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Ray Monk, autor de una imponente biografía de Wittgenstein, El deber del genio, aborda su pensamiento como derivación de su mirada. En un artículo en The New Statesman, Monk subraya la influencia que ejerce Freud para hacer de la imagen, lo inefable, el centro de la experiencia humana. "No pienses, ¡observa!," ordena en sus Investigaciones filosóficas. Pensar para él era "ver conexiones". Verlas, no pensarlas.
El autoritarismo resurge. Distintas fórmulas autocráticas se ofrecen en el mundo como alternativas a la torpe democracia liberal. En los años 30, recuerda Michael Ignatieff en un artículo reciente (se necesita suscripción) publicado por The New York Review of Books, intelectuales de todas partes viajaban a la Unión Soviética de Stalin, a la Alemania de Hitler o a la Italia de Mussolini para elogiar el sentido de propósito de esas sociedades que comparaban con el desánimo, la debilidad, la mediocridad de la política democrática. Algo así se repite en estos tiempos. Las democracias empiezan a ver con cierta envidia a las exitosas autocracias. Antes, los occidentales que viajaban a Moscú admiraban el metro y veían en él el símbolo de un progreso que el individualismo jamás podría alcanzar. Hoy se ensalzan los trenes chinos y el trote de su economía. Ignatieff se concentra en la crítica a La cuarta revolución, editores del Economist, Micklethwait y Wooldridge, quienes regresan a la receta del adelgazamiento del Estado. Ignatieff discrepa:
El Estado liberal está en crisis, básicamente, porque sus instituciones regulatorias y políticas han sido capturadas o son asediadas por los intereses económicas que debían controlar. Si bien el Estado liberal nunca fue creado para promover la justicia distributiva, siempre debió evitar que el poder del dinero sofocara la competencia y corrompiera el sistema política.
Paulina Lavista relata en una nota publicada hoy en El universal la entrevista que Salvador Elizondo le hizo a José Gorostiza y muestra la fotografía que le tomó que después Elizondo pegaría a uno de sus cuadernos.
El nuevo libro de George Steiner desvela a sus lectores los libros que no ha escrito. El nombre y la portada de su edición norteamericana retratan un hueco. Mis libros no escritos
es el título de esta obra de siete capítulos que corresponden a tantos espectros. La imagen de la carátula, diseñada por Rodrigo Corral, capta dos sujetalibros que sujetan aire. Podría pensarse que la idea del libro no escrito es, en algún sentido, tautológica, en tanto que es una forma de nombrar al ensayo. En efecto, todo ensayo es un libro abandonado, como detectó con insuperable claridad William Hazlitt a l exclamar: “Ay, qué abortos son estos ensayos!” Interrupción de una idea; exposición de un argumento inconcluso, preparativo para una función que no llega. Todo ensayo sería un libro no escrito. Su fórmula, según Paz, es decir lo que hay que decir, sin decirlo todo.
Pero los libros no escritos de los que habla Steiner son aquellos que por su ausencia, lo definen. No son empresas intelectuales que la distracción o las prisas han boicoteado. Son libros que Steiner no se ha atrevido a escribir, que no podría escribir. Más que proyectos pendientes, son dolencias presentes.
La sabiduría de Steiner es pedregosa, no fluvial. No discurre siempre con soltura y transparencia. Al ensayista lo secuestra reiteradamente un catedrático pomposo que no puede liberarse de sus bibliotecas y sus terminajos. Se necesita equipo de alpinista para escalar algunas frases suyas. “A pesar de que puede asumir modos “surrealistas,” la gramatología de nuestros sueños está lingüísticamente organizada y diversificada más allá de las histórica y socialmente circunscritas provincialidades de lo psicoanalítico.” Seguramente estoy traduciendo con torpeza, pero el original es tan escarpado como esta versión. Con todo, la aspereza retórica es apenas la costra que envuelve una sutileza. Al pasearse alrededor de sus silencios, Steiner se desnuda: borda lo que le duele, lo que no entiende, lo que le falta, lo que la vida ya no le permitirá. Es perceptible el matiz testamentario de este libro: no es la última voluntad quien ordena el reparto de propiedades, sino la despedida a todo lo que no fue. La herencia que quiere dejarnos Steiner no es el catálogo ordenado de sus posesiones, sino esos borradores que son su carencia dorsal y que siguen esperando autor. Steiner no pudo escribir un libro sobre la envidia porque sentía el tema demasiado cerca del hueso. No redactará el tratado sobre los lenguajes del erotismo porque, a pesar de haber tenido “el privilegio de hablar y hacer el amor en cuatro idiomas”, es incapaz de entregarse a la infidencia. No publicará el libro que quisiera escribir sobre su devoción por los animales porque la introspección que ese proyecto exigiría supera su valor. Tampoco leeremos la propuesta de un nuevo quadrivium. Steiner se sabe inexperto en ecuaciones no lineales y en genética.
La notita introductoria lo dice mejor, por supuesto: “Un libro no escrito es más que un hueco. Acompaña el trabajo que uno ha hecho como una sombra activa, irónica y dolorosa al mismo tiempo. Es una de las vidas que pudimos haber vivido, uno de los caminos que no tomamos. La filosofía nos enseña que la negación puede ser decisiva. Es más que el rechazo de una posibilidad. La carencia tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar con precisión. Es el libro no escrito el que pudo marcar la diferencia. El que pudo habernos permitido fallar mejor. O tal vez no.”
El camino que nunca tomamos nos retrata mejor que el que seguimos.
El poeta nombra con un grito, escribió Eduardo Lizalde en uno de sus poemas tempranos. El poeta habla con un silencio que aúlla la oscura cosa. El mundo que toca su palabra es el de los trastos rotos, roídas: el aserrín de los montes.
El grito
que ha de roer la nube
y destrozar al pájaro
reventado en el aire
cuando empiece a sonar:
será el poema
Biógrafo de su propio fracaso, sabio de la desesperanza. Es de amor ese poema en el que avisa que “algún veneno oscuro de serpiente has inventado para destruir las rocas.” No hay en su poesía asomo de ilusión, de festejo. Celebracion, si acaso, de nuestra condición ruinosa. Asombro ante el desamparo. No necesitamos mapas, no tiene utilidad las brújulas, sobran las palabras. Conocemos la catástrofe. Por eso advirtió a los activistas que el principal deber de un revolucionario es “impedir que las revolciones lleguen a ser como son.”
Las flores no lo son.
Silencio. El tiempo vuela.
La realidad se ha reducido
a este mal sueño.
Sólo el crimen es real.
La pesadilla sola
–nunca el sueño–
conforma el mundo.
La entrega del Premio Carlos Fuentes al poeta Lizalde resalta un parentesco entre ellos: su fascinación por la catástrofe que habitamos. Veo en el Fuentes que se entrega al tigre no al muralista de La región más transparente sino al autor del Cristobal nonato. El escritor que pinta la más pestilente de las urbes, que describe la ciudad del hacinamiento y la polución rinde homenaje al cantor de la Tercera Tenochtitlán. Entre 1982 y el 2000, Eduardo Lizalde escribió ese largo llanto por la ciudad de México. Vale leer el poema hoy, para abrevar del necesario vocabulario del veneno y la destrucción. La ciudad es una araña que nos atropella; una vieja coyota que nos nutre y emponzoña; una rata, un vampiro milenario; una mancha oscura recorrida por ríos que mienten. El poema de Lizalde es deforme, como la ciudad misma. Como ella, un gemido desmesurado y vil.
La ciudad de Lizalde es “nuestra monstrua.” El “cadáver de una vieja laguna corrompida,” un pozo sangriento. Un ogro lleno de “mierda eminentemente histórica” que perfecciona cotidianamente el plan maestro de su demolición. Una mancha que carece de cuerpo y, sin embargo, se expande incesantemente. Pero el poeta lo reconoce: la culebra es nuestra, es nosotros: “soy parte de su ajado, roto cuerpo.” Es nuestra monstrua.
No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué? Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía ‘Te quiero’ Pero aún no sabía cuánto lo quería. Ni me lo imaginaba.
Esa es la voz que introduce el libro de Svetlana Alexiévich sobre la tragedia de Chernóbil. Es una de las historias más desgarradoras que he leído. Eso: la trenza del amor y la muerte. El descubrimiento de la vida más amada mientras se disuelve en la muerte. El desesperado intento de sujetar un cuerpo que descompone y se deshace. Esa es la historia de Liudmila Ignatenko, viuda de un bombero que acudió a la planta del reactor nuclear minutos después de que estallara.
Alexiévich, como el bombero destruido por la radiación, acudió muy pronto al llamado de la tragedia. Coincidió con cientos de reporteros que, con urgencia, enviaban reportajes a sus periódicos y su televisoras. Trasmitían datos y declaraciones. Poco a poco, los periodistas fueron regresando a sus ciudades. Ella permaneció ahí. Durante diez años escuchó a los sobrevivientes para escribir una sobrecogedora historia de la catástrofe. Chernoóil es una terrible metáfora de nuestro tiempo como era del miedo. Una cruel venganza de la naturaleza que logra esconderse para matar a la criatura soberbia que somos. Atroz enemigo que se oculta. La radiación no se ve, no hace ruido, no huele. Ninguno de nuestros sentidos ayuda para cumplir el deber de la sobrevivencia. La corrupción, la arrogancia, el despotismo de un régimen que también se desmorona conspiran para arrasar la vida, para aniquilarla desde dentro.
Se celebra el Nobel a la periodista bielorrusa pero vale advertir que en su trabajo no está la marca de la prisa sino la de la paciencia. El lenguaje, ha dicho, es incapaz de nombrar al vuelo lo que está pasando. El oído requiere tiempo para comprender el enjambre de las conversaciones simultáneas. Comprender es escuchar. Callar. Abrirse a la palabra de los otros. La escritora bielorrusa ha descrito el género de su literatura como “novela de voces.” Retrato de las emociones del presente. Ningún escritor podría hospedar el mundo si no lo recibe en las alcobas de su oído: lo que se escucha en las conversaciones de la calle y el mercado dice más del presente que todos párragos de los periódicos y todas las páginas de los libros.
En una conferencia sobre la literatura y la catástrofe, Alexiévich recordaba que en los días posteriores a la explosión, las abejas desaparecieron de Chernóbil. Huyeron. Las lombrices se sumergieron a las profundidades de la tierra. Las criaturas más sencillas entendían que algo estaba muy mal. Los humanos siguieron con su vida, como si nada. Nosotros continuamos con nuestros hábitos: veíamos la television, escuchábamos a Gorbachov, veíamos el partido de futbol. Quienes trabajábamos en el mundo de la cultura tampoco sabíamos cómo decirle a la gente lo que estaba pasando. No teníamos palabras para la tragedia. Sus libros recuerdan que la tragedia no se nombra, se escucha.
Muy bueno Chucho, gracias!
Gracias por compartirlo!
jajaja, muy bueno e ingenioso me alegro la mañana gracias
¡Divertidisimo, gracias!
Buenisimo video, gracias por compartir.