Viendo por televisión las convenciones recientes, Charles Simic retoma su Mencken para deleitarse con las maravillosas crónicas del periodista de Baltimore. Mencken asistía puntualmente a las convenciones que organizan los partidos para postular formalmente a sus candidatos. Detestaba el espectáculo y, al mismo tiempo, se maravillaba con él. Dice Simic:
A pesar de todo, Mencken acepta que disfrutó muchas convenciones, confesando que había algo ahí tan fascinante como un ahorcamiento. Eran vulgares, feas, estúpidas, tediosas, agresivas a los centros superiores del cerebro y al trasero y, al mismo tiempo, podrían ser encantadoras. Uno podría estar sentado en largas sesiones, decía, deseando que todos los delegados estuvieran bien muertos y en el infierno–cuando repentinamente aparecía algo tan ostentoso e hilarante, tan obsceno y melodramático, tan increíblemente excitante y absurdo que uno podía vivir un año fantástico en una hora. (El regaño incoherente de Clint Eastwood a una silla vacía puede dar la nota). «Aquí, decía, descansa el gran mérito de la democracia cuando todo se ha dicho y hecho; puede ser torpe, puerca, puede ser indescriptiblemente incompetente y deshonesta, pero nunca es triste–sus procesos, aún cuando irritan, nunca aburren.»
Escribió Gabriel Zaid en su artículo de ayer en Reforma:
La repugnancia que hoy se tiene a la guerra debe extenderse a las guerras civiles. El 16 de septiembre de 1810 y el 20 de noviembre de 1910 no son fechas gloriosas. Interrumpieron, en vez de acelerar, la construcción del país. Destruyeron muchas cosas valiosas. Causaron muertes injustificables. Lo que los indios, mestizos y criollos habían venido construyendo después del desastre de la Conquista alcanzó un nivel sorprendente en el siglo XVIII, que se perdió con los desastres de la Independencia y la Revolución. Destronar unas cúpulas para que suban otras es inevitable, y puede ser deseable, pero no a costa de la sangre de los que no están en la cúpula, ni del caos de la vida cotidiana, ni de las destrucciones absurdas. Brasil se sacudió el dominio portugués sin una guerra de independencia. España se sacudió la dictadura franquista sin otra guerra civil.
México no empezó hace 200 años. Los verdaderos Padres de la Patria no son los asesinos que enaltece la historia oficial, sino la multitud de mexicanos valiosos que han ido construyendo el país en la vida cotidiana, laboriosa, constructiva y llena de pequeños triunfos creadores.
El New York Times publica un artículo de Robin Pogrebin sobre la relación entre la arquitectura y la tiranía. En alguna nota previa había comentado el libro de Deyan Sudjic sobre la fascinación de los autócratas con el arte de los planos y los volúmenes. Pogrebin analiza los dilemas éticos a los que se enfrentan los arquitectos: ¿debo diseñar una iglesia si no creo?, ¿es válido aceptar la comisión de un autócrata? El arquitecto Peter Eisenman resalta la libertad que paradójicamente le ofrece el tirano al diseñador: Mientras más centralizado sea el poder, el arquitecto está menos obligado a hacer concesiones.
Miquel Adriá escribe en Babelia sobre la prodigiosa regeneración de Medellín. El urbanismo ha recuperado para sus habitantes la ciudad que había sido secuestrada por los sicarios. "Arquitectura de autor y trabajo con las comunidades, que habitualmente corren por sendas distintas, han ido de la mano."
Y en una entrevista en Reforma, Enrique Norten no ve todo perdido para la Ciudad de México. El Distrito Federal puede regenerarse si crece hacia arriba y forma espacio público.
De "Death's Echo", de W.H. Auden
The desires of the heart are as crooked as corkscrews,
Not to be born is the best for man;
The second-best is a formal order,
The dance’s pattern; dance while you can.
Dance, dance for the figure is easy,
The tune is catching and will not stop;
Dance till the stars come down from the rafters;
Dance, dance, dance till you drop.
Emil Cioran daba un consejo. "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas… Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Fernando Savater, buen amigo suyo ha visitado su tumba para reencontrarse con su sabiduría. Recuerda sus conversaciones con él, plagadas de risa y buenas razones para no creer en nada. Recuerda que, a pesar de su pesimismo, llegó a celebrar la caída de la tiranía rumana: se asomaba un hombre que se atrevía a desengañarse del desengaño (parcialmente, por supuesto)
Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.
Desde hace años Luciano Matus dialoga con la
arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el
espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de
espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos
monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz
que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el
tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para
siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido
la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación
implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas,
mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus
aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa
intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para
volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó
San Juan de la Cruz hablando de “las
ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música
callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva
inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano
Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición
de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo
posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San
Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco,
en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el
universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la
imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el
baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el
cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la
culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún
política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del
espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el
compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben
la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la
piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja
el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo
posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos
arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas
de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha
una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las
nubes.
U na avalancha de papel nos amenaza. La conmemoración de los redondos cumpleaños de la independencia y la revolución amenazan con sepultarnos en un alud de libros de todo tipo: doctos seminarios empastados; pesadas ediciones de lujo sobre los próceres; facsímiles y reediciones, diccionarios, almanaques, atlas. Papel sobre papel. El centenario festejó a Porfirio Díaz como el fundador de la república, inauguró una universidad, organizó fiestas, levantó monumentos y hasta construyó un manicomio. A dos años de conmemorar cien años más de vida independiente, los ladrillos escasearán y proliferarán las tiradas. Una aventura editorial sobresaldrá de las muchas que conoceremos en los próximos años: 2010. Memoria de las revoluciones en México. No es fácil saber de qué se trata. Una edición exquisita que se anuncia periódica, con textos sustanciosos y largos. En el título evoca las fiestas del (bi)centenario pero es algo más, una seductora invitación a la memoria mexicana. Desde la portada se evoca la efeméride, la fecha del cumpleaños y una referencia a nuestras rupturas. No creo, sin embargo, que la publicación esté atrapada por el aniversario, ni que esté detenida en las sacudidas traumáticas de nuestra historia. El primer número de la revista anuncia el esfuerzo por encontrarnos, de modo sutil, con el recuerdo. No es la invitación a una fiesta; no es una alabanza de los héroes; tampoco es boletín de un club, ni el pretencioso obsequio para los clientes de una empresa. Agrego que no es tampoco una declaratoria de nuestra decadencia inevitable. Es una invitación a la memoria.
Resulta difícil llamarla revista, pero lo es. No es un objeto portátil que podamos maltratar sin culpa. No es la revista que podemos apachurrar con el resto del mandado, la revista que se pierde en la basura, junto con el periódico del día anterior. 2010 está destinada a convertirse en una colección permanente, una referencia constante de nuestras historias. La dignidad de la edición la convierte en una pieza para acariciar y para ostentar. Su lectura pide algo que las revistas apenas buscan: una ceremonia de lectura. Una discreta reverencia al pasar las páginas, atención cuidadosa al contemplar las imágenes—que no son meras ilustraciones, sino documentos valiosos en sí mismos—concentración al leer los textos, las reseñas, las estampas.
La revista en ese sentido invita una multiplicidad de lecturas y una variedad de lectores: desde el académico que encontrará un aporte fundado en una investigación sólida hasta quien se deleita en la lectura visual. El diseño no distrae a ninguno de esos lectores. La sobriedad clásica de las páginas—texto negro sobre página blanca; texto blanco sobre página negra; tipografía legible, profusión de imágenes a pleno color—premia cada encuentro. Resumo las virtudes de la publicación en dos palabras: seriedad y elegancia. Una revista seria, escrita por profesionales de la historia, realizada por virtuosos de la edición. También una revista elegante que recuerda las ediciones de Franco Maria Ricci. Buena manera de emplazar al recuerdo.
Tony Judt murió con la tristeza de saber que logramos el propósito en el que nos empeñamos tercamente: desentendernos el pasado reciente. Nos decidimos olvidar las lecciones del siglo XX. Así empezamos el XXI, como si la historia reciente fuera un estorbo. Una de sus últimas empresas intelectuales fue conversar con su colega Timothy Snyder y repasar justamente esa centuria. Judt, quien ya no podía escribir por la parálisis que lo inmobilizaba progresivamente, podía todavía comunicarse con su joven colega y hablar de las guerras y las persecuciones, las disputas intelectuales, las desgarraduras, las grandes alianzas, las conquistas de la convivencia. Desde esa conversación he visto a Snyder como el continuador de la obra de Judt. Su panfleto antitrumpiano es precisamente un rescate de las lecciones de ese siglo olvidado. Para enfrentar a los fascistas había que cuidar las reglas, defender la verdad, involucrarse en política, cuidar la palabra. En aquel librito de Snyder no solamente se escuchaba a Judt sino también el eco de sus influencias más profundas: Arendt, Orwell, Camus, Kolakowski.
Snyder ha publicado en estos días un libro tan breve y tan potente como el anterior. No es solamente un manifiesto, sino también un diario personal, la crónica personalísima de un hombre que se acerca a la muerte. A finales del año, mientras daba alguna conferencia sobre la acechanza de los tiranos en el mundo, cayó enfermo. Durante semanas fue de una ambulancia a otra, de la sala de emergencias a terapia intensiva, del coma a la convalecencia. Pudo haber muerto y de esa experiencia ha escrito un libro valiosísimo sobre la tragedia sanitaria de nuestra era. Nuestra enfermedad: lecciones sobre la libertad desde un diario de hospital, sería la traducción del libro que acaba de publicar.
Si su panfleto contra la tiranía abordaba las amenazas políticas a la libertad: la corrupción de las instituciones, la perversión del debate público, la muerte de la verdad, en este texto aborda las amenazas sanitarias a la democracia: la desigualdad en el acceso y en el trato, la mercantilización de los tratamientos, los engaños. La enfermedad nos resta libertad; la falta de libertad nos enferma. La inmersión en los hospitales, dice Snyder, me ha permitido pensar de manera más profunda sobre los desafíos de la libertad en nuestro tiempo.
Aunque enfatiza que su manifiesto es una denuncia dirigida al desastre sanitario de los Estados Unidos, no podemos dejar de sentirnos identificados con lo que describe. Siguiendo la pista de Judt sobre la gran hazaña de bienestar que emergió de la posguerra, el historiador de Yale advierte, contra el dogmatismo libertario, que “los derechos individuales requieren un esfuerzo colectivo.” El historiador de las peores atrocidades del siglo, el hombre que ha recabado miles de testimonios del holocausto y ha documentado los horrores del gulag, no dejaba de ver sombras de esa inhumanidad en el mercado de la salud. Si no hay un proyecto de exterminio, hay una losa de indiferencia que nos exhibe moralmente enfermos y que, al tiempo que salva a unos, condena a la muerte a muchos otros.
Si la libertad es individualidad, necesita solidaridad. “Ninguno de nosotros es libre sin ayuda.”
Qué bueno, Jesús, a ver si te tomas el Seminario de Optimismo impartido por Martha Sahagún y luego un Diplomado en Astrología Política con «El Presidente», como gusta llamarse.
Habrá que preguntarse cuántas carretadas de dinero se robó Fox y toda su parentela para poner como cereza del pastel este Centro Fox.
Gobiernos exitosos?
¡Qué divertido! ¿De casualidad no enseñan cómo desviar recursos, sobre inoperancia política, desarrollo de productos electorales y no candidatos? Éste último de seguro el PRI lo tomó para fabricar a su propio producto EPN hacia 2012.
Me parece patético que este señor quiera reivindicarse de esta manera (con recursos públicos) de su falta de eficiencia y efectividad gubernamental.
Esta muy buena la informacion, es una pena que siempre pase este tipo de problemas con los presidentes y los grandes robos que hacen.