Francis Fukuyama reseña en el Financial Times el nuevo libro de Robert Putnam: Nuestros niños. La crisis del sueño americano. Si es cierto que el libro de Piketty reinsertó el tema de la distribución del ingreso en la agenda pública de los Estados Unidos, también es cierto que lo hizo de una manera abstracta. Ése es el mérito del libro de Putnam: narrar el cambio social en el pueblo donde el propio Putnam nació. Putnam no ignora los datos pero es capaz de comunicar la historia de la desigualdad en los Estados Unidos. El autor de Jugando boliche juntos sigue la pista de Tocqueville al advertir la importancia de los hábitos para la vida de la democracia.
Aquí puede leerse el comentario de Jill Lepore al libro de Putnam
Slavoj Žižek escribe en el Guardian sobre la intolerancia que se disfraza de liberal en Europa. Muchos guerreros liberales, dice, buscan con tanto afán derrotar el fundamentalismo islámico que atenta contra la democracia que terminan cargándose la libertad y la democracia. Si los "terroristas" (es él quien pone las comillas) están dispuestos a quemar el mundo por su amor al paraíso, nuestros defensores de la libertad están preparados para quemar la democracia por su odio al otro. Aman tanto la dignidad humana que se preparan para legalizar la tortura.
La tolerancia, sostiene, no es más que indiferencia y odio regulado.
reescribiría los libros de Economía.
Convocado por Prospect, el filósofo de Harvard insiste en contraponer el argumento del mercado contra el argumento moral. La Economía tiende a presentarse como una disciplina neutral y cada vez más mordemos su anzuelo. Por eso el autor de Justicia, reescribiría los manuales de economía para reconectarlos con la tradición moral de la que surgieron autores como Smith, Mill o Marx. El primer decreto de Sandel como soberano del mundo sería prohibir el uso de la palabra «incentivar.
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Como en la música, en la arquitectura nos bañamos enteros, dice Paul Valéry en su precioso diálogo sobre Eupalino. Los sonidos y las edificaciones nos envuelven, apropiándose en cierto modo de nosotros. Una pintura, dice el Sócrates imaginado por el poeta, apenas cubre una pared, una escultura adorna un paraje de nuestra vista. La grandeza del templo y de la sinfonía es que rehacen el espacio que vivimos. Habitamos espacios ennoblecido por músicos y arquitectos. La arquitectura, insistía Valéry, es el arte más completo del hombre porque sirve a su cuerpo, sirve a su alma y sirve a su mundo. Es útil y durable siendo bello. El arte del arquitecto no es genialidad espontánea. El diseñador separa la idea de la creación. Tres tiempos, dice Valéry: proyecto, acto y resultado. Boceto, albañilería, casa. El principio es el dibujo. Después vendrá la construcción y gracias a ella, el templo.
Durante siglos, el papel fue la superficie para la gestación creativa. Hojas, cuadernos o servilletas que reciben el impulso del garabato o el cuidado del trazo. El papel blanco como imparcial receptor del genio. Planos marcados pacientemente para captar la idea y la instrucción. La docilidad del papel acoge la imagen. Parece que la computadora lo ha cambiado todo. No es que simplemente haya abaratado el experimento o haya facilitado la reproducción de los planos. Ha expandido la imaginación. Se edifica lo que fue inconcebible. Uno de los efectos insospechados del software es, quizá, el nuevo papel del papel. En alguna arquitecta contemporánea puede verse la presencia del papel, pero ya no porque en muros o columnas se asome el lápiz, sino porque el edificio mismo imita sus volúmenes. La hoja de papel ya no es superficie plana que acoge la idea, sino un laboratorio de volúmenes.
Dos formas de experimentación aparecen. La primera surge del capricho del puño que arruga el papel. Se toma la hoja y se cierra la mano. El arquitecto encuentra ahí una puerta. Le da la vuelta y descubre el techo. La gira y vislumbra el muro que estaba buscando. Se toma unas tijeras, se corta el papel y aparece una ventana para recibir la luz. Ese juego parece capturar el proceso creativo de Frank Gehry. De los caprichos de un cartón arrugado puede brotar un edificio que baila o un barco de titanio. Quizá el documental de Sidney Pollack
sobre el autor del Guggenheim de Bilbao caricaturiza el proceso creativo, pero su búsqueda de formas es real. El arquitecto aparece como un cazador de papeles arrugados, un joyero que se sumerge en el cesto de basura en busca de curvaturas preciosas.
La segunda insinuación del papel proviene de los cerebrales dobleces del origami. Los pliegues del arte japonés forman volúmenes estrictos y cancelan la curvatura. El papel se dobla y se vuelve a doblar: aparece un pájaro, un elefante, una flor. O un museo. Los edificios de Daniel Libeskind aparecen en el espacio como esbeltas hojas de papel punzante. El diseñador del museo del holocausto de Berlín y del museo de arte moderno de Denver ha dicho que su inspiración son las formas y la luminosidad de los cristales. Brillantes tallados que capturan y reflejan luz. Visto de otra manera, la arquitectura de Libeskind es un monumental origami de titanio que lanza flechas al exterior. Más que diseños dibujados en papel, bocetos en papel doblado.
En ambos casos, la arquitectura tiende a sobrevaluar su dimensión escultórica. Su fuerza suele corresponder a su debilidad. Poderosísimos imanes de la vista que no alcanzan a ser plenamente hospitalarios. Un imperio del exterior. Será por eso que suelen ser más amables con el lente de una cámara que con los zapatos del paseante. Edificios que nos maravillan pero que no consiguen abrazarnos. Arquitectura que no nos baña, nos salpica.
¿Cómo se mide un año? Recupero la pregunta que se cantaba en un musical de hace algún tiempo. ¿Cuántas tazas de café le caben a 526,600 minutos? ¿Cuántas carcajadas? ¿Cuántas quesadillas? ¿Cuántos estornudos, cuántas despedidas, cuántos bostezos, cuántos traspiés? Cada uno tendrá su contabilidad. Pero quizá, más importante que el agregado sea la aparición del descubrimiento único, eso que cuenta no por acumulación sino por intensidad.
Este año me atrapó la sencillez profunda de la música de Valentin Silvestrov
. ECM ha publicado un buen número de grabaciones suyas. Después de oír el primer disco que compré en Gandhi no he parado de buscar todo lo que ha compuesto. Al escucharlo, se entiende por qué Arvo Pärt lo admira como el mayor compositor vivo. El músico ucraniano dice que su música no es música nueva, que no agrega nada a los sonidos del mundo; que es apenas el eco de la naturaleza. Tiene razón: ya ha oído su música quien lo escucha por primera vez. La música, dice él, es “el mundo cantándose.” No es filosofía; es el testimonio sonoro de la vida. Sus bellísimas canciones silenciosas fueron un apartamiento del público frente a la amenaza de la represión soviética. Estuvo dispuesto a cambiar las salas de concierto para defender el sonido íntimo del piano y la voz que de ahí surge. Así se escuchan en las “Canciones Silenciosas
” los versos de los grandes poetas rusos en voz de barítono y piano. La voz se desviste de las imposturas para cantar con la sencillez más pura. No hay ahí afectación operística, sino frescura íntima, profundidad ancestral. No sé cuántas veces habré escuchado “Despedida,” el poema de Taras Shevchenko al que puso música Silvestrov. No se necesita entender ruso para sentir el lamento helado del poema, el adiós a la vida y a la patria a la que se deja viuda. Su “Réquiem for Larissa
”, compuesto en recuerdo de su mujer es una pieza tormentosa y, al mismo tiempo, dulce. Destellos entre la oscuridad más tenebrosa. Fantasmas de Mozart se aparecen mientras las líneas de la voz se interrumpen subrayando la ausencia irreparable. El réquiem de Silvestrov se basa en la tradicional misa de muertos pero cada línea en latín queda incompleta. La frase se interrumpe sin llegar a su final subrayando el vacío. La música se disuelve en viento.
No fue para mí un buen año de cine. La película de Facebook que tantos elogios ha recibido me pareció una cinta sobreescrita sobre personajes que me resultan absolutamente indiferentes. La idea de Inception (sueños en el sueño; vigilia que invade el sueño; sueños que determinan la vida) es fascinante, pero su realización decepciona. Las alucinaciones de la película no alcanzan en ningún momento a ser oníricas. Las ciudades se doblan y se deshacen pero su secuencia sigue siendo la trillada persecución policiaca. No entra el espectador al otro universo del sueño. Me entretuvo el documental de Bansky pero sobre todo, me ayudó a ver la ciudad de otra manera. Del resto de películas que vi, apenas me acuerdo. Sólo resaltaría y con mucho entusiasmo una película que me acompañará por mucho tiempo. La vi gracias a una recomendación de Ernesto Diezmartínez. Es el retrato autobiográfico de la cineasta belga Agnès Varda. Las playas de Agnes es un coqueteo de espejos, de recuerdos, evocaciones lleno de poesía y gracia. La directora octogenaria regresa a la casa de su infancia, se descalza en la arena, registra las arrugas de sus manos, llora ausencias, recuerda amigos. La directora que perteneció a la época de oro del cine francés celebra su vida pero no se celebra a sí misma. Las boberías cuentan en su vida tanto como la Obra. La coleccionista de imágenes camina hacia atrás para festejar su tiempo sin esculpirse en monumento. ¡Cuánta vitalidad en estas imágenes! La escritora, directora y protagonista de la cinta dice en un momento: “Estoy viva. Y recuerdo.”
El museo Tamayo ha inaugurado recientemente una exposición con juegos diseñados por Isamu Noguchi. Maquetas de parques, bocetos, columpios, resbaladillas. Una colección de propuestas para esculpirle juguetes a la ciudad. La muestra es un buen pretexto para recordar la temporada que el escultor vivió entre nosotros, trabajando en un mural para el mercado Abelardo Rodríguez, en el centro de la Ciudad de México.
Noguchi llego a México a mediados de 1935. Manejó desde California, invitado por la pintora norteamericana Marion Greenwood, quien ya vivía aquí, entusiasmada con el muralismo. Bajo la distante supervisión de Diego Rivera, trabajaba en la conversión del antiguo convento de San Pedro y San Pablo en mercado. Gracias a las gestiones de Greenwood, Noguchi fue comisionado para intervenir una pared en el segundo piso del mercado. Durante los ocho meses que estuvo en México trabajando en su mural, Noguchi esculpió un busto de José Clemente Orozco, se enamoró de Fida Kahlo y fue amenazado de muerte por Diego Rivera. Salió de México casi quebrado: con su bolsillo financió los materiales de la obra, el gobierno le pagó una fracción de lo que le había prometido.
El mural de Noguchi está prácticamente abandonado. El «mural del japonés,» como lo conocen los locatarios, pasa desapercibido para la mayoría de los comerciantes y compradores. Está arriba de los puestos, a lado de un centro de integración juvenil. Es, sin embargo, una pieza fascinante en la trayectoria artística de Noguchi y un implante exótico y fresco en el dogmatismo de aquella militancia artística, tan llena de lugares comunes.
En México, Noguchi encontró la posibilidad de un arte público, un arte que saliera de las galerías y de las mansiones para involucrarse en la vida de la ciudad. Lo había intentado en Nueva York, con sus primeros proyectos de parques infantiles pero los burócratas de la alcaldía habían repudiado la audacia de sus diseños. El mural mexicano es, sin duda, su pieza más política, pero no deja de ser una exploración de las formas primordiales. Ahí están sus aros y sus hendiduras, la voluptuosidad de sus piedras, sus huesos, sus cuerdas y sus curvas. Siguiendo el instructivo del momento, Noguchi ofrece una lección de la historia mexicana y rinde tributo a los símbolos venerados. La narración es elemental: de derecha a izquierda puede leerse un cuento que describe el movimiento de la oscuridad a la luz. La superstición de la Iglesia y la violencia del fascismo representadas por la lejanía de una cruz y la frialdad de las bayonetas. Cuerpos tendidos bajo una nube de detonaciones. Un enorme puño rojo en el centro del fresco condensa la promesa del futuro: la industria eleva sus torres, el campo traza surcos, la ciencia transforma las sustancias, el arte juega con las formas. Un pequeño parque de Noguchi se deja ver en el mural de Noguchi. En el extremo izquierdo, un niño contempla su herencia con la confianza de conocer la llave de su destino. Pero no es Marx proclamando la lucha de clases sino Einstein esclareciendo la trama de la materia y la energía. Noguchi no transcribe los cantos del Manifiesto (que, por cierto, abundan en el mural de enfrente, pintado por Greenwood) sino la fórmula E= MC2. Al verla, un hombre que pasaba por el mercado captó el significado profundo de la ecuación: Estado = Muchos Cabrones. El observador pasó por alto que debe ser al cuadrado.
Por tercera ocasión, Michel Franco regresa del Festival de Cannes con trofeos y elogios de la crítica. “Las hijas de Abril”, su película más reciente, ha recibido el premio del jurado en la sección “Una cierta mirada.” Acaba de ser estrenada en México. Es una película notable que confirma, precisamente, la constancia de su ojo. La filmografía de Franco es una persistencia por explorar el universo subcutáneo, por contemplar la complejidad que apenas emerge al gesto y que permanece casi siempre muda.
El silencio puede ser el gran hilo de las relaciones humanas. Más que parlamentos, miramientos. El duelo que agobia a los protagonistas de “Después de Lucía” es un dolor sin palabras, una experiencia común e incomunicable. El genio del director radica precisamente ahí, en la capacidad de mostrar esa intimidad hermética. El enigma de la vida no puede ser resuelto. El arte del asombro no esclarece. Los personajes de Michel Franco son tan incapaces para entender los resortes de su existencia como lo somos nosotros, al verlos en la pantalla. El enfermero que acompaña las últimas horas de los enfermos es un hombre roto. ¿Por qué? No lo sabemos. Él tampoco. ¿A dónde lo lleva su fractura? No lo podemos imaginar.
“Las hijas de Abril” es el retrato de tres mujeres. Una niña a punto de ser madre; su hermana sumergida en una densa depresión y una abuela que se resiste a envejecer. Abril, interpretada magistralmente por Emma Suárez, ha regresado a Puerto Vallarta para acompañar a su hija en el parto. La vida que aparece cimbra ese tenso equilibrio de las distancias y los silencios. No sabemos cuándo se separaron ni por qué. Escuchamos solamente a Valeria preguntarle a su madre: “¿cuánto tiempo te vas a quedar?” Quiero ayudarte, le responde Abril. En ese intercambio se abre un abismo. Es un abismo que apenas se insinúa. El frágil triángulo femenino se manifiesta y no se explica. Es un pozo impenetrable. En esa sutileza de lo que no es declarado está la riqueza del cine de Michel Franco.
La cámara en la nuca de los actores, el micrófono atento a la respiración, la mirada puesta en las rutinas. Los rotros casi siempre inexpresivos, la conversación casi siempre insustancial. Pistas de las ocultaciones que nos forman y nos destruyen, de los hábitos que nos salvan y nos pierden. Si no se escucha música en las películas de Franco es porque no hay trampa en ellas. La manipulación de los cineastas se cuela normalmente por el oído. Se oprime un botón y se provoca la lágrima en el espectador, se apachurra otro y se acelera el ritmo cardiaco de la sala. No hay artilugio en las cintas de Michel ranco. El silencio es la banda sonora de su filmografía porque su cine no pretende dirigirnos. No es un discurso que emita un juicio sobre los personajes, que condene o elogie. El director no nos impone un veredicto porque no lo emite. Hacerlo es imposible cuando se aborda el universo de las emociones. El cine de Franco es un atisbo de lo oculto. Su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria.
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