En we made this.
En Prospect, Brian Eno publica una nota sobre su idea del carnaval. La traduzco velozmente:
Un carnaval es bueno cuando el número de participantes no es abrumadoramente superado por el número de espectadores y cuando es fácil que los 'espectadores' se vuelvan participantes (bailando y cantando). El carnaval es bueno cuando los participantes muestran un abanico de habilidades que va de lo elemental a lo sorprendente (lo primero es una invitación para no ser intimidado–¡Caray! ¡Yo podría hacer eso!–y lo segundo, una invitación al asombro). El carnaval es bueno cuando personas de todas las edades, razas, formas, tamaños, bellezas e inclinaciones se involucran. El carnaval es bueno cuando hay mucho que ver, todo entremezclado y sólo tú puedes encontrarle sentido. El carnaval es bueno cuando dignifica y premia todo tipo de habilidades–cantar, brincar, carcajearse contagiosamente; escribir la canción de la fiesta; mover el trasero; treparse a una caja para alabar al Señor o a la tlapalería de la esquina; freir pescado en público, inventar arreglos sinfónicos para bandas populares; construir cosas fabulosamente imposibles sólo por un día. El carnaval es bueno cuando las personas tratan de superarse unas a otras y aplauden gustosamente cuando alguien lo logra. El carnaval es bueno cuando nos da una coartada para ser otro. El carnaval es bueno cuando le permite a la gente presentar lo mejor de sí mismo y ser, por un ratito, como les gustaría ser todo el tiempo. El carnaval es bueno cuando le da a la gente la sensación de que es realmente suertuda de estar viva en ese momento. El carnaval es bueno cuando nos deja la sensación de que la vida en todas sus manifestaciones es maravillosa, conmovdera, divertida y que vale la pena.
Ahora sustituye "cultura" por "carnaval." Ahí tienes una visión para el futuro de la cultura.
Antes de que naciera el totalitarismo, el mal estaba repartido entre los hombres en dosis distintas y de una manera bastante equitativa, dentro de lo permitido por el yugo del pecado original. El totalitarismo ha modificado el equilibrio de fuerzas de una forma insólita: parece haberle quitado a la gente el mal que le es propio y haberlo monopolizado al igual que ha hecho con todo lo demás, con la economía, la política y la cultura. El Estado se ha convertido en el principal malhechor y tal vez en el único, aunque sea un malhechor que, por fuerza y a regañadientes, tiene que alimentar, vestir, curar e incluso divertir a sus rehenes. ¿Cabe añadir que éstos andan mal vestidos, comen poco, caen enfermos a menudo, y los chistes tienen que inventarlos ellos?
Aquí no hay lugar para novelas policíacas: todo el mundo sabe quién es el culpable: el culpable es el Estado.
Estamos ante una situación más peligrosa de lo que pudiera parecer a primera vista. El totalitarismo ofende profundamente nuestro sentido de la justicia, porque hace que dejemos de juzgarnos con severidad. nos arrebata el peso de la vida y anula de antemano cualquier posibilidad de contricción. Nos gusta hablar de la dignidad, pero ¿qué es la dignidad sin el peso de la culpa, sin justicia? El gran animal de Platón nos vuelve humanos con demasiada facilidad. Somos buenos porque no nos han permitido saborear la elección entre el bien y el mal, nos han privado de lo que fue la alegría y el tormento de innumerables generaciones anteriores. Somos buenos, nos agrada la retórica, condenamos lo condenable y aceptamos con gusto la compasión de los demás. ¿Quién nos devolverá la verdadera vida, el riesgo de elegir y de cometer errores? Es cierto, no hemos matado a nadie, a no ser que lo hayamos hecho de pensamiento durante la breve pausa entre dos poemas sublimes. El gran animal es el culpable de todo, es él quien martiriza a nuestras esposas, es él quien miente en nosotros, es él quien engaña. ¿Quién nos va a juzgar? ¿Quién nos arrancará del sueño?
Adam Zagajewski, «El mal», en Solidaridad y soledad, El acantilado, 2010
En Fábula del escriba (Pretextos, 2006) Eugenio Montejo lamentaba la suerte de los pájaros en la ciudad. «¡Qué difícil ser pájaro en este planeta colmado de ciudades!» Julio Trujillo piensa lo contrario: toda ciudad se desmorona para volverse un plato de migajas.
«Carta de abril» de Eugenio Montejo:
¡Qué difícil ser pájaro
en este planeta colmado de ciudades!…
Primero, el arduo esfuerzo en cada vuelo
para acoplar alas y aires
entre cúmulos tóxicos que han de esquivarse a saltos
con lo que haya de ardid en el instinto.
Segundo, el alimento, tan escaso
cuando se sobrevive en estas calles.
A diario se exterminan los insectos,
quedan pocas arañas,
casi no hay granos ni de qué alimentarse.
¿Cómo cantar sitiado por el hambre?
Y lo peor, tercero:
procrear en un recodo, si se puede,
como aquí, por ejemplo,
en el balcón de nuestro viejo piso.
…Hasta ayer fue un silencio veloz,
dentro de los helechos, su presencia.
Mas hoy no sé qué ocurre allí en el nido
pues toda esta mañana
el macho viene y va, saltando,
y se oye sin cesar un pío agónico
de alguna queja incontenible
que crece y atormenta.
Es terrible tener tan poco cuerpo
y alzar tanto la voz –¿por qué?– sin tregua,
gobernar tanto nervio
y partir y volver entre las chispas de este abril
que en venas tan minúsculas
pone a correr toda su sangre verde.
«Estatuto del pájaro,» de Julio Trujillo:
El pájaro se adapta
extraordinariamente bien a la ciudad.
Me refiero al puñado
de plumas gris-café,
al pájaro abundante y urbanita
que posa su esqueleto en las cornisas.
¿No ves el contrapunto de los cables,
el súbito reposo
en la tensión de nuestras comunicaciones?
Yo veo la Fuente de Neptuno
y reconozco la mansión del pájaro
(que ya la está adornando
con sus tal vez felices cagarrutas).
E intuyo
–porque mi sonda es baja últimamente–
sus trazos en el cielo,
su muy fugaz cuadrícula y zumbante
que cubre una anterior caligrafía
(igual que una ciudad:
somos hermanos en el palimpsesto).
Se adapta bien el pájaro y es cínico:
¿no te das cuenta que tu mano cursi,
de la que come sin rubor,
fue adiestrada por él discretamente?
Toda metrópoli, además, se desmorona:
es un festín de migas.
Un pájaro es un bicho,
todos somos,
tenemos lo que hay
–y seguimos volando.
La controversia sobre el diccionario de Christopher Domínguez engorda. La estupenda página de prensa del Fondo sirve bien para rastrear ataques y réplicas. Se sugiere, por ejemplo, convocar de inmediato a la redacción de un diccionario antichristopher en el que aparezcan todos los enemigos del crítico en perfecto orden alfabético. Eve Gil rompe su norma de no reseñar libros que no le gustan para hablar del diccionario. El antologador se defiende: al crítico lo persiguen sus remordimientos; no es un árbitro de futbol; su libro no quiere ser el vademécuum de la literatura: nomás fragmentos de la autobiografía de un lector.
Sigo sin entender la indignación. Que los perfiles de este libro estén ordenados alfabéticamente no supone la mirada de un supremo que todo lo ve y todo lo aquilata con perfecta ecuanimidad. El diccionario filosófico de Voltaire no tiene
Emily Dickinson describió la silenciosa complicidad entre quien escribe y quien lee:
¡No soy nadie!
¿Quién eres tú?
¿Tampoco eres nadie?
Ya somos dos –¡Pero no lo digas!
A explorar esa secreta intimidad dedicó Louis Glück su conferencia del Nobel. Desde muy niña sentí que Dickinson me había elegido a mí, que me reconocía de alguna manera. Ella y yo formábamos una especie de cofradía: compañeras en la invisibilidad. “En el mundo éramos nadie.” Ese parece el único plural que admite la poesía: la pareja de invisibles que se reconoce en la tinta de una página. Para la poesía, dice Glück, el juicio de lo colectivo es peligroso. ¡Qué distinto sería si aquel poema hablara en plural! No somos nadie. ¿Quién eres tú?
La voz que me llama, dijo Glück en una ceremonia que no pudo celebrarse en Estocolmo, es la voz de la soledad, esa que encuentra forma en el lamento o la añoranza. “Poetas en cuya obra desempeñaba yo, como oyente elegido, un papel crucial. Íntimo, seductor, muchas veces furtivo o clandestino. No poetas de estadio. No poetas hablando consigo mismos.”
*
En el festival de este año del New Yorker Emmanuel Ax y Yo-Yo Ma tocaron una pieza para cello y piano de Beethoven. La elección no fue casual, ni un simple tributo de aniversario. En conversación con Alex Ross, quien acababa de publicar su trabajo monumental sobre el wagnerismo, los intérpretes reflexionaron sobre el valor y la pertinencia de la pieza para estos tiempos oscuros. La sonata número 3 está llena de optimismo y belleza, dice el pianista. Es una obra abierta, jovial, esperanzada. Pero Ax advierte que, en el manuscrito de la partitura, el compositor anotó cuatro palabras como dedicatoria al mecenas que había comisionado la pieza. “Entre lágrimas y dolor.” Esa pieza rebosante de alegría deja entreoír la tristeza de la que surge.
*
En El reino de lo no lineal, de Elisa Díaz Castelo, Premio Bellas Artes de poesía Aguascalientes, 2020, la escritora roza la muerte, toca la desolación y regresa a este mundo con una sonrisa. Sus poemas entretejen múltiples voces, relatos, refranes, mitos, hallazgos científicos para abordar los límites de la existencia. La extinción de la vida y de la razón encuentran contrapunto en el caldo de lo orgánico: venimos de una lluvia roja, somos el impacto de un meteorito. Tal vez eso, dice: una cicatriz:
“Vida: el reino de lo no lineal: Prigogine: de la autonomía del tiempo: también: la banqueta rota por las raíces de una acacia: la sintáxis inútil del desorden: el agua a contraluz: canto para sobrellevar la espera: Dickinson: teoría de los principios simples: enzimas: esporas: ribozomas: el amor desmedido de Dios por los escarabajos.”
*
A cultivar la herencia se ha dedicado Adolfo Castañón, merecedor del Premio de Artes de este año. No escribir libros: leerlos. Escribirlos, si acaso, para pulir lecturas. En su “Epitafio del lector” se advierte aquella intimidad de la que hablaba en Glück en su conferencia Nobel: “Leo un texto que alguien ha escrito para mí. No es diferente de los demás. Todos, en cierto modo, han sido escritos para mí. Esa voz tiene un libro entre manos; ese libro soy yo. En esta página veo reflejado mi rostro como un espejo. Estas líneas, ¿no son mi fisonomía? ¿quién me observa si lo son? ¿Acaso las letras pueden mirar? La voz se hace letra y me habla, mira.”
En algún otra nota he hablado de los retratos y los alegatos del historiador Tony Judt
, uno de los grandes historiadores de la izquierda liberal angloamericana. Habré celebrado entonces su elegancia combativa, su persuasiva reivindicación de la memoria, su fino pincel de retratista. Ahora me estremece su testimonio. Ha quedado enjaulado en un cuerpo inerte. Padece esclerosis lateral amiotrófica, la enfermedad de Lou Gherig. Se trata, al parecer, de una de las más raras perturbaciones neuromotoras. No es dolorosa ni implica una pérdida de sensibilidad. El cuerpo, poco a poco, se vuelve carne abandonada. La consecuencia es que “uno tiene la posibilidad de contemplar a sus anchas y con mínimas incomodidades el catastrófico avance de su propio deterioro.” Judt conserva lucidez. Hace unas semanas dictó una conferencia sobre el futuro de la socialdemocracia en donde daba muestras no solamente de claridad, sino de humor. Atado a una silla y conectado a una compleja tubería de sobrevivencia, les advertía a sus oyentes: discúlpeme si no aderezo mi charla con gesticulaciones expresivas. Contemplan ustedes a una auténtica cabeza parlante.
Judt ha descrito su prisión en un texto sobrecogedor traducido recientemente por El país. Lo ha podido dictar empleando músculos que pronto lo desertarán también. Su cárcel orgánica se angosta cada día. La petrificación del cuerpo es progresiva. Poco a poco el cuerpo se desprende de su dueño. Primero un dedo se insubordina: no acata la orden superior. Después el brazo desatiende las peticiones del cerebro. Finalmente todas las extremidades se vuelven colguijos inertes. Los músculos se van atrofiando lentamente hasta hacer depender al cuerpo de respiradores externos. “Una prisión progresiva y sin fianza.” Se trata de una condena perpetua. No una sentencia de muerte que, tal vez, resultaría un alivio: una condena de por vida.
La parálisis deja al hombre en incapacidad para lidiar con lo ordinario. Desde luego, Judt no puede vestirse ni alimentarse solo. Pero tampoco puede rascarse cuando tiene comezón. No puede limpiarse la boca si le queda un poco de comida en los labios, no puede acomodarse los anteojos, ni ahuyentar una mosca fastidiosa. Por eso depende de la bondad de los demás. Sólo la ayuda de otros le permite mover las piernas, cambiar la posición de sus brazos, estirarse. La impotencia es desoladora; la dependencia humillante. La inmovilidad no es solamente perniciosa desde el punto de vista físico. Es también psicológicamente insoportable, cuenta Judt. El cuerpo no está hecho para ser bulto. La piel envuelve una inquietud constante. Aunque nos tendamos en la cama para dormir, hormiguea en nosotros una terca necesidad de movimiento: acomodarnos en el colchón hasta encontrar el refugio placentero, rascarnos la espalda, extender las piernas, mover el cuello. La tortura de ese deseo irrealizable parece verdaderamente insoportable. Pero lo que resulta infernal, dice Judt, es la noche. La oscuridad, la ausencia, el silencio, el descanso de los otros magnifica la experiencia de la postración.
Hace unos años el Museo Británico seleccionó piezas de su colección para contar la historia del mundo o, más bien, una historia del mundo. El proyecto buscaba describir culturas y civilizaciones a través de cien objetos. Piezas de arte, armas, utensilios, telas, monedas, estatuas, juguetes, muebles. Un relato de recorría dos millones de años en las cosas que ha inventado el hombre para pelearse, para adorar a sus dioses, para ubicarse en el espacio, para comunicarse, para intentar derrotar a la muerte. La colección del Museo Británico mostraba que los objetos condensaban siglos, materializan ideas, le dan forma al temor o la esperanza.
El MODO, el museo del objeto (del objeto), ha tratado precisamente de mostrarnos las historias que encierran las cosas. Ahora presenta una exhibición interesante sobre la propaganda política del siglo XX en México. Aretes para promover la candidatura de Madero, botellas de refresco con la imagen de Ernesto Zedillo, abanicos con el logotipo del PRI, botones de todos los colores, cerillos donde se afirma “Usted decide: comunismo o cristianismo”, costales, paquetes de semillas, gorros, camisetas, plumas y lápices, boletos de camión cortesía del candidato, placas de coche con el nombre de Luis Echeverría.
La colección es un resumen veloz del siglo XX, un vistazo a la política mexicana a través del diseño. Resulta interesante ver la profusión de chácharas en los tiempos de la hegemonía priista. ¿Por qué tal necesidad del recuerdito? ¿Para qué tanto empeño en regalar cosas con el lema del candidato cuando el puesto no estaba realmente en disputa? Los objetos nos recuerdan que las elecciones en el México anterior a la competencia no eran los eventos que decidían quién gobernaría pero eran, sin embargo, momentos políticamente importantes. Rituales de la legitimación que servían al PRI para reiterar sus credenciales históricas y alimentar una idea de futuro. En muchos de los objetos que se muestran en la exposición se percibe una tarea pedagógica. En la campaña no se ofrece un proyecto para contrastarlo con otro en busca del voto. Más que una campaña electoral parecen a veces campañas educativas. La campaña socializa un mensaje político y reitera el cuento de la historia oficial. El candidato priista más que definirse ideológicamente, insiste en presentarse como heredero: la historia continúa de la mano del tapado. En un cartel de la campaña de 1976, significativamente, una campaña sin adversarios para el PRI, el candidato López Portillo muestra a los grandes estadistas de la historia universal. La propaganda política como escuela de civismo; el candidato como profesor de teoría del Estado.
Los objetos de la exposición son curiosos pero su diseño suele ser torpe, carente de creatividad de imaginación. Los logotipos apenas crean una identidad. Supongo que no hay espacio para filosofías complejas en la grafía de una corcholata, una camiseta o un sombrero. Pero en esos objetos útiles, en esas cosas que empleamos a diario y que los políticos nos obsequian (aunque nosotros pagamos) podría haberse reflejado una idea, un estilo, una voluntad de comunicación, un gesto imaginativo. No se encuentra ahí en la imagen gráfica de los partidos y los candidatos, en los lemas acuñados, en el diseño de los objetos. De hecho, la mayor parte de las cosas adquieren naturaleza propagandística por un barniz. La exposición retrata bien que la imaginación, la creatividad han estado ausente de la política mexicana durante demasiado tiempo.
Robert Darnton
conoce todas las caras del libro. Ha vivido entre ellos y quizá para ellos. Ha escrito libros de libros; los ha exhumado del olvido; ha trabajado en empresas editoriales; ha cuidado libros como bibliotecario y ha explorado las nuevas tecnologías para su difusión. No es fácil encontrar una perspectiva tan rica como la suya para examinar la condición del libro. El lector atento conoce la larga historia de la página impresa; el académico entiende del negocio editorial; el custodio de la biblioteca aprecia las novedades de la técnica. Darnton sabe que en el libro hay mucho más que texto; que el cuidado de los libros no puede ser solamente un negocio; que no hay manera de detener el cambio y que debemos, ante todo, cuidar un patrimonio común.
El historiador acaba de publicar en Estados Unidos un nuevo libro sobre libros. Se trata de The Case for Books
. (Public Affairs, 2009) que podría traducirse como Una defensa del libro. El volumen recoge textos dispersos sobre los viejos y los nuevos libros. En un tiempo en donde la idealización tecnológica compite con la nostalgia, el alegato de Darnton destaca por su ecuanimidad: no es un fanático de la novedad ni enemigo del invento. Valora las maravillas tecnológicas y ha tratado de aprovecharlas en su trabajo académico y en su gestión como cabeza de la biblioteca de Harvard. Al mismo tiempo, disfruta, reconoce y cuida el vivo patrimonio del papel. La prisa por deshacerse de libros y periódicos antiguos le parece un crimen. El buzo de los archivos no puede más que escribir con cautela. No se deja arrastrar por la utopía digital ni se atranca en las obsesiones del anticuario. Darnton sabe mejor que nadie que el planeta del conocimiento que ofrece internet tiene precedentes: el siglo de las luces imaginó también una comunicación veloz e igualitaria en donde no intervendrían los censores. Si algo nos enseña el pasado es que los nuevos vehículos de la comunicación complementan a los anteriores, no los destruyen. Por eso anticipa la convivencia de las páginas y las pantallas.
El autor de Los bestsellers prohibidos en Francia antes de la Revolución ve con entusiasmo las posibilidades de la escritura electrónica, sobre todo en las publicaciones académicas. Los textos pueden ganar densidad. Una primera capa de escritura traza el argumento básico; debajo de esa corteza, capas de mayor profundidad en las que el lector puede adentrarse libremente; las notas pueden expandirse sin restricciones; las referencias pueden alimentar lecturas complementarias. Pero no todo es promisorio en el nuevo mundo de la lectura sin papel. Como siempre, el poder y el dinero siguen al acecho del conocimiento.
El capítulo central del libro es su polémica con google. La ambición de su biblioteca universal es descomunal: ¡todos los libros a disposición de todo mundo! La idea ya no es un sueño de Borges. Desde hace años la empresa digitaliza millones de libros de las principales bibliotecas del mundo. Darnton apoyó en un primer momento la empresa: lo veía como un salto en la democratización del saber. Sin embargo, como director de la Biblioteca de Harvard, fue desencantándose poco a poco hasta convertirse en crítico de la tarea. Las bibliotecas no pueden subordinar su servicio a la explotación mercantil. Google, argumenta Darnton, no es la plataforma para la democratización del conocimiento sino el gancho de su comercialización monopólica.
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Hola Jesus, nos encantaría conocer tu opinión acerca de la supuesta «revolución del intelecto» de Pedro Ferriz. Sé que son como cartas a Santa Claus, tanto de la de Ferriz como mi Esperanza de conseguir tu respuesta, pero ojalá tuvieras 2 min. Saludos