Arcadi Espada cuelga en su blog el prólogo que preparó para Matar a un elefante y otros escritos, publicado recientemente por Turner y el Fondo. Me parece convincente su idea de la política y el periodismo como dispositivos eufemísticos.
Arcadi Espada cuelga en su blog el prólogo que preparó para Matar a un elefante y otros escritos, publicado recientemente por Turner y el Fondo. Me parece convincente su idea de la política y el periodismo como dispositivos eufemísticos.
Más que la calle, la clave de las manifestaciones en El Cairo es la mezquita, escribe Ayaan Hirsi Ali en el Financial Times. Como podía esperarse, Hirsi Ali no es muy optimista del desenlace de la rebelión egipcia. No esperemos un 89, advierte. Una cultura basada en la sumisión, oscila entre la apatía y estallidos de rebelión. Dirigentes vitalicios o en el exilio. Vendrá el caos, el autoritarismo y, finalmente, el imperio del fanatismo religioso.
Ulalume González de León
La vida está entre paréntesis
como la única parte cierta
de la frase de nunca acabar
El amor está entre paréntesis
como la única parte cierta
de la frase de la vida
Pero los paréntesis del amor
se abren al revés
son
paréntesis para escapar
paréntesis para ir a habitar el color verde
Charles Simic evoca los misterios de la memoria en una nota que publica el New York Review of Books. De los libros que descansan en mis estantes puedo olvidar la trama central pero recuerdo pasajes triviales. Las migajas son, tal vez, más duraderas que el banquete. Mark Strand tenía una buena idea para aprovechar esas azarosas piezas del recuerdo. Creía que a las tumbas podría instalársele una maquinita que (a cambio de alguna moneda) pudiera compartir con los visitantes los recuerdos, las canciones, las anécdotas favoritas del muerto. El invento de Strand animaría los panteones pero, más allá de eso, impediría la extinción de todo aquello que el azar almacena en nuestra cabeza y que desaparece con nuestra vida.
El poeta nombra con un grito, escribió Eduardo Lizalde en uno de sus poemas tempranos. El poeta habla con un silencio que aúlla la oscura cosa. El mundo que toca su palabra es el de los trastos rotos, roídas: el aserrín de los montes.
El grito
que ha de roer la nube
y destrozar al pájaro
reventado en el aire
cuando empiece a sonar:
será el poema
Biógrafo de su propio fracaso, sabio de la desesperanza. Es de amor ese poema en el que avisa que “algún veneno oscuro de serpiente has inventado para destruir las rocas.” No hay en su poesía asomo de ilusión, de festejo. Celebracion, si acaso, de nuestra condición ruinosa. Asombro ante el desamparo. No necesitamos mapas, no tiene utilidad las brújulas, sobran las palabras. Conocemos la catástrofe. Por eso advirtió a los activistas que el principal deber de un revolucionario es “impedir que las revolciones lleguen a ser como son.”
Las flores no lo son.
Silencio. El tiempo vuela.
La realidad se ha reducido
a este mal sueño.
Sólo el crimen es real.
La pesadilla sola
–nunca el sueño–
conforma el mundo.
La entrega del Premio Carlos Fuentes al poeta Lizalde resalta un parentesco entre ellos: su fascinación por la catástrofe que habitamos. Veo en el Fuentes que se entrega al tigre no al muralista de La región más transparente sino al autor del Cristobal nonato. El escritor que pinta la más pestilente de las urbes, que describe la ciudad del hacinamiento y la polución rinde homenaje al cantor de la Tercera Tenochtitlán. Entre 1982 y el 2000, Eduardo Lizalde escribió ese largo llanto por la ciudad de México. Vale leer el poema hoy, para abrevar del necesario vocabulario del veneno y la destrucción. La ciudad es una araña que nos atropella; una vieja coyota que nos nutre y emponzoña; una rata, un vampiro milenario; una mancha oscura recorrida por ríos que mienten. El poema de Lizalde es deforme, como la ciudad misma. Como ella, un gemido desmesurado y vil.
La ciudad de Lizalde es “nuestra monstrua.” El “cadáver de una vieja laguna corrompida,” un pozo sangriento. Un ogro lleno de “mierda eminentemente histórica” que perfecciona cotidianamente el plan maestro de su demolición. Una mancha que carece de cuerpo y, sin embargo, se expande incesantemente. Pero el poeta lo reconoce: la culebra es nuestra, es nosotros: “soy parte de su ajado, roto cuerpo.” Es nuestra monstrua.
En un par de notas recientes, el poeta Charles Simic ha lamentado la lenta extinción de las postales y las libretas. Ya nadie manda tarjetas con noticias de sus viajes, muy pocos caminan por la calle con libreta y pluma en la mano. Las sorpresas que llegaban antes en el correo y las ocurrencias que se registraban en un cuaderno van desapareciendo entre mensajes electrónicos y recordatorios en el teléfono celular. Los libros que Julián Meza ha escrito sobre sus viajes al Mediterráneo son, a su modo, una recuperación de esos tesoros de la comunicación entrañable: colección de tarjetas postales y cartas breves, cuaderno de apuntes, libreta de viaje.
Julián Meza ha ido a buscarse al Mediterráneo. Ha encontrado por ahí su cuna imaginaria, es decir, su cuna auténtica. Nadie elige donde nace, ha dicho. Pero bien puede encontrar el lugar de donde es realmente. Y no es que haya ubicado su sitio en una playa o en una isla; en alguna ciudad o en un puerto del Mediterráneo: lo ha inventado ahí en el barrio de una imaginación poblada de historia. El mapa de ese vecindario se ha ido desdoblando por entregas. En una editorial clandestina publicó su ensayo sobre Sicilia (Sicilia. La piedra negra, Grupo Editorial Alcalá. Con una nota previa de Álvaro Mutis, 2008) y en una linda edición de Ediciones sin nombre, su imagen de Constantinopla (Constantinopla. La isla del mediodía. 2011) Se trata, como él lo advierte por ahí, de libros de viaje que no son libros de viaje, de textos de historia que son más bien fábula, de ejercicios de ficción que contienen pocas mentiras, de crónicas que no siguen la pauta de la secuencia. Ensayos, pues, a plenitud. Ejercicios de libertad frente a las tiranías de razón, tiempo y lugar. Su viaje es lo contrario que la excursión del turista: es un viaje, es decir, un reencuentro, incluso con lo que nunca había visto. “Un viaje no es un recorrido sucesivo. No es una forma de partir de alfa para llegar a omega. El viaje se inicia ya iniciado, antes o después del principio, que no es tal.”
¿Qué ha ido a escarbar Julián Meza en ese escondite del Atlántico? Más que otro lugar u otro tiempo: otra civilización. Si el elemento común de los libros que ha publicado (y los que vienen) en esta serie es el carácter insular de sus protagonistas es porque en todos está presente el mar del encuentro, el mar de la fantasía, el mar de la conquista, la brisa de las culturas. Aguas que mecen vasijas ancestrales, conversaciones eternas, libros, aventuras, edificaciones. La suya es una civilización improbable que contrasta con la muy real barbarie de nuestra modernidad. Atila y Gengis Khan fueron menos salvajes que los depredadores del presente. Si en otros libros de Julián Meza se encuentran los discretos cariños del misántropo, aquí destella la vitalidad del melancólico. Añoranza de ese mundo lleno de dioses del que hablaba Seferis en su libro sobre el estilo griego. Añoranza de la conversación y del silencio, de la gracia y la dignidad. Un tiempo anterior a la hecatombe del monoteísmo. Un tiempo de dioses que conviven y pelean, como nosotros. Tiempo de tolerancia pero no de conformismo.
El viaje de Julián Meza es viaje de avión y de lecturas, recorrido por sitios y siglos, observación y espejismo. Si somos polizones en esas sociedades a la deriva de las que hablaba el gran Castoriadis, nuestro verdadero refugio son esas islas que evoca Julián Meza: casas de la fantasía y la amistad.
Cuando Oliver Sacks supo que tenía el cáncer que habría de matarlo, sintió la urgencia de escribir. Aprovechar los últimos momentos de la vida para dejar constancia de sus descubrimientos, de sus ideas, de sus recuerdos y, sobre todo, de su gratitud. Un pódcast de Radio Lab registra esta batalla de la escritura contra el tiempo, con una intimidad inigualable. Bill Hayes, su pareja, tomó la grabadora y empezó a capturar sus palabras y sus murmullos. Gracias a ella se le puede escuchar hablando y riendo. Preparándose para el hospital, recuperándose de las golpizas del tratamiento, disfrutando los breves pero intensos episodios de recuperación. En el pódcast podemos escucharlo mientras escribe. Se puede oír la tinta deslizándose sobre el papel, su voz empezando una línea y ensayando palabras para un parrafo hasta encontrar la perfecta. El sonido de las hojas que se acumulan y la cadencia de una frase que encuentra melodía.
Puede escucharse en la emisión su lectura del conmovedor ensayo que el New York Times publicó un par de semanas antes de su muerte. El neurólogo recordaba ahí la reacción de su madre al enterarse que era homosexual. Al leer lo que acaba de escribir, la voz del viejo se quiebra al recordar al muchacho de 18 que escucha a su madre decirle: “Eres una abominación. ¡Cómo quisiera que no hubieras nacido.”
De ese último impulso de escritura proviene el ensayito que acaba de publicar el New Yorker . Se trata de una nota pesimista ante el futuro. Al doctor no le preocupaba el cambio del clima, el terrorismo, los odios de la política. Le preocupaba la cajita que tenemos todo el tiempo en la mano y de la que no podemos separarnos un instante. La caja de luces y sonidos que nos sirve para comunicarnos pero que en realidad nos encapsula y nos aparta del mundo. Escribía contra la caja que nos ha secuestrado: el Iphone. No toleraba esos juguetes que esclavizan. Bill Hayes cuenta que el departamento de Sacks era la isla de otro tiempo. No había computadora ni wifi. Le parecía claro que, para escribir, nada mejor se había inventado después de la pluma fuente.
En el artículo que publica el semanario habla del horror que sentía al ver ríos de personas mirando sus teléfonos e indiferentes a lo que pasaba afuera de las pantallas. Parejas que no se miran, padres que ignoran a sus hijos para ser fieles al incesante bombardeo de banalidad. Si el futuro le preocupaba era precisamente por el efecto embrutecedor de esa adicción tecnológica. Lo que temo, decía Sacks, es que el estímulo perpetuo de estos juguetes nos aparte irremediablemente. Que olvidemos nuestro sitio en el tiempo, que despreciemos el contacto con los otros, con la naturaleza, con la cultura. El neurólogo intuía una gravísima enfermedad colectiva: el ser humano convertido en un simple receptor de sensaciones efímeras. Se trataba a su juicio de una gigantesca catástrofe neurológica. Seremos el imbécil que sólo reacciona a los foquitos de un juguete.
¡Qué dulces suenan las voces de los amantes en la noche
igual que música suave al oído!
Las palabras de Romeo a Julieta sirven a William Hazlitt para explicar por qué nos deleitan las sensaciones infrecuentes. Durante el día los amantes se ocupan de sus caras, los distrae el movimiento de las cosas, el rumor de la calle. La oscuridad y el reposo dan sólo presencia a la voz. Su sonido, escribe Shakespeare, se vuelve música de plata. La más tierna melodía para el oído atento. El documental de Philip Gröning sobre la vida en una cartuja produce un efecto semejante en el espectador. La esponja de los sentidos se altera por efecto del silencio. “El gran silencio” registra la vida contemplativa en un monasterio enclavado en los Alpes. Pero más que la ausencia de sonido, la marca de la película es la quietud, el reposo, la suavidad de todos los movimientos, la dulce reiteración. La cinta no informa sobre la vida del monasterio: comunica una experiencia. Nada sabemos de los monjes; nada de las razones que los inclinaron a encontrar su vocación; nada aprendemos de la fundación de la orden o de la historia del claustro. No quiero que mi película sea sobre un monasterio, dice el director. Quiero que se transforme en un monasterio.
Fascinado por la vida de los monjes, Gröning solicitó permiso para vivir con ellos y registrar su mundo. No le cerraron la puerta pero le advirtieron que no estaban preparados para recibirlo. Dieciséis años después llegó la respuesta. Estaban listos para acogerlo. El cineasta suizo vivió durant meses con ellos. Documentó sus pasos, sus rezos, sus caminatas, sus cantos; su párpados cerrados. Grabó 160 horas con dos cámaras que luego se comprimieron en tres horas de cinta. Casi sin palabras, sin narración alguna, la cinta logra un encantamiento. El tiempo se disipa y las cosas fulguran entre sombras. Del silencio brotan bellezas que la bulla sepulta: la voz de la madera, el rumor del viento, el ritmo de las inhalaciones, el canto descalzo. Tejida con repeticiones, el documental proclama el fervor del presente. La fe que aparece en la pantalla no es la religiosidad de la culpa y el pecado sino una espiritualidad de gratitud y de presente. Su Dios no está en el terremoto, en la tormenta, en el trueno. Su Dios está en el susurro del aire: en el gran silencio.
Podría decirse que los monjes cartujos no se apartan del mundo. A su modo, se insertan en él, intensamente. Su refugio resulta implantación, no exilio. Hombres envueltos de mundo. A lo lejos, un avión cruza el cielo para recordarnos que estas imágenes no provienen del pasado sino que suceden ahora, mientras vemos la película. El director se cuida bien de retratar la computadora que sirve a la contabilidad del monasterio y las semillas empaquetadas que siembran cuando el tiempo lo permite. El mensaje es claro: ésta no es viñeta de un arcaísmo. El mundo de los monjes es el nuestro.
La viveza del presente acentúa también la corporeidad del mundo: la madera sobada de los muebles; la imponente masa de las montañas; la vida que es carne, piel, pelo; el piso que cruje; las piedras frías del edificio; el agua en todos sus cuerpos; las campanas insistentes; las telas. El universo ritual de los monjes se entreteje así con la cadena de la naturaleza. Los ritos incorporan al hombre a las suaves revoluciones del planeta. Al día sigue la noche; el hielo se vuelve agua, el invierno da paso a la primavera. El planeta parpadea.