James Fallows cree que un anuncio perdurará de esta campaña electoral. Se trata de un mensaje de Citizens Against Government Waste, un think tank en principio bipartidista, que en esta campaña tiene una inclinación política muy clara.
James Fallows cree que un anuncio perdurará de esta campaña electoral. Se trata de un mensaje de Citizens Against Government Waste, un think tank en principio bipartidista, que en esta campaña tiene una inclinación política muy clara.
Stephen Marche publica un artículo en el New York Times sobre Shakespeare como guía al escándalo de Murdoch. Marche, autor de un libro sobre cómo Shakespeare lo cambió todo, apunta que, al igual que el escándalo del día, las tragedias de el Bardo funden tragedias de Estado con laberintos psicológicos y enredos familiares. No sabemos cómo terminará la historia de Murdoch: puede terminar como Ricardo II, incapaz de percatarse de la decadencia de su imperio o como Ricardo III tan enfermo de poder que es presa de sus propias maquinaciones. Como sea, la falla básica es la más ordinaria, la más humana: simple ambición.
Michael Kimmelman, crítico de arquitectura del New York Times ha publicado un artículo interesante sobre las manifestaciones en Nueva York. Por mucho que se hable de los nuevos medios, no hay protesta que iguale la toma de las calles. "Tendemos a subestimar el poder político de los lugares físicos." Kimmelman recuerda la idea de Aristóteles sobre el orden cívico: una ciudad requiere escuchar directamente la voz de cada uno.
Murió el poeta venezolano Eugenio Montejo.
En su libro Terredad se incluye su "Provisorio epitafio":
No me despido en una piedra
ilegible a las sombra del musgo,
–voy a nacer en otra parte.Es provisorio mi epitafio,
quedan líneas en blanco
que alguien podrá llenar más tarde;
son cifras de otra vida, no de muerte,
son una partida futura
de nacimientoIgnoro adónde voy,
de qué planeta seré huésped,
a partir de cuál forma de materia
–carbón, sílex, titanio–
me explciaré después por aerolitos,
hablaré desde el agua.No digo adiós en una piedra,
provisoriamente la dejo desnuda.
Lo que nadie imagina es lo más práctico
Mañana se celebra el cumpleaños 300 de Jean Jacques Rousseau, más que un filósofo y un autor, un temperamento, un tono. No descubrió nada pero lo inflamó todo, dijo de él Madame de Staël. En sus festejos se recordará al demócrata y al enemigo de la modernidad, al romántico antiliberal, al revolucionario, al escritor confesional, al crítico de la música, al misántropo que componía himnos a la naturaleza y a la humanidad. Valdría hoy, a unos días de las elecciones, rescatar al vehemente crítico del teatro, porque en su denuncia se encerraba su repudio al voto.
En marzo de 1758, Rousseau le escribió una carta pública a D’Alambert. Respondía a su texto sobre “Ginebra” publicado en la Enciclopedia donde proponía el establecimiento de un teatro en la ciudad. La propuesta le pareció una aberración al moralista. Asumiendo el papel de defensor de la patria reaccionó con un texto donde muestra la perdición que se asoma en el espectáculo dramático. El teatro parecerá un entretenimiento inocente pero implica una degradación inaceptable de las costumbres. Ninguna ciudad que aspire a la virtud consentiría esa diversión inmoral. El teatro convierte la mentira en prestigiosa, el engaño en trivialidad, la falsedad en pasatiempo. El teatro convierte la mentira en actividad profesional. La virtud no puede transigir: exige trasparencia absoluta. Los dobleces del teatro le resultan repulsivo, inaceptables. ¿Cuál es el talento de un actor?, pregunta Rousseau: el talento de aparentar, la capacidad para fingir: “apasionarse a sangre fía, decir otra cosa de lo que se piensa tan naturalmente como si se pensase realmente, olvidar el lugar propio a fuerza de ocupar el lugar de otro? En la actuación hay una prostitución que no puede resultarnos indiferente: el actor pone en venta su persona, se entrega en representación por dinero. Pocos oficios tan indignos, remata Rousseau, como el de simular la vida de otro, fingir las emociones de otro, decir palabras en las que uno no cree.
Si Ginebra ha de ser una ciudad para la virtud debe prohibir esas zonas rojas a las que asistimos con benevolencia, como si fueran pasatiempos moralmente intrascendentes. Debería levantar foros para el debate público, espacios a los que los ciudadanos acudieran para decir su voz, para compartir sus ideas, para defender sus convicciones. Contra el teatro, el republicano pedía proscenio para la oratoria cívica.
La aversión que Rousseau sentía por los actores era sólo comparable con la que sentía por los diputados y era, p, para él expresión de la misma lacra: las farsas de la modernidad. El diputado es, como el actor, un fingidor profesional. Se dedica a representar un papel, a encarnar falsamente lo que no es. Un diputado se dice representante de un distrito, de un estado, de un pueblo pero no lo es, no lo puede ser. Cuando habla, nos dice que expresa la voz de otros, la voz de su comunidad. Nos dice que lleva a la política la voluntad del pueblo. Se pretende un simple trasmisor de las instrucciones de sus electores cuando en realidad defiende sus propios intereses. No es casualidad que el teatro y el parlamento sean espacios de la representación: se trata de hacer presente lo que en realidad no existe. Zonas de tolerancia para la mentira. El actor no es Hamlet, el diputado no es el pueblo. Por eso, de la misma manera que rechazaba el teatro como un espectáculo moralmente degradante, rechazaba el voto que instauraba la mentira colosal de la representación.
Una buena manera de recordar a Rousseau sería ir al teatro y a votar.
Cuando Charles Rosen escuchó
Debussy por primera vez, reaccionó de inmediato: “debería haber una ley que
prohibiera esto.” Tenía siete años. Desde los cuatro años tocaba el piano, no
porque fuera un prodigio sino porque, como dice él, para tocar el piano, hay
que empezar temprano. Si uno quiere caminar por la cuerda floja, hay que comenzar
desde el principio. Unos años después grabaría los Estudios de Debussy. Se tardó un poco, pero llegó a apreciar al
compositor impresionista. A Charles Rosen, intérprete y crítico, le gusta citar
una línea de Goethe: “El primer contacto con cualquiera de las excelsitudes de
la vida o del arte, conlleva un dolor que surge de esa sensación de
inferioridad del espectador. Sólo en un periodo posterior, cuando lo absorbemos
a nuestra cultura, cuando nos apropiamos todo lo que nuestra capacidad nos
permite, aprendemos a amarlo y a valorarlo. La mediocridad, por la otra parte,
puede darnos placeres directos; no lastima nuestra vanidad, premiándonos con la
idea de que somos tan buenos como cualquiera. … Aprendemos sólo de los libros
que no podemos juzgar.”
Charles Rosen, a quien el
presidente Obama le otorgó la Medalla de las Humanidades a principios de este
año, no se ha dedicado solamente a tocar el piano sino a explicarlo. Desde que
descubrió unas notas absurdas publicadas para acompañar las piezas de sus
primeros discos, escribe los textos que acompañan sus grabaciones y sus
conciertos. Este año apareció la más reciente compilación de sus ensayos de
música y literatura: La libertad y las
artes, se titula. En el anhelo artístico reside la paradoja de la libertad:
el arte subvierte los significados sin dejar de acatar ciertas convenciones. Rosen
retoma la pregunta que Lichtenberg anotó en una libreta personal: ¿por qué las
palabras habrían de tener un significado fijo? ¿Por qué no habrían de capturar
la fluidez de las experiencias, la mutación del mundo? La primera tiranía que
padecemos es la del lenguaje, dice Rosen. Esa constricción del sentido es la
primera restricción. Las redes del significado nos atrapan. El humor, la
poesía, el arte son escapes de esa jaula. El arte nos regala nuevos
significados. De ahí su carácter subversivo, inevitablemente corruptor,
peligroso.
El arte tendrá sus convenciones
pero se espera que las rompa, que las burle y, al hacerlo, nos sorprenda. Ese
es el privilegio del artista. Celebramos que el creador se aparte de las
convenciones que gobiernan su oficio. Esperamos originalidad, sorpresa, provocación.
Y. cuando la encontramos en el arte, nos ofendemos.
Un ensayo sobre la ópera que
escribe a partir de la publicación de un diccionario especializado captura su
inteligencia irónica y erudita. La ópera, dice, Rosen, es la más prestigiosa de
las formas musicales. Es también la más absurda, la más irracional. Ningún
diccionario, advierte, podría tratar con el sinsentido de la ópera. Ahí no debe
esperarse racionalidad alguna porque al género lo gobierna un código lunático
al que todos los involucrados se someten con docilidad. Valdría reconocer que
no ha sido una forma artística particularmente respetable: barullo de fondo
mientras los apostadores juegan a las cartas; espectáculo donde sopranos
inmensas personifican tuberculosas moribundas. “El ideal de la ópera, escribe,
la forma en que perfila una visión de lo sublime, no puede separarse de su elemento
grotescamente físico.” De todas las artes, continúa el pianista, la música es
la más habilidosa para escapar los filtros del significado. En la ópera, “la
música no nos llega a través de las palabras: las palabras llegan a través de
la música.” La musicalidad se beneficia aquí del intenso contraste con la
fisicalidad. Los cuerpos gordos y sudorosos que la producen suelen contrastar
con la exquisita delicadeza de la música. “El fundamento de la ópera, concluye,
aparece como la oposición entre el ideal musical de la pureza y la cruda
realidad, el vestuario bobo, la trama ridícula, la penosa decoración que se
necesitan para producirla: pero la música esconde en sí misma una realidad tan
brusca, igualmente física.”
La previa gira de Madonna a México recibió la bendición del escándalo. La iglesia se ofendía por sus imágenes y algún político pedía censura: la juventud mexicana podía ser pervertida por esa exhibición de licencias. Era la Madonna que Camille Paglia celebraba como ejemplo de un nuevo feminismo: un llamado a las mujeres a ejercer el poder de su sexualidad. En 1990 la policía amenazaba con apresarla durante sus conciertos si se atrevía a profanar los símbolos de la fe. Steven Meisel la había retratado poco después en Sex, un libro que combinaba pornografía y moda para la mesita del café. Ahora llega a México como representante de una industria musculosa, profesional, vibrante e inofensiva. La presencia sacrílega de antes se ha vuelto signo de autoridad, con todo y trono. La insolente jovialidad transformada en perseverancia por la tenacidad del gimnasio y las efectivas enmiendas del quirófano.
Antes los poderes se sentían intimidados por la iconoclasta que mancillaba signos, que rompía roles, que subvertía el pudoroso orden de las vestimentas. Ahora, el auditorio que la recibía en México parecía una reunión de la república. ¿Llegó Monseñor Rivera al concierto? Un evento social del establishment. Sus conciertos fueron alguna vez pinchazos de brasieres expuestos; cáusticas profanaciones envueltas en tonadas fáciles. Su concierto reciente advertía desde el título que sería pegajoso y dulce. El espectáculo que se presentó hace unos días en el Foro sol fue, como ya han dicho otros, más aeróbico que erótico. El nuevo concierto de Madonna, decían en el New York Times, es una especie de entrenamiento con música de fondo y pantallas en movimiento. La artista convertida en atleta. El concierto glorifica la resistencia de una mujer que ha cruzado el medio siglo. La fuerza de Madonna parece intacta. Madonna despliega sus músculos, brinca la cuerda, baila, corre, sube y baja mil veces. No se cansa, no tropieza, no jadea. A veces desentona, pero no importa mucho. Nadie fue al Foro Sol a ver a una cantante. Fue a vivir la experiencia de un concierto de Madonna. A decir: yo fui a un concierto de Madonna. En efecto, el espectáculo es memorable no solamente por la fama y la leyenda de la protagonista sino porque funciona en lo básico: logra engullir al auditorio y fundar un tiempo en sus ritmos. Un espectáculo de factura impecable que revela una disciplina de látigo, una obsesión por lo perfecto.
La dispersión de evocaciones es desconcertante: un fallido misticismo, personajes de Keith Harring, un tubo de table-dance, rayos laser, flamenco, ritmos gitanos, algo de tango y mucho hip hop. El homenaje a la juventud que resiste las décadas, la celebración del profesionalismo no encuentran en el concierto aquel poderoso complemento de la herejía. No puede dejar de sentirse cierta nostalgia por aquella sacrílega, por aquel pop tan eficazmente provocador de las buenas conciencias. Los intentos están ahí pero no muerden. Madonna quiere seguir pellizcando convenciones pero simplemente produce un gran espectáculo en donde la tecnología visual es, quizá, lo que más embruja: pantallas cilíndricas que proyectan agua, enormes estelas en movimiento para danzarines virtuales. El concierto se politiza toscamente al desplegar inmensas imágenes de buenos que salvarán al mundo: Oprah y Bono, Mahatma Gandhi y Barack Obama. Hace unos meses, en sus conciertos preelectorales, su punzada fue tan sutil que contrastaba este equipo de héroes con la banda de los malos: Hitler y John McCain. La uña ya no raspa piel viva.
Fotografía de Lola Álvarez Bravo
Dos personajes insustituibles desaparecen con José Emilio Pacheco. El primero es el creador, el poeta del deterioro, el hombre que cantó a las piedras y a los insectos. El narrador de prosa destilada que capturó como nadie las heridas del tiempo. Creador también, el crítico meticuloso y el traductor impecable. Pero hay otro hombre de cultura que desaparece con Pacheco: el discretísimo artista de la conversación. Tan importante como sus libros de poesía, tan valioso como sus novelas entrañables, es su trabajo periodístico. En sus Inventarios no hay solamente una enciclopedia viva de la literatura, sino una lección de sus virtudes. La estancia de un lector de libros y de hechos. Su biblioteca, esa que vemos tan felizmente desordenada en las fotografías, no fue muro sino ventana: el cristal que le permitía descifrar el mundo. Dos personajes: José Emilio Pacheco y JEP.
En su columna prodigiosa se encuentra, con la tenacidad y la modestia de lo cotidiano, la prueba de que la literatura es siempre pertinente. Lo inmediato era iluminado por lo intemporal. Lo que creíamos único rebota en los ecos de lo universal. Lo flamante aparece como reflejo de lo más remoto. Las lecturas de Pacheco nos acompañaron durante décadas para darle algún sentido a la desgracia. Las tragedias naturales, los atropellos políticos, la tontería pública, los saqueos, el escándalo encontraba significado en la eterna comedia del hombre. Es cierto: leer a Lucrecio puede ser más esclarecedor que sumergirse en el reportaje de la mañana. Imaginar una conversación entre muertos puede dar más luces sobre la controversia del presente que escuchar el pleito de la mañana. Relatos históricos e imaginarios, parodias literarias, reseñas que escapan del culto a la novedad, diálogos teatralizados, traducciones, homenajes y celebraciones, aforismos. Todo cupo en una columna firmada apenas con tres letras. Su Inventario no fue solamente su carpeta de lecturas sino la propuesta de insertarla en la conversación mexicana. No son los apuntes de un profesor que instruye al ignorante, sino los hallazgos que se disfrutan al compartirse con los amigos en la mesa.
En un inventario, JEP escribió sobre la amistad entre Juan Ramón Jiménez y Alfonso Reyes. Ahí escribió:
“Ambos creyeron que el deber de la inteligencia es propagar los bienes culturales, no monopolizarlos. Los dos buscaron la perfección: Jiménez en el ideal de la belleza pura y la verdad; Reyes en la esperanza de un mundo menos atroz, unido por la comunicación espiritual entre los seres humanos. Uno y otro trataron de lograr sus fines mediante el trabajo bien hecho, la unión armoniosa de forma e idea.”
¿No está ahí, en el cruce de esos afanes literarios, el secreto de su oficio literario? Anhelo de perfección, fe en la palabra: la esperanza de un mundo menos cruel, unido por la comunicación.
El oficio del escritor se reflejaba en el esmero de la página, en el cuidado del párrafo, en el celo de la línea, no en el afán de una Obra. El peor destino de un poeta, escribió alguna vez, era volverse poblador de un sarcófago llamado Obras completas. Por eso se resistió a coser sus Inventarios y publicarlos en un tabique. Sus libros, todos sus libros tienen algo en común: su ligereza. Ligeros no por superficiales, evidentemente, sino por su delgadez, su amabilidad con el brazo. La generosidad del escritor empezó ahí, en la liviandad de sus libros. Si es necesaria la divulgación de esa maravillosa hazaña de cultura que fue su periodismo, hay que imaginarla con la complexión de sus hermanas. Una serie de compilaciones ligeras y frescas que reinserten, con la generosidad de JEP, la vida de un gran lector en la conversación de México.
Professor:
No me gustan los Republicanos. Admiro a Reagan y solamente me cae bien Bush Padre.
El que se vea claramente tendencioso el anuncio no implica que no se tenga la razón en la aseveración.
En la mesa redonda de Charlie Rose anoche se habló de que el dinero de Healthcare hubiera sido mejor invertido en crear plazas de trabajo. Creo que fue Pearlstein el que dijo que se le debería arrebatar el presupuesto en este momento.
Creo que de imperios se sabe algo. Ya alguien dijo que Bush Jr. parecía Felipe II, pues ya nadie pide prestado para hacer la guerra. El comentario en el video, carece de algo que también se dijo anoche, adolece la falta de mención de que se despilfarra en guerras lejanas y poco necesarias.
Me llama la atención que la táctica final (hubo muchas) de Reagan fue hacer que el imperio rojo malgastara el resto su dinero en una carrera armamentista; que ahora lo malgaste USofA en cosas similares.
jajajaja
Será lo que sea, pero mediáticamente el anuncio está buenísimo