En su artículo de hoy, David Brooks menciona este video de Hans Rosling presentando los datos del bienestar en los últimos 200 años:
El autoritarismo resurge. Distintas fórmulas autocráticas se ofrecen en el mundo como alternativas a la torpe democracia liberal. En los años 30, recuerda Michael Ignatieff en un artículo reciente (se necesita suscripción) publicado por The New York Review of Books, intelectuales de todas partes viajaban a la Unión Soviética de Stalin, a la Alemania de Hitler o a la Italia de Mussolini para elogiar el sentido de propósito de esas sociedades que comparaban con el desánimo, la debilidad, la mediocridad de la política democrática. Algo así se repite en estos tiempos. Las democracias empiezan a ver con cierta envidia a las exitosas autocracias. Antes, los occidentales que viajaban a Moscú admiraban el metro y veían en él el símbolo de un progreso que el individualismo jamás podría alcanzar. Hoy se ensalzan los trenes chinos y el trote de su economía. Ignatieff se concentra en la crítica a La cuarta revolución, editores del Economist, Micklethwait y Wooldridge, quienes regresan a la receta del adelgazamiento del Estado. Ignatieff discrepa:
El Estado liberal está en crisis, básicamente, porque sus instituciones regulatorias y políticas han sido capturadas o son asediadas por los intereses económicas que debían controlar. Si bien el Estado liberal nunca fue creado para promover la justicia distributiva, siempre debió evitar que el poder del dinero sofocara la competencia y corrompiera el sistema política.
Gracias a un trabajo de Fernanda Gutiérrez Amaros, regreso a este precioso ensayo de Alejandro Rossi.
Leer mal un texto es la cosa más fácil del mundo; la condición indispensable es no ser analfabeto. Una vez superada esa etapa, más cívica que intelectual, las posibilidades que se ofrecen para desmantelar, tergiversar e interpretar erróneamente una frase, una página, un ensayo o un libro son, no diré infinitas, pero sí numerosísimas. No pretendo ni agotarlas ni clasificarlas, tareas destinadas a eruditos pacíficos o a hombres seguramente geniales. Me conformo con enumerar algunas variedades exponiéndolas no por su rareza sino por su recurrencia. Nada de cisnes negros o tréboles extraños; más bien perros callejeros que trotan en grupo.
Abundan, por ejemplo, quienes reducen la lectura a la búsqueda nerviosa de la "conclusión", único sitio en el que se detienen, señalándola, por lo general, con algunas rayas victoriosas. La idea subyacente debe ser sin duda la de que todo el resto es un simulacro de argumentaciones y pruebas, una hojarasca inútil sin ninguna conexión con el final. Como su fuésemos las víctimas de un ritual tedioso que obliga a escribir páginas y más páginas antes de llegar a las cinco o seis frases esenciales. por consiguiente, sólo los ingenuos o los primerizos pierden el tiempo leyendo cuidadosamente todas y cada una de las palabras, sólo ellos postulan la quimera de que la conclusión se apoya en alguna otra parte. Almas blancas que deletrean con cuidado, tenerosas de saltarse un renglón. El texto -déjense de cuentos- no es una estructura verbal compleja e interdependiente; es una mera excusa para introducir el parágrafo clave. Imagino que esta visión degradada de la lectura es la propia de quien está forzado a consumir la prosa burocrática, los innumerables informes, los proyectos, las disculpas, las peticiones. En ese remolino de letras quiza no haya otra manera de sobrevivir. Unos más, otros menos, todos hemos remado en esa galera y todos aprendimos a utilizar el famoso lápiz rojo. El desastre sobreviene cuando esos hábitos no son conscientes y actúan sobre un escrito que no se propone pedir un aumento o solicitar un préstamo o esbozar la solución de aquel problema tan espeluznante y tan urgente. Cuando eso sucede, se practica una lectura primitiva e injusta, disfrazada de eficacia y malicia y cuyo resultado es una triste comedia de equivocaciones, sorpresas y altanerías. Lectores mediocres para quienes el universo es una oficina y una página es un oficio.
Una nueva retrospectiva de Hockney revela la enorme influencia de la palabra escrita en su obra. Blake Morrison examina el diálogo del pintor con Whitman, Cavafis, Flaubert, Proust, Wallace Stevenson, Blake y Durrell.
Pensando en Cervantes, nuestro máximo poeta dijo que aprender a ser libre era aprender a sonreír. Para Ignacio Padilla, la sonrisa no era aprendizaje sino naturaleza. No había esfuerzo ni impostura en la cordialidad de su gesto. En un tiempo malhumorado y quejumbroso, Nacho sonreía con la naturalidad con la que parpadeaba. Así lo retrataron todas las cámara, así lo han recordado todos sus amigos: sonriendo. “Saludaba sonriendo con esa gracia que empieza por los ojos y la mirada poco a poco se volvía palabra, escribió hace unos días Jorge F. Hernández. Leía en voz alta con entonaciones y gestos que mantenían su boca en media luna, e incluso callado y oyente, Nacho parecía sonreír.”
Se entregó, como pocos lo han hecho en mi generación, al gozo de la literatura. A su culto. Apenas se distrajo en otras ocupaciones. Si alguna vez se desvió de el taller donde combinaba palabras, regresó de inmediato a la vocación. Fue un lector atentísimo que encontró en Cervantes una fértil obsesión. Iba y volvía al Quijote y en cada viaje encontraba algo fresco. Fue un crítico afilado que supo compartir, ante todo, el entusiasmo por las letras. No cayó nunca en el pedantismo académico: No se dedicó, a pesar de su imponente erudición, a la explotación de irrelevancias. Debe haber sido, simplemente, un lector que trasmite sus pasiones. Recordaba la indignación del lingüista Roman Jakobson al conocer que Nabokov había sido invitado a la facultad de Harvard. ¿Cómo es posible que se admita a este advenedizo? Aún admitiendo que fuera un buen novelista, decía el profesor, no conoce la teoría, no es uno de nosotros. ¿Invitaremos ahora al elefante para que dé clases de zoología? Así se sentía Ignacio Padilla frente a sus alumnos: un elefante dando el curso de paquidermos. Contagiaba.
Se definió como un “físico cuéntico.” Cultivó todos los géneros pero ésa era su verdadera casa: el cuento. Se reconocía, más que como un maratonista, como corredor de cien metros. Virtuoso de una brevedad densa, sesuda e irónica, Ignacio Padilla jugó con las palabras para nombrar monstruos, ogros y diablos; para describir la vida de las cosas, el peso de los miedos, los olvidos del arte. Brincaba con gracia de Mafalda al Quijote y de los zombis a Hamlet. Uno de sus último ensayos se propuso confrontar a Shakespeare con Cervantes: ver a uno en la sombra del otro. Encontrar luz en el cotejo. Cervantes y Compañía (Tusquets, 2016) es un trabajo admirable por la ecuanimidad que alcanza la admiración por el novelista y el dramaturgo, por el dios y el hombre.
Defendió brillantemente la impureza del lenguaje, es decir, su vida. “Desde las primeras líneas del Quijote, la volatilidad del idioma como sonrisa erasmiana se ha opuesto al rictus medieval petrificado de la lengua, una lengua que, con no ablandarse, no conmueve. Al ingresar a la academia por la puerta trasera, el alcalaíno ha embellecido a martillazos, con la lengua de la tribu, el duro mármol de la lengua del monarca y el obispo: contra la inamovilidad y la muerte, el habla movediza de la vida; frente al latín del púlpito y la cátedra, el balbuceo alegre del lenguaje otro; frente a los discursos sacralizantes y sordos, la burla destemplada y dialogante. Con su crítica, Cervantes nos recuerda que nacemos cada día de la sangre derramada en el feliz combate de dos linajes verbales: uno solemne y otro risueño, uno ancestral y otro gestante, el uno tan necesario como el otro.”
Los seres que nos visitan desde otro planeta en la película “La llegada” son unos pulpos enormes que logran comunicarse con nosotros a través de sus tentáculos. De sus largas extremidades brotan los mensajes que conducen a la protagonista a la experiencia de otra dimensión. Peter Godfrey-Smith, un filósofo que bucea, no ha tenido que salir del planeta para encontrar una inteligencia radicalmente distinta a la nuestra. En los mares del mundo ha estudiado pulpos, calamares y otros cefalópodos y en ellos ha detectado la conciencia más distante.
La inteligencia del pulpo es sorprendente. Es capaz de emplear herramientas, puede resolver problemas complejos, tiene memoria de lo reciente y de lo antiguo, fabrica su propio refugio, es extraordinariamente curioso. Quienes han convivido con pulpos durante largo tiempo, han podido apreciar una personalidad en cada individuo. Algunos son agresivos, otros juguetones. Hay pulpos tímidos y pulpos peleoneros. Parece claro que son capaces de reconocer las diferencias entre los hombres. En un laboratorio, uno solo de los científicos del grupo era recibido con chisguete de agua, cuando llegaba a trabajar. Podemos reconocernos en su afán exploratorio y en su capacidad de aprender; en sus simpatías y repulsiones personales. Pero, como bien advierte Godfrey-Smith en Otras mentes. El pulpo el mar y los orígenes profundos de la conciencia (Farrar, Strauss and Giroux, 2016), representan la otra evolución de la inteligencia. La criatura inteligente más lejana a nosotros. Nuestro ancestro común habrá sido una lombriz plana que vivió hace unos 600 millones de años. De ella partieron dos ramas que evolucionaron por rutas distintas. Una dio lugar a los vertebrados, la otra a los moluscos. El pulpo es, entre ellos, el que tiene el sistema nervioso más complejo. Tiene el cerebro más grande y la mayor cantidad de neuronas en todo el reino de los invertebrados.
Lo más notable, desde el punto de vista anatómico, es que las neuronas no están recluidas en el cerebro. La mayor parte de ellas están sembradas en todo el cuerpo. Los tentáculos están tapizados de células de pensar. Cada tentáculo percibe el mundo de manera independiente y procesa la información que pesca sin necesidad de recibir instrucciones del cerebro. Los bailes del pulpo, sus peleas y exploraciones no son resultado de una instrucción que desciende desde la torre cerebral. Hay, por supuesto una coordinación que proviene del cerebro pero hay una perceptible independencia de las extremidades pensantes. El pulpo, sugiere Godfrey-Smith, es como una banda de jazz. Hay una melodía común pero cada instrumento tiene el deber de improvisar. Un pulpo es un ser y es varios. En uno solo, hay muchos. La unidad de la conciencia, sugiere el autor, es una simple opción evolutiva.
En el pulpo la vieja idea de la separación de la mente y el cuerpo es simplemente absurda. Todo el cuerpo sirve para conocer el mundo. El estudio de Godfrey-Smith es una lectura fascinante: observando a nuestro lejanísimo pariente, el buzo reflexiona sobre la mente y los orígenes más profundos de la conciencia. “La mente, escribe, evolucionó en el mar.” Por supuesto, es imposible adentrarnos en la experiencia de ser pulpo. Podemos simplemente conjeturar: la imagen que esta criatura puede formarse del mundo, el contacto que puede tener consigo mismo y con lo que lo rodea será incomprensible para nosotros pero habrá, en alguna dimensión, sensaciones que nos hermanen.
En uno de sus ensayos, Montaigne sostiene que el sentido de la caza no es la presa sino su persecución. “El mundo es solo una escuela de indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quien efectuará las más bellas carreras.” La metáfora de la cacería le servía al ensayista para reflexionar sobre el conocimiento que siempre se nos escapa. Buscamos el conocimiento aún sabiendo que no lo encontraremos jamás. Montaigne quizá anticipaba también esa tiranía de la utilidad que niega valor a lo más preciado: el paseo.
El escepticismo de Montaigne es buena vacuna contra la idolatría de lo práctico. El inventor de herramientas no puede volverse esclavo de su invento. Nuccio Ordine publicó un ensayo breve hace unos años precisamente contra ese fanatismo de nuestra era. Lo publicó El acantilado hace un par de años y lleva por título La utilidad de lo inútil. Es más útil, por supuesto, un desarmador que una sinfonía, una taza resuelve problemas, un poema puede provocarnos la perplejidad, un taladro nos ahorra tiempo, mientras que un ensayo filosófico puede causarnos una ansiedad terrible. La prédica del momento decreta que un saber sin beneficio es inútil si no es que francamente pernicioso. Lo inútil es un lujo o tal vez una distracción que no tiene cabida en estos tiempos veloces.
Ordine defiende lo inútil del sermón de la rentabilidad. “Si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, solo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agotado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad.”
El manifiesto de Ordine es, en realidad, una libreta de citas con comentarios al margen. Los enlaza la convicción común de que existen saberes que son fines en sí mismos y que es precisamente su carácter gratuito, su naturaleza desinteresada la que sirve de contraste indispensable en este tiempo dominado por el impulso comercial y el afán práctico. Nikolaus Harnoncourt defendía el derecho al arte. Todos debemos tener acceso a la pintura, a la poesía, a la música. Negarle a un niño ese derecho sería mutilarlo espiritualmente. Alguna utilidad tendrá lo inservible en tanto expande la vitalidad humana. “¿Qué habría pensado Albert Einstein, preguntaba el director, qué habría descubierto, si no hubiera tocado el violín? ¿No son las hipótesis atrevidas, las más fantasiosas, las que sólo alcanza el espíritu imaginativo—para que luego puedan ser demostradas por el pensador lógico?” La música no fue solamente pasatiempo para el físico: era uno de los recursos de su pensamiento. Cuando la lógica se atrancaba, tocaba el violín y encontraba una salida. Einstein sabía entrar en la otra lógica del mundo.
No hay nada más útil que las artes, decía Ovidio … porque no tienen ninguna utilidad.
Una de las claves para acceder al universo de Francisco Toledo es la red. Lo vio con claridad el poeta Alberto Blanco en su ensayo sobre las mil máscaras del artista. En efecto, su obra es un tejido. Los telares habrán sido la última fascinación de su larga exploración material, pero fueron, tal vez, la inspiración de toda su obra. Grabados, esculturas, lienzos que entrelazan especies. En el arte textil de Toledo reside un entendimiento del mundo: la paciencia para entreverar hilos y cuerdas, la imaginación para trensar colores y formas, la visión para surcar líneas que rompen el sentido, la luz para devanar pigmentos. Los mismos personajes se entreveran una y otra vez. Y en esas trensas, se reconcilia el mundo. Bien dice el poeta que todo se relaciona en el universo de Toledo: humanos, animales, plantas, cosas; luz y sombra. No hay ahí vestuarios que levanten fronteras ni géneros que impongan códigos. Todo baila, se toca, se penetra, se abraza y riñe. Danzas, coitos, pleitos. Nada está solo. Ni siquiera el artista cuando se ve en el espejo está solo porque hasta en el reflejo lo visitan alacranes, petates y armadillos. En “Fuego nuevo,” poema que Alberto Blanco escribió ante la obra de Toledo, puede encontrarse ese sentido de reconciliación:
Sopla de pronto el espíritu
justo donde menos se esperaba
Y brota una paloma, una tortuga,
un mirlo, un cangrejo, una serpiente,
Un prisma de cuarzo encendido
en el tronco de la ceiba milenaria.
El instante es frágil. Los changos copulan sobre la hamaca. Un aire cuarteado sujeta el tiempo. El cristal roto en sus óleos apenas retiene los fragmentos. Los surcos laberínticos de la piel son un caleidoscopio inagotable. La tierra es un mosaico de escamas. Orejas, huesos, mazorcas, tenazas, falos. Aprendizajes de la cestería. Tejer una canasta donde quepa todo mundo. Amarrar los nudos que nos permiten escapar del confinamiento que nos imponen los dioses y los hombres. Doble rebeldía que maldice la ciudad y la laguna. Cruzar con el lápiz las cuatro estrellas; trazar la silueta de las constelaciones; tocar todos los puntos cardinales, desde lo útil hasta lo fantasioso, del óxido al semen, de la tenaza a la piel. Todo en Toledo es deseo, pero deseo primordial, un deseo anterior a esa caída que fue la civilización. En ese territorio fuera del tiempo, Benito Juárez y las bicicletas existen como existen los murciélagos, el coyote y la lluvia. El suyo es un retrato del mundo ante las estrellas. Humanos, iguanas, sapos se aparean sin cortejo en sus lienzos y vasijas. Por eso no se asoma ahí el erotismo. La sexualidad que aparece en cada imagen de Toledo no es la sutil insinuación del deseo, el préambulo a la caricia sino la consumación directa y espontánea del apetito. Un placer sin cortejo y sin diferimiento donde reside el impulso original. Burlas de la convención: trazos que se ríen de la esclavitud de los cuerpos. La libertad o, más bien como vio Cardoza y Aragón: la vida misma, el desatado instinto de la fecundación.