Foreign Policy y el Fondo para la Paz han hecho público su índice de Estados fallidos. México continúa en descenso.
George Orwell renacerá como bloguero. A partir del próximo 9 de agosto, su diario irá apareciendo en eso que llaman la blogósfera. Cada entrada celebrará su setenta aniversario en la red.
(La dirección del blog no es la que aparece en el título de esta nota)
Nicanor Parra
El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos:
Aunque le pese.
El lector tendrá que darse siempre por satisfecho.
Sabelius, que además de teólogo fue un humorista consumado,
Después de haber reducido a polvo el dogma de la Santísima Trinidad
¿Respondió acaso de su herejía?
Y si llegó a responder, ¡cómo lo hizo!
¡En qué forma descabellada!
¡Basándose en qué cúmulo de contradicciones!
Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse:
La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,
Menos aún la palabra dolor,
La palabra torcuato.
Sillas y mesas sí que figuran a granel,
¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio!
Lo que me llena de orgullo
Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos.
Los mortales que hayan leído el Tractatus de Wittgenstein
Pueden darse con una piedra en el pecho
Porque es una obra difícil de conseguir:
Pero el Círculo de Viena se disolvió hace años,
Sus miembros se dispersaron sin dejar huella
Y yo he decidido declarar la guerra a los cavalieri della luna.
Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte:
«¡Las risas de este libro son falsas!», argumentarán mis detractores
«Sus lágrimas, ¡artificiales!»
«En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza»
«Se patalea como un niño de pecho»
«El autor se da a entender a estornudos»
Conforme: os invito a quemar vuestras naves,
Como los fenicios pretendo formarme mi propio alfabeto.
«¿A qué molestar al público entonces?», se preguntarán los amigos lectores:
«Si el propio autor empieza por desprestigiar sus escritos,
¡Qué podrá esperarse de ellos!»
Cuidado, yo no desprestigio nada
O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,
Me vanaglorio de mis limitaciones
Pongo por las nubes mis creaciones.
Los pájaros de Aristófanes
Enterraban en sus propias cabezas
Los cadáveres de sus padres.
(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante)
A mi modo de ver
Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia
¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!
*
Aquí se puede escuchar el poema, leído por Parra.
Desde 1925 la Universidad de Harvard hospeda una extraordinaria cátedra de creadores. Es el famoso ciclo de conferencias en honor a Charles Eliot Norton. Se describe como una serie charlas de poesía en el sentido más amplio del término. Han desfilado por ahí músicos, críticos, cineastas, dramaturgos. Han ocupado esa silla T. S Eliot, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Leonard Bernstein, Igor Stravinsky, Czeslaw Milosz, John Cage, Nadine Gordimer, Umberto Eco, George Steiner, Agnés Varda. La tradición es que cada uno de los expositores dicte seis conferencias. El ocupante de la cátedra en 1985 fue Italo Calvino. De ahí vienen sus Seis propuestas para el próximo milenio.
Cuenta Esther Calvino, su esposa, que, desde que recibió el nombramiento, dedicó toda su energía a preparar las conferencias. Su entusiasmo fue tal, que imaginaba una octava conferencia sobre el principio y el final de las novelas. No llegó a dar las pláticas. Una semana antes de que hubiera viajado a Estados Unidos, murió en Siena. Dejó sobre su escritorio el borrador de las charlas. Cada conferencia dentro de un sobre transparente y todas en una carpeta rígida. Estaban terminadas cinco sesiones, pero faltaba una que pensaba escribir durante su estancia en Boston. Así, el lector que se dispone a leer las seis propuestas que anuncia el título del libro, encuentra solamente cinco. En la edición de Siruela puede verse una imagen con el plan que Calvino trazó para la cátedra y, con letra tenue, el aviso de la conferencia no escrita. Después de examinar la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad y la multiplicidad, vendría la consistencia.
El propósito del ciclo de Calvino era, ni más ni menos, defender las cualidades literarias que habrían de sobrevivir al nuevo milenio. Faltaban quince años para el cambio en el calendario y se disponía a componer una posible pedagogía de la imaginación. Defendía ahí los principios de una escritura airosa y veloz; una literatura nítida y rica en imágenes que se proyectan a todos los rincones. Se trataba de valores, advertía el propio Calvino en alguna de sus charlas, que no se contraponían al polo contrario. Queda desde luego la incógnita de la conferencia no escrita. ¿Qué habría dicho de la consistencia como cualidad perdurable de la creación literaria? La sexta propuesta inspira mayor curiosidad justamente por el contraste con las otras virtudes. La consistencia es característica del monolito: estable, pétrea, tal vez incluso, sofocante. ¿Cómo armonizarla con la liviandad, la rapidez, la multiplicidad, la visibilidad?
El escritor rumano Andrei Codrescu se ha atrevido a escribir lo que Calvino no tuvo tiempo de terminar. En la edición más reciente del Los Angeles Review of Books aparece un ensayito que se presenta como si fuera la sexta propuesta de Calvino. Lo describe como un valor, al mismo tiempo imposible e inevitable. Es la consistencia que nace de la soledad humana y el afán de contarnos cuentos. Como los algoritmos que pretenden completar la sinfonía inconclusa de Schubert, el sexto ensayo sirve, sobre todo, para subrayar que los misterios no están hechos para resolverse. Prefiero llenar esa conferencia ausente con un comentario que Calvino hizo en una entrevista que concedió mientras preparaba las notas para sus conferencias de Harvard. Ahí revelaba que tenía dos libros en su mesa de noche: La naturaleza de las cosas de Lucrecio y Metamorfosis de Ovidio. “Quisiera que todo lo que escriba esté relacionado con uno o con el otro. O mejor: con los dos.” Ahí debe esconderse el secreto de su consistencia.
Nadie como Tony Soprano. Ningún personaje del cine ha encontrado la profundidad, la complejidad, la intensidad del mafioso de New Jersey. ¿Qué personaje puede comparársele en el pico de sus furias, en el foso de sus angustias? ¿A cuál podríamos decir que lo conocemos como lo conocimos a él: en bata recogiendo el periódico, visitando todos los días el refrigerador, rompiendo un teléfono en un ataque de rabia, asaltado recurrentemente por la ansiedad, lidiando con las peores traiciones, volando entre sueños y pesadillas, enamorado y furioso. A Tony Soprano lo conocimos como el mafioso protector y despiadado, como el déspota sin frenos, el hombre irritable que rompía a golpes e insultos. Pero lo pudimos conocer también como un hombre perseguido por fantasmas, inseguro y frágil. Algunos han dicho que James Gandolfini no era particularmente versátil como actor. Se olvidan del arco de las emociones que extrajo de un solo personaje. Con Tony Soprano, el actor lo recorrió todo.
Los Sopranos habrá inaugurado una era de la televisión. Tal vez con ella se inicia el desplazamiento del mejor cine a la pantalla de la casa. Pero no es solamente la extraordinaria producción, la dirección impecable, el ritmo siempre intenso y al mismo tiempo respirable de sus escenas, esas actuaciones consumadas que hacen persona a cada personaje. En Los Sopranos se encuentra ese genio compartido (profesionalismo le llaman algunos) que produce los milagros de la cinematografía. Pero hay algo más, algo que no conseguiría el mejor de los largometrajes. La legendaria serie de HBO le abrió un nuevo lienzo al cine. No le faltaba épica al cine; le faltaba el día a día que hace humana la aventura. Nunca como ahora puede percibirse el contrapunto de la batalla espeluznante o grandiosa y la pesadumbre del despertar; los arrebatos públicos y visibles que sostienen el dominio y las las acometidas de la angustia inconfesable. Los sopranos no tenía que sujetarse al aguante de quien se sienta en una butaca del cine. Un par de horas, tal vez un poco más, desde la primera escena hasta la secuencia de los créditos.
Los Sopranos estrenaron tela. La trama de la narración parece liberarse así de las evocaciones, de las metáforas, de las alusiones que insertan el gajo del cuento en su contexto. Nada de esas “conversaciones rituales” de las que hablaba Ibargüengoitia que sirven para explicar en tres minutos la desgracia de la familia en una inverosímil conversación de café. Si no es necesario el flashback es porque retenemos en la memoria la historia de cada uno de los personajes, el flujo de acercamientos y distancia, si hemos palpado la tensión de la lealtad a lo largo del tiempo, la lenta transformación de los vínculos humanos. Ocho años de drama en ocho años de cine. El crecimiento, la maduración, el envejecimiento de los personajes no es truco del maquillaje, es obra del tiempo. El poder de este cine radica, tal vez, en el hecho de que su tiempo es idéntico al nuestro: no es el tiempo comprimido que condensa décadas en un par de horas sino el reloj que compartimos con los personajes.
Nadie como Tony Soprano ha mostrado que la violencia es un alivio del miedo. El temido mafioso podrá imponer su voluntad a grito y puño pero vive siempre en el precipicio. Su casa, su matrimonio, su familia, su imperio están siempre al borde del abismo. Sus ojos lo decían todo: estallaban en cólera pero también se derretían, no en dulzura, sino en el más profundo desasosiego. Si ha desaparecido James Galdolfini, Tony Soprano pestañea en el misterio, mientras suena “Don’t Stop Believing”.
En un poema sobre el arte como refugio ético, el gran poeta polaco Zbigniew Herbert escribió:
Nuestros ojos y nuestros oídos rechazaron la obediencia
los príncipes de nuestros sentidos orgullosamente escogieron el exilio.
Será que la dignidad no brota de la osamenta del carácter ni del pecho valiente. Para el poeta polaco, el humilde sentido del gusto daba origen al decoro en tiempos indecentes. Así que la estética podría ser útil, el fundamento de una política o más bien, de una moral. La huida del poeta lo condujo a otras tierras y a otros tiempos que pudieran ofrecerle refugio en el arte. Ahí, en la pintura de los grandes maestros aparecían reglas sin amenazas, verdades sin padrinazgos, testimonios llanos. Lienzos lisos como espejos.
Los ensayos de Herbert son crónicas de esa peregrinación. Naturaleza muerta con brida. Ensayos y apócrifos publicado por El acantilado es su cuaderno holandés. Cuenta Adam Zagajewski que Herbert, un hombre bajito de semblante tranquilo y facciones juveniles, recorría museos equipado de una libreta blanca. Podía pasar toda una mañana, todo un día frente a un cuadro dibujando lo que veía. La pintura y la escritura se hilvanaban en esos blocs. El lápiz trazando figuras y zurciendo letras. El poeta no ocultó nunca su nostalgia por la pintura de antes, por el sitio anterior de la pintura. De los artistas se podía saber muy poco, pero no se ponía en duda el sitio del arte en la ciudad. Un mundo sin cuadros les habría sido impensable. “Los maestros antiguos, sin excepción, podrían repetir las palabras de Racine: ‘Trabajamos para agradar al público’, es decir, creían en el sentido de su trabajo, en la posibilidad de comprensión de las personas. Afirmaban la realidad visible con inspirada escrupulosidad y con la seriedad de los niños, como si de ello dependiera el orden del universo, la rotación de las estrellas, la estabilidad de la bóveda celeste. Bendita sea esa ingenuidad.”
Cuadros y artistas, telas y navieros, tulipanes, niebla y lluvia aparecen en esta colección de ensayos y fábulas. El título subraya con buena razón el texto central. El poeta visita el Museo Real de Ámsterdam. Un cuadro lo llama, le hace señas, le muestra un misterio que lo atrapa. En la portada del libro aparece el cuadro: “Naturaleza muerta con brida.” Un par de jarrones, una copa, una pipa, una hoja con notas musicales, un texto. Un fondo enigmático: “negro, profundo como un precipicio y a la vez plano como un espejo, tangible y a punto de perderse en las perspectivas del infinito. La tapa transparente de un abismo.” Del pintor, apenas el nombre: Torrentius. Herbert describe el hechizo de ese cuadro, la fascinación que le provoca un artista enigmático que funde en su nombre artístico el fuego y el agua.
Todo lo que Herbert descubre de Torrentius es material para la leyenda. Guapo y ostentoso, era visto como un libertino que pervertía mujeres y descreía de Dios. Decía que él no pintaba sus cuadros. Que colocaba las pinturas cerca de la tela y, al tocar música, los colores se mezclaban coloreando el lienzo. Su vida escandalizó a la república burguesa y hartó su tolerancia. Fue torturado, encarcelado, desterrado. Estuvo a punto de morir en la hoguera. Solo se conserva ese cuadro abismal que será siempre un misterio. Una alegoría, quizá, de la libertad que sólo en el arte vive.
Tony Judt publica un artículo en el New York Times sobre el torneo de clichés que genera Israel (ahora se publica en El país). Imposible discutir el Medio Oriente sin recurrir a las acusaciones gastadas y las defensas rituales. Hace falta limpiar la casa, dice Judt. Salir, por ejemplo, de la trampa que sugiere que cualquier crítica al gobierno israelí es antisemita: seguir esa línea terminará desfundando la denuncia de prejucios reales.