Ha muerto Robert Dahl, uno de los grandes politólogos de nuestro tiempo. Aquí puede verse la página de sus libros disponibles en amazon. Recojo algunos trabajos y documentos que pueden leerse en línea: su ensayo sobre el concepto del poder, su clásico estudio sobre la poliarquía, un trabajo sobre la democracia. Su brillante crítica a la idea del «mandato» presidencial; su perspectiva sobre el pasado y el futuro de la democracia, una conferencia sobre los éxitos y desafíos de las democracias en países avanzados; la introducción a uno de sus últimos trabajos: ¿Qué tan democrática es la constitución norteamericana? Su Prefacio a la teoría democrática puede leerse aquí. Este es el discurso que Dahl pronunció en septiembre de 1995, al recibir el Premio Skytte: «Reflexiones sobre medio siglo de Ciencia Política«
Se han publicado algunas obituarios: New York Times, Associated Press, Washington Post, Los Angeles Times, Yale Daily News tiene dos notas, una de Adrián Rodrigues y Matthew Lloyd-Thomas y otra de Nathaniel Zelinsky.
Aquí puede verse una entrevista con Dahl:
El Global Adaptation Institute ha publicado este mapa interactivo que muestra su índice de vulnerabilidad y adaptación de los países al cambio climático.
Jorge Luis Borges
Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Fotografía de Alberto Cristofari
Wislawa Szymborska levanta la cabeza y ve las nubes. Cosas extrañas, caprichosas, indiferentes. Flotarán por lo alto pero no son siquiera testigos de lo que sucede abajo porque les falta la elemental tenacidad del curioso. Una nube es, en una milésima de segundo, otra nube. Viéndolas tan distantes, tan caprichosas, descubre parentesco en las piedras que, como nosotros, tienen los pies sobre la tierra.
Wislawa Szymborska toma una piedra y habla con ella. Soy curiosa, le dice: quiero entrar en ti. Sin hablar, la piedra la rechaza. Soy de piedra, le dice la piedra. Aún pulverizada soy hermética: no tengo puertas ni músculos para la risa. No entrarás en mí, repite la piedra ante la insistencia: te falta la sabiduría de quien es parte: ningún sentido sustituye a la humildad de quien se admite fragmento.
Wislawa Szymborska abre la mano a una gota de agua que cae del cielo. En la gota está el Ganges y también el Nilo, la humedad en los bigotes de una foca y el líquido de una vieja vasija china. En esa gota, todo el mundo y todos los tiempos: alguien que se ahogó y quien fue bautizado. En una gota de lluvia, siente que el mundo la toca, delicadamente.
Wislawa Szymborska camina y encuentra un escarabajo muerto. Un horror moderado que no le provoca tristeza. Parece que al bicho nunca le sucedió algo importante. Su fantasma no nos espantará por la noche. Lo que cuenta es sólo lo que se acerca a nuestra vida: sólo nuestra muerte goza de primacía.
Wislawa Szymborska platica con sus plantas. Tiene nombres para ellas: arce, cardo, narciso, brezo, enebro, muérdago, nomeolvides pero ellas no le han puesto nombre a quien las riega. Quisiera explicarles qué se siente tener ojos y no raíces, pero ellas no le preguntan nada a quien es tan nadie.
Wislawa Szymborska no sabe qué es la poesía. Sabe que a unos les gusta pero a la mayoría no. A los que les gusta, les gusta como una buena sopa de fideos o una bufanda. No sabe lo que es la poesía pero se aferra a ella como un pasamanos. La poesía es, tal vez, la posibilidad de hacer perdurar: la alegre venganza de una mano que morirá.
Wislawa Szymborska ve una fotografía del 11 de septiembre. Hombres que se lanzan al vacío. Escapan de la muerte arrojándose a ella. Estampas que congelan el último instante de una vida. Sólo puedo hacer dos cosas por ellos, dice: describir su vuelo y no decir la última palabra.
Wislawa Szymborska escudriña palabras. Al decir Futuro, la primera sílaba es ya pasado; al decir Silencio, lo mata; al pronunciar Nada inventa algo que no cabe en la no-existencia. Todo es una palabra impertinente y vanidosa que debería llevar siempre la advertencia de las comillas. Cree que abraza, reúne, recoge y tiene pero es un jirón del caos.
Wislawa Szymborska se asombra. Todo lo escribe entre el paréntesis del quizá y del no sé. No sabe por qué está aquí y no en otro lado, por qué viste una piel y no una cáscara. No sabe por qué está sola y con ella misma. Sólo en el escenario descubre de qué trata su obra. Si algo sabe es que la vida se vive al instante. Nunca un miércoles ha sido ensayo de jueves.
Wislawa Szymborska habrá sonreído cuando escribió
No sé si para otros,
para mí esto es del todo suficiente
para ser feliz e infeliz:
Un rincón modesto,
en el que las estrellas den las buenas noches
y hacia el que parpadeen
sin mayor significado.
José María Pérez Gay ha descrito su encuentro sorpresivo con el poeta Paul Celan. Un invierno despiadado golpeaba la ciudad de Berlín en 1967. Las actividades en la Universidad Libre de Berlín, donde estudiaba Pérez Gay, se suspendieron. Sin embargo, un legendario profesor de literatura invitó a sus alumnos a conocer a un autor, quien asistiría a su seminario para leer sus poemas. Apenas una decena de estudiantes llegó al encuentro con Celan, quien entonces tendría unos cuarenta y siete años. “Su voz temblaba y sus párpados infatigables parecían gobernar los textos, sus ojos regían palabra y ritmo, narración inolvidable y estilo preciso.” El joven estudiante mexicano quedó deslumbrado por el personaje. En su palabra había una “ternura próxima al dolor.”
Un poema de Celan hizo cambiar de opinión de Theodor W. Adorno quien dijo que, después de Auschwitz no era posible ya escribir poesía. Escribir un poema después del holocausto sería un acto de barbarie. Pero al leer “Fuga de muerte” de Celan rectificó: “La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; tal vez por eso haya sido falso decir que, después de Auschwitz, ya no es posible escribir poemas.”
Un hombre juega con serpientes
Grita toquen más dulce la muerte
la muerte es un maestro de Alemania
y grita toquen más oscuro los violines
luego ascienden al aire
convertidos en humo
sólo entonces tienen una tumba en las nubes
donde no están encogidos
En 1975, cinco años después del suicidio de Celan, José María Pérez Gay empezó a traducir su poesía. Hay una edición de la UAM que contiene sus versiones. En esos poemas pardos y complejos puede encontrarse una clave para comprender la obra delcmáximo germanófilo mexicano: ese abismo del horror en el que abrevó para extraer la iluminación filosófica y literaria. “El cardo sin luz, escribe Celan,
con que lo oscuro
agracia a los suyos
desde lejos
para quedar inolvidado.
En sus retratos, en sus ensayos, en sus reflexiones filosóficas se nombra el abismo del siglo XX, esa abominación que hizo de las ideas apologías de muerte y con la ciencia construyó eficaces instrumentos de exterminio. El príncipe y sus guerrilleros, ese extraordinario ensayo sobre el delirio ideológico que condujo a la destrucción de Camboya muestra lo que para Pérez Gay era el deber de recordar, el compromiso de nombrar el horror, la demencia de la utopía empeñada en el exterminio de miles de seres humanos, la incineración del conocimiento, la destrucción de todo lo edificado. Pérez Gay no cierra los ojos al horror de la muerte pero logra rescatar las razones de
vida. En la literatura y la filosofía, en la terca vocación de comprender y juzgar, de narrar, de pintar, de cantar encontró el sin embargo a nuestra perversidad congénita. La literatura, dijo, “es la zona más acogedora de la existencia.” Agregaría que, para él, al lado de la creación literaria, la filosofía fue compañera indispensable. Si en la literatura encontró hospitalidad, en la filosofía halló la zona más estimulante de la existencia. Esa pareja nutrió el “improbable optimismo” de Pérez Gay. La oscuridad no puede ocultar la esperanza de la civilización. Palabras limpias, ideas claras. El secreto del encuentro, diría Celan.
“El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre ‘antiguo’, al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente sovok (pobre soviet anticuado). Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres.”
De esta manera Svetlana Alexsiévich presenta su réquiem del imperio soviético. El fin del homo sovieticus (Acantilado, 2015) es una memoria polifónica que puede leerse como la mejor medicina contra el populismo. El pueblo no habla con una voz ni mira en una dirección; no hay un enemigo ni una perversa conspiración. Muchos acentos, emociones, recuerdos. Imposible comprimir la experiencia en un veredicto, absurdo imaginar una vivencia única y coherente. La historia del experimento que comenzó hace un siglo es un mosaico que capta la contradicción irresoluble.
En su último trabajo, François Furet hablaba con razón del “embrujo universal de octubre.” El gran historiador de la Revolución Francesa se acercaba en El pasado de una ilusión (Fondo de cultura Económica, 1995), al terremoto ruso para desmenuzar los paralelos. En 1917 hay una ambición universal que se asemeja a la de 1789: ser anticipo de lo inevitable; el faro de la humanidad. Quizá en ese embrujo cuente la trenza de su contradicción. Por una parte, se levanta como acatamiento de un dictado histórico; por otra, como emancipación de esa orden.
Comprender la historia como dictado termina todo recato: no es el deseo del hombre sino el imperio de una mecánica imbatible lo que gobierna el mundo. La violencia se despoja así de significado moral. La dictadura es la inocente correa del tiempo, un deber, no un capricho. Una pedagogía, no una emergencia.
La Revolución será justificada como una consecuencia de la historia científicamente descifrada pero, al mismo tiempo, es una liberación de su imperio. ¿Por qué es tan fascinante la revolución rusa?, pregunta Furet. Porque “es la afirmación de la voluntad en la historia, la invención del hombre por sí mismo, figura por excelencia de la autonomía del individuo democrático. En esta reapropiación de sí mismo, tras tantos siglos de dependencia, los héroes habían sido los franceses de finales del siglo xviii; los bolcheviques entran al relevo.” La revolución se ofrece como consecuencia de una ley histórica. Y, sin embargo, la irrupción rusa es la más ostentosa negación de ese libreto. La Revolución Rusa: puesta en escena de un libreto y el escarnio de ese guión. Invocar la historia, burlándose de ella.
Hay un rocío confesional en la escritura de Alejandro Rossi. Después de algún viaje, se miraba los zapatos. El meditador no puede rehuirse como tema y de pronto se descubre absurdo. “Soy hablador, lo admito, pero cuando estoy nervioso, no abro la boca, me quedo quieto, siento unos ridículos deseos de rascarme y pienso invariablemente en la sirena de un barco.” El cuidado jardín de sus párrafos está salpicado de gotas irónicas. Le fastidiaba el teléfono, abominaba cualquier pedantería. Se veía con una antipática asimetría, con la nariz chueca y una ontología destartalada. Los astros, bromeaba, no lo habían tratado bien.
No se describía como filósofo sino como “una persona que piensa.” Decía que le hubiera gustado pensar un poco menos o pensar diferente: a lo bestia, revolviéndolo todo, brincoteando de un tema a otro. Sin consagrar toda su inteligencia y su imaginación al propósito de descifrar y luego, compartir. Pero no le era posible soltar un tema, por trivial que pareciera, sin examinar la maraña de factores que lo envolvían. Hay disciplina de gimnasta en esta persecución de minucias, pero, ante todo, placer. El inmenso placer de pensar. En buen momento Octavio Paz lo llamó a redactar un artículo mensual para Plural. No invitaba al profesor de filosofía que había publicado Lenguaje y significado, sino al conversador prodigioso que debía llevar a la página lo que se quedaba en la taza de café y en el vaso de whisky. Juan Villoro encuentra debajo de su prosa la ética del conversador auténtico: paciencia, esmero narrativo, arrojo de seductor, oído. Cada letra redactada esconde mil palabras conversadas. Sus escritos, como los de Mairena, no tienen nada que ver con los púlpitos, las plataformas y los pedestales. Son relatos, reflexiones, divagaciones amistosas. Sus clases en la universidad, sus seminarios, las revistas académicas que editó eran salas adicionales de su conversación.
En su pensamiento hay una inteligencia que persigue el detalle sin anhelar el fondo. Como si quisiera abordarlo todo, menos el tuétano. La suya era una inteligencia extraordinariamente meticulosa y, al mismo tiempo, vacilante. Elogiando a Jaime García Terrés redacta la descripción perfecta del talante liberal: “la convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral.” Nunca he querido acercarme demasiado a la verdad, decía. Por eso prefirió “los terrenos laterales, los callejones sin salida, las ideas sin ningún futuro.” Propuso una fórmula para concretar su racionalismo escéptico: “arriesgar y rectificar.”
Si en los ensayos de Rossi se percibe ese placer de pensar no es solamente por la marcha de la razón, por el alumbramiento de verdades sino también por la sensualidad de las ideas, por las seducciones de la fábula. Ahí están los encantos gemelos de Alejandro Rossi: la idea y el relato. La historia de su gestación está contada en “Cartas credenciales” su discurso a la llegada al Colegio Nacional. Ahí se describe el niño que, en Caracas, escucha a una negra venezolana leyendo Las mil y una noches, al joven interrogado por un confesor obsesivo. Los rasgos amistosos de su prosa no esconden el severo rigor del filósofo. Su alegato contra la lectura bárbara, el popular analfabetismo de la lectura utilitaria y precipitada resulta cada vez más pertinente. Debajo de sus amistosas interrogaciones, hay un lector reverente. Por eso le incomodaba la presunción de intimidad que se ha vuelto moda en el mundo cultural. El tuteo que hace del gran artista un amigo de cartas. Se difunde así una “visión de alcoba” que relata infidencias y presume conocer de la vida privada de los grandes artistas. El apellido se pierde para recurrir al nombre de pila: Pablo, Octavio, Juan. “Presiento—escribe Rossi—que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y las altanerías prefiero mis reverencias.”
q fresas. por oro lado q hubiera pasado si el joven werner hubiera estado en prozac?