Se publica en el Wall Street Journal una defensa del insulto político. ¿Quién llamó a Carter el mejor presidente norteamericano que tuvieron los soviéticos? ¿Qué presidente fue descrito como el triunfo del arte del embalsamador?
Se publica en el Wall Street Journal una defensa del insulto político. ¿Quién llamó a Carter el mejor presidente norteamericano que tuvieron los soviéticos? ¿Qué presidente fue descrito como el triunfo del arte del embalsamador?
Openculture ha rescatado un artículo de Bertrand Russell publicado en el New York Times en 1951. El liberalismo no es un credo, dice; es una disposición. Una actitud opuesta a cualquier credo. El artículo concluye con un decálogo para liberales:
Josep Ramoneda publica hoy un artículo en El país recuperando las ideas de Claude Lefort. El voto se ha extendido en el mundo pero no ha cultivado la democracia: un régimen de incertidumbre en igualdad. Concluye Ramoneda:
Poco antes de morir, Claude Lefort decía: "Se puede temer un poder que adormece a la sociedad, un poder que no consulta y que reforma sin que haya movilización de los interesados. Se puede temer una sociedad que se deja modelar por una autoridad, lo que antes era impensable". Ya estamos en lo que Lefort temía, es el camino hacia el totalitarismo de la indiferencia.
Otras notas sobre Lefort en el blog…
Se filma una película sobre Hannah Arendt que se estrenará en octubre de este año. La directora Margarethe von Trotta describe las dificultades de llevar al cine la vida de la filósofa. ¿Cómo puede proyectarse la personalidad de una mujer dedicada a la escritura y el pensamiento. El reto es traducir ideas en imágenes. La directora ha llevado a la pantalla a Rosa Luxemburgo y a Hildegard von Bingen sabe que tiene que capturar el proceso de pensar, el camino que lleva a la idea y no solamente la idea cristalizada.
Más información por acá. (La imagen de la esquina es de Barbara Sukowa, quien representará a Arendt, en el film.)
En Union Square de la ciudad de Nueva York se exponen los finalistas de un concurso de casas efímeras. Ciudad Sukkah, se llamó el concurso, evocando las posadas de los judíos en su éxodo. Todas las habitaciones debían tener, por lo menos, dos paredes y media y un techo que produjera sombra sin impedir que se vieran las estrellas por la noche. Adentro debería haber espacio para acomodar una mesa.
Los libros de Sebastião Salgado no llevan pie de foto, no los necesitan. Al principio o al final de su trabajo sobre las migraciones o de su arqueología de la era industrial podrá encontrarse una indicación sencilla que revela el origen de las imágenes. Las fotografías no necesitan, por supuesto, explicación. Salgado invita a abrir el ojo para contemplar la aventura de los hombres y las bestias. Ver el humo, las cordilleras, los rostros no humanos, el acero de las máquinas. Sombras y chispas; miradas, callos, arrugas. De pronto, muy de vez en cuando, una sonrisa. Las proezas del planeta. A eso invita el fotógrafo: a leer, sin palabras, al mundo. A pesar de ser un reportero social, sus imágenes proponen un acercamiento a la realidad fuera de la ruta de las explicaciones. Al ver, tocar el mundo.
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Cuenta Wenders que hace más de veinte años caminaba por Los Ángeles cuando se topó con la estrujante fotografía de los mineros de Serra Pelada. Nadie que haya visto esas imágenes podría olvidarlas. Grandiosos murales en blanco y negro que muestran el hormiguero de la codicia. Miles de hombres casi desnudos escarbando la tierra para arrebatarle una pepita de oro. Hilos, nudos de hombres que cumplen los dictados de una mecánica implacabale. El director quedó cautivado con la imagen y entró a la galería que mostraba la estampa. Descubría así que el fotógrafo se llamaba Sebastião Salgado y empezaría desde ese momento a admirarlo como uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Un cinematógrafo que captura la epopeya en un clic. Susan Sontag llegó a reprocharle la belleza de sus fotografías. La espectacularidad de sus tomas le resultaba falsa, condescendiente. La ausencia misma del pie de página negaba individualidad a sus personajes. Mientras a los famosos los llamamos por su nombre de pila, a los pobres les negamos apellido. Wenders entiende mejor a Salgado porque advierte la honda empatía de su mirada.
El admirador y el hijo ofrecen ángulos distintos del mismo personaje: uno enfoca al aventurero que viaja por el mundo para comprenderlo; el otro enfoca al padre ausente, al esposo en deuda de una mujer que le abre caminos. A decir verdad, la figura familiar es siempre borrosa. Nunca adquiere forma precisa. Dos o tres referencias que no terminan de desarrollarse para conocer en verdad al padre que viaja hasta las antípodas para alimentar la mirada. Desafortunadamente, el documental cae en la tentación de la coherencia: la vida del artista como viaje que empieza en una pregunta y termina con una respuesta. De la tragedia a la redención de las semillas. Más allá de ese hilo, el pie de foto dispone al fotógrafo ante su trabajo de décadas. El rostro de Salgado reviviendo las circunstancias del instante decisivo aparece y se disuelve de sus fotografías. La voz ilustra la imagen para explicitar una filosofía. Somos parte de la misma familia: exilados, mineros, tortugas, piedras.
Fernando Savater, aficionado a las breverías y a las microcosas, resalta ejercicios recientes de la gimnasia aforística.
¿Lo mejor del aforismo? Que a diferencia de la novela, el ensayo, el drama en tres actos y hasta la poesía, no admite ni la dilación ni el relleno, las dos trabajosas muletas del oficio literario.
Tras recibir El arco y la lira, Julio Cortázar le escribió desde París una carta de bullente entusiasmo a Octavio Paz. No ha leído el libro: lo ha releído y lo ha archileído. Lo comparaba con Shelley, con Keats, con Mallarmé. Gaos celebraba igualmente el libro que acababa de publicar el Fondo de Cultura Económica. Más que un trabajo de poética, le parecía uno de los ensayos más hondos de la filosofía en lengua española. A Paz no le gustaba el epílogo. En cuanto hubo oportunidad de deshacerse de él, lo hizo. Entresacó algunas líneas y las fundió en un ensayo con vida propia: Los signos en rotación. Hace cincuenta y dos años se publicó en Sur y hace medio siglo se incorporó a El arco y la lira como epílogo definitivo.
Para celebrarlo, El Colegio Nacional ha publicado un libro extraordinario. Del diseño de Alejandro Cruz Atienza vale decir que presta buen cuerpo al libro: más que un objeto legible es símbolo de ese astro, traslúcido y ardiente, que es el pensamiento de Paz. Abre la edición una nota de Marie José Paz que evoca las espirales del proceso creativo del poeta. Además del ensayo central, se recupera en el volumen su precendente más antiguo, el ensayo que publicó a los 29 años de edad: Poesía de soledad y poesía de comunión. La historia del ensayo la cuenta puntualmente Malva Flores. Se incluyen ensayos de Adolfo Castañón, de Tomás Segovia, de Ramón Xirau, y un manojo de cartas.
Desde luego, esta nueva edición de Los signos no es un libro para la mesita. Releer su manifiesto hoy es percatarse de su dimensión clásica, de su fresca hondura, de su lucidez, de su filo crítico, de su pertinencia moral. Paz escribe sobre la poesía desde dentro, como advirtió Tomás Segovia. Pero al hablar de la poesía habla del mundo, habla del tiempo, de la vida, de ti y de mi. Habla de amor y de muerte, habla de la tribu y de las máquinas. Habla, ante todo, de la búsqueda de los significados, de la esperanza de la comunicación en la aridez de nuestros tiempos.
Al pensar en los rumbos de la poesía moderna Paz vuelve al encierro de la soledad: el presente conspira contra el encuentro. La incomunicación de nuestra era surge de la repetición. Monótono combate de ciegos: “pululación de lo idéntico.” No hablamos con otros porque no podemos hablar con nosotros mismos. “Pero la multiplicación cancerosa del yo no es el origen, sino el resultado de la pérdida de la imagen del mundo.” Los monumentos de la técnica, las fábricas, los aeropuertos, las plantas de energía no son presencias, dice Paz, no capturan una imagen del mundo, no dialogan con él. La modernidad se niega a representar el tiempo, la naturaleza, la vida. Nos sepulta con vehículos de la acción, con instrumentos y un millón de artefactos deschables. La imaginación poética va al descubrimiento del mundo para abandonar la idolatría de la posesión para apartarse de la dictadura del ruido. Salir de la cárcel del yo. “Ser uno mismo es condenarse a la mutilación, pues el hombre es apetito perpetuo de ser otro. La idolatría del yo conduce a la idolatría de la propiedad; el verdadero Dios de la sociedad cristiana occidental se llama dominación sobre los otros. Concibe al mundo y los hombres como mis propiedades, mis cosas.”
Todos somos, de una manera u otra y muchas veces sin saberlo, marxistas, dice Octavio Paz en las primeras páginas de su ensayo. En la fibra radical, en la denuncia de las servidumbres encubiertas, en las alusiones a esa utopía que borrará la distinción entre trabajo y arte, el ensayo que Paz escribió en India en 1965 respira todavía aires marxistas. Sospecho que no le habría disgustado a Carlos Marx esta línea del poeta mexicano: “El árido mundo actual, el infierno circular es el espejo del hombre cercenado de su facultad poetizante.”
Era panzón y mal vestido, los ojos saltones, las cuevas de la nariz abriéndose enormes hacia el frente, muy gordos los labios. El fisiognomista ateniese más famoso fue llamado a dar un juicio sobre el hombre que tenía delante. Zopiro, el médico, dio rápidamente su diagnóstico: éste tenía que ser un hombre “estúpido, brutal, voluptuoso y dado a la ebriedad.” Era Sócrates, mártir del conocimiento y la virtud. La anécdota la cuenta Francisco González Crussi para advertir la torpeza de esa disciplina que pretende ligar los rasgos físicos a las cualidades morales. Caras vemos…
Escribo fisiognomía para distinguirla, como lo hace González Crussí, de la fisonomía. La vieja fisiognomía hacía más que un diagnóstico al registrar el tono de la piel y las proporciones del rostro: retrataba moralmente a la persona. En El rostro y el alma (Debate, 2014), su libro más reciente, el patólogo vuelve a las artes de la antigua fisiognomía, esa “ciencia” cuyo propósito era descubrir los secretos que esconden los asgos exteriores del hombre. La cara vista como un jeroglífico, como oráculo. Quien sepa ver, observará pasiones insinuadas en una nariz, vicios que la desmesura de los pómulos anuncian, certificados de sensatez en una mirada. Desde luego, al reconstruir esa tradición, González Crussí no pretende atar la personalidad moral a nuestros rasgos exteriores. Invita a vernos en el espejo, a ver con atención a los otros rehabilitando las viejas artes de la observación. “El rostro con que venimos al mundo, escribe, es una de tantas prendas que nos tocan en el despiadado juego de azar que es el destino.”
La belleza y la fealdad son el primer impuesto de la casualidad genética. Nadie diría que son azares irrelevantes. Toda cultura ha tendido a repartir premios y castigos de acuerdo a la apariencia. El prejuicio no escapa ni a los dioses. En la Biblia abundan los pasajes que expresan una manía contra la fealdad. La deformidad es vista como el producto de la ira divina. Y al mismo tiempo, la belleza no está libre de cargas. Breve tiranía, la llamó Sócrates.
En el origen de la fisiognomía está la imagen de nuestro doblez: somos una cáscara visible y un interior secreto. Mostramos piel y escondemos pensamiento. Habrá, sin embargo, un puente entre esos mundos: las conmociones interiores harán surcos en el exterior hasta volverse gestos, pliegues, arrugas. De ahí la idea de examinar su correspondencia y apreciar la relación entre cuerpo y alma.
González Crussí es, sin duda, uno de nuestros grandes ensayistas. Un escritor que ha podido convertir su ciencia en literatura. En su obra, escrita con tanta fluidez en inglés como en español, resplandece la figura del médico como el observador privilegiado de la vida, la figura del escritor que medita sobre las experiencias esenciales: el nacimiento, el dolor, la muerte, el deseo. Los libros del patólogo son una feliz mezcla de experiencia profesional, lectura y buena prosa. En su libro más reciente reconstruye la historia cultural del rostro. La cara como una riquísima mina de mitos, metáforas, supersticiones, manías. El historiador de la medicina sabe de ligamentos y de tejidos pero no son esos conocimientos de los que se sirve para leer las alusiones de la piel. En las páginas de González Crussí se puede brincar con naturalidad de un reporte científico a la poesía de Baudelaire y de antropología decimonónica a la mitología china.
Se insinúa una pregunta en el libro de González Crussí: si el rostro es escritura, si ofrecemos al mundo un mensaje sin palabras, si hablamos en silencio, ¿quién redacta nuestras facciones? ¿Logramos ser dueños de nuestro rostro o somos siempre esclavos de él?
El libro de Thomas Piketty que ha causado conmoción en Estados Unidos no es solamente notable por su investigación y su argumento. Como escribía hace un par de días en páginas vecinas, su trabajo sobre la economía de la desigualdad que sorprendió al mundo editorial por la cantidad de ejemplares que vendió en unos cuantos días, es un texto que captura la atmósfera del momento y da en el blanco de la ideología imperante. Pero es necesario resaltar otro elemento que aparta el libro del intelectual francés: su oído literario. La literatura es en su libro casi tan importante como su recopilación estadística.
En un artículo publicado por el Los Angeles Review of Books, el escritor canadiense Stephen Marche apuntaba recientemente que El capital en el siglo XXI puede ser el único trabajo de Economía que podría llegar a ser tomado como una obra de crítica literaria. No es que a lo largo del grueso tomo se inserten dos o tres referencias literarias como aderezo al argumento: la literatura está en el corazón del libro. Piketty está convencido que autores como Balzac y Austen capturan los efectos de la desigualdad de una forma que ninguna fórmula matemática o hallazgo empírico pudiera proyectar. Es posible cazar en fórmula exacta la fuente de la disparidad económica; puede medirse con precisión la inequitativa distribución de la riqueza; es posible registrar su evolución a lo largo del tiempo. De esa manera, los datos dibujan gráficas elocuentes de magnitudes y variaciones. Pero esa contundencia numérica palidece frente a la evocación vital de la novela. Esa parece ser la convicción de Piketty como intelectual que aspira a trascender el auditorio universitario: no hay nada tan convincente como la ficción.
Si Piketty le hablara solamente a sus colegas, la fórmula r > g sería suficiente. Ése es, en efecto, el hallazgo técnico más importante del libro: cuando el rendimiento del capital sobrepasa la tasa de crecimiento, los empresarios se convierten en rentistas y la desigualdad aumenta. La notación matemática es concluyente, objetiva, mensurable. Pero Piketty sabe que la frialdad del alfabeto económico no es persuasiva, ni es capaz de registrar la marca íntima de los fenómenos sociales. Por eso se auxilia de otro lenguaje: el lenguaje de la literatura. Sin prescindir de su denso aparato técnico y su abundante colección de datos, el profesor de Economía nutre su exposición en la novela burguesa del siglo XIX. Quienes tratan de encontrar paralelos entre la obra de Piketty y de Karl Marx no se percatan que Balzac es más citado que el autor de El capital previo y que Jane Austen ocupa en este libro, muchas páginas más que Adam Smith. Nos lo sugiere el economista: quien quiera entender lo que es la desigualdad, aprenderá más de la novela que de cualquier tratado económico.
Lo que encontramos en esta obra que ha concentrado el debate público de los Estados Unidos en las últimas semanas es la reiteración del poder de la novela. Escribió Dani Rodrik (quien, por cierto, cree que sus referencias literarias son superficiales) que este libro no hubiera suscitado tanto revuelo de haber sido publicado hace diez años. Agregaria que El capital habría tenido un menor impacto si sólo hubiera sido escrito en el lenguaje técnico del economista. La seducción de la obra es haber logrado lo infrecuente: conciliar la severidad del argumento técnico, la solidez de una investigación minuciosa con el lenguaje seductor de la ficción. Si se quiere prosperar, no es necesario desvelarse en el estudio, no vale empeñarse en el trabajo, hay que esforzarse por nacer en buen sitio.
En relación a tu comentario acerca de la portada del New Yorker, concuerdo con la idea de no perder el sentido del humor. Sin embargo, hay que recordar que se trata de la carrera Presidencial de un Estado en guerra. Los sentimientos estan a flor de piel y muchos han sido ya tocados por estos acontecimientos, cerca, en su propia casa y en su propia familia. Con esto se despiertan añejos prejuicios que se encuentran todavía latentes en la partes de la sociedad norteamericana. No hay que perder la ironía, pero no creo que sea equiparable a la comparación con el cartón de McCain que se reproduce. Si bien es irónico, los es también más condescendiente que agresivo.
Saludos,
Carlos