(según el Economist.)
Para quien haya disfrutado vacas, vacas, ¿vacas?, del mismo animador, este video escheriano para Eskmo:
¿Qué sufijos califican al islam? Unos hablan del miedo irracional que suscita; otros del totalitarismo que legitima. En esa división se encierra un debate crucial de nuestro tiempo: islamofobia, islamofascismo. Christopher Hitchens reconoce en el debate fantasmas de la polémica ideológica de la Guerra Fría pero no está dispuesto a abrazar la causa de quienes se visten de "islamistas moderados." Como a Paul Berman en su libro reciente (The Flight of the Intellectuals), no tolera que la intelectualidad de izquierda adopte a Tariq Ramadan, un radical disfrazado, y desprecie a Ayaan Hirsi Ali (quien acaba de publicar Nomad
) como una fanática de la Ilustración. En la suerte de dos intelectuales se exhibe la contradicción de nuestro tiempo: el fundamentalista es celebrado por la academia liberal; la liberal necesita escolta permanente.
Fernando Savater publica hoy un artículo interesante en El país sobre nuestra fascinación por los energúmenos, esa debilidad por los demoledores que, naturalmente, no es solamente española.
No me resulta fácil comprender por qué este tipo de vociferantes despierta tan morboso deleite en personas que en otros asuntos prácticos de la vida atienden a argumentos y no a iracundos rebuznos. Siempre me he resistido a creer —aunque no faltan pruebas que la abonan— en la teoría que expuso Enrique Lynch en un artículo hace bastantes años: que los españoles sentimos una suerte de veneración por los energúmenos. Prefiero suponer que para muchos, incluso inteligentes, es una satisfacción mayor descalificar a personas que refutar argumentaciones. Christopher Hitchens protestaba contra este vicio que le aplicaban de vez en cuando algunos de sus antagonistas en debates públicos: “Me había acostumbrado al nuevo estilo de la seudoizquierda, según el cual, si tu oponente creía que había identificado el motivo mas bajo de todos los posibles, estaba bastante seguro de que había aislado el único verdadero. Este método vulgar, que ahora es también la norma del periodismo actual que no es de izquierdas, está diseñado para convertir a cualquier idiota ruidoso en un analista magistral” (en Hitch-22). Lo malo es que el propio Hitchens, y yo mismo, ay, y tantos otros, hemos incurrido a veces en esa práctica cuya mala fe nos resulta tan evidente cuando somos pacientes de ella…
Dos explicaciones ofrece Savater para entender este achaque de nuestra cultura. La primera es la tentación de convertirse en conciencia moral y, por lo tanto, renunciar a la autocrítica. La segunda es el «rabioso afán de llegar a conclusiones». Mucho más gratificante el juicio tajante que el matiz…
Desde hace años Luciano Matus dialoga con la
arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el
espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de
espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos
monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz
que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el
tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para
siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido
la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación
implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas,
mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus
aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa
intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para
volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó
San Juan de la Cruz hablando de “las
ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música
callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva
inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano
Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición
de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo
posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San
Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco,
en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el
universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la
imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el
baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el
cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la
culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún
política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del
espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el
compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben
la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la
piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja
el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo
posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos
arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas
de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha
una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las
nubes.
Mucha razón tenía James Boswell al rechazar las definiciones habituales del hombre. Ni especialmente racional, ni tan dotado para la palabra y, desde luego, poco urbano. El hombre es, en realidad, un animal que cocina. Eso somos: animales empeñados en el aderezo de lo que comemos. Otros animales se comunican a su modo, muchos son gregarios, algunos fabrican instrumentos. Sólo el hombre dedica tiempo al condimento. En la cocina la imaginación transforma la necesidad en ceremonia. El alimento deja de ser subsistencia para convertirse en placer.
Anthony Bourdain era un cronista admirable de nuestro tiempo porque entendía precisamente el significado de los manjares. Conocer la comida de un lugar es entender a su gente. Cuando Anthony Bourdain recorría las ciudades del mundo en busca de cocinas, restoranes y comederos se zambullía en la cultura, en la política, en la historia. Gozosa antropología: el cocinero se aventura en los sabores, participa en los ritos del fuego, advierte los ritmos y las secuencias de lo platos, se adentra en la vitalidad de las tradiciones, escucha la leyenda de las recetas. No es la curiosidad por lo extraño, no es el morbo por lo extravagante, no es la fascinación con lo exquisito lo que lo movía sino lo contrario: la certeza de un paladar que nos hermana. Necesitaremos traductor de palabras pero no hace falta diccionario para compartir los placeres de la boca. La comida es lo que somos: nuestra tribu, nuestra biografía, nuestra fe, nuestras ilusiones, nuestra abuela.
El lavaplatos se convirtió en cocinero, el cocinero se convirtió en escritor y el escritor se convirtió en personaje de televisión. Después del éxito de su primer libro hizo de su fantasía irrealizable una propuesta televisiva. Quería comer por el mundo y quiso que alguien financiara su sueño. Para su sorpresa, el boleto llegó con un contrato para su primer programa. Habría de brincar el resto de su vida de continente en continente retratando a esa curiosa especie que se deleita con el olor y el sabor de los alimentos. Descubrió muy pronto que la forma para acceder a la intimidad era preguntarles lo elemental: ¿qué comida te hace feliz?, ¿cómo es tu vida? ¿qué te gusta comer? ¿qué disfrutas cocinar? Cuando alguien te sirve una sopa te está contando su historia, te está hablando de su mamá, de su infancia, de sus amores.
Odió la fama y quizá la suya terminó perdiéndolo. Odiaba la pedantería gastronómica, el frívolo culto a las estrellas del espectáculo culinario. Su genio para la televisión nacía seguramente de su desprecio por la televisión. Hizo lo que le dio la gana. No buscó el plato perfecto, la cocción exacta, el aroma sublime. Era un aventurero, no un esteta. Su fascinación era la autenticidad, la plenitud que aparece alrededor de las viandas, las puertas que se abren con la excitación de las papilas. No hizo catálogo de restoranes exquisitos sino de loncherías, puestos de mercado, locales en la calle, fondas pequeñas que logran culto. Lo que tocan sus programas es, sencillamente, la experiencia de vivir. Al primer aroma se activa un mundo de recuerdos y de vivencias. Genial narrador y retratista. Admirable guía por lo desconocido, el más eficaz embajador de todas las cocinas del planeta. Honesto, un segundo después de una carcajada absoluta, daba pistas de su fractura. La maravilla de de su personaje televisivo no eran los platos deliciosos que provocan saliva de inmediato sino esa combinación de osadía y entusiasmo; de humildad y gratitud; de alegría e inteligencia, de apertura y fraternidad.
En uno de sus ensayos, Montaigne sostiene que el sentido de la caza no es la presa sino su persecución. “El mundo es solo una escuela de indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quien efectuará las más bellas carreras.” La metáfora de la cacería le servía al ensayista para reflexionar sobre el conocimiento que siempre se nos escapa. Buscamos el conocimiento aún sabiendo que no lo encontraremos jamás. Montaigne quizá anticipaba también esa tiranía de la utilidad que niega valor a lo más preciado: el paseo.
El escepticismo de Montaigne es buena vacuna contra la idolatría de lo práctico. El inventor de herramientas no puede volverse esclavo de su invento. Nuccio Ordine publicó un ensayo breve hace unos años precisamente contra ese fanatismo de nuestra era. Lo publicó El acantilado hace un par de años y lleva por título La utilidad de lo inútil. Es más útil, por supuesto, un desarmador que una sinfonía, una taza resuelve problemas, un poema puede provocarnos la perplejidad, un taladro nos ahorra tiempo, mientras que un ensayo filosófico puede causarnos una ansiedad terrible. La prédica del momento decreta que un saber sin beneficio es inútil si no es que francamente pernicioso. Lo inútil es un lujo o tal vez una distracción que no tiene cabida en estos tiempos veloces.
Ordine defiende lo inútil del sermón de la rentabilidad. “Si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, solo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agotado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad.”
El manifiesto de Ordine es, en realidad, una libreta de citas con comentarios al margen. Los enlaza la convicción común de que existen saberes que son fines en sí mismos y que es precisamente su carácter gratuito, su naturaleza desinteresada la que sirve de contraste indispensable en este tiempo dominado por el impulso comercial y el afán práctico. Nikolaus Harnoncourt defendía el derecho al arte. Todos debemos tener acceso a la pintura, a la poesía, a la música. Negarle a un niño ese derecho sería mutilarlo espiritualmente. Alguna utilidad tendrá lo inservible en tanto expande la vitalidad humana. “¿Qué habría pensado Albert Einstein, preguntaba el director, qué habría descubierto, si no hubiera tocado el violín? ¿No son las hipótesis atrevidas, las más fantasiosas, las que sólo alcanza el espíritu imaginativo—para que luego puedan ser demostradas por el pensador lógico?” La música no fue solamente pasatiempo para el físico: era uno de los recursos de su pensamiento. Cuando la lógica se atrancaba, tocaba el violín y encontraba una salida. Einstein sabía entrar en la otra lógica del mundo.
No hay nada más útil que las artes, decía Ovidio … porque no tienen ninguna utilidad.
Este
viernes se estrena Vuelve a la vida
en salas de la Ciudad de México. La película se anuncia desde el principio como
un accidente feliz. Por alguna casualidad, el director, Carlos Hagerman se
enteró de la cacería de un tiburón inmenso en el Acapulco de los años 70.
Maravillado con el relato, fue en busca de los testimonios necesarios para
cocinar el guión de una película que retratara el encanto del puerto en esa
época y la recontara la hazaña. Al recoger las voces de los testigos y
protagonistas de la historia, se dio cuenta que no era necesaria la cocción.
Así, crudos con el único condimento de la revoltura, sabrían mejor. La ficción
estorbaba. En el borbollón de testimonios, de recuerdos, de anécdotas, estaba
todo lo necesario para la cinta. Ahí estaban todos los ingredientes de Vuelve a la vida: ceviche azaroso y
fresco que no es otra cosa que una leyenda entrañable.
Acapulco en
los años 70; un buzo, una modelo de Vogue y una tintorera asesina. El personaje
central es magnífico, inolvidable. Un buzo bohemio, mujeriego, con facilidad
para la mentira y la parranda; un narrador excepcional que seducía a su oyentes
con cuentos y fantasías. Un hombre libre que contagiaba vida. Acapulqueño con
cuchillo a la cintura entregado al llamado de la aventura. Guía de Tarzán y de
los Kennedy que nadaba en el agua como un pez, casi sin moverse; que se sumergía
a las profundidades para salir con las manos repletas de ostiones. Se le
conoció como “Perro largo” y fue una auténtica leyenda de Acapulco. La película
borda el mito con palabras donde se confunden memoria y fantasía; admiración y
cariño. De su vida y milagros hablan los que fueron tocados por él. La modelo
de Vogue conquistada y transformada
por el buzo apasionado y el hijo güero y pecoso que trajo con ella. Las muchas
voces de un puerto donde había humor, piquetes de burla, pero nunca hostilidad.
La leyenda
del Perro largo no es la del héroe solitario, el ídolo remoto y su corte
reverente. La leyenda que se cuenta en realidad es la de una comunidad que gira
alrededor de esa chispa vital. El coctel de afectos y recuerdos compartidos, de
enseñanzas, de revelaciones. El verdadero protagonista de Vuelve a la vida es un Acapulco fabuloso—no por el revoloteo de las
actrices de Hollywood o los pasatiempos de los turistas famosos, sino por la práctica
de la camaradería natural, por la música de la amistad, por la famila. Hagerman
tiene la elegancia de no recurrir jamás a la engolada voz en off que guía o,
más bien, manipula la emoción del espectador, pero en la película hay mucho de
nostalgia de vieja postal, una nostalgia que no se abandona al sentimentalismo,
sino que evoca, delicadamente, la añoranza.
La hazaña medular
de la película no es la del pescador solitario frente a un pez inmenso, sino la
de una comunidad que se descubre derrotando a un monstruo. Perro largo y otras
25 personas logran arrancar al tiburón gigante del mar—entre carcajadas, tragos
de cerveza y una buena mariscada. La cinta se aleja ahí del testimonio para
abrazar el rito. No se queda en el recuerdo: celebra, revive, como anticipa el título. Reescenificar el pasado para
transformarlo en fiesta, comunión. Cuando la directora francesa Agnés Varda se
propuso filmar, ya octogenaria, una película sobre su vida, caminó hacia atrás
frente a la cámara para desenrollar sus recuerdos. Habló, recordó, trajo
fotografías y cintas viejas pero, sobre todo, se dispuso a reencontrarse ante
la camara, a través de la cámara. La película de Carlos Hagerman sigue ese
camino: no es solamente una evocación: es una ceremonia de gratitud. La
película no es sólo una función para los espectadores. Gracias a la cámara, un
grupo marcado por una lealtad cariñosa, unido al recuerdo de una proeza
festiva, se reencuentra. A volver a la vida, nos invita la película. O a llegar
a ella.
No he dicho
lo importante. Este fin de semana dénse el gusto de ver Vuelve a la vida.
En un ensayito gracioso, Umberto Eco hacía de editor que recibía el manuscrito de obras clásicas para dictaminarlas impublicables. Al autor de la Biblia que se había negado a dar su nombre le decía, por ejemplo, que el texto era interesante y con pasajes verdaderamente admirables pero demasiado largo y violento para ser publicado sin un laborioso trabajo de edición. El protagonista no resultaba muy verosímil y parecía del todo incomprensible el cambio de su personalidad en la segunda parte del libro. ¿No eran en realidad muchos libros y muchos autores reunidos arbitrariamente?
Cuatro años después de que ganara el Nobel, en el 2000, una editorial polaca desenterró los desaires de Wislawa Szymborska. No le contestaba a Shakespeare ni a Dante sino a quien salía de la preparatoria y acababa de escribirle un poema a su novia. Szymborska era entonces editora en una revista de Cracovia y se daba a la tarea de leer manuscritos para ver si alguno merecía ser publicado. A cada envío le respondía con una notita. La editorial Nordica acaba de traducir el libro que recoge sus desalentadores juicios. Lleva por título Correo literario o cómo llegar a ser (o no llegar a ser) escritor. Quien haya leído las maravillosas Lecturas no obligatorias de la poeta polaca reconocerá de inmediato ese tono que rehuye la grandilocuencia, la solemnidad, la ostentación. Como en esa compilación, Szymborska aborda lo aparentemente trivial para deslizar, casi sin querer, lo más valioso.
La editora no ejerce de crítica literaria. Pide lo elemental: que se cuide la letra y la ortografía, que se respeten las reglas básicas de la expresión. Sugiere escapar de las frases hechas. Exige observar, mirar con atención lo que nos rodea. Para ser poeta hay que empezar poniendo atención. Invita, sobre todo, a leer. A uno le escribe: “Le pedimos…, no, no, no le pedimos, le rogamos…, no, no tampoco…, le imploramos que nos envíe textos escritos de manera legible.” Lo que recibía la redacción era un manuscrito con letra microscópica, llena de borrones y tachaduras. No podemos hacerle justicia a su texto, le respondía Szymborska porque los artistas de la impresión no han inventado aún caracteres tipográficos ilegibles. En cuanto esto ocurra, seguro juzgaremos con justicia sus textos.
No se toca el corazón con los cursis. A una estudiante de 19 años le pregunta si los versos cortesanos que ha escrito no provienen del álbum de recuerdos de su bisabuela. Hay que escribir con las palabras vivas. A otra le dice que, por los poemas que ha enviado, ha llegado a la conclusión de que está enamorada. “Alguien dijo que todos los enamorados son poetas. Pero probablemente era una exageración. Le deseamos todo tipo de éxitos en su vida personal.”
No cae nunca en la tentación de dar aliento: la experiencia literaria no tiene por qué conminar a la escritura. A quien busca consuelo después de haber sido rechazado, Szymborska le anticipa una larga y dichosa vida de lector desinteresado. Una existencia que debería darse el lujo de jamás pensar en la propia escritura. Otra le advierte que su novio la critica diciéndole que es demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de estos poemas que les mando? Creemos, le responde Szymborska a vuelta de correo, que usted es, efectivamente, guapísima. Alguien le pregunta cómo se llega a ser escritor. Así responde ella: “La pregunta que nos hace usted es muy delicada. Es como cuando un niño le pregunta a su madre cómo se hacen los niños y la madre le dice que se lo explicará más tarde, que está muy ocupada, y el niño empieza a insistir: ‘Entonces explícame, aunque solo sea cómo se hace la cabeza…’ A ver, intentemos también nosotros explicar, al menos, la cabeza: pues bien, hay que tener algo de talento.”
En esto reside seguramente el deleite de leer la poesía o la escritura casual de Szymborska: es tan exigente con la literatura como desconfiada de su superioridad. A mi hermana, dijo en algún poema, no le interesa la poesía. Pero cuando viaja me manda postales en las que me cuenta que, cuando regrese, me lo contará todo, todo…¨