Hace 30 años Edward W. Said publicó Orientalismo, su obra clave. The Guardian lo recuerda con una serie de apuntes sobre su controvertida vigencia.
Agradezco la carta que Enrique Balp Díaz, Director General de Comunicación Social de la UNAM, ha enviado al diario en respuesta a mi artículo reciente sobre las lecciones de impunidad que dicta la rectoría. En un artículo previo (“La otra política,” Reforma, 29 de abril) había aplaudido ya la denuncia presentada ante la Procuraduría General de la República. Que el Tribunal Universitario aplique diversas sanciones a quienes ejercen la violencia en la Universidad Nacional es, desde luego, lo debido. Sin embargo, estas dos acciones no niegan el hecho central en que se fundamenta mi crítica a la rectoría: la negociación con los violentos. Abrir una mesa negociación con los representantes de quienes tomaron la Torre de rectoría no es sólo una condonación de la violencia sino una recomendación para el futuro.
Atentamente
Jesús Silva-Herzog Márquez
Enrique Vila-Matas escribe en El país sobre la política, la conversación y el cigarro:
Para quienes creemos en el veredicto de las urnas más que en las manifestaciones de la calle, es buena noticia que los votos hayan decidido que habrá un Parlamento catalán muy plural. Es bueno porque crea problemas complejos que exigen soluciones complejas a través del arte de discutir, de dialogar, de anudar pactos, de escuchar a los otros, de ceder y al mismo tiempo ensancharse; estoy hablando, supongo, de cierta destreza que se desplegaba antes en el viejo arte de hacer política, destreza hoy olvidada ¿Por cuánto tiempo seguirá así? Ayer tuve un sueño tal vez ridículo: habían eliminado todas las prohibiciones de los últimos años y se aplaudía la destreza en el arte de fumar, que había venido a sustituir a la destreza de los grandes políticos de antes. De pronto, se observaba que, al volver todo el mundo a fumar, resultaba más sencillo encontrar soluciones complejas a los problemas complejos.
Intuyo que, dentro de unas décadas, si alguien vuelve a relacionar tabaco con solución de problemas, quizás ya no encuentre a nadie que pueda entenderle. Hoy día, aún podemos comprender esa relación porque tenemos bien cerca, por ejemplo, aquellas redacciones de periódicos en los que todo el mundo fumaba y reía y conversaba con la calma que daba el tiempo entonces tan lento: tiempo de tabaco y risas, de tabaco y amistad, de tabaco y quietud.
Por el blog de Alex Ross, descubro Hékla, composición de Jón Leiff que toma el nombre de un volcán Islandia que sí puede pronunciarse.
El escultor catalán Jaume Plensa ha recibido el Premio Velázquez, que ha sido antes de Ramón Gaya, Tàpies, Juan Soriano, Cildo Mireles. Plensa es el creador de los edificios sonrientes que que escupen agua en Chicago, de las inmensas cabezas de alabastro que viajan por el mundo, de los collares y cortinas de letras y números.
Aquí puede encontrarse una galería y aquí un muy buen documental sobre su obra.
The New Statesman publica una entrevista con el arquitecto Rem Koolhaas. Entre las cosas que dice:
En su nueva colección Opúsculos, El Colegio Nacional ha rescatado un viejo discurso de Ignacio Chávez ante el Congreso Mundial de Cardiología. Hace casi sesenta años, el médico reflexionaba sobre las promesas y los peligros de la especialización médica. Su mensaje es uno de los mejores argumentos por la conciliación de las culturas. El educador buscaba el acercamiento de esos dominios que nuestro tiempo se ha empeñado en enemistar: la ciencia y la filosofía, la técnica y la poesía, la medicina y las humanidades.
Chávez, por supuesto, reconocía los beneficios de la especialización. Sabía que adentrarse en los vericuetos de un órgano aceleraba la ciencia y daba más herramientas para la atención del enfermo. También advertía los costos. Hay en la especialización una “enorme fuerza expansiva de progreso”. Gracias a ella contemplamos el avance espectacular de nuestra disciplina. Al mismo tiempo la especialización era “fragmentación, visión parcial, limitación de nuestro horizonte. Lo que se gana en hondura se pierde en extensión. Para dominar un campo del conocimiento, se tiene que abandonar el resto; el hombre se confina así en un punto y sacrifica la visión integral de su ciencia y la visión universal de su mundo. Sufre con ello su cultura general, que se ve obligado a soltar, como se suelta un lastre; sufre después su formación científica, porque deja de mirar la ciencia como un todo, para quedarse con una pobre pequeña rama entre las manos; sufre, por último, su mundo moral, porque el sacrificio de la cultura constituye un sacrificio de los valores que debieran fijar las normas de su vida. Y en este drama del hombre de ciencia se perfila un riesgo inminente: la deshumanización de la medicina y la deshumanización del médico.”
Como Alfonso Reyes, pedía el latín para las izquierdas, toda la literatura del mundo para México, su cardiólogo invitaba a sus colegas pasear por los jardines atenienses. El argumento de Reyes era que esa cultura no nos era ajena, que no podríamos pensar que sólo lo endógeno nos era propio. Nuestro es todo el caudal de la cultura de Occidente. En ese mismo sentido, sugería Chávez que no había mayor mutilación parea el médico que la amputación de la cultura humanística. Lo decía porque sabía bien que el humanismo no era un lujo: “Humanismo quiere decir cultura, comprensión del hombre en sus aspiraciones y miserias; valoración de lo que es bueno, lo que es bello y lo que es justo en la vida; fijación de las normas que rigen nuestro mundo interior; afán de superación que nos lleva, como en la frase del filósofo, a ‘igualar con la vida el pensamiento’. Ésa es la acción del humanismo, al hacernos cultos. La ciencia es otra cosa, nos hace fuertes, pero no mejores. Por eso el médico, mientras más sabio debe ser más culto.”
Cuidaba Chávez, ni más ni menos, que la autoridad de su disciplina. Cuidaba el ascendiente del médico que no es simple superioridad de información técnica. En cada diagnóstico hay algo más que comprensión: simpatía. “El médico no es un mecánico que deba arreglar un organismo enfermo como se arregla una máquina descompuesta. Es un hombre que se asoma sobre otro hombre, en un afán de ayuda, ofreciendo lo que tiene, un poco de ciencia y un mucho de comprensión y simpatía. ¿Por qué hemos de dejar perder ese aspecto fundamental, humano, que no viene de nuestra ciencia sino de raíces más hondas, de nuestra cultura que nos fija un deber y de nuestra sensibilidad que traduce, parafraseando a Peguy, un impulso del alma hacia el bien.” Al decir esto, al pasearse por los jardines de la Academia, Chávez imaginaba la sonrisa escéptica de sus colegas: ¿para qué me sirven esas cosas, si con mi técnica y mi ciencia, con mis herramientas y mis pócimas puedo dominar la ciencia de la cardiología.
Hacía entonces otro intento por persuadir a los miembros de la Sociedad Internacional de Cardiólogos: ciencia y cultura son hermanas. No pelean: se complementan armoniosamente. En la filosofía y en la literatura, en la historia y en la poesía habría de alimentarse la humildad. No cabe la medicina entera en el matraz de la ciencia. Imposible de medir el sufrimiento irrepetible, el reflejo ante el dolor, la angustia. El humanismo, dice Chávez, le permitirá al médico “inclinarse con humildad ante la inmensidad de lo que ignora.”
La historia parece sacada del periódico del día de hoy. En un régimen cerrado, un grupo de disidentes lanza mensajes que se extienden como un virus por la ciudad. Las burlas a los poderosos brincan de una casa a otra, formando una red de discrepantes que crece a diario. De pronto, la policía da el golpe y pone fin a la infección. Los burlones, tras las rejas para que nadie tenga acceso a los mensajes sediciosos. En realidad, se trata de una historia de mediados del siglo XVIII, en París. Los hechos los narra ese extraordinario detective de la historia francesa que es Robert Darnton. El historiador no es solamente un erudito que lo sabe todo de los tiempos revolucionarios, sino un especialista en los trasmisores de las ideas, sean libros, panfletos o pantallas.
En esta historia, más que impresos, Darnton registra versos que pasaban de boca en boca en la capital francesa, en 1749. En un país con poco acceso a la red (de publicaciones) los mensajes viajan, sobre todo, oralmente. Si se acompañan de música, mejor. El investigador hurga en archivos hasta escuchar con la imaginación a los cantantes que en las esquinas y en los callejones parisinos difundían la denuncia y se mofaban del régimen y sus personajes. Si se conservan ciertos rastros de esas coplas es, desde luego, por su ofensa. Por ser consideradas como un peligro político ingresaron a los archivos de la policía parisina. La música es utilizada como la correa que trasmite la rebeldía. Convertidos en canción, los versos insumisos son una travesura que va conectando inconformes. El gozo de cantar la insolencia bajo la cubierta de un sonsonete inofensivo se contagia con facilidad. La técnica de entonces era la misma que hoy oímos en programas como el Weso: sobre tonadas populares, los cantantes callejeros sobreponen versos sediciosos. Un palimpsesto sonoro, lo llama Darnton.
Poetry and the Police: Communication Networks in Eighteenth-Century Paris (Belknap Press, 2010) recupera un número reducido de poemas cantados en la calle. Darnton encuentra vestigios de la letra, las órdenes para la captura de los cantantes, los interrogatorios, las confesiones y delaciones de los reos. Reconstruye así el episodio conocido como el “Affaire de los catorce,” por ser ése el número de los convictos. En las canciones, se observa la saña contra Madame Pompadou pero ni la corte ni el rey se salvan del embate musical. El monarca es pintado en uno de los poemas como monstruo de rabia negra y en otro es retratado como un impotente:
Pues bien, burguesía temeraria
Dices que has podido dar satisfacción
al rey
Y que él ha satisfecho tus esperanzas
Bien sabemos que esa noche
el rey quiso dar prueba de su ternura
pero no pudo.
Darnton se desplaza con destreza admirable por los archivos del siglo XVIII, ofreciéndonos un jugoso cuento policiaco en el que catorce hombres caen en manos de la policía, pero nunca puede darse con el autor de los versos peligrosos. La reconstrucción del episodio llega, incluso a su resurrección musical. En internet puede escucharse una recreación de las canciones, de acuerdo a las pistas que Darnton ha podido ir integrando. El cabaret electrónico puede escucharse aquí. Desde luego, no podemos escuchar las canciones como las habrán oído a escondidas, hace más de 250 años, pero al escucharlas se advierte la fuerza de esos hilos de comunicación. Ahí está el argumento central de Darnton: internet no inventó la comunicación humana; Facebook no es el origen de las redes sociales. Si a la monarquía le enfurecían las burlas cantadas es porque se percataba de algo que los poderosos todavía no sabían cómo tratar: la opinión pública.
Hace un par de semanas se estrenó una nueva producción de Oleanna en el teatro El granero de la Ciudad de México. La traducción es de Daniel Pastor; la dirige Enrique Singer y actúan Juan Manuel Bernal e Irene Azuela. La obra de David Mamet se presentó por primera vez en Boston, hace casi veinte años. Aparecía justo en el momento en que estallaba el primer gran escándalo de acoso sexual en la política de los Estados Unidos. En las audiencias del Senado para confirmar a un ministro de la Suprema Corte se escuchaban a una antigua colaboradora del candidato relatando con detalle las insinuaciones ofensivas de Clarence Thomas. La obra de Mamet aborda el tema del acoso sexual. Algunos vieron en ella un alegato antifeminista: una burla a las válidas denuncias de la cultura machista. El tema del acoso está presente en la obra pero su núcleo es otro: el poder.
He visto la obra en su versión cinematográfica y ahora en esta producción. En ambas ocasiones he pensado que el gran libreto de Mamet no ha encontrado la escenificación que merece. La obra sigue el empedrado diálogo entre un maestro arrogante y una estudiante retraída. La escenografía de la puesta en la producción mexicana es igualmente sencilla: una mesa y dos sillas. Las piezas del mobiliario giran entre actos. Los vuelcos dramáticos de la obra son subrayados así con el gesto casi imperceptible de la rotación. El movimiento permite a todos los espectadores del teatro ver de frente a los actores sucesivamente. Pero más allá de eso, sugiere la vuelta de un tornillo: el opresivo tornillo del poder. Oleanna evoca la perversidad del mando, la perversión de su lenguaje y la ignominia de su traslación. Tan abusivo el poder en su ejercicio, como en su escarmiento. Contrastan en la obra dos formas de sometimiento. La primera se envuelve en formas paternales pero es fatua, petulante y autoglorificadora. Tras la verborrea de un discurso alternativo, bajo la fraseología de la rebelión académica, mediocres ambiciones. La segunda se enfunda en la reivindicación del grupo pero no es más que el reflejo del resentimiento. Los antagonistas que se enfrentan durante la obra disfrutan de su mezquino imperio. El catedrático esculpiendo el monumento a sí mismo; la estudiante saboreando la represalia. Cada uno juega con el muñeco que fabrica en su imaginación. El profesor se solaza en la ignorancia de su alumna; ella se enorgullece al aniquilar al despotismo en efigie.
Sellada por la subordinación, la comunicación entre ellos es imposible. Ni siquiera el inocente intercambio sobre el clima cruza el abismo del poder. Cuando las palabras quedan imantadas por la enemistad, ni el trivial saludo alcanza la otra orilla. El buenos días puede ser escuchado, en efecto, como un insulto. ¿Buenos días? La densidad verbal de la obra de Mamet está estupendamente bien servida por la traducción de Daniel Pastor. Todo conspira contra la comunicación: la vanidad alimenta la inseguridad; la soberbia bloquea la comprensión; el resentimiento cierra los oídos y endurece los prejuicios. En un espacio diminuto dos personas son incapaces de estar juntos y escucharse. Uno atiende el teléfono; la otra se ha detenido en su pasado.
La escena de Oleanna se sacude en un par de ocasiones: la aparente tersura del primer acto estalla en el desenlace. Los papeles se invierten pero el artefacto del abuso queda intacto. En el pequeño universo del teatro se representa así la órbita maldita de la política. El movimiento rotatorio del poder—eso que, en homenaje al sendero de los planetas, llamamos revoluciones—no limpia nada.
Entre los libros que se acomodan en las estanterías de novedades, se levanta una estela imponente: el nuevo libro de Enrique Florescano. La obra se publica en una edición magnífica que apenas deja cargarse. Por ambición, más que por volumen, es una obra descomunal, una investigación que corre en sentido contrario a las menudencias de la historia académica y la banalidad de cierta historia de divulgación. Un trabajo propio de varias instituciones, emprendido durante años por un solo hombre. No es que se trate de la obra de un genio solitario, sino la extraordinaria integración de saberes que ha logrado un atentísimo historiador a través del tiempo.
“De tarde en tarde, en lo infinito del tiempo y en medio de la enorme indiferencia del mundo, algunos hombres reunidos en sociedad dan origen a algo que los sobrepasa: a una civilización. Son los creadores de culturas. Y los indios de Anáhuac, al pie de sus volcanes, a orillas de sus lagunas, pueden ser contados entre esos hombres.” Estas líneas de Jacques Soustelle cierran el voluminoso trabajo de Enrique Florescano. De alguna manera, marcan el tono de la obra: Mesoamérica, más allá de su evidente diversidad, aparece como una unidad cultural. Los orígenes del poder en Mesoamérica, es una historia del arte político mesoamericano. Un arte que por supuesto, desborda lo que entendemos por arte y una política que trasciende igualmente los linderos modernos de lo político.
Esta exploración del arte político en Mesoamérica coloca la idea del poder en el centro. Está en el núcleo del título y en la médula de cada párrafo. Pero, ¿de qué poder habla el historiador? No se trata, por supuesto, del poder hecho tecnología en la modernidad occidental. Se trata del poder profundo, el poder que inyecta sentido al mundo; el poder que genera, para los hombres, cosmos. Las transformaciones históricas que con tanto cuidado examina Florescano en su trabajo no pertenecen a ese reino autónomo de lo gubernativo que en Occidente despunta en el Renacimiento. No acentúan en exclusiva la jerarquía imperativa del Estado y de su cabeza, el príncipe. Lo político es retratado en este extenso mural como un misterioso y complejo sentido de orden que va mucho más allá del decreto y la ley. Implica fuerza, violencia y sometimiento. Pero no sólo eso. Sea porque en algún tiempo encarnó en la noción de virtud cívica o principesca; sea porque fue procesada después como fuerza mecánica, la política ha quedado reducida al imperio de unos sobre otros. El relato de Florescano tiene el enorme valor de recordarnos el tamaño de esa estrechez moderna: el poder no es solamente sumisión: es, antes que eso, el sitio de la coexistencia.
El viaje que Florescano hace por los siglos anteriores a la llegada de los españoles, representa, ante todo, el esfuerzo por descifrar el contenido simbólico de la política. En la estructura urbana de las ciudades mesoamericanas, en sus estelas y murales, en figuras y tumbas abundan narraciones, alegorías, recuerdos, leyendas y metáforas que interpretan el mundo y que, sobre todo, los vuelven un compuesto coherente, integrado, armónico. Plantas y planetas; volcanes y guerras; gobiernos, hombres y bestias hilados en el mito. La actividad simbólica, ha dicho Michael Walzer, le permite a la política lograr su objetivo central: unificar; hacer, de lo diverso, uno. Los símbolos del poder en Mesoamérica, no son decorado de los palacios: son marcos del pensar y, por ello, contornos de la acción colectiva. Los símbolos rodean las ideas y definen lo inconcebible. Así, el Estado mesoamericano, una hazaña de la centralización, la potencia fiscal, la organización económica, la demarcación territorial, la organicidad demográfica es también una joya de la arquitectura simbólica.
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