La conversación de Philip Seymour Hoffman con Simon Critchley ha servido como base de este corto animado:
Ha pasado un
cuarto siglo desde que Salman Rushdie recibió la condena de muerte por sus Versos satánicos. Se publican ahora sus
recuerdos sobre ese episodio que marca nuestra época como la caída del muro de
Berlín. 1989: “el año en que el mundo cambió.” El libro aparece cuando parece
reeditarse aquella locura. Una película ha desatado la rabia asesina; las
ofensas al profeta encienden nuevamente fuegos de odio. Nada de esto habría
pasado, ha dicho recientemente un líder religioso iraní, si la sentencia se
hubiera cumplido entonces. Si se hubiera cumplido la orden, ha declarado un tal
Hassan Sanei, no habría habido insultos en forma de caricaturas, artículos y
películas como ha sucedido desde entonces. La impertinencia de los enemigos del
islam sólo puede parar si se cumple aquella sentencia. Por ello Sanei, cabeza
de una fundación religiosa, ha aumentado la recompensa a quien mate a Rushdie. Estoy
agregando $500,000 dólares, como premio a los posibles asesinos. La recompensa
a quien cumpla la sentencia aún vigente alcanza hoy más de 3 millones de
dólares.
Fue el día de
San Valentín de 1989 cuando la cabeza de la teocracia iraní decretó la fatwa contra Rushdie. “Informo al
orgulloso pueblo musulmán del mundo que sentencio a muerte al autor del libro Los Versos Satánicos, contrario al
Islam, el Profeta y el Corán, y a todos aquellos involucrados en su publicación
que están al tanto de su contenido.” Una periodista le informó de la sentencia
hablándole por teléfono a su casa. ¿Qué se siente?, le preguntó. Sólo pudo
responder: “No se siente bien.” Se sintió un hombre muerto. ¿Cuánto tiempo le
quedaría? Dudó que pudiera rebasar los diez días con vida. El miedo que sentía
entonces era el miedo obvio a la muerte. Una bala, una bomba, un cuchillo que
terminara con su vida. No había habido un juicio, no pudo defenderse ni podía
refugiarse en ninguna parte. Recordaba que Voltaire sugería a los escritores
vivir cerca de la frontera. Si el rey se enfada con el autor, éste puede cruzar
la línea y ponerse a salvo. Rushdie no podía encontrar alivio en el exilio. El
gobernante de un país lejano imponía un condena en todo el planeta.
El autor de Versos satánicos sigue con vida pero
puede decirse, que , en algún sentido, la fatwa
fue exitosa: la vida de Rushdie terminó con esa sentencia. No dejó de respirar
pero dejó de ser él, se volvió otra persona, perdió sus rutinas, le impusieron
otro nombre. Escondido, empezó a vivir una vida ajena. Por ello el recuento de
ese episodio se titula Memorias de Joseph
Anton, el nombre que adoptó en su escondite juntando los nombres de pila de
Conrad y Chejov. En estas memorias, Rushdie habla de sí mismo en tercera
persona: la autobiografía de otro. No es simple distanciamiento para evitar el
tono narcisista que pudiera tener el yo, yo yo. No es tampoco incorporación de
las herramientas del novelista en la labor de la memoria, como ha dicho él. En
realidad, es la forma de captar la experiencia de su condena. La fatwa le arrebató el espejo, esa
relación directa consigo mismo, con su cara, con sus rutinas, su libertad.
Desde que la condena fue leída por la radio iraní, Rushdie no podría vivir su vida. Bajo amenaza, podría consolarse
solamente viviendo una vida ajena, oculta, siempre amenazada y definida por otros.
Podría llamar por teléfono pero nunca recibir una llamada. Vale imaginarlo: no
poder disfrutar de la sorpresa de un mensaje: saber que alguien, en otro lugar,
nos piensa.
Durante un
periodo breve, su libro fue examinado, elogiado, criticado con el vocabulario
de los libros. Poco tiempo después, el lenguaje de la literatura fue ahogado en
la cacofonía de otros discursos: lo político, lo religioso, lo sociológico, lo
poscolonial sofocó lo artístico. El libro que Rushdie había escrito desapareció
también como su autor. El mundo discutía sobre un libro que no había leído, se
quemaba un libro que Rushdie no había escrito y que, sin embargo, motivaba una
condena de muerte. A los Versos satánicos,
escribe Rushdie, le fue negada la existencia ordinaria de una novela. Se
convirtió en algo más pequeño y más feo: un insulto. Y él se transformó en El
Insultador, no solamente a los ojos del islam sino en la opinión de quien no
podría conocerlo. El poder no lo mató pero liquidó su vida.
Un registro necesario para apreciar la calidad de una ciudad o de un barrio: el índice de caminabilidad.
Adonis
Os dije
que he escuchado a los mares
leerme sus poemas,
que he escuchado a la campana
que dormita en las conchas.
Os dije
que he cantado en la boda del diablo,
en el banquete de la fantasía.
Os dije
que he visto en la lluvia de la historia,
en la distancia encendida,
un hada y una casa.
Como navego dentro de mis ojos,
os dije que lo había visto todo
desde el primer paso
por la distancia.
Versión de Pedro Martínez Montávez.
Hace unos días, una protesta en la ciudad de Bristol en respaldo a las movilizaciones de Blacks Live Matter, se reunió alrededor de la estatua de Edward Colston. Los manifestantes lazaron el cuello del bronce y jalaron de la cuerda hasta tumbarlo. Ya en el piso, lo pintarrajearon y lo arrastraron hasta tirarlo al río. El personaje al que se rendía homenaje como uno de los hijos más sabios y virtuosos de la ciudad fue un negrero. Su gran hazaña fue convertir al puerto de Bristol en la capital inglesa del comercio de esclavos. Dirigió la Compañía Real Africana, empresa que disfrutó del monopolio de ese tráfico. Durante su encargo, la empresa transportó más de ochenta mil esclavos al Caribe y a Norteamérica. Se calcula que, en el viaje, cerca de veinte mil de ellos habrán muerto.
Apenas unas horas después de que la estatua fue derribada, Vanessa Kisuule, poeta de Bristol, escribió un poema que puede verse en youtube. Qué facil fue derribarte. Los victoriosos imaginan la historia estática e inodora, pero es una amante de poco fiar. La sorpresa de la escritora es la ligereza de la estatua al caer. Cuántas veces pasé por tu pedestal y contemplé esa pesada amenaza de metal y mármol. Pero cuando caíste, un pedazo se desprendió de ti… y dentro, nada. Puro aire. Todo este tiempo, estuviste hueco.
La escena de Bristol se ha repetido en muchos lados y amenaza con repetirse muchas veces más. En Estados Unidos se han tirado efigies de Jefferson, de Colón, de Fray Junípero. En Londres, la estatua de Churchill frente al Parlamento está resguardada por policías después de que la placa del pedestal fue grafiteada para decir “Churchill fue un racista.” La pregunta que brinca de inmediato es: si juzgamos a todos los personajes de la estatuaria pública de acuerdo al juicio ético contemporáneo, ¿cuántas pasarían la prueba? ¿Tendríamos que tumbar, en la Ciudad de México, por ejemplo, la estatua de Gandhi, un líder que expresó un profundo desprecio por los africanos?
Simon Schama, un historiador tan agudo para el relato del pasado como para la apreciación del arte, nos recuerda que las monumentos no son historia, sino que su opuesto. “La historia es argumento; las estatuas no permiten ninguno.” Tirar estatuas no es borrar la historia, dice. Los monumentos, enseñoreándose en nuestras plazas públicas, cancelan el debate al reclamarnos reverencia. Los bronces, que aspiran a la perpetuidad, son irremediablemente vulnerables a los cambios en la sensibilidad pública. Es natural que nuestra sana intolerancia a los horrores del pasado transforme el paisaje urbano. Así ha sido siempre. Mary Beard, en un artículo que ha traducido oportunamente Letras Libres, nos recuerda las muchas formas en que los romanos trataban las estatuas de quienes ya no querían honrar. Las destruían, las derribaban para ser pisoteadas, las tiraban al río como se hizo hace unas semanas en Bristol. Pero también las reciclaban imaginativamente. A una escultura ecuestre se le podía cambiar la cabeza del héroe barbado para honrar al héroe del momento y no tirar a la basura el caballo. Se decapita simbólicamente al héroe antipático y se embona el busto de quien tiene el favor del presente. También, de manear más austera, se podía cambiar la placa de la escultura de un dios para celebrar a otro. Después de todo, nadie reclamaría al escultor por el poco parecido con el original.
¿Tirarlas al río? ¿Llevarlas al bosque? ¿Dejar que la hierba de la ciudad las envuelva? ¿Dejar que la caca de los pájaros las cubra? ¿Apilarlas en un museo? Tal vez la mejor propuesta para el trato de las estatuas incómodas es la que ha hecho Banksy, el artista anónimo. Darle otro sentido al homenaje. Sacar la estatua de Colston del río, ponerla de nuevo en su pedestal y comisionar una intervención que registre el derribo del esclavista. Celebrar la protesta.
En su nueva colección Opúsculos, El Colegio Nacional ha rescatado un viejo discurso de Ignacio Chávez ante el Congreso Mundial de Cardiología. Hace casi sesenta años, el médico reflexionaba sobre las promesas y los peligros de la especialización médica. Su mensaje es uno de los mejores argumentos por la conciliación de las culturas. El educador buscaba el acercamiento de esos dominios que nuestro tiempo se ha empeñado en enemistar: la ciencia y la filosofía, la técnica y la poesía, la medicina y las humanidades.
Chávez, por supuesto, reconocía los beneficios de la especialización. Sabía que adentrarse en los vericuetos de un órgano aceleraba la ciencia y daba más herramientas para la atención del enfermo. También advertía los costos. Hay en la especialización una “enorme fuerza expansiva de progreso”. Gracias a ella contemplamos el avance espectacular de nuestra disciplina. Al mismo tiempo la especialización era “fragmentación, visión parcial, limitación de nuestro horizonte. Lo que se gana en hondura se pierde en extensión. Para dominar un campo del conocimiento, se tiene que abandonar el resto; el hombre se confina así en un punto y sacrifica la visión integral de su ciencia y la visión universal de su mundo. Sufre con ello su cultura general, que se ve obligado a soltar, como se suelta un lastre; sufre después su formación científica, porque deja de mirar la ciencia como un todo, para quedarse con una pobre pequeña rama entre las manos; sufre, por último, su mundo moral, porque el sacrificio de la cultura constituye un sacrificio de los valores que debieran fijar las normas de su vida. Y en este drama del hombre de ciencia se perfila un riesgo inminente: la deshumanización de la medicina y la deshumanización del médico.”
Como Alfonso Reyes, pedía el latín para las izquierdas, toda la literatura del mundo para México, su cardiólogo invitaba a sus colegas pasear por los jardines atenienses. El argumento de Reyes era que esa cultura no nos era ajena, que no podríamos pensar que sólo lo endógeno nos era propio. Nuestro es todo el caudal de la cultura de Occidente. En ese mismo sentido, sugería Chávez que no había mayor mutilación parea el médico que la amputación de la cultura humanística. Lo decía porque sabía bien que el humanismo no era un lujo: “Humanismo quiere decir cultura, comprensión del hombre en sus aspiraciones y miserias; valoración de lo que es bueno, lo que es bello y lo que es justo en la vida; fijación de las normas que rigen nuestro mundo interior; afán de superación que nos lleva, como en la frase del filósofo, a ‘igualar con la vida el pensamiento’. Ésa es la acción del humanismo, al hacernos cultos. La ciencia es otra cosa, nos hace fuertes, pero no mejores. Por eso el médico, mientras más sabio debe ser más culto.”
Cuidaba Chávez, ni más ni menos, que la autoridad de su disciplina. Cuidaba el ascendiente del médico que no es simple superioridad de información técnica. En cada diagnóstico hay algo más que comprensión: simpatía. “El médico no es un mecánico que deba arreglar un organismo enfermo como se arregla una máquina descompuesta. Es un hombre que se asoma sobre otro hombre, en un afán de ayuda, ofreciendo lo que tiene, un poco de ciencia y un mucho de comprensión y simpatía. ¿Por qué hemos de dejar perder ese aspecto fundamental, humano, que no viene de nuestra ciencia sino de raíces más hondas, de nuestra cultura que nos fija un deber y de nuestra sensibilidad que traduce, parafraseando a Peguy, un impulso del alma hacia el bien.” Al decir esto, al pasearse por los jardines de la Academia, Chávez imaginaba la sonrisa escéptica de sus colegas: ¿para qué me sirven esas cosas, si con mi técnica y mi ciencia, con mis herramientas y mis pócimas puedo dominar la ciencia de la cardiología.
Hacía entonces otro intento por persuadir a los miembros de la Sociedad Internacional de Cardiólogos: ciencia y cultura son hermanas. No pelean: se complementan armoniosamente. En la filosofía y en la literatura, en la historia y en la poesía habría de alimentarse la humildad. No cabe la medicina entera en el matraz de la ciencia. Imposible de medir el sufrimiento irrepetible, el reflejo ante el dolor, la angustia. El humanismo, dice Chávez, le permitirá al médico “inclinarse con humildad ante la inmensidad de lo que ignora.”
Seguramente estás sentado mientras lees esto. No sé si estés en tu casa, en el trabajo o yendo de un lado a otro, pero lo más probable es que estés sentado. A un observador que descubriera de pronto a nuestra especie jamás se le ocurriría decir que somos animales verticales. Somos criaturas sedentes. Nuestro trazo es una hache minúscula. Si alguna vez fuimos homo erectus, nos hemos convertido en homo sedens. Animales que viven sentados en objetos que fabricamos. Comemos sentados, conversamos sentados, nos desplazamos sentados de un lugar a otro, en nuestro trabajo pasamos horas sentados. Ir a la escuela es ir a sentarse, acudir al teatro o al cine es disponerse a pasar un par de horas sentados. Y gobernar, decía Ortega es asunto de asentaderas: para mandar hay que sentarse. Nuestras rutinas son la peregrinación de una silla a un asiento, de una butaca a un banco y de un banco a un sofá. ¿Qué mueble, qué objeto puede ser tan valioso, tan entrañable, tan complejo, tan cargado de símbolos?
La complejidad del diseño proviene tal vez del hecho de que la cultura sedente es hostil a nuestra anatomía. Una agresión a los huesos, a los músculos, al corazón. No resulta fácil por ello permanecer cómodo mucho tiempo sentado. Lograr una silla amigable es una hazaña. No es fácil diseñar una silla, decía Mies Van der Rohe. Casi es más fácil diseñar un rascacielos silla. Witold Rybcynski publicó hace un par de años una historia natural de esa herramienta para sentarse. Sugiere que en la silla hay una casa en miniatura y algo más: la insinuación de una ciudad. Las sillas configuran cómo nos situamos frente a otros, qué actitud tenemos frente a los demás, qué idea de la jerarquía y de la igualdad ponemos en práctica. Con las sillas se esculpe una sociedad tanto como con las plazas, las avenidas, los parques.
Es palpable ese sentido cívico de la silla cuando se visita la exposición de Óscar Hagerman en la galería Kurimanzutto. Sus asientos son un prodigio de la ergonomía, el resultado de años de estudio, observación. Piezas impecables de ingeniería. Expresan también el poder estético de lo primordial. Ese largo viaje que debe emprenderse hasta alcanzar lo elemental. Pero en esa solidez, en esa elegancia hay también una invitación. El arquitecto no busca la originalidad. Bebe de la tradición comunitaria para proponer espacios y objetos que puedan incorporarse a esa misma tradición. La riqueza del diseño “está en crear un universo que le pertenezca a la gente y lograr que ellos mismos lo sientan propio.” La silla Arrullo que diseñó hace medio siglo se inspira en la tradicional silla de palo. Hoy, con alteraciones de artesanos michoacanos, tiene otra forma… y es la misma.
“La arquitectura, ha dicho Hagerman, debe ser un canto a la vida, el canto de los que la habitan, porque lo más hermoso es que el proyecto salga de la gente.” Nada más ajeno a la vanidad del monumento que estas piezas ejemplares de la arquitectura mexicana. Aprendizajes que son lecciones que son aprendizajes. El arquitecto se despoja de la suntuosa autoridad. Es sabio porque nada inventa. La arquitectura se vuelve una celebración de lo que nos envuelve: la naturaleza y la historia. Una fiesta de lo que somos. “Si tu casa no tiene que ver contigo es nada. En la escuela debería haber una materia que nos enseñara cómo relacionarnos, cómo comprender lo que la gente necesita, y para eso hay que aprender a escuchar.” Las sillas expuestas en Kurimanzutto nos invitan a sentarnos, pero sobre todo, a escucharnos.
El MUAC ofrece en estos días una extraordinaria muestra de los viajes creativos de Jan Hendrix. Desde sus primeros registros de México, a mediados de los años setenta, hasta sus piezas más recientes. Caminos de un observador solitario y trayectos en compañía de poetas, novelistas, editores, científicos. Postales de viaje; boletos de tren; las polaroids de una libreta de apuntes; bitácoras de los encuentros azarosos con hierbas, palos, piedras, plumas; abanicos de paisajes descubiertos, trofeos de coleccionista, mosaicos de hallazgos al paso. Tiene razón Issa M. Benítez cuando encuentra en la obra de este holandés errante, un “enorme diario de viajes,” un “gran mapa fragmentado que acumula sus recorridos geográficos y vitales.”
“Tierra firme”, la exposición que estará abierta hasta el 22 de septiembre, es la mejor aproximación a la enciclopedia cartográfica y taxonómica de Hendrix. Los afanes del viajero registran, en efecto, la aureola de la naturaleza. Ubicación del paradero y contemplación de lo diverso. Como pedía Goethe, el poeta científico, Hendrix, al contemplar el mundo, no pierde de vista la vastedad del conjunto ni del detalle. La hierba y la palma; el cactus gigantesco y el delicado pistilo. La luz de las hojas, el título de un libro de Seamus Heaney que Hendrix acompañó con una serie de serigrafías inspiradas en la vegetación de Yagul, podría comprender también el sentido profundo de su trabajo. En la simetría y el capricho de las hojas se encuentra el fulgor esencial. La botánica concebida como el arte elemental. En las plantas, la sabiduría primera.
En sus paseos aparece de pronto lo litoral, lo lacustre y lo volcánico pero su mirada se fija una y otra vez en lo botánico. Sus mosaicos son altares de legumbres y agaves. En la fragilidad de una hoja se revela la más hermosa e intricada travesía vital. “Todos los enigmas, ha dicho el propio Hendrix, pueden estar en una rama.” Con precisión de miniaturista, Hendrix recorre minuciosamente la hoja de un árbol y nos ofrece, en sus canales, el mapa de una utopía.
Como la tomografía rebana nuestro cerebro en lonchas finísimas para retratar los esteros de la mente, así el ojo de Hendrix toca la esencia en la membrana. Sus esculturas se liberan del volumen. Son láminas de follajes majestuosos. Planchas de pura nervadura, como diría Ida Vitale en un poema:
Porque el otoño seca las hojas
de manera bellísima:
deja en el aire las puras nervaduras,
ésas, casi invisibles
en las que reparábamos apenas
y evapora esa verde sustancia que era,
para nosotros, hoja.
Precuela
Del gringo de estados unidos prequel, precuela no está en el DRAE.
¿Alguien sabe dónde pongo mi queja?
Lo bueno es que está perfectamente aplicado y se entiende
Saludos y un gusto leerte
http://www.lavanguardia.es/opinion/articulos/20110321/54130556969/que-no-nos-dejen-sin-cacaolat.html
Si la RAE tiene marcas registradas en el diccionario,túrmix, el eskay y el nailon ¿Por qué no acepta otras más lógicas y comunes?
Saludos