El crítico inglés James Wood hace un repaso de la moda del ateísmo militante. Advirtiendo que está, en buena medida, de acuerdo con las conclusiones de escritores como Hitchens o Dawkins, le desagrada el estilo de su expresión. La tentación en la que ambos caen es identificar cualquier noción religiosa con el fundamentalismo. El nuevo ateísmo ha quedado atrapado en un literalismo elemental: creen que la creencia y la experiencia religiosa se comprime en los textos venerados. Para entender esa dimensión de la vida humana, vale más acercarse a la novela que es capaz de comprender las fluctuaciones de nuestra conciencia. Podría resumirse el mensaje del autor de un instructivo de la ficción diciendo que para entender–y criticar la religión–es necesario saber leer.
La bondad es el último tabú. Hemos conseguido traspasar las barreras más antiguas pero queda una muralla firme y hermética: la amabilidad. La generosidad es nuestro placer prohibido. A romper con ese tabú nos invitan el psiquiatra Adam Phillips
y la historiadora Barbara Taylor en un ensayito titulado simplemente Sobre la amabilidad
. Es difícil negar que la amabilidad es fuente de placer. Disfrutamos siendo amables, gozamos si alguien es amable con nosotros. Un gesto, una sonrisa, una atención, una palabra dulce: obsequios del afecto que pueden transformar felizmente nuestro día. Pero parece que la amabilidad es sospechosa: ¿qué quiere este tipo que nos ayuda? ¿Por qué nos sonríe el burócrata? ¿Qué intenciones tendrá quien se detiene en la calle para ayudarnos? Tendemos a imaginar algo torcido en la generosidad. Así, pensamos que la amabilidad es un anzuelo para ganar algo, una hipócrita ostentación moral, el ocultamiento de alguna debilidad.
Hemos llegado a pensar que la amabilidad nos conduce al fracaso, que nos exhibe tontos, que nos muestra débiles. Se nos ha colado en la piel el cuento del egoísmo congénito del hombre. Esa idea de que ser bueno con otros es un absurdo psicológico, una locura, casi un suicidio. Según ese cuento, los cromosomas nos definen como bestias competitivas que sólo se mueven por ambición personal. Desde la psiquiatría y la filosofía, los autores de este librito reivindican la amabilidad como virtud natural. Tan espontánea es entre nosotros como la agresión. Aunque Rousseau lo haya dicho, es cierto que entre nosotros hay una ternura natural que nos encargamos de ir cortando. El libro recorre primero la historia de la idea y después analiza su sitio en la psiquiatría. La primera parte es un recuento sintético, aunque poco novedoso, de la bondad en la historia de la filosofía: de la virtud de la compasión a la ética del egoísmo competitivo. La segunda es, por lo menos para mí, muy sugerente. Hay, sin duda, una coerción social para que demos muestras de amabilidad, pero también una gentileza innata que nadie enseña pero que todos sentimos. Por un lado, está la imposición social de sonreírle al otro, de ceder el asiento al que está cansado; el deber de ayudar a la viejita en la calle Pero por otra parte, la amabilidad implica un placer: un deseo, un impulso interior. Será que la amabilidad es exravagante, como ellos dicen. Comienza en los primeros días de la vida, como un soborno: es la ternura que aparece para comprar el cariño materno. Después, puede llegar a soltar su impulso manipulativo para ser simplemente, otro anhelo de contacto. En ese contacto está el peligro de ser amable: de ahí el temor y el estigma.
La hipótesis del libro es que la amabilidad es peligrosa porque muestra nuestra vulnerabilidad, nuestra dependencia del otro. La amabilidad nos coloca en lugar del otro y en algún terreno amenaza con disolvernos. Por eso nuestra cultura resguarda la personalidad con armaduras para ponernos a salvo de nuestra propia amabilidad . Como la sexualidad estrictamente reglamentada, la amabilidad se codifica y se reprime. Vale lo que nos recuerdan Phillips y Taylor: actos de amabilidad demuestran de la manera más clara posible, que somos animales dependientes y vulnerables; animales que no tienen mejor recurso para vivir que los demás.
Jo Tuckman, Mexico: Democracy Interrupted, Yale University Press, 2012
La periodista Jo Tuckman llegó a México a principios del año 2000. Le entusiasmaba la perspectiva de atestiguar la reinvención de un país. Lo que antes era impensable empezaba a mostrarse como posible: el PRI podría perder la elección en el verano. La derrota sería una sacudida histórica extraordinaria. En mi ingenuidad, confiesa Tuckman, la imaginé como una mezcla entre la caída del Muro de Berlín y la transición democrática española. La desaparición súbita de un régimen opresivo y el florecimiento de una nueva política, una nueva cultura.
La emoción histórica de la competencia electoral, la exaltación colectiva por la derrota del partido invencible se diluyeron muy pronto. El Renacimiento mexicano se postergaba. La periodista independiente que enviaba crónicas a The Guardian se empezó a aburrir: el nuevo presidente no hacía gran cosa, el resto de los actores políticos tampoco. Sentía que en el país se acumulaban las presiones sociales pero no se inflaba ni un globo. En México, aparentemente, no pasaba nada. Mientras tanto, los colegas de Tuckman, corresponsales en otras partes del mundo, relataban acontecimientos históricos. La atención de la prensa internacional se concentraba en otras zonas del planeta y no en el país que volvió a ser predecible. Un periodista británico que vino a México seis años después de Tuckman a cubrir la toma de posesión de Felipe Calderón le dijo abiertamente: “No te envidio en lo más mínimo. Tienes uno de los presidentes más aburridos que jamás he visto.” Comparaba al seco político michoacano con los carismáticos y polémicos políticos que compartían la escena latinoamericana: Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia, Lula en Brasil.
El artículo sigue aquí…
A José Emilio Pacheco, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. El anuncio del merecidísimo premio me atrapa leyendo su traducción del Informe sobre la ciudad sitiada, de Zbigniew Herbert. Éstas son sus primeras líneas:
Demasiado viejo para empuñar las armas y pelear como otros
bondadosamente me dieron el grado inferior de cronista
registro no sé para quienes la historia del asediose supone que debo ser exacto pero ignoro cuándo empezó la invasión
hace doscientos años en septiembre o diciembre acaso ayer en el alba
tdos aquí perdieron el sentido del tiempocuanto nos queda es el lugar y el apego al lugar
aún gobernamos ruinas de templos espectros de jardines y casas
si perdemos las ruinas nada quedaráescribo como puedo al ritmo de interminables semanas
lunes: bodegas vacías, una rata se volvió la unidad monetaria
miércoles: negociaciones para un cese del fuego
el enemigo ha aprisionado a nuestros mensajeros
no sabemos en dónde los tienen es decir el sitio de tortura
jueves: tras una asamblea tormentosa por mayoría de votos fue rechazada
la moción de los mercaderes de especias en pro de la rendición incondicional
viernes: comienzo de la epidemia sábado: nuestro invencible defensor
NN se suicidó domingo: ya no hay agua rechazamos
un ataque en la puerta occidental llamada la puerta de la alianzatodo esto es monótono sé que no puedo conmover a nadie
Nos aburrimos en la ciudad, escribió Ivan Chtcheglov en un manifiesto de 1953. El filósofo que prestó ideas a la Internacional Situacionista y que soñó volar la torre Eiffel, antes de ser encerrado en un hospital psiquiátrico, quería una ciudad para el placer y la devoción. Haciéndola una inmensa fábrica, le hemos arrancado toda poesía, todo gozo, todo juego. Ya no le construimos templos al sol. Circulamos con prisa por calles desalmadas, habitamos edificaciones sin mito. Para una civilización mecánica, una arquitectura frígida. “Dejémosle el estilo de Monsieur Le Corbusier a él mismo. Un estilo apropiado a las fábricas y los hospitales que, sin duda, lo sería eventualmente para las prisiones. (¿No construye ya iglesias?) La represión psicológica que domina a este individuo –cuyo rostro es tan horrible como su concepción del mundo– lo mueve a someter a la gente bajo innobles masas de concreto reforzado […] Su influjo cretinizador es gigantesco. Una maqueta de Le Corbusier es la única imagen que me sugiere inmediatamente la idea del suicidio. Está destruyendo los últimos resquicios del gozo. Y de amor, pasión, libertad.” Chtcheglov veía en el urbanismo contemporáneo una conspiración contra la naturaleza y la imaginación. Sedentarismo que rompía la conexión del hombre con el cosmos: la luz eléctrica niega los misterios del atardecer, los climas artificiales rechazan el reloj de las estaciones. Atada a sus cimientos, la ciudad castiga el movimiento. Para el amigo de Guy Debord, los sueños de De Chirico eran el mejor trazo de un urbanismo abierto a los misterios de la contemplación.
No imagino a Isamu Noguchi celebrando la invectiva de Chtcheglov contra Le Corbusier pero creo que le habría maravillado ese sueño de una ciudad movediza, regida por el azar y las mudanzas. La polis como un laberinto para el arte y el juego. El parque, el jardín –no el palacio ni la iglesia–, convertidos en el núcleo de cualquier barrio. Noguchi quiso insertar su arte en la ciudad por esa vía: el juguete público. Transformar el paisaje de la ciudad no por lo que sus habitantes pueden ver sino por lo que pueden hacer. Escalar el arte, deslizarse o columpiarse en él; sumergirse, esconderse ahí.
El artículo completo puede leerse aquí…
Desde hace años Luciano Matus dialoga con la
arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el
espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de
espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos
monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz
que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el
tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para
siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido
la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación
implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas,
mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus
aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa
intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para
volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó
San Juan de la Cruz hablando de “las
ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música
callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva
inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano
Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición
de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo
posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San
Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco,
en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el
universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la
imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el
baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el
cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la
culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún
política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del
espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el
compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben
la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la
piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja
el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo
posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos
arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas
de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha
una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las
nubes.
Me he topado con un artículo en el Atlantic sobre los complejos significados de la sonrisa. Lo sabemos bien: las culturas asignan distintinto significado a los movimientos del cuerpo. Un meneo de la cabeza es sí en ciertos países, en otros no. Ver al otro a los ojos puede ser señal de cercanía e interés o una falta de respeto. Mover los brazos puede ser signo de libertad o de insolencia. El cuerpo también se aferra a su diccionario. Lo mismo aplica para esa expresión que podríamos considerar la primera forma del contacto afectivo: la sonrisa.
El artículo que firma la periodista Olga Khazan, recuerda a sus padres rusos cuando posaban para el clic de una fotografía. Mientras ella y sus amigos norteamericanos sonreían para el retrato, sus padres se ponían serios como un ladrillo. Esa es la constante en las fotografías de viajes, de bodas, de graduación de sus parientes rusos: siempre adustos, serios, duros. No es, por supuesto, que estuvieran tristes en el viaje familiar o fueran infelices en el bautizo del niño. Es que la risa está asociada en su memoria a la superficialidad, a la tontería.” Un proverbio ruso lo resume así: “reír sin razón es signo de estupidez.” Hay culturas que ven en el sonriente, más que a un tonto, a un tramposo. Ni franqueza, ni soltura, ni inteligencia: estafa. Khazan refiere a un estudio académico árido y pesado que no vale mencionar aquí. Mejor aprovechar la sugerencia para recordar una nota preciosa de Alfonso Reyes sobre la sonrisa, que puede leerse en el tercer tomo de sus Obras completas.
Reyes contrasta el reir y el sonreir. Mientras la risa es un acto social, la sonrisa es solitaria. “La risa acusa su pretexto o motivo externo, como señalándolo con el dedo. La sonrisa es más interior; tiene más espontaneidad que la risa; es menos solicitada desde fuera.” La fuente de la sonrisa es espiritual. Por eso es “filosóficamente, más permanente que la risa.” Viene de más hondo. De ahí que discrepe de Rabelais: lo propio del hombre no es la risa sino la sonrisa. ¿No hay changos que se carcajean? “La sonrisa es, en todo caso, el signo de la inteligencia que se libra de los inferiores estímulos; el hombre burdo ríe sobre todo; el hombre cultivado sonríe.”
Pero, ¿por qué sonríe? Porque entiende las insinuaciones del mundo… y las adora. Porque se percata de vivir en un planeta que no es simple agregado de rocas, plantas y animales, sino un espacio donde la imaginación imprime el verdadero sentido a las cosas. Esa papilla no es alimento: es placer. Esa caricia no es roce, es amor. En esos colores que se mueven está la belleza. “La sonrisa es la pimera opinión del espíritu sobre la materia.” agrega el ensayista. “Cuando el niño comienza a despertar del sueño de su animalidad, sorda y laboriosa, sonríe: es porque le ha nacido el dios.” Aún sin palabras encuentra que hay otro mundo tras el mundo, que la realidad que observa, que escucha y que toca no es encierro de materialidad, sino un jardín de afectos y gozos. La sonrisa es el primer gesto del idealista. La vida no es la seriedad del universo físico, es más bien, un juguete: “la Gran Sonaja”. Ese niño que responde con un sonrisa al gesto de su madre, ha aprendido ya la lección primordial: hay que vivir en la ironía.
La peste marcó la vida de Michel de Montaigne. Se llevó a su amigo Éttiene de la Boétie, asoló a su pueblo. Lo arrancó definitivamente de la política cuando, siendo alcalde la ciudad de Burdeos, mató casi a la mitad de la población. Estaba a punto de concluir su segundo periodo cuando la peste empezó a cobrarse las primeras víctimas. El regente que se había empeñado en dictar medidas preventivas de sanidad, no encaró la emergencia y adelantó la conclusión de su encargo por unas semanas. Entre la muerte y el pillaje, huyó de la ciudad que debía gobernar. No le perdonaron la cobardía. La peste terminó de vacunarlo contra la política.
En las epidemias, apunta en su ensayo sobre la fisonomía, puede distinguirse al principio entre el cuerpo de los sanos del de los enfermos. Pero, cuando se prolongan, la enfermedad se difunde por el aire y lo penetra todo. Entrenó su olfato para volverlo un detector de pestilencias. Reconocía en su nariz una inteligencia protectora que los médicos debían recuperar. Se sentía en eso, cerca de Sócrates quien sobrevivió las pestes atenienses gracias a su olfato. Porque sabemos oler, somos poco proclives a las epidemias que se contraen con el trato.
La ronda de la enfermedad y de la guerra, del fanatismo y el odio son el sustrato de la prudencia de Montaigne. Hay que emplear los tiempos tranquilos como preparación de la adversidad. Sobre todo, hay que abastecer el ánimo para los años oscuros, para los tiempos enfermos. Más que el acopio de alimentos para el encierro o la fortificación de un refugio a salvo del pillaje, Montaigne sugiere anticipar la inevitabilidad de las pérdidas. Hay que prepararnos para el quebranto. La clave de esta prevención se encuentra en su ensayo sobre la soledad.
A vivir sin ataduras nos invita: “Es preciso tener mujer, hijos, bienes, y sobre todo salud, si se puede, pero sin atarse hasta el extremo que nuestra felicidad dependa de todo ello. Debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella debemos mantener nuestra habitual conversación con nosotros mismos, y tan privada que no tenga cabida ninguna relación o comunicación con cosa ajena; discurrir y reír como si no tuviésemos mujer, hijos ni bienes, ni séquito ni criados, para que cuando llegue la hora de perderlos, no nos resulte nuevo arreglárnoslas sin ellos.”
Gozar de lo que amamos sin la ansiedad de perderlo. Cada quien puede ser fiesta para sí mismo. Para ponernos a salvo hay que aprender a ocultarnos, a replegarnos en nosotros mismos. Aprender a vivir sin necesidad de ser vistos y abrazar la compañía de la soledad. No aspiraba al ascetismo; necesitaba pausas de silencio, espacios para la reclusión. Le parecía indispensable tomar distancia Levantarle un muro a los ruidos y a las miradas; huir de toda tentación de hazaña. En esa trastienda íntima podemos sumergirnos en las dichas del ocio. La pereza es buena amiga de la libertad. Cuenta Montaigne, citando a Séneca, que hubo un viajero que regresó tan tonto de su viaje como había salido. Claro, le creo, “se había llevado consigo.”
En un par de notas recientes, el poeta Charles Simic ha lamentado la lenta extinción de las postales y las libretas. Ya nadie manda tarjetas con noticias de sus viajes, muy pocos caminan por la calle con libreta y pluma en la mano. Las sorpresas que llegaban antes en el correo y las ocurrencias que se registraban en un cuaderno van desapareciendo entre mensajes electrónicos y recordatorios en el teléfono celular. Los libros que Julián Meza ha escrito sobre sus viajes al Mediterráneo son, a su modo, una recuperación de esos tesoros de la comunicación entrañable: colección de tarjetas postales y cartas breves, cuaderno de apuntes, libreta de viaje.
Julián Meza ha ido a buscarse al Mediterráneo. Ha encontrado por ahí su cuna imaginaria, es decir, su cuna auténtica. Nadie elige donde nace, ha dicho. Pero bien puede encontrar el lugar de donde es realmente. Y no es que haya ubicado su sitio en una playa o en una isla; en alguna ciudad o en un puerto del Mediterráneo: lo ha inventado ahí en el barrio de una imaginación poblada de historia. El mapa de ese vecindario se ha ido desdoblando por entregas. En una editorial clandestina publicó su ensayo sobre Sicilia (Sicilia. La piedra negra, Grupo Editorial Alcalá. Con una nota previa de Álvaro Mutis, 2008) y en una linda edición de Ediciones sin nombre, su imagen de Constantinopla (Constantinopla. La isla del mediodía. 2011) Se trata, como él lo advierte por ahí, de libros de viaje que no son libros de viaje, de textos de historia que son más bien fábula, de ejercicios de ficción que contienen pocas mentiras, de crónicas que no siguen la pauta de la secuencia. Ensayos, pues, a plenitud. Ejercicios de libertad frente a las tiranías de razón, tiempo y lugar. Su viaje es lo contrario que la excursión del turista: es un viaje, es decir, un reencuentro, incluso con lo que nunca había visto. “Un viaje no es un recorrido sucesivo. No es una forma de partir de alfa para llegar a omega. El viaje se inicia ya iniciado, antes o después del principio, que no es tal.”
¿Qué ha ido a escarbar Julián Meza en ese escondite del Atlántico? Más que otro lugar u otro tiempo: otra civilización. Si el elemento común de los libros que ha publicado (y los que vienen) en esta serie es el carácter insular de sus protagonistas es porque en todos está presente el mar del encuentro, el mar de la fantasía, el mar de la conquista, la brisa de las culturas. Aguas que mecen vasijas ancestrales, conversaciones eternas, libros, aventuras, edificaciones. La suya es una civilización improbable que contrasta con la muy real barbarie de nuestra modernidad. Atila y Gengis Khan fueron menos salvajes que los depredadores del presente. Si en otros libros de Julián Meza se encuentran los discretos cariños del misántropo, aquí destella la vitalidad del melancólico. Añoranza de ese mundo lleno de dioses del que hablaba Seferis en su libro sobre el estilo griego. Añoranza de la conversación y del silencio, de la gracia y la dignidad. Un tiempo anterior a la hecatombe del monoteísmo. Un tiempo de dioses que conviven y pelean, como nosotros. Tiempo de tolerancia pero no de conformismo.
El viaje de Julián Meza es viaje de avión y de lecturas, recorrido por sitios y siglos, observación y espejismo. Si somos polizones en esas sociedades a la deriva de las que hablaba el gran Castoriadis, nuestro verdadero refugio son esas islas que evoca Julián Meza: casas de la fantasía y la amistad.
El 12 de mayo de 2008, a las 2:28 de la tarde, un terremoto golpeó la provincia china de Sichuan. Fue un terremoto de 8 grados que mató a más de 80,000 personas. El movimiento de la tierra sacudió también la carrera de Ai Weiwei. El artista que publicaba constantemente sus apuntes sobre la sociedad, la cultura y la política china en un blog, dejó de postear. Había perdido las palabras que pudieran describir la catástrofe. Ante la magnitud de la tragedia, el gobierno chino reaccionó con el reflejo de todos los regímenes autocráticos: censurar y mentir. Era imposible conocer la dimensión de la tragedia. El poder se empeñaba en ocultar y en silenciar. Un hecho, sin embargo, afloró muy pronto. Los niños y los estudiantes habían muerto en proporciones extraordinarias. Estudiaban en cientos de escuelas mal construidas. Centros de educación levantados sin el mínimo cuidado que se vinieron abajo con el sismo. Los estudiantes muertos no fueron víctimas de una naturaleza desalmada. Murieron por la corrupción gubernamental.
Fue entonces que Ai Weiwei reanudó su blog, transformándolo en un centro de investigación ciudadana. Convocó desde ahí a llenar los vacíos de la información. Lo importante era contrarrestar el silencio y las mentiras del poder. ¿Quiénes eran los estudiantes? ¿Cómo se llamaban? ¿cuándo era su cumpleaños? ¿Qué estudiaban? ¿Dónde vivían? ¿Quiénes formaban su familia? Se formó entonces un equipo que se desplazó a la zona del desastre para entrevistar a las familias de las víctimas y recoger, en sus libretas, los datos. Muchos ayudantes de Ai Weiwei fueron arrestados, muchos archivos destruidos. Sin embargo, esa intervención alumbró verdad, dio nombre y rostro a las víctimas. En una exposición en Munich que hizo poco después, colocó 90,000 mochilas sobre la fachada del museo. En chino podía leerse la frase de una madre que perdió a su hija: “Lo único que quiero es pedirle al mundo que recuerde que ella vivió feliz por siete años.”
No es extraño que la tragedia de México toque tan profundamente al artista chino. Aquí ha encontrado otra expresión de la barbarie de este siglo. La más cruel de las violencias, la más extendida corrupción. Miles de seres humanos que desaparecen. Cadáveres sin nombre. Tumbas clandestinas. Y el olvido como amenaza. El Museo Universitario Arte Contemporáneo aloja en estos días una exposición que nos habla a la cara. “Restablecer memorias” no es un depósito temporal de obras que circulan por el mundo, sino una pieza que toca la herida mexicana. Como lo hizo en su país, Ai Weiwei fue al encuentro de las víctimas para registrar el dolor y la impotencia. Si su intervención no logra alimentar una esperanza, cultiva, por lo menos, el empeño de la memoria. En su conversación con Ai Weiwei, Cuauhtémoc Medina recuerda lo que el artista advirtió a los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. “Necesitan mantenerse unidos y fuertes, porque estamos hechos de carne, nos cansamos, pero luchamos contra una máquina y las máquinas no se cansan.” El estado es una máquina infatigable. Su apuesta es la desmemoria de aquellos a quienes oprime.
Está simpático
Creo que en cada toma, en cada imagen, hay un elemento en común que aparece de distintas maneras en el transcurso del video. La trayectoria de un auto, la similaridad de un entorno que a primera vista nada comparte con otro (el campo y la ciudad) está permeado por correspondencias que a veces sólo la intuición capta. El momento en que la simetría se cumple casi en su totalidad es cuando aparece la cara del niño que intenta fundirse con su contraparte. Es un gran video por lo demás.
Realmente un video excelente simetria en todas las tomas es increible de bueno que es. lo veo cada vez que puedo demasiado bueno !
Una de las definiciones de la belleza es simetría donde la gente busca como llegar a ser simétricos y también para llegar a ser perfectos.
Vaya que increible analisis del blog the jess silva!
Me parece una forma muy interesante de aprender acerca de la simetria apicada en la vida cotidiana. Muy original de verdad, y a su vez muy bueno y educativo.
Un analisis que de veras cumplio e inclusive supero mis expectativas en lo que a simetria y estudio de la misma se refiere.
simetria hay de varias categorias sin embargo una de las que me llaman la atencion es la de la bilateral que la contienen los animales y la musical la cual utilizo Bach en sus composiciones