En mi concepto, la historia es esa reflexión elucidatoria de los hechos pasados y presentes, concebida como pensamiento comprensivo, como conjunto de representaciones e ideas, relacionadas con los signos cronológicos, de conceptos entendidos como representaciones comprensivas (…) no es la visión mecánica de la historia politécnica, que la realiza distanciada del placer, como un conjunto de textos que no se gozan: una doctrina que sólo sirve para manipular. La visión moral de la historia corresponde a una introspección. Debe ser una representación comprensiva, lo que equivale a encontrar sus dos aspectos: la simpatía y el entendimiento. Calidez y lucidez. Simpatía determinada por los afectos y las imágenes, y entendimiento regido por el intelecto y por la función valoradora de la razón. La visión lúcida es la conciencia y su mejor fruto es la libertad. la historia debe ser bella, respondiéndole satisfactoriamente al sentimiento; verdadera para los fines del pensamiento y buena para el sentido de la actividad. La historia (…) puede ser algo más que una explicación útil o una herramienta; puede ser disfrutable y reveladora, para ser el motivo del amor a sí mismo y a los demás, por el mayor conocimiento de las esencias propias, amor que en su perseverancia orienta a la felicidad. (…) La historia, concebida como la revelación veraz de lo que somos, nos ayuda a lograr la autenticidad motivadora de respeto y libertad. También la conciencia y amor, si es comprensiva de una visión lúcida, entendida como conciencia y de un sentimiento gozado con amor.
Guillermo Tovar de Teresa, Historiadores de México, citado en Xavier Guzmán Urbiola, Guillermo Tovar de Teresa. Bosquejo Biobibliográfico, DGE, Equilibrista, 2012
Christopher Domínguez comenta la próxima publicación de las obras competas de José Guilherme Merquior en Brasil. En la nota publicada en El ángel, CDM resalta el camino de la crítica literaria a la teoría política del ensayista y diplomático brasileño.
Merquior, como puede apreciarlo quien lea Liberalismo viejo y nuevo (1991), su libro póstumo, fue un liberal clásico, más que un neoliberal. Así lo subrayaron, aliviados e imprecisos, sus adversarios en la izquierda brasileña, algunos de los cuales lo honraron como su interlocutor más frecuentado, como les ocurrió, antes que él, a Camus y a Aron en Francia, a Paz en México. En efecto: lo que a ese crítico de los intelectuales modernos que odian la modernidad, le fascinaba era el siglo diecinueve y "el momento 1830", cuando el liberalismo intenta vacunarse, con cierto éxito, contra los excesos democráticos. Pese a que el estructuralismo lo hizo pasar por un misógalo, Merquior admiraba, sobre todo, a Constant, a Guizot, a Tocqueville. Pero distó mucho Merquior de ser un liberal conservador y en Liberalismo viejo y nuevo se acerca mucho a Bobbio y a otros "social-liberales", convencido de que había que pelearle el alma del socialismo a los marxistas. Creyó, Merquior, finalmente, en la necesidad de un bonapartismo económico: el Estado debe seguir salvando al capitalismo de los capitalistas.
La instalación de Miguel Ventura en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo ha desatado una polémica que va más allá de la pieza que a muchos ha irritado. “Cantos cívicos” ha sido tachada como propaganda nazi, una pieza impropia de una institución cultural, una mala influencia para la juventud. ¿Qué se encuentra en este abigarrado meandro de emblemas cobijado en Ciudad Universitaria? Una acumulación de símbolos macabros, una galería de sonrisas que esconden la atrocidad, la pinacoteca de una domesticidad que encubre el genocidio. Al visitante se le invita a un recorrido intestinal donde desfilan las ratas y posan asesinos de buena familia. La gruta visceral revuelve el kitsch de plásticos brillantes, disneylandescos con el alarde castrense del embalsamador. Escenas de familia y pelos de momia. Pieles disecadas y copetes con gomina. El baturrillo empalma una virilidad atroz con empalagos infantiles. Si algo emerge de este encuentro es la disonancia entre lo que se ve y lo que se intuye: la masacre tras la normalidad, la tragedia escondida en el gesto afable del ciudadano ejemplar. No encuentro en la mina de Miguel Ventura ninguna apología, ninguna señal de simpatía por el régimen nazi. Descubro, eso sí, asociaciones bobas, paralelos absurdos: el signo del dólar como gemelo de la suástica; Milton Friedman como compañero de viaje de Adolf Hitler. La granada que pretende ser no precipita en mí un explosivo sino una trompetilla.
Pero lo que me interesa aquí es otra cosa: la argumentación de quienes se sienten asqueados por la pieza. Encuentro en los alegatos una muestra de la enorme dificultad de historiadores, politólogos y opinadores para aceptar el estatuto del arte. Se juzga la exposición como si debiera ser la representación gráfica de un curso de historia, el apéndice iconográfico del manual de ciencia política. El arte convertido en vehículo para ilustrar la historia, para absorber el mundo con justicia o para invitar a la acción común. El cuadro ha de ser una ventana al mundo, decían los renacentistas. Transparente encuentro con la realidad. Que el retrato sea equilibrado, que las proporciones sean correctas, que la manzana sea capturada íntegramente. Esa compostura se le pide al artista de hoy para abordar fenómenos históricos. Que sea sensible y entendido. Que su creación se asiente en la verdad y aspire a la justicia. Ir al museo ha de ser entonces, una experiencia similar a entrar a una escuela. Acudir a una exposición para aprender, equipado de una libreta para anotar la lección. Se piensa así en el artista como ayudante del profesor de anatomía, preciso dibujante de huesos y articulaciones. Ahora se le pide que sea el subordinado ilustrador del catedrático de historia. Tras rendir homenaje a la ciencia, el creador debe hacer visibles los conceptos, condensar en imagen claras un fenómeno, petrificar en escultura una verdad que requiera divulgarse.
Algunos encuentran ambigüedad en esta cañería atiborrada de monstruos y galanes. El espectador sale confundido del recorrido, dicen. Extrañan las imágenes que se despliegan en los museos del holocausto: credenciales, estampas, recuerdos de los millones de víctimas del nazismo. En efecto, no hay aquí muñecas de la niña muerta en un horno. La ausencia, a su juicio, equivale a trivializar el horror y difundir un mensaje peligroso. Los críticos de la exhibición ven en ella una amenaza. Advierte bien Cuauhtémoc Medina: “si alguien quiere encontrar aquí un mensaje claro será mejor que se vuelva a la iglesia.” A los críticos preocupa el efecto de la pieza. Les inquieta que una juventud confundida e ignorante se desconcierte. Exigen claridad, un mensaje concluyente y formativo. Le piden al autor una expresión edificante: creatividad al servicio de una (buena) causa, una representación que contribuya, aunque sea desde la labor subordinada del artista, a esclarecer el mundo. Que sea, por supuesto, un arte que no ofenda, que no provoque. Regresa en estas voces una inaceptable petición: la subordinación del arte al civismo. El arte vale si enseña virtud, si difunde la belleza, si comunica la verdad.
Se ha criticado también la ubicación de esta pieza en un museo de la Universidad Nacional. ¡Indigna para una casa de cultura, contradictoria a los propósitos morales de una universidad! Este reproche es el más grave: ¿la política (aunque sea la que nos parece benigna y sensible) ha de decidir qué se exhibe en su museo? ¿La interpretación correcta de la historia (cualquiera que sea) debe ejercer de curadora del arte? Esa es la sorpresa: los liberales en política no lo son tanto en materia de arte. Resultan, más bien, neolombardistas. Que la universidad ya no enseñe para la duda, clamaba don Vicente, que enseñe en la afirmación. Y que sus museos no acojan jamás a provocación sino el deleite.
Un Paul Klee en prosa. Así describía Susan Sontag a Robert Walser. Las notas del gran escritor suizo sobre el arte de la pintura son de una belleza extraordinaria. Apuntes de una profundísima ligereza. Observaciones leves y al mismo tiempo hondas. Burlas de la crítica y de la erudición, son un notable testimonio de la experiencia creativa. Me he encontrado con sus líneas en un volumen dedicado precisamente a recoger sus tentativas de crítica estética. Hay una versión de Siruela pero yo las conozco por su versión en inglés.
En una breve narración, Walser se adentra en genio del pintor. El diario de un paisajista retrata al artista como el hombre que confía, como nadie más podría hacerlo, en el mundo y en sí mismo. Confianza en su pincel, en los colores que escoge, en la mano que dirige el trazo y, sobre todo, en ese ojo que examina el mundo sin distraerse en pensamiento. La inteligencia es artísticamente estéril: pinto con mi instinto, mi gusto. Son mis sentidos quienes pintan, dice. El ojo manda. El ojo del pintor es como un ave de presa siguiendo meticulosamente cada movimiento del conejo. Será por eso que la mano del pintor le teme.
El escritor suizo que no fue dueño ni de una mesa ni de los libros que publicó, contempla el arte como quien se baña con el viento. En una notita relata una aventura con su casera. En su habitación había colgado la reproducción de un cuadro de Lucas Chranac, el viejo. Era la fotografía de “Apollo y Diana.” Una tarde se percató que la dueña lo había descolgado. De inmediato le escribió un mensaje preguntándole por las razones de su intervención. Estimada señora: ¿le ha causado alguna molestia este cuadro de prístina belleza? ¿Lo considera feo? ¿Lo cree indecente? Le ruego a usted me permita regresarlo a su sitio, confiado en que nadie lo quitará de ahí. Ahí permaneció. Y la casera, quien tal vez pudo ver ese cuadro con nuevos ojos, le remendó los pantalones al inquilino.
Walser muestra la capacidad del arte para abrirnos la mirada. En una exposición, el escritor puede sentir el aguijón de mil estímulos. Al hablar de una muestra de arte belga, el paseante divaga. Apenas registra los motivos de los óleos pero suelta el lápiz para hablar de recuerdos y amores. El momento central de esta compilación es su encuentro con un cuadro de Van Gogh. Se trata de “La arlesiana.” Es el retrato de una mujer de campo que, dice Walser, francamente no es hermosa. Está entrada en años y viste ropa ordinaria. Rostro duro. Nada le atrajo de este cuadro. Por ningún motivo quisiera poseerlo. Pero algo escondido a la primera mirada se va revelando con la atención. Walser descubre la vitalidad de los colores, la delicia de las pinceladas. Van Gogh contaba una fábula solemne en ese cuadro. La mujer abría su vida. Había caminado las calles y los campos, había ido a misa, seguramente había tenido algunos amantes. Y un verano, un pintor, tan pobre como ella, le dijo que quería retratarla. Posó para él. Él la pintó como es: simple, honesta. Sabe, por supuesto, que no es cualquier persona. Para el pintor no hay nada que sea cualquier cosa. Sin mucho esfuerzo, algo grandioso y noble emergió del lienzo: la solemnidad del alma.
Frente a este cuadro, agrega Walser, muchas preguntas encuentran su signficado más sutil, más fino, más delicado: que no tienen respuesta.
En 2016 Anne Carson publicó un libro extraño. ¿Era un libro? En una caja transparente se ofrecían 22 folletines. Poemas, libretos, traducciones, monólogos, listas, juegos verbales y dibujos. Piezas en las que aparecen su tío Harry, Proust y un coro de Gertrude Stein. Composiciones para teatro de cámara, ensayos, memorias, voces de todos los siglos que pueden leerse o contemplarse en cualquier orden. En una entrevista publicada tras la publicación de esa cesta de textos, la crítica Kate Kellaway le comentó a la autora que su trabajo expandía nuestra noción de lo poético. Le pidió entonces una definición personal: “Si la prosa es una casa, respondió Carson, la poesía es un hombre corriendo en llamas a través de ella.”
La belleza del marido, el poema con el que ganó el premio TS Eliot, tiene ya dos versiones en español. Curiosamente, es la misma editorial la que las ha puesto en circulación. Hace quince años, Lumen publicó la versión de Ana Bercciu y ahora presenta la traducción de Andreu Jaume. El subtítulo del poema anuncia que el poema es, al mismo tiempo, un relato, una confesión y una meditación sobre la belleza y el desamor: “un ensayo narrativo en 29 tangos.” Un lamento que es también una lectura del poeta que entendió a la belleza como sinónimo de verdad: John Keats.
Cada tango es precedido por una clave de Keats que pone en duda la equivalencia. La belleza a la que canta Carson es la belleza del ausente, la belleza del alevoso. La belleza de un defraudador. El primer tango del poemario es, precisamente una dedicatoria a Keats, por su completa entrega a la belleza. Más que “dedicación,” como traduce Jaume, Carson se sobrecoge con esa renuncia que supone la devoción plena.
Leal a nada
mi marido. ¿Entonces por qué le amé desde la temprana adolescencia hasta entrada la madurez
y la sentencia de divorcio llegó por correo?
La belleza. No tiene mucho secreto. No me da vergüenza decir que le amé por su belleza.
Como volvería a hacerlo
si se acercara. La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo.
La belleza hace al sexo sexo.
En su ensayo sobre la antropología del agua Carson escribe dice que el líquido es algo que no puede ser sujetado. Como los hombres. Lo intentó con todos: padre, hermano, amante, amigo, fantasmas hambrientos y Dios. Cada uno de ellos se le escurrió de las manos. Tal vez así debe ser. Como en su ensayo clásico sobre el eros, Carson aborda en La belleza del marido el columpio del deseo: de la anticipación a la nostalgia; del ardor a la agonía. Ser el jugo que el amante bebe y llegar hasta la niebla de la guerra. La bestia dulce y amarga. El poema, escrito con la luz de la herida, es también una defensa de la osadía de vivir. “La vida implica riesgos. El amor es uno de ellos. Terribles riesgos.” Y un exhorto para empeñarse en lo imposible: “Este es mi consejo: retén. Retén la belleza.”
Cuando Charles Rosen escuchó
Debussy por primera vez, reaccionó de inmediato: “debería haber una ley que
prohibiera esto.” Tenía siete años. Desde los cuatro años tocaba el piano, no
porque fuera un prodigio sino porque, como dice él, para tocar el piano, hay
que empezar temprano. Si uno quiere caminar por la cuerda floja, hay que comenzar
desde el principio. Unos años después grabaría los Estudios de Debussy. Se tardó un poco, pero llegó a apreciar al
compositor impresionista. A Charles Rosen, intérprete y crítico, le gusta citar
una línea de Goethe: “El primer contacto con cualquiera de las excelsitudes de
la vida o del arte, conlleva un dolor que surge de esa sensación de
inferioridad del espectador. Sólo en un periodo posterior, cuando lo absorbemos
a nuestra cultura, cuando nos apropiamos todo lo que nuestra capacidad nos
permite, aprendemos a amarlo y a valorarlo. La mediocridad, por la otra parte,
puede darnos placeres directos; no lastima nuestra vanidad, premiándonos con la
idea de que somos tan buenos como cualquiera. … Aprendemos sólo de los libros
que no podemos juzgar.”
Charles Rosen, a quien el
presidente Obama le otorgó la Medalla de las Humanidades a principios de este
año, no se ha dedicado solamente a tocar el piano sino a explicarlo. Desde que
descubrió unas notas absurdas publicadas para acompañar las piezas de sus
primeros discos, escribe los textos que acompañan sus grabaciones y sus
conciertos. Este año apareció la más reciente compilación de sus ensayos de
música y literatura: La libertad y las
artes, se titula. En el anhelo artístico reside la paradoja de la libertad:
el arte subvierte los significados sin dejar de acatar ciertas convenciones. Rosen
retoma la pregunta que Lichtenberg anotó en una libreta personal: ¿por qué las
palabras habrían de tener un significado fijo? ¿Por qué no habrían de capturar
la fluidez de las experiencias, la mutación del mundo? La primera tiranía que
padecemos es la del lenguaje, dice Rosen. Esa constricción del sentido es la
primera restricción. Las redes del significado nos atrapan. El humor, la
poesía, el arte son escapes de esa jaula. El arte nos regala nuevos
significados. De ahí su carácter subversivo, inevitablemente corruptor,
peligroso.
El arte tendrá sus convenciones
pero se espera que las rompa, que las burle y, al hacerlo, nos sorprenda. Ese
es el privilegio del artista. Celebramos que el creador se aparte de las
convenciones que gobiernan su oficio. Esperamos originalidad, sorpresa, provocación.
Y. cuando la encontramos en el arte, nos ofendemos.
Un ensayo sobre la ópera que
escribe a partir de la publicación de un diccionario especializado captura su
inteligencia irónica y erudita. La ópera, dice, Rosen, es la más prestigiosa de
las formas musicales. Es también la más absurda, la más irracional. Ningún
diccionario, advierte, podría tratar con el sinsentido de la ópera. Ahí no debe
esperarse racionalidad alguna porque al género lo gobierna un código lunático
al que todos los involucrados se someten con docilidad. Valdría reconocer que
no ha sido una forma artística particularmente respetable: barullo de fondo
mientras los apostadores juegan a las cartas; espectáculo donde sopranos
inmensas personifican tuberculosas moribundas. “El ideal de la ópera, escribe,
la forma en que perfila una visión de lo sublime, no puede separarse de su elemento
grotescamente físico.” De todas las artes, continúa el pianista, la música es
la más habilidosa para escapar los filtros del significado. En la ópera, “la
música no nos llega a través de las palabras: las palabras llegan a través de
la música.” La musicalidad se beneficia aquí del intenso contraste con la
fisicalidad. Los cuerpos gordos y sudorosos que la producen suelen contrastar
con la exquisita delicadeza de la música. “El fundamento de la ópera, concluye,
aparece como la oposición entre el ideal musical de la pureza y la cruda
realidad, el vestuario bobo, la trama ridícula, la penosa decoración que se
necesitan para producirla: pero la música esconde en sí misma una realidad tan
brusca, igualmente física.”
Se nos fue una buena alternativa a Shama.
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