El ensayo más reciente de Rafael Rojas recorre los libros que no se leen en Cuba. "En Cuba lo que se lee y lo que no se lee tiene como fundamento la existencia del Estado como único propietario de bienes públicos." El estante vacío, publicado este año por Anagrama registra ese extenso catálogo de exclusiones. Ahora lanza en blog sus notas de lectura. Libros del crepúsculo, lo ha titulado. En unas semanas ha hablado de Walter Benjamin en Ibiza, de la eficacia y la impostura de Zizek, del Marx de Hannah Arendt, de León Bloy y sus admiradores. En su primera entrada anunció el sentido de sus fichas:
Qué pasará con los libros en la era digital es pregunta que ronda los medios editoriales y literarios a principios del siglo XXI. Como los ídolos de Nietzsche, los libros parecen vivir un crepúsculo que, seguramente, no será definitivo. La literatura y el periodismo no desaparecerán, pero sí se reacomodarán a la velocidad y el desplazamiento que caracterizan al mundo cibernético.
Escritura y lectura, compra y venta de libros ya no serán como han sido desde Gutenberg. En los últimos siglos la relación con los libros ha sido sedentaria y profunda. En el siglo XXI el nomadismo y la movilidad de la informática pasan a la cultura letrada, no destruyéndola, como auguran nostálgicos y antintelectuales, sino transformándola y democratizándola.
A partir de ahora escribiremos y leeremos bajo otra luz y bajo otra sombra. La Ilustración se volverá crepuscular, como el claroscuro que alumbra los libros que fotografía el artista cubano Abelardo Morell. La literatura perderá visibilidad y concentración, pero tal vez gane lectores que ya no leerán como bibliotecarios sino como ciudadanos.
Niall Ferguson, el historiador inglés que se ha dedicado a estudiar el dinero y el imperialismo (en su versión británica y norteamericana) escribe en Newsweek sobre la enseñanza de la historia. El semanario exhibe, en su edición más reciente, todo lo que los estadounidenses ignoran de su historia. Frente a los datos, Ferguson se pregunta cómo se puede mejorar la enseñanza de la historia y se detiene en los manuales de la secundaria. Los libros de texto, dice, tienden a acumular hechos sin ofrecer una narración rica que despierte el interés por el pasado. Textos escritos por comités y supervisados por cuidadores de la corrección. Por ello hace falta que reaparezca el historiador como autor y que éste subraye el dramatismo que cada evento histórico contenía. Si se pudiera trasmitir a los alumnos que el presente no tenía que ser el que conocemos, si se entiende que había otras posibilidades de acción, apreciarán de otro modo la historia. Los videojuegos pueden ser un gran instrumento didáctico.
Francis Fukuyama examina las perspectivas de la elección egipcia del próximo miércoles. Tras la emoción de la "primavera árabe", los candidatos que pueden ganar la votación son dos versiones del pasado. Se trata de un fracaso de quienes empujaron el cambio de régimen, sugiere Fukuyama:
Pudieron organizar protestas y demostraciones; actuar valientemente para desafiar al viejo régimen. Pero no pudieron coordinarse para respaldar a un candidato e involucrarse con el lento, tedioso trabajo de organizar un partido político para competir en las elecciones, distrito por distrito. … Tal parece que facebook produce un fogonazo en el sartén pero no genera suficiente calor para mantener la casa caliente durante un periodo largo.
La pieza que recibe al visitante es el mejor epígrafe que pudo encontrarse a la admirable exposición de la vanguardia rusa en Bellas Artes. Se trata de una maqueta de buen tamaño de la Torre de Tatlin, que habría de ser la más alta construcción del mundo. Una estructura de hierro, acero y cristal envolviendo tres enormes piezas giratorias: la inferior alojaría al Komintern, en la segunda estarían las oficinas de su comité central y en la tercera se abriría un museo para mostrar las maravillas de la Revolución. Cada bloque daría la vuelta a su órbita, como globos celestes. El monumento a la revolución mundial sintonizaba la historia con el cosmos y el subsuelo. Revolución: regreso al origen; reinicio, reinvención del tiempo.
El monumento fija el tono de esta extraordinaria ráfaga de arte de la Rusia al comienzo del siglo XX porque muestra su ambición y su imposibilidad. Capta a la perfección el ideal e insinúa la tragedia. La torre no se construyó nunca. No había en Rusia hierro suficiente para tal enormidad. La desmesura quedó en proyecto: trazo y maqueta. Se trata, seguramente, del edificio inexistente más influyente del siglo XX. Robert Hughes, en El impacto de lo nuevo, cree que es el monumento perfecto a la idea irrealizable: el mejor emblema de la utopía. La exposición que se presenta en el museo de Bellas Artes es un acontecimiento. Reúne piezas emblemáticas de la vastísima exploración estética e intelectual en Rusia, desde los últimos años del zarismo a los primeros años de Stalin. Más que de una corriente unificadora, bajo el nombre puntiagudo de “vanguardia” se nombran una multitud de corrientes que aspiraron a rehacer el arte, la cultura, el mundo. Si hay algo que las acerca es la negación, un afán crítico que es abiertamente destructivo. “En nombre de nuestro amanecer –escribió el poeta Kirillov en 1918– quemaremos los Raphaeles, destruiremos los museos, pisotearemos las flores del arte.” Destruir la academia era necesario para “respirar otra belleza”. Bajar los cuadros de los museos y poner, en su lugar, el decorado de las balas, agregó Maiakovski. Octavio Paz notó la paradoja: esa vanguardia que quiso incendiar los museos se convirtió en arte de museo. “Las vanguardias –dijo en una conferencia de 1994– se dispersaron y se disiparon, pero enriquecieron nuestra época con creaciones deslumbrantes. Son la otra cara, la luminosa, del sombrío siglo XX.”
El artículo completo puede leerse en Letras libres…
A propósito de la nota reciente sobre la app de La tierra baldía, recojo esta imagen de TS Eliot trabajando con el comité de Faber. El poeta fue director de la editorial de 52, hasta su muerte, en 65. La publica The Thought Fox el blog de la casa.
Podía aparecer un segundo en la pantalla y hacer que ese instante fuera el memorable. Philip Seymour Hoffman fue un genio del papel pequeño, el papel formalmente secundario que él convertía en imborrable. Apenas tuvo unos cuantos papeles que lo ponían en el centro del cartel. Un escritor que rehizo el periodismo, el lider de una secta. El resto de sus personajes aparecía tarde en la lista de créditos. Y no es simplemente que sus papeles fueran breves: es que sus personajes emblemáticos fueron siempre marginales. Hombres aplastados por la cruel religión del éxito.
Si se ha dicho en estos días que fue el actor más talentoso de su generación fue porque se tomó en serio el oficio de dar vida a otras vidas. Actuar no era juego como el idioma inglés sugiere que es el acto teatral. El alumbramiento le resultaba siempre doloroso, una labor exigente, punzante, agotadora. Es mucho trabajo, decía. Primero, el esfuerzo por comprender la vida: ¿quién es este hombre?, ¿de dónde viene?, ¿por qué dice esas palabras?, ¿por qué se viste así?, ¿cómo siente el mundo?, ¿cómo se vincula con la gente? Después, el cuidado de esculpir una personalidad: hallar el gesto, inventar el tic, dar con la voz y el tono preciso. El libreto muestra la silueta de una persona: al actor corresponde unir los puntos y darle cuerpo. La tarea de un actor es defender a quien representa, dijo Hoffman en alguna entrevista. Defender a quien sea. Al criminal y al santo; al diestro y al torpe. El actor es el último abogado defensor de su personaje. Si debe mostrar la maldad, la ha de hacer comprensible. Si encarna la blandura, debe proyectarla apreciable. Philip Seymour Hoffman lograba defender admirablemente a sus personajes porque no solamente imprimía verosimilitud a la ficción, porque las vidas imaginadas divierten, entretienen, atrapan. Su genio fue lograr que sus personajes interpelaran hondamente al espectador.
Nadie aprovechó tanto su talento como el director y guionista Paul Thomas Anderson. En Boogie Nights, en Magnolia, en The Master Hoffman nada en su agua. Fecundísima mancuerna de actor y director. Es que ambos acarician la misma fibra existencial. Uno escribiendo y el otro actuando tocan la vulnerabilidad detrás de la fachada. Ahí está, quizá, la marca del oficio de Philip Seymour Hoffman: mostrar la cáscara y la entraña. A Scotty, en Boogie Nights lo carcome el deseo que reprime envuelto en fiestas y carcajadas. Cuando finalmente brota el arrojo, se deshace en dolor. El enfermero profesional y distante de Magnolia es repentinamente asaltado por la compasión. El hermético empaque del charlatán de secta de The Master, perforado de pronto hasta vaciar su aire de orgullo. Ésa es la revelación del actor: capturar nuestra fisura. Sus personajes entrañables son el retrato de envases que estallan, paredes que se desploman, hielos que se derriten.
La hazaña actoral no es hacer creíble la ficción: es lograr que vivamos esa ficción. Un profesional nos convence, un artista nos conmueve. Lo decía el propio Philip Seymour Hoffman en una conversación con el filósofo Simon Critchley: el buen teatro, el buen cine nos habla directamente a nosotros. Nadie más que yo entiende esto, comprende esto, siente esto que la obra me comunica. Shakespeare me conoce mejor que nadie. Me escribe; me describe. El buen actor logra hacernos creer que su personaje existe o que podría existir. El gran actor nos hace sentir que conocemos a su personaje, que somos él, que podríamos ser él.
La previa gira de Madonna a México recibió la bendición del escándalo. La iglesia se ofendía por sus imágenes y algún político pedía censura: la juventud mexicana podía ser pervertida por esa exhibición de licencias. Era la Madonna que Camille Paglia celebraba como ejemplo de un nuevo feminismo: un llamado a las mujeres a ejercer el poder de su sexualidad. En 1990 la policía amenazaba con apresarla durante sus conciertos si se atrevía a profanar los símbolos de la fe. Steven Meisel la había retratado poco después en Sex, un libro que combinaba pornografía y moda para la mesita del café. Ahora llega a México como representante de una industria musculosa, profesional, vibrante e inofensiva. La presencia sacrílega de antes se ha vuelto signo de autoridad, con todo y trono. La insolente jovialidad transformada en perseverancia por la tenacidad del gimnasio y las efectivas enmiendas del quirófano.
Antes los poderes se sentían intimidados por la iconoclasta que mancillaba signos, que rompía roles, que subvertía el pudoroso orden de las vestimentas. Ahora, el auditorio que la recibía en México parecía una reunión de la república. ¿Llegó Monseñor Rivera al concierto? Un evento social del establishment. Sus conciertos fueron alguna vez pinchazos de brasieres expuestos; cáusticas profanaciones envueltas en tonadas fáciles. Su concierto reciente advertía desde el título que sería pegajoso y dulce. El espectáculo que se presentó hace unos días en el Foro sol fue, como ya han dicho otros, más aeróbico que erótico. El nuevo concierto de Madonna, decían en el New York Times, es una especie de entrenamiento con música de fondo y pantallas en movimiento. La artista convertida en atleta. El concierto glorifica la resistencia de una mujer que ha cruzado el medio siglo. La fuerza de Madonna parece intacta. Madonna despliega sus músculos, brinca la cuerda, baila, corre, sube y baja mil veces. No se cansa, no tropieza, no jadea. A veces desentona, pero no importa mucho. Nadie fue al Foro Sol a ver a una cantante. Fue a vivir la experiencia de un concierto de Madonna. A decir: yo fui a un concierto de Madonna. En efecto, el espectáculo es memorable no solamente por la fama y la leyenda de la protagonista sino porque funciona en lo básico: logra engullir al auditorio y fundar un tiempo en sus ritmos. Un espectáculo de factura impecable que revela una disciplina de látigo, una obsesión por lo perfecto.
La dispersión de evocaciones es desconcertante: un fallido misticismo, personajes de Keith Harring, un tubo de table-dance, rayos laser, flamenco, ritmos gitanos, algo de tango y mucho hip hop. El homenaje a la juventud que resiste las décadas, la celebración del profesionalismo no encuentran en el concierto aquel poderoso complemento de la herejía. No puede dejar de sentirse cierta nostalgia por aquella sacrílega, por aquel pop tan eficazmente provocador de las buenas conciencias. Los intentos están ahí pero no muerden. Madonna quiere seguir pellizcando convenciones pero simplemente produce un gran espectáculo en donde la tecnología visual es, quizá, lo que más embruja: pantallas cilíndricas que proyectan agua, enormes estelas en movimiento para danzarines virtuales. El concierto se politiza toscamente al desplegar inmensas imágenes de buenos que salvarán al mundo: Oprah y Bono, Mahatma Gandhi y Barack Obama. Hace unos meses, en sus conciertos preelectorales, su punzada fue tan sutil que contrastaba este equipo de héroes con la banda de los malos: Hitler y John McCain. La uña ya no raspa piel viva.
En un ensayito gracioso, Umberto Eco hacía de editor que recibía el manuscrito de obras clásicas para dictaminarlas impublicables. Al autor de la Biblia que se había negado a dar su nombre le decía, por ejemplo, que el texto era interesante y con pasajes verdaderamente admirables pero demasiado largo y violento para ser publicado sin un laborioso trabajo de edición. El protagonista no resultaba muy verosímil y parecía del todo incomprensible el cambio de su personalidad en la segunda parte del libro. ¿No eran en realidad muchos libros y muchos autores reunidos arbitrariamente?
Cuatro años después de que ganara el Nobel, en el 2000, una editorial polaca desenterró los desaires de Wislawa Szymborska. No le contestaba a Shakespeare ni a Dante sino a quien salía de la preparatoria y acababa de escribirle un poema a su novia. Szymborska era entonces editora en una revista de Cracovia y se daba a la tarea de leer manuscritos para ver si alguno merecía ser publicado. A cada envío le respondía con una notita. La editorial Nordica acaba de traducir el libro que recoge sus desalentadores juicios. Lleva por título Correo literario o cómo llegar a ser (o no llegar a ser) escritor. Quien haya leído las maravillosas Lecturas no obligatorias de la poeta polaca reconocerá de inmediato ese tono que rehuye la grandilocuencia, la solemnidad, la ostentación. Como en esa compilación, Szymborska aborda lo aparentemente trivial para deslizar, casi sin querer, lo más valioso.
La editora no ejerce de crítica literaria. Pide lo elemental: que se cuide la letra y la ortografía, que se respeten las reglas básicas de la expresión. Sugiere escapar de las frases hechas. Exige observar, mirar con atención lo que nos rodea. Para ser poeta hay que empezar poniendo atención. Invita, sobre todo, a leer. A uno le escribe: “Le pedimos…, no, no, no le pedimos, le rogamos…, no, no tampoco…, le imploramos que nos envíe textos escritos de manera legible.” Lo que recibía la redacción era un manuscrito con letra microscópica, llena de borrones y tachaduras. No podemos hacerle justicia a su texto, le respondía Szymborska porque los artistas de la impresión no han inventado aún caracteres tipográficos ilegibles. En cuanto esto ocurra, seguro juzgaremos con justicia sus textos.
No se toca el corazón con los cursis. A una estudiante de 19 años le pregunta si los versos cortesanos que ha escrito no provienen del álbum de recuerdos de su bisabuela. Hay que escribir con las palabras vivas. A otra le dice que, por los poemas que ha enviado, ha llegado a la conclusión de que está enamorada. “Alguien dijo que todos los enamorados son poetas. Pero probablemente era una exageración. Le deseamos todo tipo de éxitos en su vida personal.”
No cae nunca en la tentación de dar aliento: la experiencia literaria no tiene por qué conminar a la escritura. A quien busca consuelo después de haber sido rechazado, Szymborska le anticipa una larga y dichosa vida de lector desinteresado. Una existencia que debería darse el lujo de jamás pensar en la propia escritura. Otra le advierte que su novio la critica diciéndole que es demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de estos poemas que les mando? Creemos, le responde Szymborska a vuelta de correo, que usted es, efectivamente, guapísima. Alguien le pregunta cómo se llega a ser escritor. Así responde ella: “La pregunta que nos hace usted es muy delicada. Es como cuando un niño le pregunta a su madre cómo se hacen los niños y la madre le dice que se lo explicará más tarde, que está muy ocupada, y el niño empieza a insistir: ‘Entonces explícame, aunque solo sea cómo se hace la cabeza…’ A ver, intentemos también nosotros explicar, al menos, la cabeza: pues bien, hay que tener algo de talento.”
En esto reside seguramente el deleite de leer la poesía o la escritura casual de Szymborska: es tan exigente con la literatura como desconfiada de su superioridad. A mi hermana, dijo en algún poema, no le interesa la poesía. Pero cuando viaja me manda postales en las que me cuenta que, cuando regrese, me lo contará todo, todo…¨
Chucho, ignoro si hayas estudiado Filosofía, como Hanna Arendt, pero yo te considero un «político filósofo». No pretendo ser aduladora, es simplemente una opinión.