus ojos; si te falta el aliento,
como buen fumador que eres, soy el camello
que te llevó a engancharte. (De haber sido más jóvenes,
tal vez te habría pervertido con una aguja.)
Siempre me ha sorprendido qué poco Te conozco.
Tus costas y salientes los conozcos, pues ahí yo gobierno,
pero lo que sucede tierra adentro, los rituales, los códigos sociales,
Tus torrentes, salados y sombríos, siguen siendo un enigma:
lo que creo se basa sólo en rumores médicos.
Nuestro matrimonio es un drama; no un guión donde
lo no expresado no se piensa: en nuestra escena,
aquello que no puedo articular Tú lo pronuncias
en actos cuya raison d-être no entiendo. ¿A qué evacuar fluidos
cuando me aflijo o dilatar Tus labios cuando me alegro?
Toda orden de cierre o apertura, de inclusión o expulsión,
ha de venir de Ti, no es de mi competencia
(lo que he hecho es simplemente procurarte el horario
donde puedas listarla): mas ¿cuál es Tu tarea
mientras hago equilibrios entre pena y jolgorio?
De forma un tanto irracional, Te reprocho los sueños.
Si algo sé, es que no los escojo: si pudiera,
les impondría cierta disciplina prosódica,
no habría ambigüedad en lo que dicen. me da igual el motivo
de estos raptos nocturnos, como poeta los repruebo.
Gracias a Tu otredad, Tus concordias jocosas,
tan distintos de mi ámbito de furia y disonancia,
puedes servirme como emblema del Cosmos:
de los grupos humanos, como Hobbes supo ver,
el símbolo más apto es un monstruo grotesco.
¿Quién acuñó el sintagma El cuerpo político?
Pues todos los Estados en los que hemos vivido o que muestra la historia
han sido enfermos graves, casos psicosomáticos
atendidos por sádicos o matasanos caros:
cuando leo el periódico, pareces un Adonis.
El tiempo, lo sabemos, te hará más decadente y ya empiezo a temer
nuestro divorcio: he visto algunos espantosos.
Recuerda: cuando Le Bon Dieu te diga ¡Déjale!
haz el favor, por Él como por mí, de no atender
a mis penosos noes y vete echando leches.
(Traducción de Jordi Doce)
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”
Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo. Decidieron así fundar un movimiento al que bautizaron “Poesía gastronómica.” El compromiso de sus militanmtes era mencionar alguna delicia en cada poema. Fuera cual fuera el tema, habría que insertar una receta, un ingrediente, algún guiso. En un poema que Strand dedica a un asado al caldero puede encontrarse el manifiesto de aquel movimiento:
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Los poetas coincidían que su oficioera un arte similar a la cocina. Se guisa con palabras o con cebollas. Usar lo que hay en casa para darle encanto y compartirlo con los amigos. Toques de sutileza que vienen de una larga experiencia o que surgen de una súbita inspiración. Después de una cena que había preparado Strand, éste le confesó a Simic: “Creo que esta noche no le puse suficiente queso al risotto.” Simic estuvo de acuerdo, aunque no se había dado cuenta hasta que Strand lo notó. Eso es lo que nos sucede al escribir, añadió Simic. Muchas veces un poema, tal vez uno ya publicado, pide otra palabra para encontrar su punto o necesita deshacerse de una línea para aligerarse.
Alfonso Reyes dedicó sus Memorias de cocina y bodega a quienes pudieran apreciar el caso de Pierrette, una mujer que a los noventa y nueve años y once meses comía en su cama cuando sintió que llegaba su hora. Asustada, empezó a gritar: “Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir.” Que la buena comida y la tristeza son incompatibles lo ha demostrado Simic en un ensayo brillante. “Comida y felicidad,” se titula y puede leerse en El flautista en el pozo, la antología preparada por Rafael Vargas que publicó Cal y Arena hace unos años. El vino puede ponerlo a uno melancólico pero la comida “produce una felicidad instantánea.” En sus recuerdos aparece siempre el guiso legendario, la conversación que provoca una cena, el festejo alrededor de un platillo, el espectáculo de una charcutería, la filosofía que aprendió en la cocina de su tía.
Recuerdo mejor los platos que he comido que las ideas que he pensado, dice. Las musas auténticas son cocineras. Por ello el propio Reyes encontraba una metafísica en aquella cocinera que guardaba una taza del caldo del día anterior para fundirlo en la sopa del día. Tal vez no habrá arpas ni nubes en el paraíso de Simic pero habrá, sin duda, una olla de frijoles cociéndose en la estufa. No estará solo: la conversación, es decir, la amistad es la compañía natural de una mesa bien servida.
Ha aparecido una nueva edición de La tierra baldía, de TS Eliot. No es una nueva traducción, no es una versión anotada, no es un libro de lujo y bonita tipografía, no es un facsímil. Es una aplicación para el Ipad que hace unos pocos días se hizo pública. La app envuelve el poema con una serie de materiales que lo iluminan. Hay un video en el que Fiona Shaw lo lee en una casona de Dublín. La sobria dramatización subraya los diálogos que hay esta cumbre de la literatura del siglo XX, los muchos acentos que contiene. La tierra baldía es un poema cargado de voces, un compendio de sonidos, idiomas, canciones. Esta versión electrónica vivifica todos estos registros. Se puede escuchar, desde luego, con la voz de Eliot o, más bien, con dos voces de Eliot. La primera viene de la garganta de un hombre de 45 años, la otra se oye con el acento de un hombre a punto de cumplir 60. Otros también prestan voz para recorrer sus líneas: Alec Guiness, Ted Hughes, Viggo Mortensen. Con facilidad se puede cambiar de lector: una línea leída por el autor y la siguiente por Hughes. Puede verse el manuscrito original con las correcciones de mano de Eliot. Pueden leerse las notas del autor y del editor explicando el denso mundo de evocaciones que contiene. El gran poeta Seamus Heaney habla también de su encuentro con la poesía de Eliot y lee fragmentos del poema. Especialistas y poetas comparten las razones de su admiración.
La aplicación muestra el rumbo de las futuras publicaciones electrónicas. Conozco las ventajas de los libros electrónicos, pero me siguen pareciendo frías versiones del papel con tinta. Por eso el kindle, tan bien pensado para contener letras y frases sin lastimar la vista, es sólo eso: un depósito de texto. El Ipad despliega párrafos pero abre muchas otras ventanas. El escrito es sólo uno de sus huéspedes. También se alojan ahí imágenes fijas o en movimiento y sonidos que pueden responder a las peticiones del dedo. El libro electrónico no será simplemente un nuevo envase para el contenido de antes: será un nuevo medio para una nueva forma de expresión. Una integración de letras, imágenes y sonidos que seguramente se parecerá más a un videojuego que al pergamino empastado. No desplazará al libro de siempre: a ese libro con peso y olor que atesoramos. Convivirá con él distinguiéndose con claridad de su ancestro. El libro del futuro encontrará su cuerpo.
Asomarse a la extraordinaria edición que Faber & Faber junto con el desarrollador de tecnología Touch Press han hecho de La tierra baldía, es advertir una inmensa potencia comunicativa del instrumento. Reeditar a nuestros clásicos con estos medios, por ejemplo, sería una forma de reanimarlos, de invitarlos de nuevo a la conversación. Pensemos, por ejemplo en esa civilización que fue la escritura de Octavio Paz: sus riquísimos diálogos con las artes plásticas, sus encuentros con todas las literaturas, su contacto con el pasado, sus diálogos con los grandes creadores de su tiempo. Pensemos en presencia en la poesía, en la pintura, en la arquitectura. Si es necesaria una nueva edición de Los privilegios de la vista, debe ser como versión electrónica que incluya el texto, y una amplia galería de imágenes y videos que ilustren cada observación. Si se quiere difundir Piedra de sol, debería seguirse el ejemplo reciente: texto y lecturas, comentarios, imágenes, ecos en la música y en las artes plásticas. El libro electrónico—o como se llegue a llamar—por supuesto, no solamente modificará el trabajo del editor. Se escribirá distinto.
Las esculturas de Richard Serra son trazos del hierro en el espacio. Toneladas de metal que no son más que el juego de un lápiz que invade el aire. Una mano bastaría al artista para surcar por completo la idea de la pieza: una ola, un cono, cintas que serpentean, estelas inmensas. Ahora pueden verse sus dibujos en el Museo Metropolitano de Nueva York. Se trata de la primera exposición de Serra dedicada a este arte sin volumen. Los dibujos no son bocetos de sus esculturas. Serra no empieza sus esculturas en el papel para pasar luego al metal. Serra ensaya sus esculturas directamente en maquetas de plomo. Los dibujos tampoco son ilustraciones de sus piezas. Una escultura que no se recorre con el cuerpo está muerta. Dibujo para escapar de la anécdota de la ilustración, le dijo hace poco a Charlie Rose.
Sin embargo, el vocabulario del artista es el mismo en los dos medios: geometría de la opacidad que trastoca el espacio. Ángulos rectos y sinuosidades inscritas con sombras. Evocación de las formas elementales que no hablan más que de su propia estructura. La abstracción en Serra es tan pura como en Malevich. Algunas piezas de la exposición homenajes al, o tal vez citas del suprematista. Como el ruso, Serra parece decirnos que todo ha desaparecido, menos la masa desde la cual brota la nueva forma.
Es cierto que el papel sustrae una dimensión a la escultura, pero aún constreñida a esas dos dimensiones, conserva intacta su aspiración arquitectónica. Su búsqueda es, ante todo, la reconfiguración del espacio. Dibujo y escultura, tinta y hierro: recursos de la misma exploración. Así sea en toneladas de hierro o en una inscripción en papel, la obra de Serra es una alteración de la polaridad de la Tierra. También sus dibujos parecen imantados. El carbón de sus cuadros y el óxido de sus esculturas nos succionan. Una enorme ventana negra se convierte en el pozo más profundo. El horizonte se levanta y la verticalidad se reclina. ¿Son dibujos o son, en realidad, instalaciones? ¿Los vemos o entramos a ellos? El dibujo nos contiene y nos perturba como lo hace el inmenso poder de su escultura. En una pieza preparada justamente para el museo, Serra cubre de negro dos paredes paralelas alterando el equilibrio de los muros blancos. El espacio resulta una dimensión cromática. Los habitantes del mundo: súbditos de la luz y del color.
Los dibujos de Serra no son tributos al lápiz bien afilado. No aparecen en la exposición líneas suaves y delicadas que bordan el papel. El escultor embiste la superficie con un ladrillo de gis de cera grueso, grasoso y negro: una brocha de asfalto. Aún sin volumen, los dibujos de Serra conservan el atributo central de su obra: el peso. El negro es el único color que se asoma y aparece con tal densidad que adquiere tonelaje. Dibujar, dice Serra, es tan sólo otra manera de pensar.
JAJAJAJAJA, sólo que también hay que saber que el chiste no tiene chiste si no te sabes la rola de Bob Marley…..bueno eso creo…..
Un gran descubrimiento científico sobre el «desarrollo» de los paises… rigor metodológico, amplia explicación, lógica palpable… Puede dejar satisfechos hasta a los más purístas investigadores de las ciencias sociales…: http://www.sincronia-conciencia.blogspot.com
Hoy salió el sol y quema mucho