The Book Design Review, un interesante blog que sin ningún remordimiento juzga los libros por su portada, selecciona sus fachadas favoritas. Entre ellas:
The Book Design Review, un interesante blog que sin ningún remordimiento juzga los libros por su portada, selecciona sus fachadas favoritas. Entre ellas:
Martin Amis publica un artículo sobre su padre en el Guardian. El estilo de su paternidad, dice, fue "amigablemente minimalista." El trabajo lo hacía todo su madre. Sólo hasta que, a los 16 o 17 años empezó a leer libros para adultos, se convirtió en alguien que merecía su conversación. Y cuando empezó a publicar, se convirtió en alguien digno de sus correcciones. Martin comenta el libro de su padre sobre el uso del inglés, una obra de referencia que puede leerse como novela.
The Economist publica un ensayo largo (en internet es un ensayo multimedia que permite ver a México como un país que fue brevemente libre y luego volvió a serlo apenas parcialmente) sobre el malestar democrático. Son malos tiempos para el régimen democrático, sostiene: cuando las autocracias caen, sus oponentes son incapaces de instaurar democracias viables; las democracias establecidas se atascan y pierden prestigio. La idea política más exitosa del siglo XX tiene problemas. Mientras Estados Unidos y las democracias europeas se estancan por el conflicto político, China despega, las democracias simuladas se reafirman. ¿Por qué habría que seguir el modelo norteamericano si desde Washington llegan lecciones de fracaso?
El texto no es apocalíptico. Citando a Tocqueville, argumenta que las fortalezas de las democracias se esconden al tiempo que exhiben sus defectos. Lo necesario, sugiere la revista, es regresar a la severidad de los fundadores, reconocer la importancia del diseño institucional, adaptarse a los cambios de nuestro tiempo. Pueden ensayarse dispositivos para combinar instancias de democracia directa y mecanismos tecnocráticos de prudencia.
La sección de ciencia del New York Times publica un artículo interesante hoy sobre la justicia y la sobrevivencia del hombre. Diversos estudios advierten que el homo sapiens siente una repulsión natural por las jerarquías extremas. Será tal vez un legado de nuestra prehistoria nómada que demanda cohesión básica, colaboración y empatía. Los chimpancés serán muy listos pero no cargan un tronco juntos.
El nuevo libro de Adonis llevará Zócalo por título y está inspirado en el viaje que hizo a México en abril de 2012. El país publica un par de poemas del volumen que publicará Vaso roto en octubre.
Al final, acabarás solo…
Al final, acabarás solo, indio rojo, hermano mío, pues nada dispersa mejor que la soledad.
El yo es arena no semilla. El yo es nube cósmica.
Antiguo-San Ángel Inn
Gisèle-César-Afif. El Líbano en miniatura.
Restaurante en un barrio histórico. El cliente se mezcla con el polvo de la historia, con su oro, sus caballos enjaezados, ensillados con montañas que tiran de la calesa del tiempo.
Lo efímero no necesita eternidad.
Lo eterno necesita de lo efímero.
Hay en este restaurante caderas en forma de alas que hablan la lengua de las nubes.
¡Una mujer en relieve! Su cabeza es un bosquecillo en flor. Sus muslos, dos vertientes de un valle.
Los jinetes de los deseos se enfrentan en su pecho.
De un artículo de Savater:
¿Cuál es la diferencia entre un rostro bello y uno realmente atractivo? Pues que el bello omite los defectos y el atractivo los tiene, pero irresistibles. La perfección que respeta todas las normas clásicas merece el encomio gélido del museo, pero cuando la imperfección acierta nos la queremos llevar a casa y vivir con ella y para ella. Se hace admirar lo que cumple las pautas y se hace amar lo que las desafía. Y eso en todos los campos, eróticos o artísticos. Hasta en política…
“Pina”, la cinta de Wim Wenders sobre la gran coréografa alemana Pina Bausch es la primera cinta que justifica los anteojos que uno tiene que colgarse para ver una película en tercera dimensión. No es que vuelen criaturas fantásticas por la sala, que el viaje intergaláctico sea más realista con los lentes. Es que la elegía a esta mujer dedicada a desentrañar la expresión del cuerpo humano encuentra en esa técnica un vehículo poderosísimo. El hallazgo técnico nos permite admirar el palpable mensaje de los cuerpos y, al mismo tiempo, contemplarlos con la profundidad, el dramatismo del teatro. Hacer palpable el cuerpo y, al mismo tiempo, contemplarlo como alegoría.
Wenders quería filmar una película sobre Pina Bausch desde hacía tiempo. Admiraba su capacidad para entender el diálogo entre el alma y el cuerpo. El cineasta la reconoció pronto como una de las grandes artistas del siglo XX, uno de lo creadores que penetró más hondo en el espíritu humano. “Nadie leyó el lenguaje del cuerpo humano como ella,” ha dicho. El alma que habla por los brazos, las piernas y la cintura. Recuerdos alojados en cadencias. Pina Bausch le mostró a Wenders el tesoro del cuerpo, la expresividad del movimiento. El director de Paris, Texas conoció su trabajo en contra de su voluntad. No era una persona cercana a la danza pero por casualidad asistió a una función en Venecia que le cambió la vida. No llegaba a entender por qué lo conmovía el baile de Pina hasta las lágrimas pero se daba cuenta de que el encuentro con su arte era esencial. Desde ese momento quiso filmarla y se lo propuso de inmediato, pero no sabía cómo podría hacerle justicia con su cámara. Sentía que el lente levantaba una pared y que era incapaz de captar la corporeidad, la energía del baile. Veinticinco años incubó la idea de filmarla. Cuando vio los adelantos de la tercera dimensión se dio cuenta que tenía ya el instrumento: finalmente podía romper la barrera del cine y registrar la presencia del cuerpo.
Poco antes del inicio de las grabaciones, la coreógrafa murió. El proyecto no se canceló pero cambió radicalmente. Se volvió una ceremonia de dolor fresco. Una especie de documental de cuerpo presente. La cinta no solamente registra el trabajo de la coreógrafa sino su marca en la vida de los bailarines quienes la evocan en su danza y con palabras para rendirle gratitud.
El documental no cuenta ninguna historia pero capta, en sus breves cuentos, las epopeyas de la emoción humana. Lo primordial no requiere palabras: el amor y el deseo, la frustración y la crueldad, la pérdida, la soledad, el dolor. Cuerpos de todas las edades tocando con la piel todos los elementos, viviendo en su movimiento todas las emociones. El cuerpo retoza con agua, es amarrado a una cuerda de perro sin poder escapar, cuelga de otro cuerpo, se desploma como tabla, se enrosca y gesticula, recibe paletazos de tierra, es manoseado y acariciado con ternura. A veces más gesto que baile, su coreografía brota de la vida misma de sus bailarines. La coreógrafa invitaba a cada uno a buscar, a perderse, a zambullirse en su experiencia. Enloquece un poco más, sorpréndeme. No me importa tanto cómo se mueve la gente, decía: me importa lo que los conmueve.
Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo. Decidieron así fundar un movimiento al que bautizaron “Poesía gastronómica.” El compromiso de sus militanmtes era mencionar alguna delicia en cada poema. Fuera cual fuera el tema, habría que insertar una receta, un ingrediente, algún guiso. En un poema que Strand dedica a un asado al caldero puede encontrarse el manifiesto de aquel movimiento:
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Los poetas coincidían que su oficioera un arte similar a la cocina. Se guisa con palabras o con cebollas. Usar lo que hay en casa para darle encanto y compartirlo con los amigos. Toques de sutileza que vienen de una larga experiencia o que surgen de una súbita inspiración. Después de una cena que había preparado Strand, éste le confesó a Simic: “Creo que esta noche no le puse suficiente queso al risotto.” Simic estuvo de acuerdo, aunque no se había dado cuenta hasta que Strand lo notó. Eso es lo que nos sucede al escribir, añadió Simic. Muchas veces un poema, tal vez uno ya publicado, pide otra palabra para encontrar su punto o necesita deshacerse de una línea para aligerarse.
Alfonso Reyes dedicó sus Memorias de cocina y bodega a quienes pudieran apreciar el caso de Pierrette, una mujer que a los noventa y nueve años y once meses comía en su cama cuando sintió que llegaba su hora. Asustada, empezó a gritar: “Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir.” Que la buena comida y la tristeza son incompatibles lo ha demostrado Simic en un ensayo brillante. “Comida y felicidad,” se titula y puede leerse en El flautista en el pozo, la antología preparada por Rafael Vargas que publicó Cal y Arena hace unos años. El vino puede ponerlo a uno melancólico pero la comida “produce una felicidad instantánea.” En sus recuerdos aparece siempre el guiso legendario, la conversación que provoca una cena, el festejo alrededor de un platillo, el espectáculo de una charcutería, la filosofía que aprendió en la cocina de su tía.
Recuerdo mejor los platos que he comido que las ideas que he pensado, dice. Las musas auténticas son cocineras. Por ello el propio Reyes encontraba una metafísica en aquella cocinera que guardaba una taza del caldo del día anterior para fundirlo en la sopa del día. Tal vez no habrá arpas ni nubes en el paraíso de Simic pero habrá, sin duda, una olla de frijoles cociéndose en la estufa. No estará solo: la conversación, es decir, la amistad es la compañía natural de una mesa bien servida.
Salvador Pániker no logró ver su último diario publicado. Había escogido la fotografía que llevaría la portada: un atardecer en el Ampurdán: un ciprés solitario, una parvada y un camino de tierra. Murió un par de días después de que los ejemplares salían de la imprenta. Adiós a casi todo (Random House, 2018) es el quinto dietario del pensador hindocatalán. Nació en 1927 y se dedicó durante toda su vida a reconciliar civilizaciones y sensibilidades. Buscó darle sentido a un misticismo ateo, una perspectiva de vida abierta a la razón y al misterio. Fue un elocuente defensor de la muerte elegida. La última libertad, la que desdramatiza la muerte
En sus dietarios debe estar lo mejor de su obra. Más que en sus ensayos filosóficos, el registro cotidiano de sus días contiene su sabiduría. La serie está formada por el Cuaderno amarillo, Variaciones 95, Diario de otoño y Diario del anciano averiado. Cada uno es el capítulo admirable de una vida. Un registro del arte de vivir y, en las últimas entregas, del arte de ir muriendo. La escritura se entrevera con la vida, el pensamiento se inserta en la experiencia, las lecturas se enroscan con las vivencias. Escribir es como respirar, dice Pániker. ¿Escribir para respirar? Si no escribo, insiste, se resiente mi metabolismo. Si no verbalizo mis achaques resultan más siniestros. “La escritura le da ventilación a la jaula de mi vivir disminuido.”
Acercándose a los noventa años, intuía que ese diario podía ser el último. En una nota preliminar advierte a sus lectores: “Ignoro si éste va a ser el último diario que publico. En el momento de entregar estas líneas a la imprenta mi edad es muy avanzada. Así que ya veremos. O no veremos.” Adiós es eso: una despedida. Un desprendimiento de placeres, de vigores, de afectos. Murió de repente. Murió en su casa. Murió sin sufrir. Murió dando un grito terrible. Murió sin miedo. Murió tras el ataque. Dejó de respirar. Murió mi amigo. El registro de los días como un largo y doloroso obituario. Compañeros, parientes, amigos, amantes, colegas que van desapareciendo. Entre flemas, catarros, insomnios y convalecencias, la muerte del entorno como anticipo de la muerte propia.
En esta libreta se consigna la muerte de su hermano Raimon, sacerdote católico que también buscó (aunque por caminos muy distintos) el encuentro de tradiciones religiosas, pero con quien tuvo una relación difícil, en muchos momentos tirante. Discreparon hasta en el modo de escribir su apellido. Salvador Pániker, Raimon Panikkar. En todas sus libretas Salvador se muestra atento a lo que escribe su hermano, a lo que responde en entrevistas, a lo que dicen de él. Una observación me parece especialmente lúcida. Advierte en su hermano el pecado del intelectual: identificarse con sus ideas. Creer que en lo pensado está su propia identidad. Por eso, dice en la libreta previa, mi hermano no dialoga: polemiza. Esa es una de las enseñanzas de sus diarios. Es necesario reventar el hermetismo de las certezas para aventurarse al diálogo. Tomarse menos en serio lo que se piensa. ¨