El hombre es hijo de su imaginación. Nuestra sobrevivencia no es resultado de nuestra capacidad para inventar armas o escudos sino de nuestra disposición a creer en lo indemostrable. No está en la corpulencia de nuestros genes ni en la disposición anatómica del cerebro y de los brazos. Está en nuestra afición a la fábula. Imaginar y hacer creer. La historia de la humanidad que Yuval Noah Harari ha propuesto descansa en esa hipótesis: la palabra es la clave de nuestra identidad en el planeta. No es que seamos la única especie que transmite información sobre el mundo, los únicos que descifran mensajes de sus congéneres. Hasta los seres más elementales comunican la presencia de alimento y advierten la aparición de amenazas. Lo que nos eleva en la selva es la ficción. Nombramos lo que no existe. Con asombroso detalle describimos lo imposible. Nos deleitamos en leyendas y fantasías. Las hazañas de la humanidad son producto de esa disposición a creer. Nuestras atrocidades lo son también. Las catedrales y las masacres necesitan el estímulo de la fantasía. Un chimpancé nunca me entregaría un plátano si yo le ofrezco el paraíso de los plátanos infinitos en la otra vida. El homo sapiens es, en realidad, homo credulus.
El artículo completo puede leerse en nexos de este mes…
Durante años, Philip Tetlock ha sometido a prueba a los opinadores que descifran el mundo de la política y se ofrecen como profetas para el teleauditorio. La conclusión a la que ha llegado es que son unos farsantes: no saben de lo que hablan y no son confiables como anticipo de lo que vendrá. Tetlock publicó un libro con sus hallazgos. Siguiendo aquella idea que Isaiah Berlin haría famosa, ubica erizos y zorro en el mundo del comentariado. Unos tienen sólo una idea y derivan de ella toda su interpretación del mundo; otros tienen varias nociones y adaptan su evaluación a la circunstancia. Al parecer, éstos últimos suelen ser un poco más confiables. En Wired hay una entrevista con él. Su entrevistador, Jonah Lehrer sugiere que en los programas televisivo de análisis político, debería insertarse una leyenda: "Está probado científicamente que estos señores no saben de lo que hablan. Su rollo tiene sólo propósito de entretenimiento."
Rafael Argullol enumera diez razones para que Goya vuelva a pintar. Goya se sentiría "cómodo en su repulsión a lo que le rodea."
Como pintor de la Corte que acabó siendo extremadamente crítico con los cortesanos, no creo que Goya se asombrara lo más mínimo al constatar la corrupción de nuestros días. Quizá la encontraría más sofisticada y dispersa que en los suyos, aunque, en lo substancial, similar. Lo peor de la corrupción es el efecto de contagio: el poder busca la complicidad de la entera sociedad y, cuando la consigue —o al menos de buena parte de ella—, la contaminación estalla en todas direcciones. La lucidez de Goya, en su momento, radica en su capacidad para mostrar la extensión de este estallido: la fealdad, la máscara grotesca, se encaja en el rostro del poderoso pero también cubre la fachada de la multitud. La picaresca cimentada en corrupción aprisiona a la entera sociedad. Antes, en esa dirección, escribió Cervantes en El Quijote o en algunas Novelas ejemplares; y después, sin apartarse de ese mismo rumbo, lo filmó Buñuel en Viridiana. No cuesta imaginar una prolífica extensión de los Caprichos y disparates de Goya en la atmósfera nuestra, en la que ahora escandalizan ciertos procesos puestos en marcha, pero que hasta hace bien poco contemplaba electorados que premiaban a los más corruptos con las más rotundas mayorías absolutas.
La controversia sobre el diccionario de Christopher Domínguez engorda. La estupenda página de prensa del Fondo sirve bien para rastrear ataques y réplicas. Se sugiere, por ejemplo, convocar de inmediato a la redacción de un diccionario antichristopher en el que aparezcan todos los enemigos del crítico en perfecto orden alfabético. Eve Gil rompe su norma de no reseñar libros que no le gustan para hablar del diccionario. El antologador se defiende: al crítico lo persiguen sus remordimientos; no es un árbitro de futbol; su libro no quiere ser el vademécuum de la literatura: nomás fragmentos de la autobiografía de un lector.
Sigo sin entender la indignación. Que los perfiles de este libro estén ordenados alfabéticamente no supone la mirada de un supremo que todo lo ve y todo lo aquilata con perfecta ecuanimidad. El diccionario filosófico de Voltaire no tiene
Algo de vasconcelistas han tenido estas jornadas recientes. La urgencia, el miedo han encendido una llama misionera en el Estado. Antes de la aparición del temido coctel viral, el Estado parecía aprisionado por una red de restricciones. Flotando en pequeñeces, exponía debilidad, cansancio, ofuscamiento. De pronto, una invasión microscópica inyectó sentido de urgencia y, sobre todo, propósito. Aportó algo más que resolución política y disciplina burocrática ante la contingencia: la convicción de que había que transformar hábitos, implantarse en la conciencia más que en la ley; volverse ejemplo. No es que se perciba ahora la pasión de aquel mito pero sí una sorprendente determinación de salvar a México.
¡Voy a repartir cien mil homeros”! decía Vasconcelos. Lo que necesita México es dejar de matarse y ponerse a leer La Illiada. Repartiremos millones de cubrebocas, nos han dicho en estos días. Lo que necesitamos es aprender a estornudar. Y el presidente muestra la técnica del estornudo salubre. Los propósitos tienen un paralelo evidente: porque la catástrofe nos roza, requerimos algo más que la ejecución de medidas administrativas. La urgencia no llama a una política, exige una cruzada. Inundar el país con un mensaje claro; cubrirlo de buenos trastos y erradicar los malos hábitos. Para Vasconcelos, de hecho, la cruzada sanitaria era parte integral, prerrequisito incluso de la cruzada educativa. La regeneración nacional implicaba libros y jabones; salud y cultura.
Vale por eso leer hoy la segunda circular que expidió Vasconcelos como rector de la Universidad Nacional. Se titula “Instrucciones sobre aseo personal e higiene” y es un exhorto a los maestros para que ejerzan de promotores de la salud. Para el “delegado de la revolución” el maestro no era un burócrata que repetía la lección del manual: era un propagador de la buena nueva, un predicador que habría de regenerar a México. La segunda circular del rector parece, de hecho, la condición de la primera que trazaba las líneas de la campaña contra el analfabetismo. Antes de entender las letras y las palabras era necesario lavar la ropa de los niños, curarlos de la sarna, extirparles los piojos. Para poder leer era indispensable cuidar el cuerpo, aprender a respirar, comer saludablemente. Nuestro pueblo no sabe comer, decía Vasconcelos. Los ricos comen de más, los pobres ingieren un veneno grasoso y picante. Si los médicos parecen cómplices de nuestro mal hábito, los maestros, como mensajeros de la civilización, deberán de combatirlos. No tenemos porqué llenarnos la barriga de basura condimentada. La salud y la alegría requieren alimento ligero y simple.
La fe en el libro de Vasconcelos era sólo comparable con su confianza en el jabón. El baño no es perjudicial, dice el rector. Debemos dejar de pensar que hay meses en los debe suspenderse la ducha. El exceso de limpieza no provoca gripe. Los japoneses se bañan todos los días y no sufren por ello. Nosotros deberíamos aspirar a hacer lo mismo. “Los profesores deberán recordar que muchas veces un puñado de polvos de mercurio contra los parásitos o un pan de jabón serán más eficaces, como principio de educación, que veinte lecciones de silabario. Los cuidados del aseo deben preceder al estudio, al trabajo, a la meditación, a todas las actividades humanas.” Parafraseando a Cosío Villegas, podría decirse que entonces se sentía fe en el jabón.
Tony Judt publica un artículo en el New York Times sobre el torneo de clichés que genera Israel (ahora se publica en El país). Imposible discutir el Medio Oriente sin recurrir a las acusaciones gastadas y las defensas rituales. Hace falta limpiar la casa, dice Judt. Salir, por ejemplo, de la trampa que sugiere que cualquier crítica al gobierno israelí es antisemita: seguir esa línea terminará desfundando la denuncia de prejucios reales.
Hace un par de años, Nick Brown, un estudiante entrado en años, tomaba un curso de Psicología positiva en la Universidad del Este de Londres y vio que el profesor mostraba una gráfica que identificaba las coordenadas emocionales de la felicidad. El esquema capturaba la relación de emociones positivas y negativas y las procesaba de acuerdo a un complejo modelo de la teoría del caos. En esa hermosa representación gráfica que parece una mariposa estaba el secreto del florecimiento personal, enseñaba el profesor en su clase. Al parecer, la vida tenía, como meta, un número.
Una cifra aparecía como el π de la felicidad. 2.9013 era el coeficiente crítico. Si una persona, un grupo, una sociedad alcanza 2.9013 de emociones positivas por cada emoción negativa, florecerá. Así. Todo resuelto en esa fantástica cifra. Por encima de ella, disfrutamos de la vida, gozamos del mundo, somos creativos, nos sentimos dichosos. Si estamos debajo de esa línea, la pasamos fatal. Brown escuchó la exposición de su profesor y se sorprendió de la extraña lógica del argumento: la dicha tiene un punto de inflexión, un momento de cristalización objetiva. Le intrigó, sobre todo, que se presentara una cifra crítica. ¿Cuál era la ecuación que la fundaba? Descubrió que el número mágico tenía prestigio y que se le tomaba por confiable. Provenía de un artículo académico publicado en una revista respetada y era citado en cientos de publicaciones universitarias. El artículo se titulaba “El efecto positivo y la dinámica compleja del florecimiento humano.” Lo firmaban Barbara Fredrickson, una connotada profesora de psicología y Marcial Losada, un asesor empresarial. De ese paper se desprendió Positividad, un libro de Fredrickson que divulgó el “hallazgo.” Desde la portada, el libro presume el número mágico. Con seguridad, la autora afirma ahí que, como el agua se congela a los 0 grados, la felicidad comienza con el coeficiente 2.9013.
Las ciencias humanas habían descubierto una fórmula prodigiosa. El punto exacto que separa a los felices de los desdichados. Un número que anuncia el instante en que la experiencia humana puede abrirse como flor. A Brown no le molestaba la cursilería de la psicología positiva, sino su pretensión de escudarse en una cifra incontrovertible. Encontró así al aliado ideal. Le escribió un correo a Alan Sokal, famoso exhibidor de farsantes con doctorado. Sokal desató una tormenta en 1996 cuando envió un artículo ostentosamente absurdo a la revista Social Text para mostrar las “imposturas intelectuales” que dominaban el territorio de los estudios culturales. Social Text le abrió las puertas a ese caballo de Troya para ser exhibido poco después como difusor de la charlatanería. El mensaje fue clarísimo: en ciertos círculos académicos, se publicará cualquier cosa con tal de que 1) suene progresista, 2) esté mal escrito y 3) se cite a los autores venerados.
Con la ayuda de Sokal y Harris Friedman, un psicólogo que dudaba de la exquisita cifra, Nick Brown demostró que el número del florecimiento era una ocurrencia, que no representaba absolutamente nada. En un documento ácido publicado por American Psychologist (la misma revista que publicó la farsa original) mostraron que la cifra de la felicidad está manchado con mil confusiones, errores matemáticos elementales y gravísimas ambigüedades conceptuales. No es que, simplemente se haya demostrado un error: se exhibió, nuevamente una impostura. Pretender darle a los ungüentos de la autoayuda, certificado científico.
Una pregunta ronda toda la poesía de José Emilio Pacheco. ¿Qué tierra es ésta? El paisajista nombra las muchas superficies de la desolación mexicana: costras, cicatrices, surcos de aridez, polvo y ceniza. Debajo del suelo de México, un lago muerto.
Piedra en el polvo:
donde estuvo el río
queda su lecho seco
Nuestra superficie no es el maíz: es suelo estéril que apenas recubre las aguas podridas. Se retrata en su poesía una pesadumbre frágil, vulnerable. Prevalece la materia mineral, volcánica, pétrea. Falta aire. El agua está presente pero no como un abismo líquido sino como una alfombra ondulada: fluctuante gestación de sales y espumas. Rocas, volcanes, murallas, cascajo, desiertos, montañas, ciudades. Todo el imponente tonelaje de la materia resulta deleznable. No hay metal que sobreviva la terca descarga de los siglos. La soberbia del muro vertical será humillada tarde o temprano. Arquitectos y estadistas edifican con ceniza. Por eso no hay contrato de equilibrio que valga. Las piedras no tienen palabra. Los huesos tampoco. La ruina es el trofeo de la historia, la orgullosa conquista del tiempo. Nos rodean devastaciones.
La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime de las generaciones consumidas.Pisamos huesos,
sangre seca, restos,
invisibles heridas.El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.
“Vivir es ir muriendo,” dice Pacheco. La muerte conspira desde dentro o desde abajo. Es el parásito silencioso que crece en la panza de un niño; el terremoto que convierte el suelo en abismo. El lamento del moralista se detiene en la precariedad de nuestras envolturas. El encantamiento de las superficies es visible en la poética de José Emilio Pacheco. Su mirada no es de taladro: es de uña. El poeta rasga metales, cortezas, pavimentos y cristales para registrar sus desventuras metafísicas. Mira la tierra y contempla el “obstinado roer” que devora el mundo. Piso, casa y piel nos desertan. Toda cubierta es corroída por un adversario implacable: el rostro se arruga; los muros se agrietan, el hierro se oxida, los cristales se llenan de vaho, las paredes de moho. Vivimos en vasijas defectuosas. Tendría razón Valéry cuando dijo que lo más profundo era la piel. Alcanzando esa sabiduría que los diccionarios ignoran, José Emilio Pacheco nombra nuestra honda miseria epidérmica.
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JAJAJAJAJA, sólo que también hay que saber que el chiste no tiene chiste si no te sabes la rola de Bob Marley…..bueno eso creo…..
Un gran descubrimiento científico sobre el «desarrollo» de los paises… rigor metodológico, amplia explicación, lógica palpable… Puede dejar satisfechos hasta a los más purístas investigadores de las ciencias sociales…: http://www.sincronia-conciencia.blogspot.com
Hoy salió el sol y quema mucho