Aquí podrá verse la conferencia de Luis Villro en el marco de la cátedra Alfonso Reyes: «De la libertad a la comunidad». El texto luego fue recogido en edición del Fondo de Cultura Económica:
Aquí podrá verse la conferencia de Luis Villro en el marco de la cátedra Alfonso Reyes: «De la libertad a la comunidad». El texto luego fue recogido en edición del Fondo de Cultura Económica:
Afonía
Águila o Paz
Amis sobre Hitchens
Árbol de la vida
Arquitectura griega
Atwood, Margaret, servilleta de
Apps
Bell, Daniel
BHL
Bollywood Breakdance
Bukowski, leído por Tom Waits
Cabañas para pensar
Cartier-Bresson
Cuerpo
Cioran, visto por Savater
Elección
Espresso
Freud, Lucian
Gray, John
Havel, Václav
Héroe
Hipertexto
Hitchens
Ignatieff
Imaginación
Jobs
Judt, (Daniel sobre Tony)
Kapoor, Anish
Lágrimas
Lynch, David, pelo de
Mal
Manos, de Merce Cunningham
Michnik
Milosz
Miss Bala
Mordzinski
Montaigne, y el liberalismo
Noches
Obama
O'Donnell, Guillermo
Partido Avanzador Prostitucional
Pinsky, poesía y música
Pinsky, instrucciones para reseñar un libro
Portman, Natalie
Postales, el arte perdido de las
Pullman defiende las bibliotecas
Rabelais
Rawls en Wall Street
Reyes, Alfonso y los pinches asalariados
Rojas, Gonzalo
Ruta de la seda
Sabio conductor de Norcorea
Semprún
Serra
Servidumbre, cómo salir de una casa de
Silencio
Simic, notas de
Sobreviviente
Strand, Paul
Szymborska, cómo escribir y cómo no escribir poesía
Taylor, Elizabeth
Tragedia
Tragasapos
Tullerías
Vodka.
Walzer, Michael
Woodman, Francesca.
José Antonio Aguilar publica ayer en "El ángel" de Reforma, una nota sobre Hitchens como intelectual. Aguilar Rivera lo ve como "emblema de una generación intelectual que nació en la posguerra, creyó en la Gran Utopía, se desengañó de ella y buscó una brújula en el mar confuso del siglo XXI." En el New York Times se publica un artículo de John Williams sobre Hitchens como crítico literario. Y un video de Sam Tanenhaus, editor del suplemento de libros del NYT.
En el blog de Genaro Lozano encuentro esta entrevista con Hitchens cuando presentaba sus Cartas a un joven disidente.
John Gray comenta el libro El diablo en la historia, del rumano Vladimir Tismeanu en una reseña publicada por el Times Literary Supplement. Si hay algo que conecta al fascismo y al comunismo es su persuasión de que hay porciones de la sociedad que no pertenecen al Pueblo y que, por ello mismo, merecen ser eliminadas. En la Unión Soviética se llegó a hablar del ex-pueblo. Si el comunismo está basado en un humanismo, sostiene Tismeanu, es un humanismo que expulsó a millones de personas de la categoría de ser humano.
Pero no es ése el único paralelo entre fascismo y comunismo, sostiene Gray. También los une una fe, un mito: la convicción de que serían capaces de limpiar para siempre a la humanidad de todas sus impurezas, que podrían alcanzar la felicidad a través de una ruptura con las tradiciones. Utopía que conecta al fascismo con el comunismo… y con el liberalismo.
Se anuncia en el mismo artículo el próximo libro de Gray: El silencio de los animales. Del progreso y otros mitos. Se publicará en junio de este año.
Se publica en Página 12 una entrevista con Daniel Mordzinski, quien ya tiene como tercer apellido "Elfotógrafodelosscritores." La nota sirve para acercarnos a esta galería que contiene sus fotos.
Esta fotografía de Borges la tomó en 1978 pero tardó muchos años en hacerla pública. Así lo cuenta:
Pensaba que era una mala foto porque me molestaba esa mano que entraba en el frame. Lo bonito es que veinte años después, cuando me proponen hacer una exposición en Madrid hasta lo que en ese momento eran los primeros veinte años de mi trabajo, me piden que busque perlitas raras en mis archivos. De repente encontré una plancha contacto –porque antes hacíamos planchas contactos y marcábamos las fotos con un lápiz rojo– y esa foto no estaba marcada. El encanto de esta foto es justamente la mano. Por lo que antes no me gustaba, ahora me gusta. Esa mano me dice: “Hacia ahí, Dani”. Esa mano me indica que detrás del Aleph hay todo un atlas, un abecedario a completar. Me doy cuenta de que finalmente somos nosotros los que cambiamos y las fotos quedan.
El nuevo disco de Sufjan Stevens lleva como título el nombre de su madre y su padrastro: Carrie & Lowell. Ella, bipolar, esquizofrénica, adicta a las drogas y al alcohol, abandonó a sus hijos cuando el menor tenía un año. Él, su padrasto durante cinco años. Es ese matrimonio el que abrió, brevemente la relación de Sufjan con su madre. Tres veranos en los que, gracias al Lowell madre e hijos pudieron convivir. Después de la separación el contacto fue mínimo, hasta que aparecieron el cáncer y la muerte. Sufjan volvió a ver a su madre tumbada en una cama, atada a tubos y pinchada por agujas. El album es un canto fantasmal a esos recuerdos que enredan amor, dolor, tristeza. Emociones que no pueden ser más que confusión. Un lamento, una despedida, una reconciliación. No hay tambores, ni orquestas. Tras la aparente sencillez, voces espectrales. Apenas el sonido de cuerdas que salen de la garganta, una guitarra, un ukulele o un piano. Algunas pistas se grabaron en el iphone que atrapó su primera versión.
Es la agonía y la muerte de su madre la que da origen a este trabajo que Stevens describe como ajeno al arte. “Esto no es mi proyecto artístico. Es mi vida,” dijo en una entrevista reciente. Para un músico de profunda sensibilidad religiosa, la nostalgia se convierte en una peregrinación: un viaje por la aflicción hasta llegar a la luz. En sus canciones se juega con la autodestrucción, se evoca la ausencia, se coquetea con los excesos, se siente la pérdida, y se contempla el vacío. Musicalmente escueto, puede recordar a Brian Eno, a Bob Dylan, a Leonard Cohen. En una obra comisionada en el 2007 por la Brooklyn Academy of Music que retrata la ciudad pueden escucharse ecos de Steven Reich, de Philip Glass y tal vez de Gershwin.
En este disco, el más personal de todos los suyos, es mezcla de recuerdos y mitología que atraviesan el remordimiento por la carta nunca escrita, la desconexión de relaciones vacías, la seducción de la propia muerte.
Alma de mi silencio: puedo oírte
pero temo estar cerca de ti
y no sé por dónde comenzar…
Sufjan Stevens no sabe por dónde comenzar y por ahí comienza el disco. La travesía por el dolor resulta un murmullo de preguntas: ¿importa si sobrevivo?, ¿cómo sucedió todo esto?, ¿qué sentido tiene cantar si nadie te escucha?, ¿cómo viviré con tu fantasma?, ¿debo arrancarme los ojos? La música termina siendo el espacio del encuentro, la reconciliación, el perdón.
“El destino de los mexicanos es ser monumento público, momia o cascajo desparramado.” La frase aparece en una carta de Octavio Paz escrita en Nueva Delhi y fechada en mayo de 1967. Aparece tras la lectura de una carta de Tomás Segovia, apesadumbrado por la asfixiante tolvanera mexicana. Estamos condenados al polvo o al monolito; el desmoronamiento o la efigie. La correspondencia de Paz refleja el empeño de escapar de esa fatalidad. En el flujo epistolar resalta una efusión de inteligencia que no puede ser embalsamada. Vitalidad que resiste el yeso y derrota a la migaja. La publicación es, además, oportuna. No le sientan bien a Paz, ni a ningún escritor, los homenajes de Estado. La celebración, como el aleteo de las parvadas o el murmullo de los aplausos, procura concordancias y confirmaciones. Las solemnidades ahuyentan el afán crítico. Por eso, al recordar la primera década sin Paz, la publicación de estas cartas es el navajazo de quien resiste la momificación.
El Paz que persigue a Segovia desde Nueva Delhi, Ithaca o Boston es un escritor que escribe a veces con prisa, a veces con mala letra o de mal humor. En ocasiones es un redactor de telegramas, un editor severísimo o un ensayista que esboza ensayos. De pronto se muestra feliz, de pronto acatarrado y en ocasiones, agrio. Oficia de lector, de crítico, de gestor, de amigo. Del pelo al pie, un hombre que escribe. Un escritor que respira con pluma en mano. No dudo que en la lista del mercado habría expuesto su oficio. Hay que escribir, dice Paz. Escribir, escribir. Hay que hacerlo, “mientras los presidentes, los ejecutivos, los banqueros, los dogmáticos y los cerdos, echados sobre inmensos montones de basura tricolor o solamente roja, hablan, se oyen, comen, digieren, defecan y vuelven a hablar”. Lo único que nos queda es dejar testimonio del “mundo infame y mezquino” que vivimos.
La primera carta que Paz le envía a Segovia está fechada el 1º de marzo del 57. Le agradece el comentario de El arco y la lira que publicó en la Revista mexicana de literatura. En aquel texto, Segovia examinaba las ideas estéticas y literarias del poeta mexicano, pero enfatizaba la fibra de su escritura y se hermanaba a su fervor. En Paz veía una vehemencia que nos despierta. Pasión crítica que encuentra destellos extraordinarios en estas cartas. Inmersiones en la orfandad que mucho revelan de la personalidad de Paz. ¿Será que todos somos huérfanos? “Yo lo sé, lo sé desde hace mucho, que un día sin que ella o yo nos diéramos cuenta, me convertí en el padre de mi madre. ¡Qué absurdo lo de Edipo! Luché contra mi padre pero no por mi madre sino porque, por razones largas de contar, mi padre advirtió oscuramente que yo me convertía poco a poco en su padre—y él se rebeló como se había rebelado antes contra su padre, contra mi abuelo. Desde antes de que muriese mi padre—y murió cuando yo tenía 21 años—supe que yo tenía que asumir el ser el padre de mis padres. Creo que esto me distingue de la mayoría de mis amigos. Ellos se rebelaron contra sus familias; yo no tenía contra quién rebelarme. Todo lo que me ha pasado después parte de esta situación original.”
Las cartas a Segovia son asomos a la intimidad del poeta, demostración de sus múltiples esmeros intelectuales, atisbo de sus pleitos. El primero, el más in tenso, el más profundo, el más constante es, desde luego, su amorosa pugna con México. La carta del 10 de enero de 1975, escrita desde Boston sintetiza su enojo con el país asfixiante. “Hasta en España—con todo y Franco, los curas y la Guardia Civil—la vida es más respirable que en México. En España padecen una dictadura, pero nosotros nos padecemos a nosotros.” Al finalizar el gobierno de Echeverría el poeta no encontraba colgadero para el optimismo. “Temo que México sea un país condenado.” Lo único que quedaba era escribir. Su desaliento era profundo pero no terminante. Poco tiempo después comenzaba a escribir la biografía de una monja del siglo XVII.
Hace un par de años, Nick Brown, un estudiante entrado en años, tomaba un curso de Psicología positiva en la Universidad del Este de Londres y vio que el profesor mostraba una gráfica que identificaba las coordenadas emocionales de la felicidad. El esquema capturaba la relación de emociones positivas y negativas y las procesaba de acuerdo a un complejo modelo de la teoría del caos. En esa hermosa representación gráfica que parece una mariposa estaba el secreto del florecimiento personal, enseñaba el profesor en su clase. Al parecer, la vida tenía, como meta, un número.
Una cifra aparecía como el π de la felicidad. 2.9013 era el coeficiente crítico. Si una persona, un grupo, una sociedad alcanza 2.9013 de emociones positivas por cada emoción negativa, florecerá. Así. Todo resuelto en esa fantástica cifra. Por encima de ella, disfrutamos de la vida, gozamos del mundo, somos creativos, nos sentimos dichosos. Si estamos debajo de esa línea, la pasamos fatal. Brown escuchó la exposición de su profesor y se sorprendió de la extraña lógica del argumento: la dicha tiene un punto de inflexión, un momento de cristalización objetiva. Le intrigó, sobre todo, que se presentara una cifra crítica. ¿Cuál era la ecuación que la fundaba? Descubrió que el número mágico tenía prestigio y que se le tomaba por confiable. Provenía de un artículo académico publicado en una revista respetada y era citado en cientos de publicaciones universitarias. El artículo se titulaba “El efecto positivo y la dinámica compleja del florecimiento humano.” Lo firmaban Barbara Fredrickson, una connotada profesora de psicología y Marcial Losada, un asesor empresarial. De ese paper se desprendió Positividad, un libro de Fredrickson que divulgó el “hallazgo.” Desde la portada, el libro presume el número mágico. Con seguridad, la autora afirma ahí que, como el agua se congela a los 0 grados, la felicidad comienza con el coeficiente 2.9013.
Las ciencias humanas habían descubierto una fórmula prodigiosa. El punto exacto que separa a los felices de los desdichados. Un número que anuncia el instante en que la experiencia humana puede abrirse como flor. A Brown no le molestaba la cursilería de la psicología positiva, sino su pretensión de escudarse en una cifra incontrovertible. Encontró así al aliado ideal. Le escribió un correo a Alan Sokal, famoso exhibidor de farsantes con doctorado. Sokal desató una tormenta en 1996 cuando envió un artículo ostentosamente absurdo a la revista Social Text para mostrar las “imposturas intelectuales” que dominaban el territorio de los estudios culturales. Social Text le abrió las puertas a ese caballo de Troya para ser exhibido poco después como difusor de la charlatanería. El mensaje fue clarísimo: en ciertos círculos académicos, se publicará cualquier cosa con tal de que 1) suene progresista, 2) esté mal escrito y 3) se cite a los autores venerados.
Con la ayuda de Sokal y Harris Friedman, un psicólogo que dudaba de la exquisita cifra, Nick Brown demostró que el número del florecimiento era una ocurrencia, que no representaba absolutamente nada. En un documento ácido publicado por American Psychologist (la misma revista que publicó la farsa original) mostraron que la cifra de la felicidad está manchado con mil confusiones, errores matemáticos elementales y gravísimas ambigüedades conceptuales. No es que, simplemente se haya demostrado un error: se exhibió, nuevamente una impostura. Pretender darle a los ungüentos de la autoayuda, certificado científico.