Ayaan Hirsi Ali (que ha aparecido con frecuencia en este blog) publicó recientemente su llamado urgente a la reforma del islam que Mario Vargas Llosa elogió con entusiasmo en El país. Sin cambios sustanciales, el islam es una ideología totalitaria que funde política y religión para el aniquilamiento del otro. Hace unos cuantos días pronunció un discurso en Berlín para reiterar su absolutismo. A su juicio, la expresión no puede someterse a ningún límite. Hirsi Ali termina su discurso citando a Stéphane Charbonnier, editor de Charlie Hebdó asesinado hace unos meses por los fanáticos. El problema, dice el caricaturista en un documento que se publicó póstumamente, no son ni la Biblia ni el Corán, novelas incoherentes y soporíficas, sino esos lectores que las toman como si fueran un instructivo de Ikea. Debes cortarle el cuello al infiel para ganarte las vacaciones eternas que te promete el Señor.
Toma cualquier recetario de cocina y exige que sea tomado como la Verdad. Aplica literalmente las instrucciones de ese Texto Sagrado a ti y a todos los demás. ¿Qué consigues? Un baño de sangre.
El fotógrafo norteamericano Robert Adams es el ganador del prestigioso Premio Hasselbald. El año pasado el premio lo ganó Graciela Iturbide. El Museo Getty tiene una buena página sobre su obra.
El fotógrafo es también un buen ensayista. Ha escrito Beauty in Photography y Why People Photograph
. En el primer libro escribe: "Lo que esperamos de un artista es ayuda para descubrir el significado de un lugar. En este sentido, preferiríamos treinta minutos con "Domingo en la mañana" de Edward Hopper a treinta minutos en la calle que pinta. Con la mirada de Hopper vemos más."
Emil Cioran daba un consejo. "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas… Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Fernando Savater, buen amigo suyo ha visitado su tumba para reencontrarse con su sabiduría. Recuerda sus conversaciones con él, plagadas de risa y buenas razones para no creer en nada. Recuerda que, a pesar de su pesimismo, llegó a celebrar la caída de la tiranía rumana: se asomaba un hombre que se atrevía a desengañarse del desengaño (parcialmente, por supuesto)
Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.
Tenemos que cultivar nuestro jardín. Esas son las últimas palabras que pronuncia el Cándido de Voltaire. Tras la larga cadena de sus desventuras, tras la destrucción de todas sus ilusiones, se aferra a la esperanza de sus huerto. No hay otra utopía que la de las fragancias y los olores cultivados por la mano paciente del jardinero. Santiago Beruete ha escrito una historia de ese espacio de cariño donde han sembrado, durante milenios, la razón y la sensibilidad humana. Se trata de Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines, que ha publicado Turner en su estupenda colección Noema. El artificio y la naturaleza, la paciencia y el azar, la la paciente espera y el gozo súbito de un vivero alimentan placeres y reflexiones. Se nos cuenta que fuimos echados de un jardín y que habremos de regresar a otro. Que las primeras meditaciones sobre la belleza, la justicia y la verdad nacieron recorriendo huertos y vergeles. Que el jardín puede ser instrumento de propaganda estatal o espacio de reclusión.
Se le ha descrito como “fiesta de lo efímero” pero es también una imagen de la felicidad perdurable. Un proverbio chino lo dice así:
Si quieres ser feliz una hora,
bebe un vaso de vino;
si quieres ser feliz un día, cásate;
si quieres ser feliz toda tu vida,
házte jardinero.
La utopía tiene forma de jardín. En los jardines se expresa una idea del mundo, de la sociedad, del hombre. Ahí se insinúa un proyecto de convivencia, una noción del bien, una imagen de la vida bien vivida. Representación de lo divino y de lo terrenal, domesticación de la naturaleza, lugar para el cortejo, espacio de la conversación. Luis Barragán, al recorrer el patio de los arrayanes en la Alhambra, descubrió que lo que debe contener un jardín bien logrado: “nada menos que el universo entero.” El universo exterior y también el interno. El cosmos y el alma: “salir al jardín, dice Beruete, supone siempre entrar en nosotros mismos.”
El tiempo ha transformado las formas y las metáforas del jardín, su sitio en casas y ciudades. Pero, más allá de los vericuetos de su diseño, el jardín es fruto de un oficio venerable. Una tarea con una clara enseñanza moral. La escuela de la jardinería nos enseña tesón, paciencia, generosidad, previsión, humildad, gratitud. Por eso decía Bertrand Russell que una conversación con su jardinero le permitía recuperar el optimismo que perdía al hablar con profesores universitarios. En el brote de una orquídea adquiere sentido la esperanza. Agrega Beruete que la jardinería puede verse hoy casi como rebeldía contra la cultura de la prisa, el ruido, la gratificación inmediata, la mercancía, la fuerza. Será la insumisión de la paciencia, el silencio, la contemplación, la calma.
Adicto al café fuerte, aficionado al box, irritable e impetuoso, William Hazlitt fue un buen odiador, para seguir su propia fórmula. “Buen odiador.” La expresión aparece en varios ensayos
suyos. La usa para describir algún personaje de Shakespeare o para nombrar las limitaciones de un político. Refiriéndose a un parlamentario, decía que le faltaba calor, esa vehemencia sagrada que es indispensable para conquistar la tribuna. No tiene el nervio, no tiene el ímpetu. “No odia bien,” dice. El buen odiador no era para él solamente el que era bueno para odiar, sino quien odiaba para bien. Un auténtico patriota, agregaba en otra parte, debía ser un buen odiador. El admirador de la Revolución Francesa tenía un buen catálogo de tirrias: la injusticia, el prejuicio, servidumbre, el fanatismo, la pedantería, la superstición.
Al odio dedicó Hazlitt su ensayo más conocido: El placer de odiar. La naturaleza no era para él una sinfonía dulce y armónica, era el martilleo de las enemistades. La columna de la vida se sostenía en sus oposiciones: sin el viento contrario, el esqueleto del hombre se volvería flácido, sin consistencia: una rama tendida al piso. La aversión apasionada, la descarga de los contrastes despabilaba al bulto que podemos ser. El puro placer pronto se vuelve insípido y anhela variedad. El dolor, por el contrario, siendo agridulce nunca empalaga. De ahí su invitación a la polémica: cuando algo deja de ser controvertido, deja de ser interesante. Cuando alguien deja de discutir, se deja morir. Una extraña fraternidad en la discordia se asoma en sus ensayos. El verdadero combatiente es quien mejor conoce a su adversario. No habrá mejor retratista del enemigo que el boxeador que examina a su rival desde la esquina contraria. Los puñetazos, si son certeros, son pinceladas de un retrato justo.
“Lector: ¿has visto una pelea? Si no lo has hecho, hay un placer que te espera.” La prosa del narrador describe la emoción del espectador ante este brutal rito de golpes. El jacobino no rehuía el conflicto. A contracorriente enseñaba él mismo los nudillos de su inteligencia crítica, mientras sus contemporáneos levantaban el meñique al tomar la taza del té. No pretendía en ningún momento contemporizar con la política del día. Peleaba sin ignorar que la hormona del odio era tóxica. El odio se cuela a la fe para atizar el fanatismo y la persecución; transforma el patriotismo en ánimo de exterminio y hace de la virtud sermoneo inquisitorial. De ahí el calificativo que aplica al odiador. Si no hay más remedio que odiar lo abominable, hay que odiar bien.
Hazlitt estaba lejos de ser un misántropo. Disparaba veneno pero no se alimentaba de él. Puede encontrarse, en su malevolencia, una vitalidad contagiosa, una energía que por alguna razón conforta. Tiraba dardos a sus enemigos, mientras aconsejaba a su hijo aprender latín, francés y a bailar. Sobre todo, aprender a bailar. Destrozaba reputaciones sin perder el tiempo cuidando la suya. Un radical condenado por las hipocresías de su tiempo que se atrevía a cantar al amor ilícito. Hazlitt se resistió a admitir que la sabiduría política equivale a la complacencia. Lo notable en esta pasión beligerante es su grandeza. Hazlitt fue un admirador de sus adversarios. Sintió devoción por un hombre que representaba todo lo que políticamente aborrecía. Edmund Burke, el gran crítico del radicalismo revolucionario, defendía, en efecto, la moral de la tradición, la inteligencia del prejuicio, la nobleza de la jerarquía. Hazlitt, convencido de las bondades de la promesa revolucionaria, no dejó nunca de leer y discutir con el conservador. Escribía en su ensayo sobre los libros viejos, que era raro entender a un adversario, pero era más infrecuente admirarlo. El conoció y admiró a Burke, su contrincante intelectual. El autor lo deslumbró pero sus ideas nunca lo “contagiaron.” El buen odiador rebate el argumento principal de Burke sin desconocer que el camino hacia la conclusión está sembrado de cien verdades parciales y que el estilo, la fuerza, la inteligencia de su adversario llevan el sello del genio. Hazlitt sabía que polemizar era, en realidad, una manera de convivir.
Ante el “estancamiento de la imaginación política” de nuestro tiempo, Humberto Beck ha rescatado la profética inactualidad de Ivan Ilich en su libro más reciente. Otra modernidad es posible. El pensamiento de Ivan Ilich (Malpaso, 2017) es una de las piezas más sugerentes de reflexión crítica que se hayan publicado recientemente. Tal y como lo muestra Beck, en el pensamiento de Ilich hay una pista de modernidad que hemos cancelado desde hace siglos. Una modernidad que no se subordina a las herramientas, que no se somete a la prisa, que no atiza enemistades, que no se ahoga en la incomunicación. Esa modernidad que embona con las ilusiones liberales o socialistas. Más que a la utopía de la libertad individual o de la igualdad, los trazos de Ilich dibujan una utopía de la convivencia.
La presencia de la amistad es la célula madre de esa sociedad convivencial. “Para Ilich no había mayor don existencial que la presencia de un amigo,” dice Beck. Estaba convencido de que los vínculos mecánicos y las rutinas de la organización institucional imposibilitaban esos milagros del encuentro. Para Illich, más que desandar siglos, hay que volver a pensar el sentido de la convivencia, las posibilidades del afecto, el servicio de los instrumentos, el impacto de las instituciones, el efecto de nuestros deseos. El pasado no es el lugar al que hay que regresar. Es, más bien, un espejo que desafía nuestras certidumbres.
El enemigo del coche, de la escuela y del hospital estaba convencido de que hemos sido secuestrados por las herramientas. Poco a poco los instrumentos que fabricamos se convierten en fines y nosotros en títeres del artefacto. Rendimos culto a los utensilios que nos exclavizan. El camino, lejos de acercanos a la meta, nos aleja de ella. La medicina institucionalizada se ha convertido en la peor amenaza para la salud. A medida que diseñamos coches más veloces y hacemos más amplias las autopistas, entregamos más tiempo al traslado. Compramos un coche imaginando que el vehículo ampliará nuestra libertad cuando, en realidad, nos apriosiona. Nos hace trabajar para comprarlo y para alimentarlo cotidianamente con combustible. Nos encierra durante horas para trasladarnos de un lado a otro de la ciudad. Y la escuela, lejos de alentar el conocimiento, la curiosidad, el entendimiento, es un expendio de títulos que legitiman la exclusión. Un aberrante monopolio. ¿por qué consentimos que la escuela sea, en términos prácticos, requisito de pertenencia moral a la sociedad?
Javier Sicilia lo llamó con razón un “profeta de la desgracia.” Supo ver antes que nadie que nuestras instituciones son jaulas y que nuestros ideales engaños. En los expertos hemos depositado una fe incompatible con una sociedad abierta y fraterna. Nuestro tiempo, dice Ilich es del de las profesiones inhabilitantes. Nosotros tenemos problemas mientras los expertos dispensan las soluciones. A los técnicos corresponde decidir lo que es conveniente y a nosotros toca dar las gracias. A un abanico de técnicos hemos entregado cuidados que no deben transferirse nunca. La cultura no es propiedad de nadie.
[…] nos convence, un artista nos conmueve. Lo decía el propio Philip Seymour Hoffman en una conversación con el filósofo Simon Critchley: el buen teatro, el buen cine nos habla directamente a nosotros. […]