Jennifer Homans, la viuda de Tony Judt escribe de él en el New York Review of Books. Su agonía, recuerda, fue extraordinariamente fértil: tres libros notables pudo escribir en los meses que fue muriendo. En una estampa conmovedora, apunta que para Judt, las ideas fueron para él un "tipo de emoción," algo que le importaba y sentía como otros sienten amor o tristeza. Y las ideas fueron su último refugio. Homans se refiere en particular al último libro que escribió en conversación con Timothy Snyder, Pensando el siglo XX y a su ardua gestación.
El pasado era todavía la máquina de su pensamiento. Ya no era historia, sino memoria. La memoria fue la única certeza de Tony y se aferró a ella como una cuerda de la que dependía su vida. Fue lo único que su enfermedad no pudo arrebatarle. … Para extraer un recuerdo, no tenía que pedirle nada a nadie: estaba ahí en su mente y mientras pudo hablar, podía usar su memoria a voluntad. Era toda suya.
En su número 207 la revista Proceso se entrega al juego de la sucesión presidencial. Falta año y medio para la elección del 82 pero la revista se entretiene con las especulaciones del momento. El destape que viene será como todos los previos. Empresarios y corporaciones sindicales dibujan el retrato de su deseado. El siniestro comandante de la policía capitalina, Arturo Durazo, viaja a Estados Unidos y recibe elogios de la policía de Washington. En la página 35 de la revista José Emilio Pacheco escribe de Francisco de Quevedo. Debería decir, más bien, que José Emilio Pacheco escribe otra vez de Francisco de Quevedo. Es el fin de la serie, advierte el poeta como si suplicara comprensión a sus editores. Había publicado ya tres textos largos sobre Quevedo por sus cuatro siglos. Después de un paréntesis para celebrar el Nobel a Milosz, Pacheco entregaba un cuarto ensayo, dedicado a su prosa política y moral. Así empezaba su inventario:
¡Otro artículo sobre Quevedo! Es antiperiodístico. Es evasivo. Realmente no vale la pena. ¿Qué tiene que ver con México? ¿Usted cree que a un campesino de Chiapas le interesa Quevedo, cree que puede entenderlo?
Pacheco recoge el rumor de la redacción para advertir la arrogancia de cierto populismo. Se trata, en realidad, de un elitismo que se pretende representante de los intereses del campesino chiapaneco, cuidándolo de lo que sería incapaz de apreciar. La gran literatura, la poesía de los clásicos, la percepción de los meditadores no es para todos. La cultura es para pocos; el entretenimiento para el resto. En defensa de su apunte, José Emilio Pacheco enlista las razones por las cuales ha de recordarse a Quevedo en un semanario de denuncia.
En primer lugar, la literatura española pertenece a los mexicanos no menos que a los salmantinos. Cada uno de nosotros la heredó con la lengua que nos enseñaron en la cuna. […] En segundo lugar, Quevedo es el mejor antídoto contra el sentimiento de inferioridad que nuestros amos nos han hecho interiorizar. Después de leerlo con un mínimo de atención, nadie pensará que el castellano es un idioma de segunda. Si queda alguna duda, que lea las traducciones de Quevedo o intente trasladarlo a otro lenguaje.
Por último, la historia no se repite y sería insensato pretender que nuestra situación es análoga a la del imperio español en sus amenes y postrimerías magistralmente descritas por Quevedo. Pero su experiencia vivida no nos resulta del todo extraña si pensamos en que vivió en un país al que finalmente destruyó nuestra vieja amiga la inflación; que exportaba los frutos del subsuelo colonial y en cambio importaba todo lo demás. Una España en que no había cosa que no estuviera en venta ni pudiese conseguirse mediante el soborno. Aún nadie lo llamaba “mordida” pero ya se le conocía en todo el orbe por el nombre de “unto de México”. Un país en que la miseria y el hambre eran el marco andrajoso del lujo y el consumo suntuario de aquellos empeñados en enriquecerse aun al precio de acabar con el suelo que pisaban. El ocio era producto del desempleo y la falta de educación. Cada ministro resultaba más inepto y voraz que el anterior. El siglo de Quevedo, como el nuestro, fue —hubiese dicho Musset— “un mal momento”.
José Emilio Pacheco también quería el latín para las izquierdas y no sólo para ellas. La hazaña de su trabajo periodístico es la terquedad con la que remó contra la corriente de nuestro tiempo. Inventario fue un milagro del periodismo mexicano. Recorrer los cientos y cientos de páginas publicadas primero en Excélsior y luego en Proceso es contemplar una de la creaciones culturales más imponentes de nuestra era. No es un viejo edificio en ruinas, un palacio magnífico pero deshecho sino por el contrario, adentrarse en una casa impecable. Habitable por su trazo y por su vitalidad. Por la diversidad de sus espacios, por la variedad de tono: un sitio para la nostalgia y para el juego, una recámara de placeres y tristezas, un comedor para la conversación, el chisme, la risa.
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Orhan Pamuk celebra los museos pequeños en un artículo breve que publica el New York Times. Algo sabe de esto, después de levantar su propio museíto en Estambul. «Mis museos favoritos tienden a ser pequeños, del tipo de los que muestran la creatividad y la vida de individuos privados.» No es que Pamuk deteste el Louvre o el Museo Británico, es que en ellos siente la opresión del Estado. Los museos pequeños se esconden en callejuelas y no aparecen en las guías de turistas pero trasmiten una atmósfera personal y pueden comunicar la experiencia de haber vivido en otros tiempos.
Preocúpate de la música nueva porque lo amenaza todo. La advertencia solemne aparece en La república de Platón. Al esculpir su ciudad, el filósofo reconocía la importancia de lo escuchable. La música era instrumento necesario para formar el alma humana. Por eso la ley habría de ser más un canto que un decreto. Y por eso mismo, los sonidos que se cuelan por nuestros oídos, eran peligrosos. Los sonidos que seducen pueden provocar locura. Sosiego y embriaguez. Regular la música sería, en consecuencia, una de las principales tareas de la política. Proscribir estilos perniciosos, favorecer tonadas para la virtud. Mientras la lira era tenida como un vehículo para trasmitir un mensaje edificante, la flauta se consideraba censurable no solamente porque distorsionaba la cara del flautista sino porque intoxicaba el juicio de quien escucha. La gran ironía es que, si en aquel diálogo parece que el filósofo busca expulsar (como a los poetas) a todos los flautistas de la ciudad, en sus últimas horas buscó el consuelo de ese instrumento. Una curiosa conversión en el lecho de muerte. Despedirse de la vida envuelto en la melodía que se había empeñado en prohibir.
Tomo este apunte sobre el peligro de la música del nuevo libro de Ted Goia, el reconocido crítico de jazz. Una historia subversiva de la música, se titula. Turner, que ya ha publicado otros títulos suyos, editará la versión en español en el primer semestre del 2020. Se trata de una fascinante historia de la música. No la historia de un estilo artístico o de una región musical, sino la historia de toda la música. Sorprende la audacia de Goia. El pianista deja el mundo del blues y del jazz para emprender la historia entera de la música. Desde aquel instante inicial del big-bang (el silencio que hizo posible la música de lo creado) hasta Kendrick Lamar. El hilo de su relato es, como se advierte en lo que recogí arriba, la transgresión. “La verdadera historia de la música no es respetable,” dice Goia. Tampoco es aburrida. Debemos sus quiebres a los provocadores, los insolentes que, al crear nuevas tonadas, sacuden los fundamentos mismos de la sociedad. Goia no solamente escucha la música que se despliega en el tiempo y en el espacio. También ve lo que la música provoca. Por eso resulta tan valioso el examinar lo que sucede en el auditorio y como lo que se orquesta en el escenario. Eso es lo que analiza Goia con gran soltura, más que el sonido de la música, su efecto. La música desafía el orden, se burla de las jerarquías, rompe con la herencia y por eso alarma a la policía, a los curas y a los padres.
Hasta los más venerables padres de la música religiosa han sido insumisos. Pensamos en Bach, por ejemplo, como el sobrio luterano con peluca, entregado en cuerpo y alma a las autoridades de su iglesia para ofrecerles puntualmente la cantata semanal. Lo imaginamos disciplinado, sobrio, devoto. Se nos olvida que estuvo preso por varias semanas, que era violento, que bebía litros y litros de cerveza, que era un insolente. Lo llamaron “incorregible.” Musicalmente era igualmente rebelde y su música debe haber causado escándalo entre sus contemporáneos. Rompió todas las reglas de composición, improvisaba. Era visto con sospecha. Ofendía. Se le escuchaba como una música que coqueteaba con la herejía al esconder la letra de la liturgia en los laberintos de su arquitectura.
La historia de la música, sostiene Goia en uno de los capítulos de su historia, es la batalla de la magia contra las matemáticas. El músico hace cálculos con sonidos y lleva cómputo de su melodía pero es, al mismo tiempo, un chamán que invoca los espíritus para lograr lo imposible. Una ciencia de números y un conjuro.
Desde hace unos quince
años John Brockman, un inquieto promotor de la cultura, un empresario
intelectual, organiza una extraña fiesta decembrina. Brockman, de quien se ha
dicho que es una de las grandes enzimas intelectuales de nuestro tiempo, no
reúne a su familia para cenar pavo o abrir los regalos de Santaclós. Invita a
algunas de las mentes más brillantes del mundo a reunirse virtualmente en
edge.org, su página de intenet, para contestar una pregunta provocadora. La
fiesta es la conversación que se teje a partir de las respuestas. El festejo
anual de edge es un puente entre aquellas dos culturas que se ignoran. Las
artes y las ciencias compartiendo el manjar de una buena pregunta. Entre sus
invitados habituales puede encontrase a Steven Pinker, Richard Dawkins, Craig
Venter, Brian Eno, Daniel Dennet, Samuel Harris. Sí, poca diversidad. Muchos
hombres ingleses o norteamericanos—pero, a fin de cuentas, un grupo con cosas
que decir.
Las preguntas han sido
particularmente agudas. Interrogantes misteriosas o perturbadoras. ¿Cuál es tu
idea peligrosa?, ¿En qué has cambiado de opinión?, ¿En qué crees que no puedes
probar?, ¿Qué nos puede hacer más listos?, ¿Ha cambiado internet la manera en que
piensas?, ¿En qué eres optimista? La pregunta más reciente de edge es ¿de qué
deberíamos preocuparnos?
En estos momentos hay
algo que conspira silenciosamente contra nosotros. Peligros inadvertidos,
amenazas que nadie atiende. El variado grupo de científicos, tecnólogos y
expertos en las más extravagantes disciplinas se reúne en esta página para
compartir sus angustias. Claro, no faltan los listos que reflexionan sobre la
preocupación. Una preocupación, puede leerse por ahí, es una inversión en
recursos cognitivos atada a emociones del espectro de la ansiedad dirigidas a
la solución de un problema específico. Toda preocupación es costosa, agrega
Stan Sperber—como también lo puede ser el no preocuparse. La preocupación no es
una carga; es un regalo, dice el neurocientífico Robert Provine: un tipo de
pensamiento y de memoria que ha evolucionado para darle dirección a la vida y
protegerla del peligro.
Si nos fastidia la
tranquilidad o estamos hartos de las preocupaciones obvias, podemos encontrar
en la página de edge una buena dosis de preocupaciones insospechadas y
nutritivas. Preocupémonos pues de terribles virus mutantes, de la eugenesia
china, la espantosa epidemias de gordos, los rayos gama, asteroides
devastadores, oscilaciones solares, la devaluación de la palabra escrita, la
apatía, los prejuicios de google, el fascismo tecnológico, la marginación
informática, el creciente déficit de nuestra paciencia, el envejecimiento del
planeta, la homogeneización del mundo, la erradicación de la muerte, la
expansión del universo, el antiintelectualismo que arrincona a la ciencia, el
crimen apoderándose de los Estados, la incompatibilidad del desarrollo
científico con los procesos democráticos, el derroche de las fantásticas
oportunidades que nos ofrece la tecnología, la desaparición del espacio
público, la desconexión humana, la perpetua conexión virtual, la brecha entre
la comprensión y la información, la pérdida de contacto con nuestro propio
cuerpo, la proliferación de la pseudociencia, la creciente torpeza de nuestras
manos, el solipsismo informático, el fin de la privacía, la amnesia colectiva,
la pérdida del deseo sexual, la explosión de nuesvas drogas, las supersticiones
viejas y nuevas, los límites de la democracia, la muerte de la diversidad
cultural, la inextinguible estupidez, el estancamiento económico del planeta,
nuestra inmortalidad digital, la inestabilidad genómica.
A preocuparse también
se aprende.
¿En qué andábamos pensando?, se pregunta Carlos Lozada desde el título de su libro más reciente. Se refiere a era Trump que parece que finalmente llega a su fin. ¿Cómo entender estos cuatro años? ¿Qué dice este tiempo de la democracia, de la sociedad, de las emociones públicas, de la ansiedad contemporánea? El crítico del Washington Post tomó la radiografía de una época que pretende encontrar su propio sentido. Más de 150 libros de todas las perspectivas y todos los enfoques. Los estantes de esta “historia de lo inmediato” incluyen crónicas de la pobreza rural, manifiestos de resistencia política, trabajos sobre género e identidad, advertencias de extremismo político, alabanzas del genio empeñado en recuperar la grandeza de los Estados Unidos, profecías sobre el destino democrático, crónicas sobre el manicomio que ha sido la Casa Blanca.
El arco temático e ideológico de este recorrido es extraordinario. Crónica, ensayo, piezas académicas, reportajes, meditaciones filosóficas. Los politólogos discuten sobre la agonía de la democracia liberal. Los críticos literarios se lamentan por el sitio de la verdad en el espacio público. Los filósofos se cuestionan sobre las tensiones entre ciudadanía e identidad. Los sociólogos y los antropólogos retratan el nuevo rostro de la miseria y de la exclusión. Los activistas usan la imprenta para organizar la resistencia. Los reporteros se infiltran en las reuniones del poder para retratar el caos.
Mi preocupación, dice Lozada “no es saber cómo llegamos aquí, sino cómo pensamos ahora.” El ejercicio es valiosísimo. Esa biblioteca urgente conforma un mosaico de perspectivas, enfoques, talantes que son brújula en el presente y serán testimonio de un tiempo para los historiadores del futuro. Para descubrir las pistas del presente, Lozada ha formado una lista de lecturas esenciales. Libros que arrojan luz a un tiempo ardiente y confuso. Quien quiera entender este tramo de la historia de los Estados Unidos y quiera asomarse a la sombra que de ahí se proyectó al mundo, se servirá enormemente de esta valiosísima guía bibliográfica.
Está, por supuesto, el libro Hillbily Elegy, el testimonio de JD Vance sobre el nuevo rostro de la pobreza en Estados Unidos. Está también el panfleto de Timothy Snyder sobre los peligros del populismo autoritario y la mirada de Masha Gessen sobre el peligro de un nuevo régimen totalitario. Un apartado importante es el que se le dedica a los delatores que salieron de la órbita trompeana para denunciar el delirio del comandante en jefe y los reportajes como los de Woodward que logran adentrarse en las reuniones de gabinete y explorar los caprichos presidenciales.
El mapa que dibuja Lozada permitirá identificar la intensidad de las polémicas contemporáneas, la seducción de un personaje a un tiempo abominable y representativo, las distintas fibras de la conversación y el malentendido de nuestros días. El catálogo de novedades de Lozada se convierte en algo más: termómetro de una cultura.
Llegué a los diarios del conde Harry Kessler (Journey into the Abyss. The Diaries of Count Harry Kessler 1880-1918, Alfred A. Knopf, 2011) por la recomendación entusiasta de Alex Ross en el New Yorker. Se trata del voluminoso registro de un “diplomático imposiblemente refinado que vivió de 1868 a 1937 sin que transcurriera para él un solo día inelegante.” Una mañana cae en el estudio de Monet, cena alguna noche con Degas, le presta dinero a Rilke, discute sobre diseño aeronáutico con el conde Zeppelin, le da a Hugo von Hofmannsthal y a Richard Strauss la idea de “El caballero de la rosa”, acude al estreno de “La consagración de la primavera” y se regresa en el taxi con Cocteau y con Nijinsky, viaja en barco con Rodin. Amigo de la hermana de Nietzsche, la visitó cuando cuidaba al hermano demente. En la mirada del filósofo perdido veía una lealtad conmovedora y un inútil anhelo intelectual: un enorme y noble perro. Cuando Nietzsche murió, Kessler ayudó en los funerales. Después de las ceremonias, apartó la sábana que lo cubría en su ataúd. “Los ojos profundamente hundidos se habían abierto de nuevo.”
Ese personaje que W. H. Auden consideró “uno de los hombres más cosmopolitas que jamás haya vivido” en el planeta visitó México en un par de ocasiones. En sus diarios se recogen sus impresiones sobre las ciudades, la naturaleza, la vida, el arte, la política en el México de finales del siglo XIX. Ahí da cuenta del día en que vio al general Porfirio Díaz, elegante e imponente en una ceremonia en Puebla. Su espanto por la suciedad de Veracruz, su admiración por el Popocatépetl y la luz del valle de México, la poca atracción que sentía por las mexicanas. Pero el visitante no podía desprenderse de su retina estética. No era un sociólogo que retratara costumbres, ni un naturista que clasificara plantas y bichos: era un esteta que sólo podía entender la vida en clave artística. Nabokov llegó a decir que Kessler trataba a las obras de arte como si fueran sus hermanas: seres vivos pertenecientes a su especie. En las páginas que dedica a sus días mexicanos, el país le parece un fascinante laboratorio de cultura.
Al comentar la sorprendente cantidad de iglesias que encontraba en cada pueblo mexicano, no se espantaba con las muestras de fanatismo, tampoco le conmovía la devoción: advertía en los creyentes mexicanos una chispa estética peculiar: el impulso expresivo del católico. Al ver el rostro de los hombres y las mujeres que llenaban los templos, Kessler encontraba la expresión de Rembrandt. “El católico se gasta todo su entusiasmo ético en un instante en la iglesia”. En cambio, el protestante distribuyen su fe a lo largo del día. Mientras el protestante hace de la religión la base moral de su existencia, para el católico es un impulso artístico. Más que consuelo espiritual, los católicos mexicanos le parecen almas en busca de consuelo estético.
La ciudad de México es vista por el melómano como una "sinfonía de color y polvo." No es ciego a la pobreza, pero lo que registra no es la penuria económica, sino la belleza que la resiste. La pobreza mexicana no es sobrevivencia biológica. Aún en la miseria, en el hambre aparece un apetito por lo antiutilitario, un afán de lujo: joyas y telas exquisitas en las chozas más pobres de México. Alivios estéticos a la pobreza. Hasta los utensilios ordinarios tienen en México formas encantadoras. La vida de los indios podrá parecer económicamente miserable pero es estéticamente fecunda. El mestizaje es para Kessler una fusión de empeños culturales: el de los pueblos originales y el de los españoles. De haberse hundido Europa, Mesoamérica habría dado los artistas, los filósofos, los místicos que justifican la existencia del género humano. Los españoles, por su parte, establecieron una colonia artística en la que nunca pensaron los ingleses. Dos apetitos de expresión forman a México.
Muchas gracias por encontrar y poner esto en su sitio.
Siempre sigo tu blog Jesús. Alimenta mi sentido de esperanza en muchas formas. Gracias. Te invito a visitar http://www.elartedelacritica.blogspot.com Abrazo.
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