Nicholas Kristof publicó ayer un artículo en en New York Times en el que lamenta la reclusión de los profesores en el monasterio universitario. Los académicos, dice, escriben mal y sólo para ellos. Serán brillantes pero son irrelevantes. Distintas reacciones ha provocado su invectiva. Corey Robin cree que la queja es infundada, Eric Voeten coincide: seguramente no ha habido época en la historia en la que los académicos (particularmente los politólogos) hayan estado tan presentes en el debate público y sean tan relevantes como ahora. En Talking Points Memo Amy Fried y Luisa S. Deprez rechazan que los académicos sean monjes y hablan del Scholars Strategy Network, un sitio que precisamente conecta academia y política pública. Paul Krugman lo ve desde su disciplina. El lenguaje técnico es, en ocasiones, indispensable para la Economía, pero hay que aterrizar las ideas con palabras comprensibles no simplemente para influir o estar presente en la deliberación pública sino para conservar los pies en la tierra. El sentido común suele perderse cuando se habla en jerga.
John Cage cumple 100 años. Alex Ross lo recuerda en un artículo del New Yorker. Hizo que su música sonara como el mundo y por eso el mundo suena a Cage, dice.
Le decían el Niño porque empezó a trabajar cuando cursaba todavía la primaria. Su padre, un comerciante de origen griego, le había regalado una cámara alemana. No la estrenó retratando a su mascota o fijando la imagen de su familia o de sus juguetes. Lo que atrapó el ojo de Enrique Metinides desde el primer momento fueron las tragedias de la ciudad. Choques automovilísticos, incendios, crímenes. Sus fotos eran el remedo de las películas de gángsters que veía en el cine. No le atraían los superhéroes ni los vaqueros sino los ladrones, los mafiosos, los heridos, los policías. Iba a la escuela en el turno de la tarde y podía dedicar la mañana a buscar la desgracia de la noche anterior. Cuando un periodista gráfico lo vio tomando fotos de un coche destrozado, le ofreció trabajo. Publicaron su primera fotografía cuando tenía doce años. Era un decapitado. Durante medio siglo fue el amo de la nota roja. Por décadas, portada y contraportada de La Prensa fueron, cotidianamente, suyas.
Imposible cerrar los ojos ante lo siniestro. Decía William Hazlitt en su famoso ensayo sobre los placeres del odio que las desgracias públicas eran bienes públicos. Notaba desde entonces que no había sección más jugosa en un periódico que la de los crímenes y accidentes. Todo el pueblo corre para ver un incendio. Y no es que huya para salvarse, sino que se apresura para admirar la furia de las llamas. Cuando el fuego se extingue, no es fácil que la gente oculte la frustración que siente por el fin del espectáculo. Lo único intolerable, decía, es el tedio. La intensidad de la tragedia nos enciende.
El artículo completo puede leerse aquí…
La música fue lo primero de lo que fui consciente, escribió John Tavener. No recuerdo un solo momento en mi vida en el que no haya habido música. La primera influencia musical la recibí de los elementos: yo imitaba el sonido de la lluvia, del viento, de los truenos en el piano de la casa y mi abuelo me escuchaba. Tavener nació en enero de 1944, varios siglos después de su tiempo. Murió en noviembre pasado. No pertenezco a esta Era, dijo en varias ocasiones. Habría preferido vivir en Bizancio, en la antigua Grecia, en la Edad Media, en algún tiempo, o en algún lugar donde el arte es vehículo, no negocio.
“Mucha de la música moderna, dijo, se empeña en la construcción de rompecabezas. No pido, desde luego, que los compositores modernos no piensen en nada más que en música. Pero desde mi perspectiva, su música es una idolatría de los sistemas, los procedimientos y las notas. Si la verdad interior no es revelada en nuestra música, es falsa. Una cosa es seguir una inclinación espiritual y otra suponer que la idolatría del ‘arte’ es algún tipo de realización espiritual.” Creía que su música, más que composición, era transcripción de un dictado. Si Dios es el creador de todo, ha compuesto también mi música. Una búsqueda de esa música que existe en el cosmos, esa música a la que el hombre se ha vuelto sordo. El pecado de la música moderna fue olvidar la pureza del rezo para abrazar el sentimiento personal. La Novena sinfonía de Beethoven, por ejemplo, era para él la glorificación del ego humano. Humanismo hermético, es decir, soberbio: una pieza clausurada a lo sagrado. “Odio el progreso, odio el desarrollo, odio en todo la evolución pero, sobre todo, en la música.” Su propósito era remar contra esa arrogancia moderna. Reinstalar la devoción en el arte. El único propósito de la música es glorificar a Dios. Al final de sus días, Tavener cambió de opinión. Descubrió al Beethoven tardío: el de los últimos cuartetos. Los cuartetos nacen de la trascendencia del sufrimiento, dijo. El dolor produjo en Beethoven una música extática, reverente.
Su única ambición fue capturar la voz de Dios. Si tanta música en nuestro tiempo nos dirige al infierno, ¿por qué no intentar que nos conduzca al paraíso? Toda su vida fue una búsqueda religiosa, musical. No dejó de buscar. Nació en el presbiterianismo, lo atrajo la poesía y la teología católica, descubrió después los ritos y los sonidos de la iglesia ortodoxa griega, se maravilló con los nombres del Corán, se acercó al chamanismo y al hinduismo. En sus partituras se fue abriendo el espacio para el corno tibetano y el harmonio hindú.
No le faltaron críticos: lo llamaron populista, elemental. Llegaron a rebajarlo como compositor new age. Tuvo la desgracia, en efecto, de ser enormemente popular. Fue admirado por los Beatles y el príncipe inglés. Musicalizó el funeral de Diana y ha sido escuchado en muchas películas. “El velo protector,” recogiendo textos de muchas tradiciones religiosas, es uno de los discos clásicos mejor vendidos de todos los tiempos. Han dicho que su música es música simple para gente simple. Tavener no recibe el comentario como insulto. Adoro la sencillez, respondió. La voz que quiere capturar es, en realidad, la voz de la inocencia. Es una voz cristalina, contemplativa y femenina.
Es curioso que el arte que se escucha sea encarnado frecuentemente por alguien a quien no se puede oír. Un personaje que, al finalizar la función, acepta el aplauso, a pesar de haber permanecido en silencio durante todo el concierto. Abundan los chistes sobre los directores de orquesta. Chistes sobre su inutilidad, como el cartón que muestra que, en lugar de partitura, los directores ven sobre el atril el instructivo de su conducta: mueve el popotito que tienes en la mano hasta que la música se detenga. Luego date la vuelta y da las gracias. O chistes sobre su arrogancia: ¿Cuál es la diferencia entre Dios y un director? Que Dios sabe que no es director de orquesta. De este extraño oficio–y también de los chistes que inspira—trata el libro de Mark Wigglesworth, El músico silencioso. Por qué la dirección importa. Lo publica la Unversidad de Chicago y espera el editor que la traduzca al español.
Cuando Elias Canetti buscaba una imagen para capturar la dinámica del poder, no encontró mejor estampa que lo que ocurría en una sala de conciertos. El director de orquesta era el emblema perfecto: todos observan lo que hace. Dando la espalda al público, elevado por encima del resto de los músicos, da y quita la voz. Obliga a marchar apresuradamente y ordena silencio. Hasta sus cejas se imponen sobre los otros. Quien nada sepa del poder, lo entendería todo con solo verlo atentamente. Wigglesworth, reconocido director inglés, lo ve, ante todo como una figura de autoridad. Un artista que debe cultivar confianza. Si hay leyendas de los muchos déspotas con batuta, la era de esas tiranías ha pasado. Un director debe escuchar para aprovechar el acento que aporta cada uno de los instrumentistas. La imposición sorda atenta contra el propósito mismo del concierto.
Wigglesworth cita a Stravinsky quien pedía, antes que respeto por la música, amor. El respeto puede terminar por ahogar la creatividad del músico. Un director debe sentir lealtad por la pieza que interpreta, pero, al mismo acercarse libremente a su recreación. Por eso es necesario asumir riesgos y cuidarse del peligro de ser secuestrado por el fantasma de versiones previas. Se requiere para ello una mezcla saludable de tradición y espontaneidad. Saber que hay que estudiar la pieza a conciencia, pero también reconocer que la erudición puede ser un despiste para el artista. Que hay que ensayar sabiendo que puede ensayarse demasiado. Aunque se hagan chistes de su arrogancia, el director necesita humildad frente al compositor. Reverencia frente al autor y, al mismo tiempo, soltura y confianza para fundirse con el genio.
Lejos del chisme o del manual, el ensayo de quien fuera director de la National English Orchestra toca el sentido profundo de ese arte paradójico. El director tiene a su cargo descifrar la intención de los sonidos. La música vive en el tiempo, dice Wigglesworth. No hay fuerza en la naturaleza más potente que el tiempo. No se detiene ante nadie. Nadie puede liberarse de su paso terco. Pero el arte puede transfigurar el tiempo. Modificar nuestra percepción. Conseguir que una hora pase como un minuto o que un segundo se sienta como una hora. Ese es el privilegio del músico: jugar con el tiempo. Ahí radica la responsabilidad del director: organizar la música en el tiempo. Enorme el poder del director, concluye: “Vencemos al tiempo. Le damos forma a lo invisible.»
Más que un escritor incómodo, símplemente áspero, Luis González de Alba era corrosivo, hiriente. Para pensar y defender sus causas, usó el veneno. Un contrincante demoledor que, más que debates, tuvo pleitos. Fue, como bien dijo Aurelio Asiain, un raro. Un excéntrico, un extravagante. Lo era por su severidad inclemente. Un escritor despiadado. Ahí radica su rareza: en una tierra acostumbradas a las medias palabras y al eufemismo, en la patria del ninguneo, en un país dedicado a la vaguedad que nada dice o la ambigüedad que no incomoda a nadie, en un mundo acostumbrado a envolver la mínima discrepancia en algodones, Luis González de Alba llamó pan al pan y caca a la caca.
Fue el mayor de nuestros iconoclastas. A eso dedicó su vida pública: a romper imágenes, a destrozar las esculturas sagradas, a quemar toda efigie que demandara veneración. Como Orwell, estaba convencido de la culpabilidad de todos los santos. Ni la Guadalupana ni Carlos Monsiváis, ni el 68 ni los aztecas merecían devoción. Fue un cruzado del sacrilegio. El abogado del diablo sabía que toda idolatría es ridícula. Si nos piden rezo, hay que soltar la carcajada. Dame un ídolo y te mostraré el fraude. Sentía una profunda antipatía por los héroes, los antiguos y los de hoy. Los denunció a todos brutalmente. Las reacciones que provocó entre los fieles corresponden a la dureza de sus invectivas. Lo borraron hasta ignorar su muerte. Defendió como nadie el derecho a la blasfemia. “No todo pensamiento es respetable ni alguna religión lo es. Ninguna, punto com. Ni todos los viejos son respetables ni debe uno callar ante una estupidez flagrante y peligrosa. ¿Y quién define eso? Cada quien…”
Fue un impertinente porque no buscaba el acomodo de sus ideas en el auditorio en el que hablaba. No lijaba sus opiniones para quitarle astillas y hacerlas gratas al tacto. No suavizaba su palabra para no herir la sensibilidad del oyente. Seguramente disfrutaba al imaginarse el impacto que tendría su franqueza entre los pudibundos y los fanáticos. No ocultó la fuente de sus placeres, ni el desenlace de sus convicciones. Seguía con honradez el dictado de su razón intransigente. El artículo que escribió para el número cero de La jornada tenía como título “La izquierda terrorífica.” Advertía desde entonces de una mojigatería que se imaginaba progresista y con buena causa. Una izquierda que, con esas credenciales, pedía censura. No podía aceptar que en la izquierda hubiera anidado tanta sandez, tanta impostura, tanta pleitesía.
Los odios definieron al personaje público. No fue capaz de soltar enemistades, de olvidar ofensas. Una y otra vez volvía al agravio. Las obsesiones se volvieron su energía. Con todo, su pasión no soltó el argumento ni dejó de buscar la prueba. Abominó la hipocresía tanto como la irracionalidad. No estaba dispuesto a aceptar que había unos criminales buenos y otros malos; que la nobleza de una causa hacía admirable la atrocidad; que la justicia de un impulso convertía en razonable la tontería. Hará mucha falta su ácida inteligencia, su valentía pero sobre todo, como dijo Héctor Aguilar Camín, su salvaje libertad.
Wislawa Szymborska mira un escarabajo muerto. Lo mira a lo lejos, desde las alturas, como si volara en un avión. La imagen no le espanta. Si hay duelo en el deceso, es imperceptible a la mirada humana. Nadie desvía su camino. Nadie cancela sus citas. Es que los animales no fallecen, solamente mueren, escribe en un poema. Los animales muertos ni siquiera tienen el poder de asustarnos, como fantasmas, por la noche. Pero la poeta se detiene y observa la manera en que han quedado dobladas las patas del escarabajo, sobre su vientre. No sabe nada del bicho, pero redacta su epitafio:
Y aquí está sobre el sendero el escarabajo muerto,
sin que nadie lo llore, brillando bajo el sol.
Un vistazo es suficiente:
no parece que le haya sucedido nada.
Lo importante está reservado a nosotros.
Sólo a nuestra vida, sólo a nuestra muerte,
una muerte que exige primacía.
El poema toca, en la agonía del escarabajo, la muerte que nos hermana. El misterio que reside en la vida de los otros, sean cucarachas, pulpos, terroristas o poetas. El poema de Szymborska podría ayudar a entender las dos claves de la preciosa animalia que Isabel Zapata acaba de publicar bajo el sello de Almadía. Acercarse a la otra percepción y acariciar lo que se ha ido. El asombro y la nostalgia.
En Alberca vacía, el libro de ensayos que apareció casi al mismo tiempo, Zapata recuerda la pregunta del filósofo Thomas Nagel: ¿qué se siente ser murciélago? Esa pregunta sin respuesta se extiende a todo aquello que está fuera de nuestra envoltura: ¿qué se siente ser bebé? ¿cómo se siente la muerte? ¿Qué escuchan los peces?, ¿qué colores advierten los insectos? Por más que lo intentemos, no podremos insertarnos bajo escamas o caparazones. No podremos pensar desde el tentáculo, ni oler con el pistilo. Es la imaginación del ensayo y de la poesía la que nos permite jugar a la conjetura. Sabiamente desconfiada de quienes proveen respuestas, Isabel Zapata absorbe crónicas, reportes científicos, leyendas, reportajes y novelas para bordar la imposibilidad de comprender qué es lo que nos hace humanos. El instrumento más pulido en su compendio de vidas es la observación meticulosa y afectiva. Un ver sintiendo. La devoción, aprendemos de una línea de Mary Oliver que aparece como epígrafe de uno de sus poemas, nace de una mirada atenta.
“El poema no es un artefacto, es un espacio al que se entra,” En la casa de este poemario conviven microbios y rinocerontes imaginarios; Laika, la perra cosmonauta, y el último tigre de Tasmania; tiburones, gelatinas fosforescentes, Koko, el gorila con sentido del humor, una perra muy querida que sale como mancha en las fotos. Y las ballenas que flotan a la mitad del océano como islas de piedra. Fueron animales de tierra, pero algo escucharon en el fondo del mar que los sedujo. Regresaron al agua y ahí cantan. Su inmensidad no anula su delicadeza.
Las ballenas se parecen a nosotros.
Lloran cuando secuestran a sus hijos,
son 97% agua,
cada familia habla su propio lenguaje,
tienen caries, son polígamas,
permanecen horas suspendidas en diagonal,
acurrucadas unas sobre otras.
Cuando sueñan las ballenas
son delicadas flores de pétalos de carne.
…
Las ballenas no se parecen a nosotros.
Cada familia habla su propio lenguaje,
pero no cantan para lastimar.
Son polígamas, pero no saben mentir.
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