Un partido mexicano quiere que el color de México en este mapa sea negro. (Revista Good, vía Andrew Sullivan)
En el archivo de Vuelta puede leerse este alfabeto de influencias de Mark Strand. Lo traduce Guillermo Sheridan. Entre la ka de Kafka y la eme de música, los lagos:
Europa es un lugar donde hay cafés, dijo George Steiner. Su idea de Europa, su idea de la cultura europea se resumía en ese lugar “para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el chisme, para el flaneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno.” Un lugar que se abría a todo mundo pero que también, de cierta manera, alentaba la formación de clubes, peñas, tertulias. En el otro continente, en América, el café sigue siendo un negocio extraño, una importación que conserva sello italiano. El sitio mítico que en Europa ocupa el café, en Estados Unidos lo encarna el bar. Heredero de los pubs ingleses, el bar tiene, naturalmente, otra luz, otra atmósfera. “El bar americano, dice nuevamente Steiner, es un santuario de luz tenue, incluso de oscuridad. Retumba con la música, muchas veces ensordecedora. Su sociología, su tejido psicológico están impregnados de sexualidad.” Café y bar: dos nociones ideales de convivencia, de cultura, de libertad.
Guillermo Osorno ha escrito un libro valiosísimo sobre un bar legendario en la mitad de la Zona Rosa de la Ciudad de México. Editor ejemplar, Osorno encontró en el Nueve el personaje de un reportaje magistral. En la biografía del bar gay que marcó la vida de la ciudad en sus quince años de vida se asoman otras historias tan importantes como la de ese centro de cultura alternativa. En primer lugar, la que se cuenta en primera persona del singular. Un joven, después de descubrir su identidad en Los Ángeles, se busca en una ciudad árida e inhóspita; inmensa y pueblerina. La ciudad de México, atrapada aún por la moralina machista y el autoritarismo del PRI abre un pequeño paréntesis de libertad para la comunidad homosexual. El sitio de la fiesta ofrece permiso para la autenticidad. Quien había carecido de claves para entenderse, de pronto se reconoce entre otros. El Nueve formó comunidad y regaló espejo.
El bar no fue solo un bar. Un espacio de menos de 60 metros cuadrados en una ciudad monstruosa se convirtió en espacio subversivo de cultura. Además de lugar de encuentro, de diversión, de ligue sirvió de escena para expresiones que no recibían becas del Estado ni aparecían en el programa dominical de Televisa. Por ahí tocaron por primera vez grupos que después serían famosos. Café Tacuba, Caifanes, Maldita vecindad encontraron público ahí, en ese bar que no fue nunca de gueto, sino lo contrario: la germinación, para la ciudad, de una cultura más abierta, más franca y más viva. En el bar, también teatro, instalaciones, pintura fugaz. Henri Donnadieu, el fundador del Nueve, un aventurero misterioso no aparece aquí solamente como un empresario de la vida nocturna sino como un hombre que abrió la cultura mexicana a la noche, que la sintonizó con los tiempos del mundo.
El testimonio de Guillermo Osorno es también otra forma de contar el cambio mexicano de los últimas décadas. Se trata, como bien lo leyó Carlos Bravo, de una crónica de la transición democrática de México. El protagonista de este relato no es el Congreso ni los partidos; su símbolo no es la alternancia pero describe el mismo fenómeno y, tal vez, expresa de mejor manera su verdadero valor. Las batallas de un bar, las conquistas de la comunidad homosexual son parte ya de la cultura mexicana o, por lo menos, parte de la vida cotidiana de la Ciudad de México. Si en algo México ha mejorado de veras es en haberse vuelto un poquito más hospitalaria a la diversidad. Lo resume perfecta, íntimamente Guillermo Osorno al final de su relato: “El joven atribulado del principio de este libro ya es un hombre maduro y ha encontrado un lugar en su ciudad.”
En la edición de Vanity Fair que circula ahora, la que lleva fecha de febrero de 2012, puede encontrarse un artículo interesante firmado por David Kamp sobre el mundo de Lucian Freud. El ensayo retrata a un pintor que insistía no competir con su arte. El artista, decía, sólo debe aparecer en su obra, como Dios es visible sólo por la naturaleza. Es difícil tomarle la palabra. Freud no fue solamente un artista, fue un personaje, un hechicero, una fuerza magnética.
El crítico australiano Sebastian Smeee, un escritor que pertenecía al círculo de amistades de Freud, nunca dejó de sentir miedo al estar a solas con él. Había afecto pero nunca desapareció el temor a ser subyugado por sus ojos. Estar con él, dice, era sentir la carga de un vivo riesgo emocional. El peligro de caer de su gracia y ser expulsado de su reino. No es que fuera grosero o agresivo. De hecho, solía ser amable y afectuoso, pero la severidad de su mirada parecía darle un poder infinito. Un poder al mismo tiempo atractivo y repelente; seductor y abominable. La leyenda de Freud tiene un territorio: el estudio donde sentaba a sus modelos para ser examinados durante larguísimas horas, largas semanas, muchos meses.
David Hockney posó para él. La experiencia le resultó fascinante. Le sorprendió la lentitud del retratista. Lo pintó en un lienzo pequeño, pero tardó más de 120 horas en terminar el cuadro. Freud se tomaba su tiempo y hablaba. Durante todo ese tiempo, hablaron de todo, de sus vidas, de amigos comunes, de chismes. Le importaba que su modelo hablara para registrar los movimientos de su cara, capturar la expresión, la vida. Los ojos del pintor no se quedaban en su órbita, taladraban al modelo. Su mirada te atravesaba, dice Hockney. “Podías darte cuenta de que estaba trabajando en una parte de tu cara, en el cachete izquierdo u en otra parte porque sus ojos se clavaban en esa zona y te perforaban.”
Martin Gayford publicó un ensayo sobre la experiencia. La recuerda como una visita al dentista—pero mucho más intensa. Freud pintaba discutiendo consigo mismo. Murmuraba la riña de sus trazos: el retrato era el rastro de una batalla. Fricción de las facciones; las muchas expresiones de un rostro combatiendo entre el pincel y la tela. Cuando se concentraba, recuerda Gayford, se daba instrucciones a sí mismo: “Así” “No, no, no lo creo.” “Un poco más de amarillo” “Menos café.” Un proceso vigorosamente deliberativo, concluye.
Alexi Williams-Wynn, una estudiante de escultura, le envió en 2004 una carta de admiración. Freud le respondió de inmediato invitándola a tomarse un té. Posó luego para él y se volvieron amantes. Hay un retrato extraordinario que la pinta sentada desnuda, abrazando la pierna del viejo pintor en el estudio. El cuadro enmarcó el amor. Fueron amantes el tiempo que Freud tardó en pintar el cuadro. Cuando terminó el cuadro se acabó la relación. El egoísmo, entendió ella, es necesario para el arte verdadero. Jeremy King, un crítico que también posó para él, coincide. Freud me enseñó que el egoísmo es honestidad: “éste soy. Esto es lo que me gusta hacer. Si lo aceptas puedes entrar en mi vida pero no trates de convertirme en lo que no soy.”
El imperio de su egoísmo subordinó todo a la pintura. Sus catorce hijos sufrieron su distancia, su desapego. La única forma de no odiarlo era entenderlo y sólo lo entendieron, sólo lo conocieron y algunos lo llegaron a querer al posar para él.
Tal vez sea cierto que los intelectuales se han extinguido, pero están de moda. Hace un poco más de veinte años, un agente literario le advirtió a Russell Jacoby: si pones la palabra “intelectual” en la portada de tu libro, despídete de las ventas. Nadie compra un libro sobre intelectuales. Jacoby no le hizo caso al consejo y publicó Los últimos intelectuales
. Al libro le fue bien: se ha reeditado varias veces y se ha convertido en una especie de clásico. La autopsia que hacía del cadáver indicaba que la aburrición había sido la causa de la muerte. La monotonía de la vida universitaria produjo la asfixia. El ecosistema de cafés, revistas y conversaciones que lo alimentaban había desaparecido. Su lugar lo ocupó una fábrica de títulos académicos y revistas de claustro. Pierre Bourdieu encontraba otras huellas en el cuello del muerto. No era la universidad, sino la televisión la culpable del deceso. El intelectual nace de un público que lee. Necesitó del instrumento de la imprenta para formar una comunidad de lectores a la que se le puede exigir atención. El intelectual del que habla Bourdieu en su ensayo contra la televisión es capaz de definir el tema del que habla, el tono en el que escribe, la extensión de su alegato. Pero cuando es capturado en la pecera mediática, el pensador se convierte en otro profesional del entretenimiento. La televisión, decía Bourdieu, no puede ser transporte del pensamiento. Al delimitar el tema, al demandar concisión y velocidad, al empuñar constantemente la amenaza del reloj, la televisión impone superficialidad.
Roger Bartra ha publicado en el número más reciente de Letras libres una reflexión sobre la curiosa suerte de los intelectuales mexicanos en tiempos democráticos. Nunca como ahora ha habido en el país tantos espacios para hacerse leer, para hacerse oír, para hacerse ver. La caída del régimen autoritario ha provocado una expansión extraordinaria de los espacios intelectuales. Una variada corte ocupa esos territorios: “escapados de la academia, periodistas con ínfulas, prófugos de la literatura, ideólogos desahuciados, tecnócratas desempleados, políticos insensatos, burócratas exquisitos.” No los identifica una exigencia común, sino un ánimo melancólico: el desprecio a la madre (democrática) que los parió. El opinionismo es ubicuo pero, sobre todo, quejumbroso. Lo que Jorge Castañeda llama “comentocracia” es un pozo que bombea amargura al país.
Bartra inserta esa dinámica en las coordenadas tradicionales de la política: el embrujo del poder se tragó en 2006 a buena parte de la intelectualidad mexicana. “La dificultad de entender la derrota, combinada con el descubrimiento de que los había deslumbrado el populismo rancio de un cacique, ha asumido a muchos intelectuales en una desesperada tristeza política.” La clave de la amargura puede estar, sin embargo, en otro sitio. Quizá pueda ubicarse en la confluencia de amenazas que detectaban Jacoby y Bourdieu, cada quien por su rumbo: la burocratización del conocimiento y sus tributos a la industria del espectáculo. El lenguaje del opinionismo dominante acostumbra vestirse con credenciales de autoridad académica, pero suele olvidar sus rigores. Bastan un dato de aquí y una cita de allá, envueltos en la prosa del lugar común. La serenidad, la profundidad y la escritura, sacrificados por el reflejo del comentario rotundo. La comprensión queda sepultada en la perorata. El sermón moral y la receta tecnocrática machacan obsesivamente las contrahechuras mexicanas para subrayar al lustre del Santo Opinador. El opinionismo mexicano no es sólo amargo; también tiene mala letra.
He opinado.
A fines de los años ochenta José Emilio Pacheco traducía en su columna legendaria en Proceso, algunos versos del gran poeta polaco Zbigniew Herbert. Formaban parte del libro sobre la ciudad sitiada. Pacheco veía en ese informe desolador un paralelo con México: una rata se convertía en unidad monetaria, el alcalde era asesinado, se sucedían epidemias y suicidios. Testimonios de la bárbara monotonía. Finalmente he encontrado en librerías mexicanas una versión de la poesía completa de este gigante de la poesía del siglo XX. Gracias a la versión de Xaverio Ballester y en edición de Lumen podemos recorrer toda su trayectoria. Los poemas que escribió frente al realismo estalinista hasta los poemas de hospital.
Una de las incógnitas literarias del siglo XX habrá sido la aparición de cuatro poetas gigantescos en un mismo país. ¿Cómo pudieron respirar el mismo aire esos “cuatro poetas del apocalpsis”, Milosz, Szymborska, Rózewicz y Herbert? La marca de Herbert es la avidez irónica de su escepticismo. Una sensibilidad cáustica, reflexiva, pesimista. Su compromiso con la palabra es la valentía que no alberga ilusión. Una resistencia que no cree en el monumento de la posteridad. Ganarán los delatores y los verdugos, anticipa en un poema. Son ellos quien asistirán a tu entierro, quienes arrojarán tierra sobre tu tumba. Las lombrices escribirán tu biografía. Pero podrás ser valiente. Si hoy todavía respiras, no es para vivir, sino para dar testimonio. Se fiel. Ve.
Seamus Heaney vio en Herbert a uno de los máximos ejemplos de integridad ética y artística del siglo XX. Logró describir el mundo sin el humo de la propaganda, sin la coherencia de la ideología, sin las chispas de la metáfora artificial. Lo daría todo, confiesa, “por una sola palabra que cupiera en las fronteras de mi piel.” Encontraba la verdad en el “pétreo significado” de un guijarro. Herbert rechazaba comas y puntos para tocar la crueldad y la dulzura del mundo. Se propuso escapar de los engaños de lo visible. Los ojos nos confunden con el titubeo de los colores; en la caracola del oído, se pierde una maraña de rumores.
entonces llega certero el tacto
devolviendo a las cosas su quietud
frente a la mentira del oído a la confusión de los ojos
de diez dedos crece un dique
una dura e infiel desconfianza
pone sus dedos en la herida del mundo
para el ser separar de la apariencia
Contrasta Herbert el estudio de un pintor con el taller de Dios.
Nuestro señor cuando estaba construyendo el mundo
arrugaba la frente
y hacía cálculos cálculos cálculos
por eso el mundo es perfecto
e inhabitable
En cambio, en el estudio sucio y desordenado del artista, el ojo se pasea y sonríe. El espanto del siglo aparece en la poesía de Herbert tan frecuentemente como el humor y la ironía. Un poema en prosa retrata a una gallina y de paso, a algunos de sus amigos:
“La gallina es el mejor ejemplo de las consecuencias de una estrecha convivencia con los humanos. Perdió totalmente su ligereza de ave y su donaire. Su cola es un pegote plantado sobre un prominente trasero como un sombrerazo de mal gusto. Sus escasos momentos de arrobo, cuando se pone sobre una pata y sus membranosos párpados sellan sus ojos redondos, son de una repugnancia estremecedora. Añádase esa parodia de canto, entrecortados gritos de súplica sobre algo indescriptiblemente cómico: un redondeado, blanco, manchado huevo.
La gallina me recuerda a ciertos poetas.
No seguí las campañas, solo me conecté ayer. Creo que la gran pregunta es ¿Que es Obama? ¿De que esta hecho? ¿Sabrá lo que USA necesita? ¿Sabra fijar y tomar el rumbo necesario?
De repente veo una mezcla de The Candidate (Robert Redford) y Moonbeam (el Jerry Brown de hace unos años). Un Vicente Fox, pero equipado y con discurso elegante y diplomas en la pared.
Resultan interesantes los comentarios de: Desconectado; Ha perdido la narrativa; no se ha sabido montar en la narrativa; hasta que es un socialista que le preocupa mas la redistribución de riqueza e ingreso que la misma estabilidad y futuro de la nación, y la viabilidad del crecimientos.
It’s is the economy stupid, no el (supuesto) bienestar.
Si Obama fuera realmente un Keynesiano no hubiera sacado el Healthcare, hubiera hecho lo que los Republicanos declaran que no hizo. Desde luego que lo estarían acusando de ellos mismos de ser un Keynesiano.
Tal vez sea que Chicago hace buenos grillos pero no construye estadistas. (Con el perdón del que hubiera sido: Adlai Stevenson.)
Me impresionó el nuevo jefe de la Cámara Baja Boehner y su discurso, ojalá sea cierto y el espíritu conciliador que enarboló, el del midwest, saque las cosas adelante.
Aprovecho para dos comentarios sobre redistribución de riqueza o ingreso. Uno es sobre un pésimo trabajo que anda rodando donde gente del Ivy League (Norton and Ariely, Building a Better America, http://www.people.hbs.edu/mnorton/norton%20ariely%20in%20press.pdf) declara una gran desigualdad en la distribución de la riqueza y que la gente americana aspira a una distribución similar a Suecia. Pero resulta que nadie ha notado que los datos de Norton y Ariely están truqueados pues toman la estadística de distribución de ingreso sueca como si fuera la de riqueza. Resulta que la distribución de riqueza en Suecia difiere, pero no mucho de USA.
Hay un atenuante que nadie toma en cuenta. La riqueza intangible de las naciones y la justa distribución de la riqueza intangible. (Es un término del Banco Mundial, y sí: en México somos pobres y peor cada día.)
Estoy averiguando acerca de la distribución del poder, creo que gran parte del problema está en la injusta distribución del poder tanto demográfica como geográficamente. Los grandes problemas de USA y otros deben de estar por allí. Nadie o casi nadie toma en cuenta la gran concentración que se ha dado. Wall Street, la banca, Walmart y otras son un ejemplo de negocios, los partidos de política. ¿Será parte de la demoesclerosis?
Creo que Bernacke tiene ciertas tesis acerca de la perdida de conocimiento bancario local cuando el poder de decisión se concentra en un lugar remoto, digamos Wall Street. O España que ve a todos los mexicanos con un mismo patrón de comportamiento, una misma cultura financiera.
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