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Puede verse aquí pero el video pero esta versión se come los primeros minutos de la conferencia …
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Mucho se ha escrito en estos días sobre Hitchens. Destacaría los recuerdos de Ian McEwan, Richard Dawkins, James Fenton, Peter Hitchens, Julian Barnes, Timothy Garton Ash, Alexander Cockburn, Simon Schama, Christopher Buckley, Stephen Fry, Andrew Sullivan, Benjamin Schwarz, Norman Geras. The Economist da buen título a su obituario: "The Struggle Against Bullshit." Katha Pollitt escribe sobre (y contra Hitchens) y resalta lo que considera su misoginia. Juan Pardinas escribió sobre él en el Reforma y Bruno Piché responde por qué importa Hitchens.
Hace un tiempo se le preguntó a Bernard Henri Levy por qué creía él que suscitaba tanta antipatía a su alrededor. Porque tengo razón, respondió de inmediato. Tuve razon en Bosnia. Tuve razón en Darfur. Tuve razón con el comunismo. Christopher Caldwell, un estudioso del Islam en Europa, escribe un artículo interesante sobre su personaje. En la tradición althuseriana, BHL cree que la filosofía es más hacer que pensar. Hay mucho activismo y poca filosofía en su trabajo. Rumores, chismes, intuiciones, lecciones morales y llamados a la acción urgente.Es falso, dice Caldwell, que sólo en Francia pudo haber surgido una figura como BHL. En realidad, se trata de un personaje común en el periodismo de cualquier país: el aventurero que piensa que sus viajes son tónico moral para la humanidad.
W. H. Auden
El Ogro no hace más de lo que puede,
Hazañas imposibles para el Hombre;
Pero un premio está lejos de su alcance:
Es incapaz de dominar el Habla.
Por sobre la llanura sojuzgada,
Entre los muertos y los desdichados,
Ronda el Ogro con paso reumbante,
Echando espumarajos por la boca.
Septiembre de 1968
(Traducción de Jordi Doce)
En una carta a Cortázar, Alejandra Pizarnik escribió como posdata:
PD: Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, ¡Oh, Julio!) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio -que fracasó, hélas).
Esta fue la respuesta de Cortázar:
París, 9 de septiembre de 1971
Mi querida: Tu carta de julio me llega en septiembre, espero que entre tanto estás ya de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales, aunque por motivos diferentes; la mía es harto banal, un accidente de auto que estuvo apunto de. Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza -y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte.
Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya. Eso otro es también vos, lo sé, pero no es todo y además no es lo mejor de vos. Salir por esa puerta es falso en tu caso, lo siento como si se tratara de mí mismo. El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista frente a la vida, y ésta el verdugo del poeta. Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria.
Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra. Escribíme, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo.
Julio
Un año después, Alejandra Pizarnik se quitaría la vida.
En un artículo de 1972, Umberto Eco parodiaba la severidad de los editores imaginando su respuesta a algunos manuscritos famosos. Ante la recepción de un grueso manuscrito que no revela la identidad del autor y que se titula La biblia, el editor imaginario de Eco razona los motivos por los que la obra no debe ser publicada íntegramente. Las primeras páginas son estupendas. Tienen todo lo que un lector moderno quiere en un buena historia: mucho sexo (incluyendo adulterio, sodomía, incesto) y una buena cantidad de asesinatos, guerras y masacres. Pero los capítulos finales son lentos, cuando no francamente aburridos. Habría que publicar solamente los primeros cinco episodios del libro y sugerir un nuevo título: ¿qué tal Los fugitivos del Mar Rojo? El proceso de Kafka es un buen librito, con aires a Hitchcock, dictamina el lector. Pero hay que trabajarlo un poco más. Hay muchas cosas que no son claras: ¿en dónde se desarrolla la acción?, ¿por qué han procesado al protagonista? Hay que aclarar estas cosas, suplica el editor al remitente del manuscrito. Necesitamos hechos, datos, información clara para que el lector siga con interés el thriller. En busca del tiempo perdido, podría publicarse solamente si el autor permite una severa reparación: acortar las frases interminables, ventilar la lectura con la apertura de párrafos y corregir la puntuación. Solamente si el autor acepta estos remiendos, el manuscrito sería publicable. Si no los acepta, que se olvide de su libro.
La parodia de Eco captura la miopía de quien convierte convertir en libro un paquete de hojas mecanografiadas. La leyenda del editor se columpia entre esta imagen del ciego que no logra apreciar los tesoros que toca y la del creador que, como ha dicho Gabriel Zaid, logra la hazaña de colocar un libro en medio de una conversación. No un reproductor de letras, sino un partero que contribuye a dar luz a las ideas que avivan a una civilización. El libro de André Schiffrin, La edición sin editor (publicada aquí por Editorial Era), es un retrato de esos dos personajes: el artesano que lucha por sobrevivir los zarpazos de una industria inclemente y el mercader que edita libros como quien multiplica tornillos.
De sangre le viene a Schiffrin la pasión editorial. Su padre fue en Francia el fundador de La Pléiade, la legendaria casa que publicó a los grandes de la literatura universal. Huyendo del fascismo, la familia llegó a Nueva York para seguir su trabajo editorial. André se acercó muy joven a Pantheon Books, una pequeña editora que logró publicar autores desconocidos, sobre todo autores negados por el macartismo: Hobsbawm, Sartre, Foucault, Duras. El catálogo de Pantheon fue convirtiéndose en uno de los más ricos acervos de la cultura norteamericana, particularmente en su ribera liberal. Se entendía que los libros no reportarían una ganancia de inmediato. Si esos hubieran sido los criterios, ninguno de los libros que editaba Pantheon habría sido editado. Mis criterios para publicar un libro eran sencillos, escribe Schiffrin: textos que oxigenaran la vida intelectual de los Estados Unidos, voces que expresaran las opiniones reprimidas durante un tiempo de intolerancia.
El mundo editorial de los sesentas fue extinguiéndose poco a poco. La edición sin editores es la memoria de esta catástrofe. Las editoras independientes fueron engullidas poco a poco por inmensos consorcios de comunicación. El caso que Schiffrin relata desde dentro de Pantheon es emblemático. Pantheon es adquirida por Random House, luego RCA, la cadena de discos, radio y televisión compra Random. Más tarde, el grupo Newhouse adquiere RCA y finalmente, el gigante alemán Bertelsman se apropia de un inmenso archipiélago de editoriales, estaciones de radio, revistas y disqueras. El arte de quien es capaz de pescar la voz necesaria en el concierto de la cultura, el oficio de quien sabe reconocer la semilla del genio, la labor de quien ayuda a parir un libro resulta triturado por las urgencias del emporio.
El lamento de Schiffrin es más que una queja al desalmado reino del mercado. Es una advertencia sobre los peligros de una lógica de retribución inmediata. Cada libro ha de reportar velozmente una ganancia a la editorial; los hombres famosos han de convertirse en autores; los figurones de la política y del espectáculo deben recibir adelantos millonarios para asegurar su contratación; los títulos publicados deben promover los intereses económicos de los editores. Ese es el nuevo código imperante. Schiffrin relata, por ejemplo, los encuentros con Alberto Vitale, el banquero que llegó a dirigir Random House. El hombre no tenía la menor idea de quiénes eran nuestros más preciados autores y dirigía de inmediato la vista a la parte derecha de la hoja, ahí donde se insertaba la columna de las cifras. Sólo después de ver cuántos libros había vendido una obra, se le ocurría consultar el título.
En el mundo del libro, advierte, ha empezado a instaurarse una censura del mercado: si un libro no vende un cierto número de ejemplares en un año, no debe ser publicado. “Lo que se busca es el autor conocido, el tema de éxito y los nuevos talentos o los puntos de vista originales difícilmente encuentran lugar en las grandes editoriales.” Schiaffrin recuerda a un editor alemán que muestra la aberración de estos cálculos: “Si los libros de tiradas pequeñas desaparecen queda comprometido el porvenir. El primer libro de Kafka tiró 800 ejemplares, y el de Brecht 600. ¿Qué habría pasado si alguien hubiera decidido que no valía la pena publicarlos?” Nuestra conversación se habría desecado.
(Publicado en Reforma el 10 de septiembre de 2003)
Emily Dickinson describió la silenciosa complicidad entre quien escribe y quien lee:
¡No soy nadie!
¿Quién eres tú?
¿Tampoco eres nadie?
Ya somos dos –¡Pero no lo digas!
A explorar esa secreta intimidad dedicó Louis Glück su conferencia del Nobel. Desde muy niña sentí que Dickinson me había elegido a mí, que me reconocía de alguna manera. Ella y yo formábamos una especie de cofradía: compañeras en la invisibilidad. “En el mundo éramos nadie.” Ese parece el único plural que admite la poesía: la pareja de invisibles que se reconoce en la tinta de una página. Para la poesía, dice Glück, el juicio de lo colectivo es peligroso. ¡Qué distinto sería si aquel poema hablara en plural! No somos nadie. ¿Quién eres tú?
La voz que me llama, dijo Glück en una ceremonia que no pudo celebrarse en Estocolmo, es la voz de la soledad, esa que encuentra forma en el lamento o la añoranza. “Poetas en cuya obra desempeñaba yo, como oyente elegido, un papel crucial. Íntimo, seductor, muchas veces furtivo o clandestino. No poetas de estadio. No poetas hablando consigo mismos.”
*
En el festival de este año del New Yorker Emmanuel Ax y Yo-Yo Ma tocaron una pieza para cello y piano de Beethoven. La elección no fue casual, ni un simple tributo de aniversario. En conversación con Alex Ross, quien acababa de publicar su trabajo monumental sobre el wagnerismo, los intérpretes reflexionaron sobre el valor y la pertinencia de la pieza para estos tiempos oscuros. La sonata número 3 está llena de optimismo y belleza, dice el pianista. Es una obra abierta, jovial, esperanzada. Pero Ax advierte que, en el manuscrito de la partitura, el compositor anotó cuatro palabras como dedicatoria al mecenas que había comisionado la pieza. “Entre lágrimas y dolor.” Esa pieza rebosante de alegría deja entreoír la tristeza de la que surge.
*
En El reino de lo no lineal, de Elisa Díaz Castelo, Premio Bellas Artes de poesía Aguascalientes, 2020, la escritora roza la muerte, toca la desolación y regresa a este mundo con una sonrisa. Sus poemas entretejen múltiples voces, relatos, refranes, mitos, hallazgos científicos para abordar los límites de la existencia. La extinción de la vida y de la razón encuentran contrapunto en el caldo de lo orgánico: venimos de una lluvia roja, somos el impacto de un meteorito. Tal vez eso, dice: una cicatriz:
“Vida: el reino de lo no lineal: Prigogine: de la autonomía del tiempo: también: la banqueta rota por las raíces de una acacia: la sintáxis inútil del desorden: el agua a contraluz: canto para sobrellevar la espera: Dickinson: teoría de los principios simples: enzimas: esporas: ribozomas: el amor desmedido de Dios por los escarabajos.”
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A cultivar la herencia se ha dedicado Adolfo Castañón, merecedor del Premio de Artes de este año. No escribir libros: leerlos. Escribirlos, si acaso, para pulir lecturas. En su “Epitafio del lector” se advierte aquella intimidad de la que hablaba en Glück en su conferencia Nobel: “Leo un texto que alguien ha escrito para mí. No es diferente de los demás. Todos, en cierto modo, han sido escritos para mí. Esa voz tiene un libro entre manos; ese libro soy yo. En esta página veo reflejado mi rostro como un espejo. Estas líneas, ¿no son mi fisonomía? ¿quién me observa si lo son? ¿Acaso las letras pueden mirar? La voz se hace letra y me habla, mira.”
Era necesario ir al rescate de los ateos. Salvarlos de su infinita arrogancia, de su pobreza espiritual, de su torpe rutina sin ceremonias. Acantilado ha puesto en circulación el mejor llamado a la fe en forma de un elogio al vino. El autor de este ensayo exquisito es el húngaro Béla Hamvas (1897-l968). Filosofía del vino, es el título.
Quiero pensar que el ateo al que ataca no soy yo. Que usa la palabra para hablar de otros devotos y no de los escépticos. Para Hamvas, defensor de la abstracción frente a la prédica del realismo comunista, el ateísmo es la arrogancia de nuestra era. La mala religión: esclavitud de abstracciones, fervor por la explicación. El ateo no es el hombre sin Dios sino el hombre sin sentido de vida. Dos personajes lo encarnan: el técnico y el puritano. El técnico, al que llama cientificista, es quien, en lugar de trabajar, produce, quien consume y no se alimenta, quien no come carne ni pan con mantequilla porque ingiere calorías, vitaminas, hidratos de carbono y proteínas. Ese que se pesa todas mañanas, quien al menor dolor de cabeza, toma ocho medicinas. La vida del técnico es miserable pero inofensiva. El peligroso es el puritano. De ése sí que hay que cuidarse. El puritano es un ateo convencido de haber encontrado la única manera correcta de vivir. Es un ciego que solo ve sus principios, un soldado que solo quiere imponerlos al mundo. A la hoguera las mujeres guapas, a los cerdos todo alimento con grasa, a la cárcel quien ríe. “El puritano es el hombre abstracto.”
La vida encuentra sentido en su entrega, en su sacrificio. El técnico la sacrifica a una tontería carente de valor: la longevidad, las riquezas, el poder. Peor es el sacrificio del puritano, entregado siempre a las mayúsculas: la Humanidad, la Libertad, el Progreso, la Moral, el Futuro. Esos ateos habrán ganado el poder pero no son envidiables. En lugar de combatirlos, el filósofo quiere darles un obsequio, regalarles lo que les hace falta, lo que más temen: una copa de vino. En lugar de convertirlos por la fuerza, quiere enseñarles a rezar sin que se den cuenta. Ofrecerles una copa de vino.
El artículo completo puede leerse aquí.
“El destino de los mexicanos es ser monumento público, momia o cascajo desparramado.” La frase aparece en una carta de Octavio Paz escrita en Nueva Delhi y fechada en mayo de 1967. Aparece tras la lectura de una carta de Tomás Segovia, apesadumbrado por la asfixiante tolvanera mexicana. Estamos condenados al polvo o al monolito; el desmoronamiento o la efigie. La correspondencia de Paz refleja el empeño de escapar de esa fatalidad. En el flujo epistolar resalta una efusión de inteligencia que no puede ser embalsamada. Vitalidad que resiste el yeso y derrota a la migaja. La publicación es, además, oportuna. No le sientan bien a Paz, ni a ningún escritor, los homenajes de Estado. La celebración, como el aleteo de las parvadas o el murmullo de los aplausos, procura concordancias y confirmaciones. Las solemnidades ahuyentan el afán crítico. Por eso, al recordar la primera década sin Paz, la publicación de estas cartas es el navajazo de quien resiste la momificación.
El Paz que persigue a Segovia desde Nueva Delhi, Ithaca o Boston es un escritor que escribe a veces con prisa, a veces con mala letra o de mal humor. En ocasiones es un redactor de telegramas, un editor severísimo o un ensayista que esboza ensayos. De pronto se muestra feliz, de pronto acatarrado y en ocasiones, agrio. Oficia de lector, de crítico, de gestor, de amigo. Del pelo al pie, un hombre que escribe. Un escritor que respira con pluma en mano. No dudo que en la lista del mercado habría expuesto su oficio. Hay que escribir, dice Paz. Escribir, escribir. Hay que hacerlo, “mientras los presidentes, los ejecutivos, los banqueros, los dogmáticos y los cerdos, echados sobre inmensos montones de basura tricolor o solamente roja, hablan, se oyen, comen, digieren, defecan y vuelven a hablar”. Lo único que nos queda es dejar testimonio del “mundo infame y mezquino” que vivimos.
La primera carta que Paz le envía a Segovia está fechada el 1º de marzo del 57. Le agradece el comentario de El arco y la lira que publicó en la Revista mexicana de literatura. En aquel texto, Segovia examinaba las ideas estéticas y literarias del poeta mexicano, pero enfatizaba la fibra de su escritura y se hermanaba a su fervor. En Paz veía una vehemencia que nos despierta. Pasión crítica que encuentra destellos extraordinarios en estas cartas. Inmersiones en la orfandad que mucho revelan de la personalidad de Paz. ¿Será que todos somos huérfanos? “Yo lo sé, lo sé desde hace mucho, que un día sin que ella o yo nos diéramos cuenta, me convertí en el padre de mi madre. ¡Qué absurdo lo de Edipo! Luché contra mi padre pero no por mi madre sino porque, por razones largas de contar, mi padre advirtió oscuramente que yo me convertía poco a poco en su padre—y él se rebeló como se había rebelado antes contra su padre, contra mi abuelo. Desde antes de que muriese mi padre—y murió cuando yo tenía 21 años—supe que yo tenía que asumir el ser el padre de mis padres. Creo que esto me distingue de la mayoría de mis amigos. Ellos se rebelaron contra sus familias; yo no tenía contra quién rebelarme. Todo lo que me ha pasado después parte de esta situación original.”
Las cartas a Segovia son asomos a la intimidad del poeta, demostración de sus múltiples esmeros intelectuales, atisbo de sus pleitos. El primero, el más in tenso, el más profundo, el más constante es, desde luego, su amorosa pugna con México. La carta del 10 de enero de 1975, escrita desde Boston sintetiza su enojo con el país asfixiante. “Hasta en España—con todo y Franco, los curas y la Guardia Civil—la vida es más respirable que en México. En España padecen una dictadura, pero nosotros nos padecemos a nosotros.” Al finalizar el gobierno de Echeverría el poeta no encontraba colgadero para el optimismo. “Temo que México sea un país condenado.” Lo único que quedaba era escribir. Su desaliento era profundo pero no terminante. Poco tiempo después comenzaba a escribir la biografía de una monja del siglo XVII.
Mucha razón tenía James Boswell al rechazar las definiciones habituales del hombre. Ni especialmente racional, ni tan dotado para la palabra y, desde luego, poco urbano. El hombre es, en realidad, un animal que cocina. Eso somos: animales empeñados en el aderezo de lo que comemos. Otros animales se comunican a su modo, muchos son gregarios, algunos fabrican instrumentos. Sólo el hombre dedica tiempo al condimento. En la cocina la imaginación transforma la necesidad en ceremonia. El alimento deja de ser subsistencia para convertirse en placer.
Anthony Bourdain era un cronista admirable de nuestro tiempo porque entendía precisamente el significado de los manjares. Conocer la comida de un lugar es entender a su gente. Cuando Anthony Bourdain recorría las ciudades del mundo en busca de cocinas, restoranes y comederos se zambullía en la cultura, en la política, en la historia. Gozosa antropología: el cocinero se aventura en los sabores, participa en los ritos del fuego, advierte los ritmos y las secuencias de lo platos, se adentra en la vitalidad de las tradiciones, escucha la leyenda de las recetas. No es la curiosidad por lo extraño, no es el morbo por lo extravagante, no es la fascinación con lo exquisito lo que lo movía sino lo contrario: la certeza de un paladar que nos hermana. Necesitaremos traductor de palabras pero no hace falta diccionario para compartir los placeres de la boca. La comida es lo que somos: nuestra tribu, nuestra biografía, nuestra fe, nuestras ilusiones, nuestra abuela.
El lavaplatos se convirtió en cocinero, el cocinero se convirtió en escritor y el escritor se convirtió en personaje de televisión. Después del éxito de su primer libro hizo de su fantasía irrealizable una propuesta televisiva. Quería comer por el mundo y quiso que alguien financiara su sueño. Para su sorpresa, el boleto llegó con un contrato para su primer programa. Habría de brincar el resto de su vida de continente en continente retratando a esa curiosa especie que se deleita con el olor y el sabor de los alimentos. Descubrió muy pronto que la forma para acceder a la intimidad era preguntarles lo elemental: ¿qué comida te hace feliz?, ¿cómo es tu vida? ¿qué te gusta comer? ¿qué disfrutas cocinar? Cuando alguien te sirve una sopa te está contando su historia, te está hablando de su mamá, de su infancia, de sus amores.
Odió la fama y quizá la suya terminó perdiéndolo. Odiaba la pedantería gastronómica, el frívolo culto a las estrellas del espectáculo culinario. Su genio para la televisión nacía seguramente de su desprecio por la televisión. Hizo lo que le dio la gana. No buscó el plato perfecto, la cocción exacta, el aroma sublime. Era un aventurero, no un esteta. Su fascinación era la autenticidad, la plenitud que aparece alrededor de las viandas, las puertas que se abren con la excitación de las papilas. No hizo catálogo de restoranes exquisitos sino de loncherías, puestos de mercado, locales en la calle, fondas pequeñas que logran culto. Lo que tocan sus programas es, sencillamente, la experiencia de vivir. Al primer aroma se activa un mundo de recuerdos y de vivencias. Genial narrador y retratista. Admirable guía por lo desconocido, el más eficaz embajador de todas las cocinas del planeta. Honesto, un segundo después de una carcajada absoluta, daba pistas de su fractura. La maravilla de de su personaje televisivo no eran los platos deliciosos que provocan saliva de inmediato sino esa combinación de osadía y entusiasmo; de humildad y gratitud; de alegría e inteligencia, de apertura y fraternidad.