Alfonso Reyes
En Constancia poética. Tomo X de las Obras Completas.
Alfonso Reyes
La revista 3AM publica una entrevista con el historiador Quentin Skinner. La conversación permite a Skinner exponer con claridad su reconstrucción de la idea neorromana de la libertad que explora en textos como La libertad antes del liberalismo y que ahora conecta con el teatro de Shakespeare y con la teoría política de Marx.
Algo más de Skinner en el blog
El número más reciente de la revista dominical del New York Times se dedica a la arquitectura. Se incluye una entrevista al exalcalde de Bogotá Enrique Peñalosa, quien hace una defensa de las banquetas como el paréntesis urbano de la equidad. "Al construir una buena banqueta estás construyendo democracia. Una banqueta es un símbolo de igualdad."
Aquí puede leerse el discurso completo de Yves Bonefoy al recibir el Premio FIL, una defensa de la poesía y de la verdad:
¿Por qué es necesario pensar en la poesía? ¿Es quizás porque en ella hay acercamientos a la condición humana más numerosos o más importantes que lo que, por ejemplo, saben reconocer los filósofos de la existencia? ¿O porque serían formulados con más imaginación y elocuencia que en los escritos en prosa? Sí, cierto, es verdad que las grandes obras de la poesía –las cuales no son sólo poemas, y sitúo en primer lugar entres ellas a un Shakespeare o un Cervantes- se arriesgan mucho antes por los laberintos de la conciencia de sí mismos. Es en las dudas angustiadas de Hamlet donde la modernidad del espíritu encontró su suelo más fértil. Y hay en cada uno de nosotros una relación interna con nosotros mismos que no se libera de las muchas ilusiones de la existencia ordinaria que cuando escuchamos un ritmo apropiarse de las sílabas largas y breves de las palabras de nuestra lengua natal.
Y sin embargo, no debemos dejarnos llevar por la embriaguez fácil de la música verbal. El ritmo de las palabras puede ponerse al servicio de la simple elocuencia. La mentira también puede usarlo. Pero no por ello deja de ser un llamado que nos atrapa muy profundamente, seduciendo nuestras emociones, haciendo decaer nuestras convicciones perezosas. Por esa llamarada de la palabra comenzamos a existir de nuevo, por su vía pueden reaparecer, seguramente entre algunos engaños, necesidades e intuiciones que son nuestra verdad más esencial. Porque la existencia, esta vida humana que nace y debe morir, que es finitud, que se topa incesantemente con los imprevistos del azar, es, antes que nada, una relación con el tiempo; ¿y cómo acceder a la comprensión del tiempo sino escuchando los ritmos, esa memoria del tiempo, actuando sobre las palabras fundamentales de la lengua?
Robert Hughes ya había visto a la muerte. La vio sentada frente a un escritorio, como si fuera un banquero. Ningún gesto. Sólo la boca abierta, un túnel negro como el que pintaron los antiguos cristianos. El banquero esperaba que me dejara ir, que entrara a su garganta oscura, recuerda en sus memorias. La invitación me pareció abominable, me llenó de odio al no ser. No era miedo. Era, más bien una apasionada repulsión por la nada en que se convertiría. En ese momento me di cuenta de que no hay nada después de la vida: el único sentido de la vida es la vida afirmándose tercamente contra el vacío y la trivialidad. Esta vez el banquero no lo soltó. Robert Hughes es nada.
Fue porque fue crítico. Así lo dijo en el título shakespeareano de uno de sus libros. No pidas halagos, le dice Yago a Desdemona. Que nada soy si no soy crítico. La crítica no fue un oficio, una ocupación, una fuente de ingresos: fue la condición de su existencia, esa que con pasión resiste la nada y su vecino: lo trivial. “Adoro el espectáculo de la habilidad”, decía. Su vida fue el homenaje a la expresión artística y la ruda impugnación de los farsantes. Era, con orgullo, un elitista cultural. La desigualdad en las artes no hace daño a nadie. La democracia no tiene nada que hacer en esos dominios donde debe preferirse lo bueno a lo malo, la elocuencia al cuchicheo, la plenitud de la conciencia a la conciencia adormecida. La torpeza estética era para él una forma de tiranía manufacturada. El siglo XX dio pocos enemigos de ese despotismo tan briosos y elocuentes como Robert Hughes.
Su pasión no podía ser transigente. En sus crónicas publicadas en Time y en muchas otras revistas hay una deliciosa rudeza. Su reseña a las memorias de Julian Schnabel pertenece a las antología universal del veneno. “La vida no examinada, dijo Sócrates, no merece ser vivida. Las memorias de Julian Schnabel, tal y como son, nos recuerdan que lo opuesto también es cierto. Una vida no vivida no merece ser examinada.” Cuando preparó el documental sobre el arte del siglo XX para la BBC, celebraba un genio que se agotaba a golpe de subastas. En los últimos episodios de El impacto de lo nuevo se advierte su pesimismo sobre el futuro del arte y el efecto devastador del dinero. Poco de lo nuevo le interesó. A pesar de estar convencido de que en el arte no hay progreso, describió la decadencia. Al visitar al coleccionista Alberto Mugrabi y contemplar una escultura de Damien Hirst se preguntó: “¿No es un milagro lo que tanto dinero y tan poco talento pueden producir? Simplemente extraordinario. Cuando veo algo como esto me doy cuenta de que buena parte del arte—no todo, gracias a Dios, pero mucho—se ha vuelto simplemente un tipo de juego repulsivo para la autopromoción de los ricos e ignorantes.” Pero su admiración era también prodigiosa. Supo comunicar el embeleso estético, las capas de sentido que contiene una obra maestra, los desafíos que nos lanza el artista, las maravillas de la ciudad, el significado que el arte nunca impone pero que siempre insinúa.
Lo dice con espléndida elocuencia en El impacto de lo nuevo: el arte, el verdadero, busca siempre iluminar la totalidad de la experiencia humana, hacerla comprensible. Comunicarnos la gloria y la miseria de la vida sin acudir al argumento. Romper la brecha entre tú y todo lo que no eres tú. El camino del sentimiento al sentido. El arte de la crítica pertenece al mismo dominio. Como custodio de una ambición humana, su prosa aspiró a esa comunicación.
Mary Beard ve una fotografía de Rihanna en instagram. Es una imagen de la cantante en un cuarto de planchado. Lleva lentes oscuros y la pierna descubierta. La estampa con millones de likes lleva de inmediato a Beard a pensar … en Livia Drusilla, esposa del emperador Augusto, sobrina de Julio César tejiendo en la sala de su casa. Imposible para ella ver sin recordar los siglos, sin repasar instintivamente piezas de mil archivos, pasajes de historia y literatura. Ambas imágenes, dice, producen el mismo desconcierto. Dos mujeres poderosas simulando intervenciones ordinarias. Ni Rihanna plancha su ropa ni Livia teje la suya. ¿Se acercan a nosotros con esas poses o se ríen a costa nuestra? ¿Cómo vemos estas imágenes? ¿Qué nos provocan? ¿En qué las traducimos? ¿Cómo nos transforman?
Al ver instagram o la cerámica de la Grecia Antigua, la clasicista no se detiene en examinar las intenciones del creador. Le intriga la forma en que, a lo largo del tiempo, nos hemos acercado al arte. ¿Que han significado las representaciones de la humanidad y lo divino para las sociedades que han convivido con ellas? ¿Qué significan para quienes las han convertido en utensilio o en objeto de devoción? Su punto de partida es la idea de que la historia del arte es la historia de la mirada. Su libro más reciente aborda el asunto. Cómo miramos. El cuerpo, lo divino y la cuestión de la civilización, es el título del libro publicado este año por Norton. Se trata de las notas de su participación en la serie televisiva Civilizaciones que, junto con Simon Schama y David Olusoga, condujo para la BBC. La serie, que enfatiza explícitamente el plural en el título y el plural en los conductores, es una propuesta de repensar lo que se difundía en aquella serie de fines de los setenta conducida por Kenneth Clark y que asumía, sin asomo de duda, la superioridad espiritual de Occidente.
Mary Beard contempla mármoles romanos, tumbas egipcias, vasijas griegas, estatuas chinas, templos en Camboya. Pasea por Sevilla en Semana Santa, entra en mezquitas en Estambul, acaricia relieves. Su recorrido inicia en Tabasco, frente a las cabezas olmecas. Le intriga el tamaño, el peso, la expresión de esos rostros imponentes. Los olmecas, advierte, nos dieron pocas claves para descifrar a quién pertenece el rostro, qué hace ahí, qué significaba para quienes lo encontraban día a día en su recorrido habitual. A decir verdad, la pregunta no puede tener respuesta. Es imposible ver como otros vieron. Imposible insertarse los ojos de otras culturas, de otras civilizaciones. Si la historiadora no puede desentenderse de su erudición, nadie puede desprenderse de la membrana cultural y política que constriñe nuestra observación.
No hay mirada inocente. El ojo acata un código. A descifrar ese estatuto estético y, sobre todo, político, se dedica Beard en este ensayo que aborda el sitio del cuerpo y de la fe en las representaciones artísticas. Se trata una biografía parcial y emocionada del deseo, de la virtud y de la devoción. También de la opresión, el abuso, el desprecio. La barbarie, nos dice Mary Beard no está afuera de la civilización. Suele estar tan adentro, que ni siquiera se percibe. Si en su ensayo previo nos invitó a oír la voz de la mujer, ahora nos convoca a pensar en la mirada femenina.
Stefan Zweig preparó todos los detalles de su muerte. El veneno, las despedidas, el destino de su cuerpo. En una de sus cartas finales escribió: “El mundo de mi lengua madre ha desaparecido y Europa, mi lugar espiritual, se destruye a sí misma. Mis fuerzas están agotadas por largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin a tiempo. Saludo a mis amigos. Ojalá ellos vivan el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”. Su adiós no fue esa alicaída nota, ni la sobredosis de Varonal que tomó junto con su esposa, ni las instrucciones para su propio entierro. Su despedida fue el más dulce de sus escritos: un retrato de Montaigne, quien había elogiado la belleza de la muerte voluntaria. “La vida depende de la voluntad de los otros; la muerte de la nuestra”.
En los últimos meses de su vida, convencido de que el nazismo conquistaría el mundo, Stefan Zweig se entregó a la lectura de Montaigne y a la composición de un retrato del padre del ensayo. El impaciente dejó inconcluso el perfil y nunca llegó a verlo enmarcado por la imprenta. El ojo atento percibe el carácter truncado del cuadro. Al lienzo le falta el toque final. Algún botón no está coloreado, la oreja es borrosa. Pero el cuadro tiene la pincelada del retrato profundo, ese que capta en unos cuantos trazos el pulso único del pintor y la mirada del modelo. El inacabado ensayo de Zweig tendrá un par de párrafos incompletos y algunas citas imprecisas pero captura, vivo, el líquido medular de Montaigne y el anhelo más profundo de Zweig.
Montaigne les exige vida a sus lectores. Quien no haya vivido la desilusión, el engaño, las tentaciones del poder será incapaz de apreciar el valor de Montaigne. Zweig mismo llegó demasiado pronto a sus ensayos. Al leerlo a los veinte años, reconocía al gran escritor, al personaje interesante, al observador perspicaz, pero no encontraba en él algo que lo entusiasmara. Sus temas le parecían arcaicos, su estilo flojo, su francés avejentado. Nada que prendiera el fervor de un joven al amanecer del siglo XX. Pero las amarguras que traería ese siglo, darían nuevo sentido a las palabras de Montaigne en la piel del novelista. Los horrores hermanan. Todas las víctimas de la atrocidad son contemporáneas: la misma invasión del odio; las mismas invitaciones a la indignidad, idénticas cruzadas de intolerancia, el mismo fanatismo que asesina con alarde. Es ahí donde la vida de Montaigne enciende el cuerpo de Zweig. Sí: la vida y no sólo la escritura. La escritura es apenas una muestra de su admirable empeño por vivir. No soy escritor de libros, decía Montaigne: “mi tarea consiste en dar forma a mi vida. Es mi único oficio, mi única vocación.”
Ese esculpir la vida propia es el destello al que Zweig se aferra en sus últimos días. Una vida libre de vanidades y convicciones, libre de miedos y también de ilusiones; libre de fanatismos, estereotipos y absolutos. Rechazando el “coro vocinglero de los posesos y los asesinos” crea, entre su torre y su caballo, una patria. Sabe que no puede haber seguridad en la política, ni en la ciencia, ni en la iglesia. Pero se tiene a sí mismo. Por eso se empeña en mantenerse libre, en preservar la razón, en cuidar su humanidad frente al embate de las bestias. Y así se observa, se examina, se critica, se interroga. Su torre es islote en un mar demencial. Sus preguntas, sus caminatas, sus divagaciones, sus espejos, las vigas de su biblioteca, el tesoro de sus libros, son la entrega a su gran obra: seguir siendo él mismo. Ya lo decía en su ensayo sobre la soledad: “La cosa más importante del mundo es saber ser dueño de uno mismo.”
La vida puede ser la terquedad de las células o el caprichoso vagabundeo de un artista. Vivir depende de la voluntad de otros, vivirse de la propia.
Mañana se celebra el cumpleaños 300 de Jean Jacques Rousseau, más que un filósofo y un autor, un temperamento, un tono. No descubrió nada pero lo inflamó todo, dijo de él Madame de Staël. En sus festejos se recordará al demócrata y al enemigo de la modernidad, al romántico antiliberal, al revolucionario, al escritor confesional, al crítico de la música, al misántropo que componía himnos a la naturaleza y a la humanidad. Valdría hoy, a unos días de las elecciones, rescatar al vehemente crítico del teatro, porque en su denuncia se encerraba su repudio al voto.
En marzo de 1758, Rousseau le escribió una carta pública a D’Alambert. Respondía a su texto sobre “Ginebra” publicado en la Enciclopedia donde proponía el establecimiento de un teatro en la ciudad. La propuesta le pareció una aberración al moralista. Asumiendo el papel de defensor de la patria reaccionó con un texto donde muestra la perdición que se asoma en el espectáculo dramático. El teatro parecerá un entretenimiento inocente pero implica una degradación inaceptable de las costumbres. Ninguna ciudad que aspire a la virtud consentiría esa diversión inmoral. El teatro convierte la mentira en prestigiosa, el engaño en trivialidad, la falsedad en pasatiempo. El teatro convierte la mentira en actividad profesional. La virtud no puede transigir: exige trasparencia absoluta. Los dobleces del teatro le resultan repulsivo, inaceptables. ¿Cuál es el talento de un actor?, pregunta Rousseau: el talento de aparentar, la capacidad para fingir: “apasionarse a sangre fía, decir otra cosa de lo que se piensa tan naturalmente como si se pensase realmente, olvidar el lugar propio a fuerza de ocupar el lugar de otro? En la actuación hay una prostitución que no puede resultarnos indiferente: el actor pone en venta su persona, se entrega en representación por dinero. Pocos oficios tan indignos, remata Rousseau, como el de simular la vida de otro, fingir las emociones de otro, decir palabras en las que uno no cree.
Si Ginebra ha de ser una ciudad para la virtud debe prohibir esas zonas rojas a las que asistimos con benevolencia, como si fueran pasatiempos moralmente intrascendentes. Debería levantar foros para el debate público, espacios a los que los ciudadanos acudieran para decir su voz, para compartir sus ideas, para defender sus convicciones. Contra el teatro, el republicano pedía proscenio para la oratoria cívica.
La aversión que Rousseau sentía por los actores era sólo comparable con la que sentía por los diputados y era, p, para él expresión de la misma lacra: las farsas de la modernidad. El diputado es, como el actor, un fingidor profesional. Se dedica a representar un papel, a encarnar falsamente lo que no es. Un diputado se dice representante de un distrito, de un estado, de un pueblo pero no lo es, no lo puede ser. Cuando habla, nos dice que expresa la voz de otros, la voz de su comunidad. Nos dice que lleva a la política la voluntad del pueblo. Se pretende un simple trasmisor de las instrucciones de sus electores cuando en realidad defiende sus propios intereses. No es casualidad que el teatro y el parlamento sean espacios de la representación: se trata de hacer presente lo que en realidad no existe. Zonas de tolerancia para la mentira. El actor no es Hamlet, el diputado no es el pueblo. Por eso, de la misma manera que rechazaba el teatro como un espectáculo moralmente degradante, rechazaba el voto que instauraba la mentira colosal de la representación.
Una buena manera de recordar a Rousseau sería ir al teatro y a votar.