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Un partido mexicano quiere que el color de México en este mapa sea negro. (Revista Good, vía Andrew Sullivan)
Frente a la beligerancia de Hitchens o Dawkins en su combate a toda forma de religiosidad, A. C. Grayling es un ateo que no pierde mucho tiempo insultando a los dioses y a quienes creen en ellos. "Soy la versión aterciopelada" dice él mismo. Acaba de publicar un libro, cuyo subtítulo es Una Biblia secular. Su libro recoge textos de la larga tradición moral del mundo que no apela a lo sagrado. Un manifiesto, dice, por el pensamiento racional. El filósofo académico se percató hace años que la filosofía era patrimonio de todos. Desde entonces, ha tratado de insertar los grandes temas de la filosofía en la conversación pública.
En la revista Prospect, Simon Blackburn reflexiona sobre la moralidad sin Dios.
Murió Lucian Freud. El crítico australiano Robert Hughes lo describió hace unos años como el máximo artista inglés vivo. Pocos discutirán que fue el gigante del arte figurativo de nuestro tiempo. Frente al éxito comercial del escándalo artístico, Freud reivindica el poder tradicional de la pintura. El New York Times lo recuerda aquí, The Guardian acá, The Telegraph publica esta nota. En el Financial Times se le describe como el mejor intérprete de la carne humana. Puede verse una conversación de Charlie Rose con William Acquavella and John Richardson. The Guardian también comparte una buena galería de su vida y su trabajo.
Martin Gayford posó para Freud y escribió un libro sobre la experiencia. David Dawson, su asistente por más de una década, lo fotografío muchas veces en su estudio. Este libro recoge sus imágenes. Acá se puede recorrer una parte de su obra. Éste es un documental interesante sobre sus retratos. Florence Waters enlista datos que poco se conocen de su vida y de su obra. El crítico Martin Gayford recuerda a su amigo. Jerry Saltz explica por qué admira a un artista que no le gusta. El obituario del Economist describe su despiadada honestidad.
En el New York Times, Michael Kimmelman lo recuerda como el hombre más interesante de Londres. Merope Mills narra la entrevista que se convirtió en una cita. El Telegraph junta algunas expresiones suyas. William Feaver recuerda sus llamadas telefónicas y la rudeza de sus cartas. Para Fernando Castro, en el abc, sus retratos son "las más honestas modulaciones de la melancolía contemporánea." Manuela Mena, en El país, cree que será tan importante como su abuelo para entender al siglo XX.
La galería Serpentine comisionó a los arquitectos suizos Herzog & de Meuron y al artista chino Ai Wei Wei la pieza de este año que coincide con las Olimpiadas de Londres 2012. El pabellón de la galería Serpentine se ha vuelto ya una tradición cultural londinense. Cada año, un arquitecto es invitado a construir una estructura temporal en los jardines de la galería. Este año, la obra del equipo que construyó el estadio nacional de Beijing es un espejo de agua que es el techo de una cueva de corcho.
Durante años nos preparó el desayuno. Todos los días podíamos encontrar ahí ese plato que Germán Dehesa había cocinado con esmero y con deleite hablándonos de todo y también de nada. Nunca usó el horno de microondas para acelerar la preparación de un desayuno de bolsita; nunca nos aventó el plato a disgusto. A diario salía a buscar en el mercado, en la calle, en sus lecturas, en el futbol, en la política, en sus cariños y hasta en sus achaques la sustancia y el condimento de su regalo cotidiano. Disfrutaba el despuntar de cada párrafo. Sonreía en la combinación de los elementos, en su cuidado cocimiento, en la evocación de algún libro, en el agregado del humor. La cotidianeidad de su oficio era constancia, nunca rutina. El hábito no se volvió nunca desatención, reiteración tediosa de la misma tarea, mecánico repiqueteo de lugares comunes.
Supongo que habrá tecleado sus artículos con velocidad, pero para escribirlos tardaba metódicamente, 24 horas. Su escritura no estaba solamente en el golpeteo de las teclas de su computadora sino en sus pasos, en su plática, en su respiración. Cada instante era registrado en esa épica de lo cotidiano. La lectura del periódico, la maravilla de la literatura, algún paseo, sus gustos y sus malestares, las conversaciones y las causas. Los lectores de Reforma atestiguamos durante años la redacción de un dietario único que enlazaba vida y gramática. Escritura instantánea que borraba la distancia entre la vida y la letra. Hay quien describe su comezón como si reportara la composición química de las piedras venusinas: todo examen, nada experiencia. Germán Dehesa, por el contrario, sólo podía emprender la descripción de un evento, cuando el asunto le pellizcaba. Nada de lo que escribió le fue ajeno. Todo lo que registraba en sus crónicas, pasaba por sus sentidos antes de llegar a sus adverbios.
Pocos espacios como su Gaceta para apreciar el juego de las palabras. Dehesa fue, ante todo, un profesor de literatura. En sus artículos se percibe esa intención de comunicar el entusiasmo por la creación literaria, por trasmitir, con el ejemplo, la limpia ordenación de las palabras, por contagiar la adicción a las letras, por honrar la tradición que nos alberga. Fue un maestro de la cita precisa, la evocación exacta. No insertaba comillas para pavonear sus lecturas, sino para compartirlas generosamente. Generosidad es la palabra clave para recordarlo. En una de sus últimas colaboraciones soltaba una lección de vida: “Nadie conoce todos los secretos y recovecos que tiene el vivir. Yo menos que nadie, pero hasta yo adivino que la clave está en el nosotros que es una delicia. Comparen el hecho de comprar un helado para nuestro gusto, a comprar el mismo helado para compartirlo con alguien que será nuestro cómplice en ese súbito nosotros. Queda con esto demostrado que no es bueno que el hombre ande solo.” Durante años, desayunamos su helado.
Dehesa no se cansó de escribir ni nos cansó con su escritura precisamente porque sus crónicas no eran para él sitio para el sermón o la arenga sino, sobre todo, un lugar para el retozo. Es cierto: Dehesa fue defensor de causas modestas y entrañables, fue látigo de pillos y criticón venenoso. Pero nunca fue un sentencioso en busca de la frase inmortal, un disertante de ideas geniales. La tentación a la que se abandonó fue otra. Buscaba la línea que arqueara la boca de sus lectores en una sonrisa. En un vecindario donde la expresión es una colilla de cigarro pisoteada en la calle, Dehesa reanimaba la propiedad danzarina de las palabras. Siempre encontraba un giro para nombrar las cosas a su modo, para escapar del reflejo de las frases hechas. En sus adjetivos y en sus apodos aparecía la magia, la alegría de las palabras.
Al terminar su doctorado quiso escribir una
historia de Europa. El director de la Biblioteca Nacional de Francia le pidió
paciencia. “Espérate a cumplir ochenta años.” Jacques Barzun le agregó doce
años a la edad sugerida para publicar a los 92, su historia de Occidente. Un
lienzo en el que se despliegan quinientos años de una civilización que anuncia
su desintegración: Del amanecer a la
decadencia. 500 años de la vida cultural de Occidente. Como el título
advierte, el imponente monumento de Barzun no es un volumen para acreditar una
materia escolar sino expresión de una devoción y una tristeza.
Barzun, el decano de los críticos culturales
de los Estados Unidos, nació cerca de París en 1907. Murió la semana pasada en
San Antonio, Texas. Hijo de un poeta y diplomático francés, vivió en una casa impregnada
de arte. Apollinaire le enseñó a leer la hora, escuchó desde niño las mentiras
de Cocteau. Por la sala de su casa desfilaron Léger, Kandinsky, Duchamp, Zweig,
Pound. El niño estaba convencido de que todo mundo era artista. Creció bajo la
idea de que todos eran creadores y que el mundo era esa conversación, ese
juego, esos descubrimientos. Quizá la decadencia que lamenta en su obra capital
es contemplar la imposibilidad de revivir aquellas reuniones de su infancia.
Fue un académico que, como Arthur Krystal
apuntó en un retrato para el Newyorker, combinó
lo aparentemente contradictorio: el rigor y el entusiasmo. Escribió de música,
de literatura, del verso francés y el romanticismo británico, del arte de la
enseñanza y de novelas de detectives. Pero no fue el generalista que los
especialistas suelen despreciar como si fueran coleccionistas de lugares
comunes. Por el contrario, era el hombre a quien los especialistas consultaban
en su propio campo. Se cuenta que Toscanini lo buscó en 1951 para que lo
ayudara a entender un pasaje de Berlioz. Al final del día, el erudito temió que
toda su obra terminara en el recuerdo de una frase que aparece en el Salón de
la fama del béisbol: “Quien quiera conocer el corazón y la mente de los Estados
Unidos debe aprender béisbol.”
En la Universidad de Columbia dirigió con
Lionel Trilling el seminario sobre los “Libros importantes”, del que se
desprendió el proyecto de los Grandes libros, bajo la convicción de que
Occidente descansaba en paquete compacto de obras inmortales. La universidad
era para él el espacio para conversar con esas obras, con esos autores. Los
clásicos eran la única esperanza de comunidad: necesitamos esas ideas, esas
imágenes, esas fábulas y mitos para tener un vocabulario que permita
entendernos. Ese lenguaje común era para él el cimiento de la buena voluntad y
de la confianza. La universidad era por ello un bien público imprescindible. La
universidad habría de educarnos en los clásicos para cultivar nuestra
imaginación pero ha sido secuestrada por entrenadores empeñados en usar los
salones de clase para instruir oficios y técnicas. La “gangrena de la
especialización” que padece la universidad contemporánea busca solamente el
vulgar adiestramiento de los profesionales.
Pero la decadencia occidental de la que habla
en la obra de su vida no es espeluznante. Barzun habla de decadencia, es decir,
de disgregación, de desintegración: no de apocalipsis. La decadencia es anuncio
de una ineluctable renovación. En alguna ocasión dijo: “Siempre he sido—creo
que todo estudioso de la historia es, necesariamente, un alegre pesimista.”
En buen momento ha puesto en circulación Siglo XXI las novelas políticas de Luis Spota. Seis novelas que retratan “la costumbre del poder.” Retrato hablado (1975), Palabras mayores (1975), Sobre la marcha (1976), El primer día (1977), El rostro del sueño (1979), La víspera del trueno (1980). La grilla cortesana, el destape, la campaña, la asunción del poder, la soledad del gobernante retratados en en esta serie que es ficción y no lo es. La saga ameritaría, sin duda, una versión televisiva. En las novelas de Spota tenemos la versión mexicana de House of Cards.
Condenado por su cercanía al poder y, sobre todo, por su éxito, Spota fue un autor despreciado por el mundo intelectual mexicano. “El señor Spota no existe,” dijo Emmanuel Carballo. Es un invento, “el momento más sublime de la cursilería de la clase media.” Soledad Loaeza juzgó con severidad las novelas de Spota. La politóloga las leía como caricaturas repletas de lugares comunes. Simplificaciones que presentaban un cuadro falso de la política. Con un sesgo ideológico evidente, se presentaba la política como un mundo irremediablemente perverso, sucio, corrupto. La mirada del novelista sentía una clara atracción por el poder militar y tendía excusar las corruptelas del empresariado. Los relatos de Spota se desentendían de las restricciones institucionales que existían incluso en un régimen autoritario como el priista. Por eso contribuía a la leyenda de la presidencia como una oficina mágica. Sus obras, concluía Soledad Loaeza, son un “sustituto de explicación.”
Más que un sustituto de explicación de aquel mundo político, pueden leerse estas novelas como una representación paralela. Cierto: quien busque sociología compleja, sutileza psicológica, una guía al laberinto de las instituciones, saldrá decepcionado. Pero, como apunta Adolfo Castañón Leonardo Curzio, hay astucia y eficacia en la prosa de Spota. Velocidad narrativa. “Sí, recurre con obstinación al tópico y a las generalizaciones, pero eso no condena su obra a la trivialidad. Tiene miga, una muy precisa visión del fenómeno del poder; entiende bien las bajezas —más frecuentes que las grandezas (que también las hay)— del ejercicio del poder.”
Si en fechas recientes el presidente mexicano invocó la liturgia de su partido, es seguramente porque aquellos oficios que registró Spota perduran en la imaginación de la clase política. Es mucho, por supuesto, lo que ha cambiado en el país desde que se fueron publicando, por entregas, aquellas novelas. Otras las vías de acceso al poder, otra la naturaleza de la crítica y las oposiciones, muy distinta la configuración del mando. Pero algo puede encontrarse en las novelas de Spota que parece tan descripción de nuestro mundo como del suyo… El poder como una cueva de secretos y deslealtades, de jerarquías, servilismo y traición.
Dejo como muestra un párrafo de los dilemas de un candidato en campaña frente al presidente en funciones. El candidato se percata de que el presidente es un fardo para su campaña pero no se atreve a romper con él. “¿Por tradición debo silenciar los atropellos que se cometen contra el pueblo; por tradición, ¿debo aparecer como secuaz de caciques, despojadores y asesinos?; por tradición, ¿he de aplaudir la voracidad de los ricos, las sinvergüenzadas de los líderes y las incompetencias de los burócratas?; por tradición, ¿estoy obligado a cerrar los ojos y a taparme las orejas para no ver ni oír que la justicia sólo sirve al que puede comprarla? ¿Se me exige que por tradición me convierta en cómplice o encubridor de los culpables de todo aquello a lo que me opongo?
Su asesor le contesta de inmediato: “No indefinidamente, doctor Ávila: disciplinarte hasta que seas tú el Señor del Poder. Entonces, rebélate contra lo que desees, cambia lo que gustes, castiga al que lo merezca.”
Si no es explicación es descripción.
Tal vez sea cierto que los intelectuales se han extinguido, pero están de moda. Hace un poco más de veinte años, un agente literario le advirtió a Russell Jacoby: si pones la palabra “intelectual” en la portada de tu libro, despídete de las ventas. Nadie compra un libro sobre intelectuales. Jacoby no le hizo caso al consejo y publicó Los últimos intelectuales
. Al libro le fue bien: se ha reeditado varias veces y se ha convertido en una especie de clásico. La autopsia que hacía del cadáver indicaba que la aburrición había sido la causa de la muerte. La monotonía de la vida universitaria produjo la asfixia. El ecosistema de cafés, revistas y conversaciones que lo alimentaban había desaparecido. Su lugar lo ocupó una fábrica de títulos académicos y revistas de claustro. Pierre Bourdieu encontraba otras huellas en el cuello del muerto. No era la universidad, sino la televisión la culpable del deceso. El intelectual nace de un público que lee. Necesitó del instrumento de la imprenta para formar una comunidad de lectores a la que se le puede exigir atención. El intelectual del que habla Bourdieu en su ensayo contra la televisión es capaz de definir el tema del que habla, el tono en el que escribe, la extensión de su alegato. Pero cuando es capturado en la pecera mediática, el pensador se convierte en otro profesional del entretenimiento. La televisión, decía Bourdieu, no puede ser transporte del pensamiento. Al delimitar el tema, al demandar concisión y velocidad, al empuñar constantemente la amenaza del reloj, la televisión impone superficialidad.
Roger Bartra ha publicado en el número más reciente de Letras libres una reflexión sobre la curiosa suerte de los intelectuales mexicanos en tiempos democráticos. Nunca como ahora ha habido en el país tantos espacios para hacerse leer, para hacerse oír, para hacerse ver. La caída del régimen autoritario ha provocado una expansión extraordinaria de los espacios intelectuales. Una variada corte ocupa esos territorios: “escapados de la academia, periodistas con ínfulas, prófugos de la literatura, ideólogos desahuciados, tecnócratas desempleados, políticos insensatos, burócratas exquisitos.” No los identifica una exigencia común, sino un ánimo melancólico: el desprecio a la madre (democrática) que los parió. El opinionismo es ubicuo pero, sobre todo, quejumbroso. Lo que Jorge Castañeda llama “comentocracia” es un pozo que bombea amargura al país.
Bartra inserta esa dinámica en las coordenadas tradicionales de la política: el embrujo del poder se tragó en 2006 a buena parte de la intelectualidad mexicana. “La dificultad de entender la derrota, combinada con el descubrimiento de que los había deslumbrado el populismo rancio de un cacique, ha asumido a muchos intelectuales en una desesperada tristeza política.” La clave de la amargura puede estar, sin embargo, en otro sitio. Quizá pueda ubicarse en la confluencia de amenazas que detectaban Jacoby y Bourdieu, cada quien por su rumbo: la burocratización del conocimiento y sus tributos a la industria del espectáculo. El lenguaje del opinionismo dominante acostumbra vestirse con credenciales de autoridad académica, pero suele olvidar sus rigores. Bastan un dato de aquí y una cita de allá, envueltos en la prosa del lugar común. La serenidad, la profundidad y la escritura, sacrificados por el reflejo del comentario rotundo. La comprensión queda sepultada en la perorata. El sermón moral y la receta tecnocrática machacan obsesivamente las contrahechuras mexicanas para subrayar al lustre del Santo Opinador. El opinionismo mexicano no es sólo amargo; también tiene mala letra.
He opinado.
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