"El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros".
Lo dice Tzvetan Todorov en su nuevo libro titulado precisamente El miedo a los bárbaros, publicado por Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores.
"El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros".
Lo dice Tzvetan Todorov en su nuevo libro titulado precisamente El miedo a los bárbaros, publicado por Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores.
Alberto Manguel escribe sobre la desaparición de la Enciclopedia Británnica como publicación y su refugio en la red. El obituario a sus páginas es nostalgia de esas sorpresas que aparecían al hojearla.
Con la decisión de no publicar más la Enciclopedia Britannica (cuya undécima edición Borges consideraba una obra maestra literaria) se cierra una era en la que trocitos de saber universal estaban a nuestro alcance en nuestros anaqueles. Lo cierto es que recorrer un tomo cualquiera, perdernos en el camino y detenernos donde sea, no es igual a teclear una pregunta y recibir la respuesta inmediata. La enciclopedia virtual es sin duda más veloz, más fehaciente, más al día (un intrépido explorador de la Red afirmó que la Wikipedia contiene diez veces menos errores que la venerada Britannica). Sin embargo, hay en la lectura demorada, en la curiosidad sin prisa, en la vista material de las riquezas que la vasta enciclopedia de papel prometía, algo que no puede remplazarse con mera eficacia electrónica. Quizás sea la nostalgia de saber que no podíamos saber todo.
Los obituarios que se han publicado de Gore Vidal colocan sus pleitos al lado de sus escritos. Dos notas de hoy se concentran en este episodio en que riñe con William Buckley en 1968, durante la Convención del Partido Demócrata en Chicago. En el New York Times se publica una nota de Sam Tanenhaus sobre el paralelo entre los enemigos: escritores cuyo personaje público eclipsó su talento literario. Christopher Buckley recuerda la animosidad entre Gore Vidal y su padre y el obituario que escribió de él: "Descanse en paz William Buckley–en el infierno."
La democracia mexicana podría tramitar ya su credencial de elector. Ya no puede hablarse de ella como una democracia niña. No es quinceañera, ya cumplió la mayoría de edad. Por supuesto, no es claro el día de la concepción (y a pocos importaría fecharla) pero sí el día de su nacimiento: 6 de julio de 1997. Es cierto que la gran fiesta se celebró tres años después, con la derrota del PRI y la victoria de Fox, en la elección presidencial. Pero el pluralismo se constituyó en el verano del 97 porque fue entonces cuando estableció sus contrapesos, cuando se alojó en el centro de las instituciones y terminó con el presidencialismo hegemónico. Esa elección rompió el cordón autoritario. Aquella presidencia, se sabe bien, controlaba todas las riendas del poder: la representación y el arbitraje, el resorte de las ambiciones y el látigo de las amenazas. Perdiendo el control del Congreso dejó de ser el amo para convertirse en un poder entre poderes.
La incertidumbre que se asocia al juego democrático aparecía bajo la luz del optimismo. El país se conducía claramente a la modernidad. La activación de la competencia habría de desencadenar una serie de efectos virtuosos. El Congreso actuaría como un foro de razones y un vigilante eficaz del gobierno. Se refundaría el federalismo para darle a la política local representación auténtica. Liberados de la amenaza gubernamental los medios se profesionalizarían para retratar la realidad y cuestionar al poder. La corrupción sería ejemplarmente castigada e iría arrinconándose bajo una atmósfera de exigencias. No sospechábamos un descenso en la barbarie, una tergiversación de los mecanismos de competencia, el vaciamiento de la democracia. A 18 años de la implantación institucional del pluralismo podemos decir que las funciones elementales de la democracia se han pervertido. Los partidos se mimetizan, los órganos de control se pervierten. Los medios se someten, callan, aceptan la verdad oficial. La ley es burlada. Y somos hoy más vulnerables que nunca a la trampa y al crimen.
El artículo completo puede leerse en nexos…
En mis calcetines o en el tambo de la basura puede estar el arte. Robert Rauschenberg decía que su taller estaba entre la vida y el arte. Jed Perl, crítico del New Republic, se distancia de los elogios al artista que acaba de morir. Ninguna poesía, ninguna fuerza, ningún misterio en su obra. Será visible la vida de aquel taller, no el arte.
"Rauschenberg no poetizó lo ordinario. Magnificó lo ordinario y le puso etiqueta con precio de obra de arte."
Charles Simic publica una nota en el New York Review of Books sobre la cultura del pillaje en los Estados Unidos. Vivimos la era dorada de los ladrones, dice. Los pillos tienen mucho que agradecer. Sólo los soplones, quienes denuncian y exhiben sus excesos serán castigados.
En nexos se publica al mismo tiempo un ensayo de Rafael Vargas sobre el placer de traducir a Simic: «además de la admiración, otro motivo que desde hace tiempo me lleva a tratar de traducir la poesía de Simic es el placer de comprender un poco de la manera en que su imaginación opera, y de escuchar cómo resuena en nuestro idioma lo que él construyó en inglés.» En el mismo número de la revista, cinco poemas de Simic y una conversación con Alejandro García Abreu. Transcribo «El futuro,» en la versión de Vargas:
Debe tener una razón para ocultarnos
sus múltiples sorpresas
y sin duda esa razón tiene que ver algo
con la compasión o con la malicia.
Sé que la mayoría de nosotros le teme,
y seguramente esa es la explicación
por la que nunca hemos sido presentados de manera apropiada
aunque somos vecinos
que con frecuencia se topan
por accidente y después se quedan parados
mudos y avergonzados,
antes de fingir que nos llama la atención
una paloma posada en la banqueta
o bien un niño que se dirige a la escuela
más allá de la carroza fúnebre llena de flores
estacionada enfrente de una diminuta iglesia gris.
Se publica en inglés una nueva antología poética de Wislawa Szymborska. Richard Lourie la comenta en el New York Times. Su escepticismo, su irreverencia, su sed de esa sorpresa de la fresca percepción la convierten en enemiga de cualquier certidumbre tiránica. Es lo mejor de la mente occidental, dice el reseñista: libre, inquieta, cuestionadora: lo opuesto al terrorista que amenaza nuestra civilización. Y aún así, esa poeta interesada en todo lo existe en el planeta se esfuerza por entrar hasta en la mente del terrorista. Aquí su poema sobre la espera del criminal:
La bomba explotará en el bar a las trece veinte.
Ahora apenas son las trece y dieciséis.
Algunos todavía tendrán tiempo de salir.
Otros de entrar.El terrorista ya se ha situado al otro lado de la calle.
Esa distancia lo protege de cualquier mal
y se ve como en el cine:Una mujer con una cazadora amarilla: ella entra.
Un hombre con unas gafas oscuras: él sale.
Unos chicos con vaqueros: ellos está hablando.
Trece diecisiete y cuatro segundos.
Ese más abajo tiene suerte y sube a una moto,
y ese más alto entra.Trece diecisiete y cuarenta segundos.
Una niña: ella va andando con una cinta verde en el pelo.
Sólo que de repente ese autobús la tapa.Trece dieciocho.
Ya no está la niña.
Habrá sido tan tonta como para entrar, o no,
eso ya se verá cuando vayan sacando.Trece diecinueve.
Y ahora como que no entra nadie.
En vez de entrar aún hay un gordo calvo que sale.
Pero parece que busca algo en sus bolsillos y
a las trece veinte menos diez segundos
vuelve a buscar sus miserables guantes.Son las trece veinte.
Qué lento pasa el tiempo.
Parece que ya.
Todavía no.
Sí, ahora.
Una bomba: la bomba explota.(Traducción de A. Murcia Solano)
Tras la muerte de su libretista Richard Hugo von Hofmannsthal, Richard Strauss buscó a Stefan Zweig, el autor más leído de Europa. Acordaron colaborar en una ópera basada en una pieza de Ben Jonson. A esa colaboración se refiere, en primer término, el título de la obra de Ronald Harwood que ha traducido Sergio Vela y que, bajo su dirección, se presenta en Coyoacán. El compositor más admirado y el escritor más popular, trabajando juntos en una ópera. Pero no es solamente esa colaboración la que aborda la obra de Harwood. Es también, y sobre todo, una reflexión sobre la maldición de la política. ¿Cómo puede sobrevivir el arte bajo la dictadura más atroz? ¿Cuáles son las exigencias del decoro, cuáles son los permisos de la creación?
Zweig concluye el libreto en mal momento. Cuando pone punto final, Hitler ha ascendido al poder. Decretará muy pronto la prohibición de toda obra firmada por un judío. La política del nazismo rompe esa burbuja de entendimiento creativo entre Strauss y Zweig. El músico y el escritor, por razones radicalmente distintas son abatidos por una dictadura que hace imposible la sobrevivencia de la dignidad. Richard Strauss es, inicialmente, un consentido del régimen, un hombre a quien se le encarga el consejo musical del Reich. Siendo judío, Zweig, no necesitaba juicio para ser condenado. Su existencia había sido proscrita por el caudillo.
El diálogo entre ellos captura los terribles dilemas del artista en el siglo XX. En las cartas recreadas dramáticamente por Harwood, se efrentan dos temperamentos, dos estrategias, dos tragedias. Por una parte, el creador que confia en el arte como un refugio, como una explícita renuncia al compromiso. Vivir en el arte como si fuera otra patria. Lo único que quiero es componer, dice Strauss. Esa es mi vida. Todo lo demás es accesorio. Por la otra parte, el intelectual que asume explícitamente una responsabilidad frente al presente y que es incapaz, por ello, de ignorar la atrocidad.
El totalitarismo puso al arte ante la pavorosa disyuntiva de la indignidad y el sacrificio. Componer odas al tirano o disponerse a ser aplastado por él. Servilismo o martirio. El gran mérito del dramaturgo y de esta impecable puesta en escena, es apreciar la complejidad moral de cualquier elección en este contexto. Debes darte cuenta de la realidad, le dice Zweig a su amigo. La música es mi única realidad, le contesta. El gran biógrafo vienés aparece, desde luego, como el héroe lúcido e íntegro que anticipó, desde temprano, lo que vendría. Pero también puede uno apreciar las razones del artista apolítico, que anhela mantenerse al margen de la historia y que cede intimidado por las amenazas a su familia. Strauss y Zweig intentan, cada quien a su modo, ser fieles al arte.
El escritor terminará con su vida en el exilio; el músico sobrevivirá secuestrado. Los amigos ilustran la maraña de nuestras decisiones morales. Las extrañas avenidas del temple. Zweig habla como el realista que entiende las horribles crudezas de la política pero resulta, al final del día, el defensor más exigente del ideal. Su severísmo sentido de realidad no apaga sino enciende los valores. Strauss, en el otro extremo, puede ser visto como un pragmático, como un hombre dispuesto a pactar con quien sea, un cínico, tal vez. Si he trabajado para otros gobierno, ¿por qué no habría de hacerlo con el nuevo? Pero ese pragmatismo alimenta la más costosa ingenuidad. La amistad de estos dos artistas en tiempos oprobiosos retrata al noble realista y al ingenuo calculador. Dos tragedias en una colaboración.
Como bien escribió Adriana Malvido hace un par de semanas, Miguel León Portilla se despidió de la vida con erotismo. La desembocadura de su obra fue la más vital: una exploración de los juegos del deseo en el mundo al que dedicó su vida. Apenas unas semanas antes de su muerte, vio la luz su Erótica náhuatl. Se trata de un libro, que lejos de pretender la enseñanza erudita y profesoral, busca el gozo del lector. Que el libro haya sido incubado en los talleres de Artes de México y de El Colegio Nacional es un indicio de la calidad de esta edición que ganó el premio García Cubas 2019 en la categoría de libro de arte. Los textos se presentan en náhuatl y en español con breves notas introductorias de León Portilla que entablan diálogo con los grabados de Joel Rendón.
Es prácticamente desconocida la dimensión erótica del imaginario mesoamericano. Llegamos a pensar que ese mundo estuvo negado a la exploración voluptuosa. Pero, como bien muestra León Portilla, hay en esa tradición buenas pruebas del ardor y la dulzura erótica, de las batallas y los recreos amorosos. Advierte el filósofo en la presentación del libro que acercar las dos palabras del título parecería, por ese prejuicio, una extravagancia. La imagen que nos domina de los antiguos mexicanos es la de un pueblo dotado para las artes de la guerra, el estudio de los astros o la maestría arquitectónica, pero no particularmente dispuesto a deleitarse en las sutilezas del deseo.
León Portilla logra registrar las múltiples dimensiones de esa erótica. Ardor genital y ternura; perdición y consuelo; subversión de las convenciones; delirio y gozo. Guerra, juego, enfermedad y ofrenda. Picor y caricia. Engaño y desnudez; posesión y mansedumbre.
Desde una voz femenina se escucha un canto que desafía y, al mismo tiempo seduce: si en verdad eres hombre, le dicen a Axayácatl las mujeres de Chalco: aquí tienes donde afanarte. ¿Acaso no seguirás con fuerza?
Hazlo en mi vasito caliente,
consigue luego que mucho de veras se encienda.
Ven a unirte, ven a unirte:
es mi alegría.
Dame ya al pequeñín, déjalo ya colocarse.
Habremos de reír, nos alegraremos,
habrá deleite,
yo tendré gloria.
Y en seguida… la prolongación de un deseo que no quiere consumarse
pero no, todavía no.
Las acciones de la carne no aparecen en estos poemas nahuas solamente como “siembra de gentes.” No es la fricción reproductiva lo que ahí se registra, sino el deleite que consuela de las amarguras de la vida. “Sabrosa es tu semilla. Tú mismo eres sabroso.” El placer dulcifica hasta transformar al guerrero en un niño. La vulva florida, la boca pequeña disuelve al gran señor en una estera de flores para convertirlo en niñito suyo. Entrégate al placer, le dice. Y sólo le pide una cosa para ofrecerse completa: “Revuélveme como masa de maíz.”
Sartre, Glucksmann, Aron
André Glucksmann murió el lunes previo a los ataques parisinos. Dedicó buena parte de su vida a luchar contra esas abominaciones. No dudó en definir la cuestión de nuestro tiempo como la guerra entre la civilización y el nihilismo. Leerlo tras la matanza reciente adquiere otro sentido. En Occidente contra occidente (Taurus, 2004) describió al enemigo como un adversario disperso y amorfo pero no menos terrible que las peores tiranías del siglo XX. “Hitler ha muerto, Stalin está enterrado, pero proliferan los exterminadores.”
Radical en el 68, brevemente maoista, se convirtió pronto a la causa antitotalitaria. No dudó en renegar de sus convicciones previas y aliarse a los monstruos de su juventud. Votó por Sarkozy, apoyó la invasión de Irak. Si fue un traidor lo fue con orgullo. Es cierto: no dudó en romper sus apegos para defender a los balseros de Vientam, a los chechenos, a los gitanos, a los musulmanes que son las primeras víctimas del fanatismo. Traidor porque nunca aceptó el compromiso con la idea previa como excusa para ignorar la realidad. Intelectual es quien acepta la soberanía de la reflexión sobre los chantajes de la lealtad. Oficio de soledad. Desde 1975 había roto con el marxismo con un ensayo al que tituló La cocinera y el devorador de hombres. Cualquiera (hasta una cocinera) gobernaría bien si siguiera los principios del comunimo, llegó a decir Lenin—sin mucha aprecio por los cocineros. Los platillos que salen de esa estufa, respondería Gluckmann, son intragables. Fiel a su recetario, el chef prepara trocitos de carne humana.
¿Cómo debe traducirse a Sófocles cuando lamenta la condición humana? “¡Cuántos espantos! ¡Nada es más terrorífico que el hombre!” Mientras Lacan cambia “terrorífico” por “formidable,” Hölderlin elige “monstruoso.” Glucksmann quizá diría “estúpido.” Nada tan estúpido como el hombre. A la estupidez dedicó un ensayo donde afirma que el hombre es el único animal capaz de convertirse en imbécil. Vio en la estupidez el principio creativo de la nueva política. No era una simple ausencia de juicio, sino una ausencia decidida, orgullosa, conquistadora. Una estupidez arrogante. Gracias a ella, nuestra cultura se empeña en cegarse. Cerrar los ojos voluntariamente, desear el olvido, negar lo evidente. En Jacques Maritain encontró la palabra pertinente: excogitar. Se refería al anhelo disciplinado y tenaz de arrancarnos los ojos. Decidir no pensar, no ver. Apostar por la ignorancia. Todos somos más o menos miopes, pero hace falta esfuerzo y tribu para cancelar el deber de confrontar lo evidente. A eso invitaba Glucksmann, el pesimista.
No fue un pacifista. “Quien se niega a emprender una guerra que no puede evitar, la pierde.” Había que encarar el conflicto y reconocer el peligro. El crimen en Alemania fue ser judío. El crimen hoy es estar vivo. Los fanáticos creen que todo les está permitido y deciden permitírselo: volar un rascacielos, explotar un avión, destruir cuidades milenarias, masacrar a quien sea. Los nihilistas encuentran sentido solamente en la destrucción, en la muerte, en el exterminio. Citaba una terrible línea de Nietzsche: “Mejor querer la nada que no querer nada.”
Glucksmann vio su vida como la prolongación de un berrinche infantil. Al finalizar la guerra, el niño judío se resistió, gritos y pataletas, a unirse al festejo. Sabía desde entonces que el baile proponía el olvido. A no olvidar, a temer, a hacer frente, se dedicó desde esa rabieta.
“Pina”, la cinta de Wim Wenders sobre la gran coréografa alemana Pina Bausch es la primera cinta que justifica los anteojos que uno tiene que colgarse para ver una película en tercera dimensión. No es que vuelen criaturas fantásticas por la sala, que el viaje intergaláctico sea más realista con los lentes. Es que la elegía a esta mujer dedicada a desentrañar la expresión del cuerpo humano encuentra en esa técnica un vehículo poderosísimo. El hallazgo técnico nos permite admirar el palpable mensaje de los cuerpos y, al mismo tiempo, contemplarlos con la profundidad, el dramatismo del teatro. Hacer palpable el cuerpo y, al mismo tiempo, contemplarlo como alegoría.
Wenders quería filmar una película sobre Pina Bausch desde hacía tiempo. Admiraba su capacidad para entender el diálogo entre el alma y el cuerpo. El cineasta la reconoció pronto como una de las grandes artistas del siglo XX, uno de lo creadores que penetró más hondo en el espíritu humano. “Nadie leyó el lenguaje del cuerpo humano como ella,” ha dicho. El alma que habla por los brazos, las piernas y la cintura. Recuerdos alojados en cadencias. Pina Bausch le mostró a Wenders el tesoro del cuerpo, la expresividad del movimiento. El director de Paris, Texas conoció su trabajo en contra de su voluntad. No era una persona cercana a la danza pero por casualidad asistió a una función en Venecia que le cambió la vida. No llegaba a entender por qué lo conmovía el baile de Pina hasta las lágrimas pero se daba cuenta de que el encuentro con su arte era esencial. Desde ese momento quiso filmarla y se lo propuso de inmediato, pero no sabía cómo podría hacerle justicia con su cámara. Sentía que el lente levantaba una pared y que era incapaz de captar la corporeidad, la energía del baile. Veinticinco años incubó la idea de filmarla. Cuando vio los adelantos de la tercera dimensión se dio cuenta que tenía ya el instrumento: finalmente podía romper la barrera del cine y registrar la presencia del cuerpo.
Poco antes del inicio de las grabaciones, la coreógrafa murió. El proyecto no se canceló pero cambió radicalmente. Se volvió una ceremonia de dolor fresco. Una especie de documental de cuerpo presente. La cinta no solamente registra el trabajo de la coreógrafa sino su marca en la vida de los bailarines quienes la evocan en su danza y con palabras para rendirle gratitud.
El documental no cuenta ninguna historia pero capta, en sus breves cuentos, las epopeyas de la emoción humana. Lo primordial no requiere palabras: el amor y el deseo, la frustración y la crueldad, la pérdida, la soledad, el dolor. Cuerpos de todas las edades tocando con la piel todos los elementos, viviendo en su movimiento todas las emociones. El cuerpo retoza con agua, es amarrado a una cuerda de perro sin poder escapar, cuelga de otro cuerpo, se desploma como tabla, se enrosca y gesticula, recibe paletazos de tierra, es manoseado y acariciado con ternura. A veces más gesto que baile, su coreografía brota de la vida misma de sus bailarines. La coreógrafa invitaba a cada uno a buscar, a perderse, a zambullirse en su experiencia. Enloquece un poco más, sorpréndeme. No me importa tanto cómo se mueve la gente, decía: me importa lo que los conmueve.