Descubierto aquí.
En 1994 el Instituto de Estudios para la Transición Democrática publicó el ensayo de Juan J. Linz sobre el tiempo y el cambio político. Alonso Lujambio, su discípulo, publicó, en coautoría con Helena Varela, el estudio introductorio. Escribe ahí:
La primera gran contribución que hace Linz (…) es una crítica al modelo dicotómico totalitarismo-democracia, al tiempo que propone una nueva clasificación de los regímenes políticos. Para Linz, la clasificación totalitarismo-democracia, dominante en los años cincuenta, no resultaba exhaustiva porque no lograba comprender las distintas maneras en que los diferentes regímenes políticos resolvían los problemas comunes a todos ellos: el mantenimiento del orden y las fuentes de legitimidad, la articulación e institucionalización de intereses, el reclutamiento de las élites políticas, los mecanismos de toma de decisiones y de elaboración de políticas, las relaciones entre distintas esferas institucionales tales como la burocracia, las fuerzas armadas, los grupos religiosos, los intelectuales, los factores de la producción. El problema con el que se encontró Linz es que, teniendo en cuenta todos estos factores, había muchos regímenes políticos que no podían enmarcarse ni en lo que se entendía por una democracia ni en lo que se entendía por un sistema totalitario. Ante esta limitación, a principios de los años sesenta, acudiendo a la metodología weberiana de los ‘tipos ideales’ y a partir de la experiencia de la España franquista Linz propone en «Una teoría del régimen autoritario» la caracterización de un régimen que no es ni totalitario ni democrático, que no es ni una democracia imperfecta ni un cuasi-totalitarismo, que tiene una dnaturaleza distinta, con características que le son propias.
Escribe Fernando Savater ayer:
¿Son compatibles la ciencia y la religión? ¿Es compatible la poesía amorosa y la ginecología? La respuesta es la misma: claro que sí, mientras cada una no pretenda enmendarle la plana a la otra. No es prudente acometer una cesárea tras documentarse en Juan Ramón Jiménez o Rilke, ni recordarle a quien cree que un beso apasionado lleva al éxtasis que después de todo se trata de un simple intercambio de microbios por vía oral. Las leyendas y mitos religiosos nos ayudan a buscar un significado simbólico al mundo y a la vida, mientras que la ciencia nos aclara su funcionamiento natural. Por mucho que conozcamos el mecanismo de los hechos, siempre nos queda la pregunta por su sentido para nosotros, que va más allá.
La idea es sugerente pero, ¿admitiría el hombre de fe que su dios es un personaje literario?
El blog de fotografía del New York Times rescata uno de los primeros trabajos de Sebastião Salgado. Se trata de un estudio que hizo a fines de los 60 sobre La Courneuve, un condominio en los suburbios de París, donde el Partido Comunista tenía muchos simpatizantes. Ahí no solamente retrató obreros franceses sino, sobre todo, migrantes. Ahí empezó todo, dice Salgado. Retratando aquel el conjunto habitacional comenzó mi vida como fotógrafo.
Tal vez Elias Canetti escribió solamente un libro. Lo empastó en varios volúmenes y le dio muchas formas: ensayo, autobiografía, novela, miles de anotaciones dispersas. En todos estos registros, se desarrolla un compacto odio a la muerte. En esa embestida se encuentra el dilatado libro de Canetti. El escritor nunca quiso hacer las paces con la muerte. A los siete años murió su padre. Un golpe inexplicable y brutal le arrancó la vida a los 30 años. Canetti lo recuerda en el primer tomo de sus memorias. En un segundo jugaba por la mañana con su padre. Un segundo después lo escuchaba bajar tranquilamente las escaleras para desayunar. Al tercer parpadeo, oyó un alarido espantoso. El niño abrió una puerta y vio a su padre muerto, tendido en el piso. Desde ese momento, cuenta Canetti, la muerte fue el núcleo de todos los mundos que habitó.
Se publican ahora las notas que durante más de cuarenta años Canetti redactó sobre la muerte. Con la edición de El libro de los muertos, Galaxia Gutenberg se adelanta a los editores alemanes que esperan la incorporación de nuevos materiales para publicar los apuntes. La editorial española ha recogido las notas sobre la muerte que aparecen en La provincia del hombre y en otros papeles de su legado. Aforismos, anotaciones, líneas sueltas, comillas y transcripciones. También cuentos brevísimos como el de aquel hombre que le suplicó una prórroga a Dios y éste, benévolo, le concedió una hora. Duras y cortas tabletas contra la muerte, como los epitafios que pretende exorcizar: “Las frases muy breves son las mejores cuando se trata de la muerte.” Con cierto patetismo, Canetti suspira por alguna eternidad; la suya o la de cualquiera: “El derecho de hacer que regrese un muerto, uno solo”. La famosa idea de Keynes le parece abominable. Sí, es posible que en el largo plazo, todos estaremos muertos pero, ¿qué necesidad tiene de recordárnoslo? La advertencia del economista es, en realidad, una abdicación inaceptable: renunciar a la esperanza. La muerte será siempre una alevosía: el vecino, la naturaleza o los pulmones que nos traicionan.
La muerte no tiene tiempo. “La más monstruosa de todas las frases: que alguien ha muerto ‘a tiempo’.” No hay muerte oportuna, ni muerte feliz. No hay que hacerle espacio. No hay que inventarle ritos, ni convertirla en fórmula de mejora curricular. Lo único que la muerte merece es la proscripción. Pero tal parece que la modernidad se empeña en abrirle la puerta al monstruo, adoptarlo como parte de la familia y darle siempre la bienvenida de la resignación. Mientras los hombres primitivos pensaban que cada deceso implicaba una terrible perturbación del orden, una perversa intervención de la magia, las religiones y las ciencias nos invitan a verla como algo natural y contable. Canetti rechaza la domesticación sanitaria de la muerte y su bárbara contabilidad. Las muertes no pueden apilarse como bultos. “Se empieza contando a los muertos. Cada uno debería, por el hecho de haber muerto, ser único como Dios. Un muerto y uno más no son dos muertos. Antes se debería contar a los vivos, ¡y qué perniciosas son ya estas sumas!” Cada muerte es única, sagrada. Imagina Canetti para ello una nueva palabra para muerte. Una palabra fresca, no gastada con la ilusión de que su sonido sea mejor arma contra de ella.
Escribió Canetti: "el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres". Murió el 14 de agosto de 1994.
Cuando nació su segundo hijo, la cineasta Agnès Varda inventó un proyecto para estar cerca del bebé. Saldría a la calle, a su calle para documentar las aventuras cotidianas. Cámara en mano, filmó la vida del íntimo ecosistema de su cuadra. Las tiendas, los cafecitos, la panadería, el taller de acordeones, la ferretería. Los protagonistas son sus vecinos: el que vende perfumes, la pareja recién casada, los ancianos, el peluquero, el sastre. Las conversaciones del clima, la salud, los intercambios más ordinarios. “Cada mañana, decía ella, se levanta el telón del teatro de lo cotidiano” Para no incomodar demasiado, avisó a los vecinos que usaría su propia corriente. No se colgaría de la luz de nadie. De ese modo, un cable de 90 metros definiría el alcance de la expedición diaria. “Daguerrotipos,” aquel proyecto de 1975, captura a la perfección el espíritu creativo de la artista que acaba de morir, a los 90 años. La magia de lo cotidiano.
Su cine es una invitación a contemplar, a adorar quizá, lo desechable. Lo que descartamos sigue teniendo vida. Hay que agacharse para recoger lo abandonado, lo que tendemos a ignorar, lo que olvidamos. Prestemos atención, por ejemplo, a la papa, la más modesta de las verduras. La directora no se escondía tras la cámara en esos documentales que eran mucho más que registro de hechos. En sus documentales, podemos ver el rescate de viejas imágenes, conversaciones y testimonios, pero también podemos apreciar el juego del teatro, el disfraz, la representración. Varda aparece con frecuencia a cuadro. Su presencia era adorable. Una mujer inteligente y fresca; sensible y afectuosa sin ser sentimental, naturalmente profunda y a la vez suave. Al ponerse del otro lado de la cámara y aparecer en pantalla, la directora se burla de la autoridad del director invisible. Como decía A. O. Scott, crítico del New York Times, Varda se nos muestra indicándonos que su cine es una manera de ver juntos. Ahí puede estar el secreto íntimo de su cine: proyectar la emoción de la amistad.
He vuelto a ver “Las playas de Agnès,” la preciosa autobiografía que filmó hace diez años. Se trata de un documental extraordinario en el que no solamente rememora sino recrea su vida. Recordar es revivir imaginando. En la primera escena aparece ella caminando hacia atrás sobre la arena. Soy una anciana gordita y habladora que cuenta su vida. Pero lo que me importa son los otros. Es a ellos a los que quiero filmar: mis amigos, mis amores, mis colegas, mis hijos. Son ellos quienes me motivan, quienes me intrigan, quienes me cuestionan y me desconciertan. Despliega así una centena de espejos para retratar a los otros, no a ella. Si pudiera ver a los otros, vería paisajes, si me pudiera ver a mí, vería una playa.
Esta memoria radiante y también dulcemente triste brinca de un tiempo a otro, de un recuerdo al siguiente. El pasado es caprichoso como el revoloteo de las moscas. El documental pasea entre la música de la infancia, las cartas que escribió enamorada, los mercados de pulgas, el primer coche, sus viajes, sus cariños, las enfermedades, la muerte y, por supuesto, el cine. Una casa que filtra la luz, como puede verse en una de sus escenas. Al cine llegó sin preparación alguna, después de dedicarse a la fotografía. ¿Por qué brincaste de la foto al cine,? le pregunta el artista Chris Marker representado en la película por la caricatura de un gato. “Me recuerdo necesitada de palabras,” responde ella. Las encontró en conversación con la luz y las imágenes.
John Gray lee el nuevo libro de Eric Hobsbawm sobre Marx y sus ideas. Gray discrepa del marxista: nunca habían sido más marginales las ideas políticas de Marx. Para Gray, el historiador riguroso y profundo que es Hobsbawm dice muy poco sobre la historia del comunismo en el "corto" siglo XX. Mientras Hobsbawm sigue reivindicando los poderes proféticos de Marx, Gray duda de ellos. El autor de El capital nunca imaginó la resistencia del nacionalismo ni el resurgimiento de la política religiosa. Lo que sí vio Marx, dice Gray, es el carácter revolucionario del capitalismo: una fuerza transformadora que terminaría por consumir a la civilización burguesa.
El New Statesman también publica una entrevista con Hobsbawm.
El sueño ha sido visto como inmersión en lo recóndito, irrupción de lo negado, involuntaria revelación de lo que la razón sofoca. El misterioso acceso al laberinto más profundo de cada quién. Pero el sueño no se encapsula en la celda del individuo: se vierte a la vida común y se enreda en la historia. Así lo muestra el editor Jacobo Siruela en un bellísimo ensayo publicado hace un par de años por Atalanta, su nuevo sello. La pista la encuentra en una nota escrita en uno de los cuadernos de G. C. Lichtenberg: «toda nuestra historia es únicamente la de los hombres despiertos; nadie ha pensado en una historia de los hombres que duermen.» En efecto, nadie ha emprendido la tarea de escribir la historia de los sueños. Eso: la reconstrucción de la historicidad de los sueños.
Siruela se ha puesto a escribir ese libro para insertar el universo onírico en la historia de la cultura. El mundo bajo los párpados no es una historia lineal, una cronología de sueños famosos. Se trata de una historia, como él mismo la llama, «transversal y literaria», donde se encuentran historia y filosofía; mito y ciencia. Los sueños pueden convertirse en «materia de la historia», como ya había notado George Steiner. Con frecuencia escapan de la esfera privada para configurar los códigos sociales, pueden tener el poder de decidir una batalla, abren una ruta para para ensanchar la razón o consagran un ámbito para sus terapias. Cada siglo tiene sus sueños; cada cultura, una fórmula para descifrar sus mensajes, para contemplar a sus dioses con los ojos cerrados. No sueño mi sueño: sueño el nuestro. «El sueño, escribe Siruela, no es únicamente un fenómeno espontáneo y privado de la mente, forma también parte de la experiencia más vasta de la historia cultural humana.» Si fuésemos capaces de hacer el compendio de nuestros sueños, dibujaríamos el mapa más revelador y el más preciso de nuestro tiempo. Como demostró la periodista Charlotte Beradt, al recopilar esa historia del Tercer Reich, ni en sueños Hitler dejaba en paz a los alemanes. La historia merece, pues, una nueva categoría: la onírica.
Pero la trayectoria onírica es doble: la historia se filtra al sueño, pero el sueño también fecunda la historia. Un niño inglés se atrevió una mañana a contarle a su maestra el sueño que acababa de tener. Lo habían nombrado rey de Inglaterra. El sueño le pareció inaceptable a la instructora que procedió a azotarlo. Nalgadas por soñar lo impensable. El niño se llamaba Oliver Cromwell. Los historiadores de lo diurno creerán que sueños de este tipo son anécdotas curiosas. Nada más. Arrogancias de la razón moderna que se niega a aceptar otras casualidades.
Los sueños pueden ser premonición pero también se ofrecen como guía, como orden, como llave que abre la puerta que no se ve durante el día. Todo lo que hacemos está marcado por nuestros sueños, esas «efímeras pompas de vida» donde la imaginación juega con la memoria. Cualquier actividad humana registra la influencia de los mensajes oníricos. El arte, la guerra, la ciencia, la religión serían otra cosa sin esas seducciones de la noche. Tiene razón Siruela: nuestra cultura extrovertida sigue dándole la espalda a las visiones nocturnas.
Sin detenerse en los tópicos vulgares o psicoanalíticos, Siruela se hace preguntas inusuales. ¿Qué sucede con el tiempo cuando soñamos? ¿A dónde vamos cuando soñamos? ¿Cómo entra la historia a los sueños, cómo se insertan en ella? El mundo bajo los párpados, un ensayo tan riguroso como elegante, entiende la imaginación (no sólo la nocturna) como una pieza constitutiva de la historia. No un escape de la realidad, el hallazgo de una más profunda.